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Sigurður Óli corrió hacia la escuela. Le siguieron otros tres policías, que se dedicaron a peinar los terrenos del colegio y las zonas cercanas en busca del arma asesina. Habían terminado las clases. El edificio era tétrico y carecía de todo asomo de vida en la oscuridad de los días más cortos del invierno.[1] Había luz en algunas ventanas pero el vestíbulo de la entrada estaba cerrado con llave. Sigurður llamó a la puerta. La escuela era un monstruo gris de tres pisos de altura, unido a un pequeño edificio con piscina y a unos talleres. En la mente de Sigurður se agolparon recuerdos de frías mañanas de invierno: chicos formando doble fila en el patio; peleas, a veces auténticas luchas que los maestros tenían que interrumpir. Había lluvia, nieve y oscuridad al terminar el otoño y durante el invierno entero, hasta que llegaba la primavera, empezaba a clarear, el tiempo mejoraba y lucía el sol. Sigurður Óli paseó la mirada por el patio de cemento, la cancha de baloncesto y el campo de fútbol, y casi podía oír los gritos de los muchachos.

Se puso a dar patadas a la puerta y por fin apareció la conserje, una mujer de unos cincuenta años, que abrió y preguntó qué modos eran esos. Sigurður se identificó y preguntó si el profesor de quinto D aún estaba en el edificio.

—¿Pasa algo? —preguntó la conserje.

—Nada —respondió Sigurður Óli—. ¿Y el maestro? ¿Sabes si todavía está aquí?

—¿Quinto D? Es el aula trescientos cuatro. Está en la tercera planta. No sé si Agnes se habrá ido; voy a comprobarlo.

Sigurður Óli ya se había puesto en marcha. Sabía dónde estaba la escalera y subió los escalones de dos en dos. Su clase de quinto también estaba en la tercera planta, si no se equivocaba. A lo mejor, todo seguía como cuando él estudiaba allí, a finales de los años setenta. Envejeció diez años cuando aquella maldita frase atravesó su mente. Los años setenta.

Todas las aulas de la planta estaban cerradas con llave y volvió a bajar. Mientras, la conserje había ido a la sala de profesores y estaba esperándole en el pasillo para decirle que la profesora ya se había ido a casa.

—¿Agnes? ¿Ese es su nombre?

—Sí —dijo la conserje.

—¿Está aquí el director?

—Sí. Está en su despacho.

Sigurður Óli casi saltó por encima de la mujer cuando la rebasó para dirigirse hacia la sala de profesores. De niño, en su interior estaba el despacho del director del colegio, por lo que recordaba. La puerta estaba abierta y entró sin más. Tenía prisa. Vio que el antiguo director seguía en el colegio. Se preparaba para irse a casa. Se estaba atando la bufanda al cuello cuando Sigurður lo interrumpió.

—¿Qué pasa? —preguntó el director de la escuela, extrañado por aquella visita. Sigurður Óli vaciló un instante, porque no sabía si el director le reconocería.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó el director del colegio.

—Es algo relacionado con quinto D —dijo Sigurður Óli.

—¿Y?

—Ha pasado algo.

—¿Tienes un hijo en esa clase?

—No. Soy de la policía. Un alumno de quinto D ha sido hallado muerto delante de su casa. Lo han acuchillado y murió a causa de la herida. Tenemos que hablar con todos los profesores de la escuela, especialmente con los que puedan decirnos algo sobre ese chico, tenemos que...

—¿Qué quieres de...? —dijo el director, y Sigurður Óli le vio palidecer.

—... hablar con sus compañeros de clase, los empleados del colegio, los chicos de su curso y con todo el que pudiera conocerle. Partimos de la idea de que ha sido un homicidio. Tenía una puñalada en el estómago.

La conserje había seguido a Sigurður Óli y estaba en la puerta, jadeante, sin darse cuenta de que se había tapado la boca con la mano y miraba fijamente al policía, como si no pudiera creer lo que oía.

—El chico era medio tailandés —prosiguió Sigurður Óli—. ¿Hay muchos así en el colegio?

—¿Muchos así...? —exclamó el director, totalmente abrumado, dejándose caer en su silla. Tenía casi setenta años, había sido director de escuela toda la vida y esperaba el momento de la jubilación con cierta impaciencia. No comprendía lo que había sucedido, y no ocultaba su expresión de escepticismo.

—¿Quién ha muerto? —preguntó la conserje desde detrás de Sigurður Óli.

Sigurður se dio la vuelta.

—Perdona, probablemente hablaremos contigo más tarde —fue su respuesta; y cerró la puerta—. Necesito un listado de los alumnos de su clase, con domicilios y nombre de los padres —dijo, volviéndose de nuevo hacia el director en el momento en que la puerta se cerró—. Necesito una lista de todos los profesores del chico. Deberás proporcionarme información sobre agresiones en el colegio, si existen pandillas, relaciones entre grupos étnicos, cualquier cosa que pueda explicar lo sucedido. ¿Se te ocurre algo?

—No... no se me ocurre nada, ¡no puedo creer lo que estás diciendo! ¿Es cierto? ¿Puede suceder algo así?

—Por desgracia, sí. Debemos darnos prisa. Cuanto más tiempo pase desde el momento en que...

—¿Quién es el niño? —le interrumpió el director.

Sigurður Óli le dijo que se llamaba Elías. El director se volvió hacia su ordenador, abrió la web de la escuela, buscó la clase y las fotos de los alumnos.

—Hasta ahora, siempre conocía hasta el último de los alumnos por su nombre. Ahora son ya demasiados. ¿No es este?

—Sí, ese es —dijo Sigurður Óli mirando la foto. Habló del hermano de Elías al director y encontraron su curso y una foto de Niran. Los dos hermanos se parecían: ambos tenían el pelo negro, la tez oscura y los ojos castaños. Enviaron la foto de Niran al correo de la policía. Sigurður telefoneó a la jefatura y les explicó quién era, a fin de que la difundieran junto con la que Erlendur había enviado antes.

—¿Ha habido enfrentamientos entre grupos en el colegio? —preguntó Sigurður Óli, una vez concluida su conversación telefónica.

—¿Pensáis que el crimen puede estar relacionado con la escuela? —preguntó el director, sin apartar los ojos del monitor. Allí estaba la cara de Elías, sonriéndoles. La sonrisa era tímida y no miraba directamente a la cámara, sino más bien por encima de la misma, como si el fotógrafo le hubiera dicho que levantase la vista o como si algo le hubiera llamado la atención. Tenía una cara finamente dibujada, la frente alta y los ojos inocentes e inquisitivos.

—Estamos estudiando todas las posibilidades —dijo Sigurður Óli—. No puedo decir más.

—¿Tiene que ver con problemas raciales? ¿Es a lo que te refieres?

—No, simplemente digo que la madre del niño es de Tailandia —respondió Sigurður Óli—. No hay más. No sabemos lo que ha sucedido.

Sigurður Óli estaba muy contento de que el director del colegio no recordara que él también había sido alumno de la escuela. Decidió no decir nada sobre los viejos tiempos, preguntar por sus antiguos profesores o por lo que había sido de sus compañeros de clase, ni ninguna de esas estupideces.

—No sé nada de eso —dijo el director—, o al menos nada serio, y me parece absurdo que pueda ser el origen de un suceso tan horroroso. ¡No puedo creer lo que ha pasado!

—Desde luego, tienes toda la razón —dijo Sigurður Óli.

El director imprimió el documento que incluía la lista de compañeros de clase de Elías. Figuraban en ella domicilios y teléfonos, así como los nombres de padres o tutores. Entregó la lista a Sigurður Óli.

—Ambos empezaron aquí este otoño. ¿También tengo que enviar esto a la dirección electrónica que me has dado? —preguntó—. Es horrible —suspiró, y se quedó con la mirada fija, incapaz de moverse de su mesa.

—Desde luego —dijo Sigurður Óli—. Necesito también las direcciones y números de teléfono de los profesores de su clase. ¿Qué pasó?

El director del colegio le miró.

—¿A qué te refieres?

—Has dicho que no había sido nada serio —respondió Sigurður Óli—, y que era absurdo que eso fuera el origen de este suceso tan horroroso. ¿De qué se trataba?

El director titubeó.

—¿De qué se trataba? —repitió Sigurður Óli.

—En el colegio tenemos un profesor que se declara completamente contrario a la llegada de inmigrantes al país.

—¿De mujeres de Tailandia?

—También. De gente de países asiáticos. Filipinas, Vietnam. De esos sitios. Tiene unas ideas muy claras al respecto. Pero son solo ideas. Nunca llegaría a hacer algo así. Nunca.

—Pero has pensado en él. ¿Cómo se llama?

—¡Sería absurdo!

—Tendremos que hablar con él —dijo Sigurður Óli.

—Tiene muy buena mano con los chicos —dijo el director—. Él es así. Brusco y antipático de buenas a primeras, pero muy cercano a los chicos.

—¿Le dio clase a Elías?

—Claro, alguna vez. Es profesor de islandés y también se ocupa de las clases de repaso. Ha dado clase a todos los alumnos del colegio.

El director le dio el nombre de aquel profesor y Sigurður Óli lo apuntó en su cuaderno.

—Le amonesté en una ocasión. No toleramos prejuicios racistas en el colegio —dijo el director con determinación—. No lo permitimos. No nos gusta. La gente habla de cuestiones raciales aquí como en cualquier otro sitio, y también escuchamos el punto de vista de los inmigrantes. Aquí existe igualdad, ni profesores ni alumnos toleran otra cosa.

Sigurður Óli notó un cierto titubeo en el director.

—¿Qué sucedió? —preguntó.

—Casi se pegaron —dijo el director—. Él y Finnur, otro profesor. Aquí mismo, en la sala de profesores. Hubo que separarlos a la fuerza. Había hecho unos comentarios que enfurecieron a Finnur. El resultado fue una pelea de gallos.

—¿Qué se dijeron?

—Finnur se negó a repetírmelo.

—¿Hay otras personas con quien creas que deberíamos hablar? —preguntó Sigurður Óli.

—No puedo denunciar a nadie por tener ideas.

—No te pido que delates a nadie, faltaría más —dijo Sigurður Óli—. La agresión a ese niño no tiene por qué guardar relación alguna con las ideas de nadie. Ni mucho menos. Pero hemos iniciado una investigación policial y necesitamos información. Tenemos que hablar con gente. Debemos hacernos una idea de la situación. Eso no tiene nada que ver con las ideas que pueda tener cada cual.

—Egill, el profesor de carpintería, el otro día tuvo un altercado aquí mismo. Estaban discutiendo sobre el multiculturalismo, o algo por el estilo, no lo sé. Es un hombre un poco irascible. Está bastante enterado de todo. Quizá deberíais hablar con él.

—¿Cuántos niños inmigrantes hay en el colegio? —preguntó Sigurður Óli mientras anotaba el nombre del profesor de carpintería.

—Deben de ser unos treinta en total. El colegio es bastante grande.

—¿Y eso no ha causado problemas significativos?

—Naturalmente conocemos algunos casos, pero nada serio.

—¿De qué estamos hablando, entonces?

—Apodos insultantes, peleas de poca monta. Nada que haya llegado hasta mi mesa, pero los profesores hablan sobre el tema. Naturalmente, controlan lo que sucede y saben tomar las riendas. No queremos discriminación en este colegio, y los chicos lo saben. Son muy conscientes de ello. Enseguida informan e intervenimos nosotros.

—Supongo que en todos los colegios hay problemas —dijo Sigurður Óli—. Alborotadores. Chicos y chicas que nunca están tranquilos.

—Ese tipo de alumno existe en todos los colegios.

El director de la escuela miró pensativo a Sigurður.

—Tengo la sensación de que te conozco —dijo de repente—. ¿Cómo has dicho que te llamabas?

Sigurður suspiró en su interior. Un país tan pequeño. Tan poca gente.

—Sigurður Óli —dijo.

—Sigurður Óli —repitió el director, pensativo—. ¿Sigurður Óli? ¿Estuviste en este colegio?

—Hace mucho. Antes de los ochenta. Estuve muy poco tiempo.

—¿Sigurður Óli? —balbuceó el director entre dientes.

Sigurður se dio cuenta de que el director estaba empezando a recordarle, y tuvo la sensación de que no tendría que esperar mucho antes de que se encendiese la bombillita en la cabeza de aquel hombre. Se despidió a toda prisa. La policía tendría que volver a la escuela a hablar con alumnos, profesores y demás empleados. Estaba saliendo por la puerta cuando el director le recordó, por fin.

—¿No estuviste mezclado en aquel altercado a finales de los setenta y...?

Sigurður Óli no oyó el final de la frase. Salió de la sala de profesores con pasos rápidos. La conserje había desaparecido. El edificio estaba desierto a esa hora tan tardía. Iba a salir otra vez al frío gélido pero vaciló, se detuvo y miró hacia el techo. Aguardó un instante y volvió a subir las escaleras, y antes de darse cuenta estaba en el tercer piso. En las paredes colgaban fotos de los cursos antiguos, con el nombre de cada clase y los años. Encontró la foto que buscaba, se detuvo delante de ella y se miró a sí mismo, cuando era alumno del colegio, a los doce años. Los chicos estaban ordenados en tres filas, y él estaba en la de más arriba mirando fijamente a la cámara, serio. Llevaba una camisa clara con cuello grande y un estampado un tanto extraño, e iba peinado a la última moda disco.

Sigurður Óli miró la foto un buen rato.

—¡Qué ridiculez! —dijo con un suspiro.

Invierno ártico

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