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El móvil de Erlendur sonaba sin parar. Sigurður Óli le informó de la reunión con el director de la escuela y dijo que en esos momentos iba a ver a la maestra del niño y a otro profesor que no quería que entraran extranjeros en el país. Elínborg le comentó que un testigo que vivía en el mismo portal que Sunee creía haber visto al hermano mayor un rato antes. El comisario jefe de la Científica había dicho que, según el forense, el niño había sido apuñalado una sola vez y seguramente con un objeto muy afilado, probablemente un cuchillo.

—¿Qué clase de cuchillo? —preguntó Erlendur.

—La hoja tendría que ser bastante ancha y relativamente gruesa, pero con mucho filo —dijo el jefe de la Científica—. Realmente, no hay motivo para pensar que al agresor le costara mucho esfuerzo apuñalar al muchacho. El chico podría haber estado tumbado en el suelo cuando fue apuñalado. El anorak está sucio por detrás, y tiene un desgarrón reciente, de modo que tal vez se vio envuelto en una pelea a golpes. Intentó defenderse, como es lógico, pero la única lesión fue la puñalada, que el doctor afirma que le atravesó el hígado. Murió por la pérdida de sangre.

—Pero, según dices, no hay que hacer mucha fuerza para que la navaja llegue hasta allí.

—Es posible.

—¿Un niño o un adolescente, por ejemplo, podría haberlo hecho? ¿Alguien de su edad?

—Es difícil afirmarlo. Pero todo parece indicar que se usó un objeto afiladísimo.

—¿Y la hora de la muerte?

—A juzgar por la temperatura, murió una hora antes de que lo encontraran. Puedes hablarlo con el forense.

—Así que parece que volvía directamente del colegio.

—Eso parece.

Erlendur volvió a sentarse delante de los dos tailandeses. Guðný, la intérprete, estaba con ellos en el sofá. Resumió a la intérprete la información que acababa de recibir. Sunee escuchó en silencio. Había dejado de llorar. Su hermano dijo algo y los dos estuvieron un buen rato hablando en voz baja.

—¿Qué dicen? —preguntó Erlendur.

—El anorak no estaba roto cuando salió por la mañana —dijo la intérprete—. No era nuevo, pero estaba en perfecto estado.

—Probablemente hubo una pelea —dijo Erlendur—. No puedo afirmar que la agresión a Elías tiene que ver con la xenofobia. Tengo entendido que en el colegio hay unos treinta niños inmigrantes. Debemos hablar con los amigos de Elías y con quienes estuvieran relacionados con él. También buscaremos a los amigos de su hermano. Sé que es difícil, pero sería muy útil que Sunee pudiera escribirnos una lista de nombres. Si no los recuerda, puede decirnos algo sobre los amigos, la edad o algo por el estilo, dónde viven... El tiempo es fundamental. Espero que lo entienda.

—¿Sabes, aunque sea vagamente, cómo se siente ella ahora? —dijo la intérprete con frialdad.

—Por desgracia, solo puedo imaginármelo —dijo Erlendur.

Elínborg llamó a la puerta. Estaba en el segundo piso de la misma escalera. La puerta se abrió y la recibió un policía de uniforme. La testigo había acudido a él, y ahora estaba sentada en el salón, esperando a Elínborg. Era una mujer de sesenta y cinco años llamada Fanney, una viuda con tres hijos adultos. Había preparado café para el agente, que desapareció al llegar Elínborg. Las dos se sentaron, cada una con su taza.

—Es realmente terrible —dijo la mujer, con un suspiro—. ¡Que pase algo así en el bloque! No sé adónde vamos a llegar.

El apartamento estaba a oscuras, a excepción de una lámpara encendida en la cocina y una lamparita en el salón. Tenía la misma estructura que el apartamento de Sunee, con una gruesa alfombra en el suelo y papel pintado de color verde en el vestíbulo y el salón.

—¿Conocías a los hermanos? —preguntó Elínborg.

Tenía que darse prisa, sacar lo que tuviera alguna importancia y continuar. Apresurarse sin dejar pasar nada.

—Sí, un poco —dijo Fanney—. Elías era un niño estupendo. Su hermano es un poco reservado, pero también es un chico magnífico.

—Dijiste que le habías visto hoy mismo, hace un rato —dijo Elínborg, que intentaba no parecer demasiado cansada. Tenía a su hija en casa, con vómitos y fiebre, y apenas había dormido la noche anterior. Solo pretendía pasarse un momento por el despacho, pero todo se torció al llegar la información de que habían encontrado al niño.

—A veces charlo un poco con Sunee en el pasillo —dijo Fanney como si no hubiera oído a Elínborg—. No llevan mucho tiempo viviendo aquí. Sin duda, estar tan sola tiene que ser difícil para ella. Sunee no tiene más remedio que trabajar muchísimo en esos trabajos sin cualificación que no tienen sueldos muy altos.

—¿Dónde estaba el chico cuando le viste? —preguntó Elínborg.

—Estaba detrás de la farmacia —dijo Fanney.

—¿A qué hora fue? —preguntó Elínborg—. ¿Estaba solo? ¿Entró en la farmacia?

—Me bajé del autobús del centro hacia las dos —dijo Fanney—. Siempre paso por delante de la farmacia y entonces le vi. Ni estaba solo ni entró en la farmacia. Estaba allí con algunos de sus compañeros, probablemente chicos del colegio.

—¿Y qué estaban haciendo?

—Nada. Pasaban el rato detrás de la farmacia.

—¿Detrás de la farmacia?

—Sí, el callejón se ve perfectamente al cruzar la esquina.

—¿Cuántos eran?

—Cinco o seis. No sé quiénes eran. No les había visto antes.

—¿Estás segura?

—En todo caso, no les presté atención —dijo Fanney, vaciando su taza.

—¿Eran de la misma edad que Niran?

—Sí, todos debían de tener una edad parecida. Eran morenos de cara.

—Pero ¿no los conocías?

—No.

—¿Dices que a veces charlas un rato con Sunee?

—Sí.

—¿Has hablado con ella recientemente?

—Sí, hace unos días. Me la encontré ahí fuera. Llegaba a casa después del trabajo y estaba muy cansada. Me contó un par de cosas sobre Tailandia en su islandés un tanto primario. Habla de una manera muy simple. Pero eso no me molesta.

—¿Y qué te contó?

—Una vez le pregunté qué era lo que le parecía más difícil de vivir en Islandia, de trasladarse a Islandia desde Tailandia, y me dijo que la sociedad islandesa era un poco cerrada comparada con la tailandesa. Las relaciones personales eran allí más abiertas. Todos hablan con todos, personas que no se conocen de nada pueden charlar de cualquier cosa sin problemas. Si te sientas en la acera a comer, no te da vergüenza invitar a los que pasan.

—Y el clima no se parece en nada —dijo Elínborg.

—No. Como es natural, la gente está mucho en la calle en cualquier estación. Aquí nos pasamos la mayor parte del año metidos en casa, y cada uno vive en la suya. Uno siempre se encuentra puertas cerradas por todas partes. Fíjate en esta escalera, por ejemplo. No estoy diciendo que sea mejor ni peor, pero es distinto. Son dos mundos diferentes. Cuando conoces a Sunee, te da la sensación de que la vida en Tailandia es mucho más tranquila y relajada. ¿Y si subo a su casa a verla?

—Será mejor que esperes uno o dos días; está muy afectada y cansada.

—Pobre mujer —dijo Fanney—. Ya no hay sanuk, sanuk.

—¿Qué dices?

—Ha intentado enseñarme alguna palabra en tailandés. Como sanuk, sanuk. Dijo que era una cosa típica de los tailandeses. Significa disfrutar de la vida, hacer algo agradable y divertido. ¡Disfrutar de la vida! También me enseñó otra cosa: painai. Ese es el saludo cotidiano en Tailandia, igual que nosotros decimos «buenos días». Pero el significado es completamente distinto. Painai no significa «buenos días», sino «adónde vas», y es una pregunta muy amable que también sirve como saludo, un saludo muy respetuoso. Los tailandeses sienten mucho respeto por el individuo.

—De manera que sois muy buenas amigas.

—Quizá pueda decirse eso. Pero la buena mujer nunca lo explica todo.

—¿Y eso?

—Claro que yo no debería cotillear, pero...

—¿Pero?

—Ha estado recibiendo visitas con regularidad.

—Todos recibimos visitas —dijo Elínborg.

—Claro, bueno, no; se me pasó por la cabeza que a lo mejor era un novio o algo así. Esa es mi sensación.

—¿Le has visto?

—No. Empecé a sospecharlo el verano pasado, y luego otra vez este invierno. No era más que un ir y venir. Un tanto tarde, de noche.

—¿Y nada más?

—No, eso era todo. Nunca le he preguntado.

—Pero no estás hablando de su exmarido, ¿no?

—No —dijo Fanney—. Ese viene a otras horas.

Elínborg le dio las gracias por su ayuda y se despidió. Sacó el móvil, marcó un número y al llegar a la escalera consiguió hablar con Sigurður Óli. Le contó lo del grupo de chicos al lado de la farmacia.

—Podrían ser compañeros del colegio —dijo Elínborg, bajando la escalera apresuradamente—. Él podría estar en casa de cualquiera de ellos. Parecían tener su edad.

—Creo que Erlendur ha preparado una lista de amigos de los chicos —dijo Sigurður Óli—. Voy a ver a una de las maestras del pequeño. Se llama Agnes. Le preguntaré por eso de la farmacia. Me pregunto si deberíamos pedir que llamen a la farmacia para saber si han visto a esos chicos rondando por allí.

—A lo mejor todavía está abierta —dijo Elínborg—. Iré a comprobarlo.

Sigurður Óli se despidió de Elínborg y subió corriendo las escaleras de un edificio de tres viviendas cercano a la escuela. Agnes vivía en el segundo piso de la casa, y fue ella quien abrió la puerta. Sigurður la reconoció por una foto que había visto en el colegio. Ella miró a Sigurður Óli, el pelo bien cortado y cuidado, el elegante nudo de corbata, la camisa blanca y el impermeable negro sobre un traje de chaqueta oscuro, y no le dejó ni hablar cuando él estaba a punto de presentarse.

—No, gracias —dijo ella con una sonrisa—. Ni siquiera creo en Dios.

Y le dio con la puerta en las narices.

Sigurður Óli se quedó un momento pensativo, y volvió a llamar al timbre.

—No te has enterado de la noticia, ¿verdad? —dijo con total seriedad cuando la mujer volvió a abrir.

—¿De qué?

—Soy de la policía. Han encontrado a uno de tus alumnos muerto cerca de su casa. Todo parece indicar que le apuñalaron con un cuchillo.

El rostro de la mujer se convirtió en un signo de interrogación.

—¿Qué dices? —suspiró—. ¿Muerto? ¿Quién?

—Elías —dijo Sigurður Óli.

—¡¿Elías?!

Sigurður Óli asintió con la cabeza.

—¡No te creo! Pero ¿qué dices? ¿Por qué? ¿Qué... qué estás diciendo?

—Quizá si me dejaras entrar... —dijo Sigurður Óli—. Necesitamos información sobre su clase, sus amigos, con quiénes iba, si tenía problemas en el colegio, si tenía enemigos. Si pudieras ayudarnos, sería fantástico. El tiempo es esencial. Cuanto antes reunamos información, tanto mejor. Es un fastidio presentarse de este modo en casa de la gente, pero...

—Yo... yo pensé que eras de alguna secta religiosa —dijo Agnes con un suspiro—. Vas tan...

—¿Podría sentarme un momento a hablar contigo?

—Perdona —dijo Agnes—; entra, por favor.

Le invitó a entrar. Sigurður Óli se encontró en un pequeño vestíbulo con un espejo y vio que en la cocina estaba la familia de la maestra, cenando. Dos niños y una niña le miraban con curiosidad, y el padre de los tres se levantó para estrecharle la mano. Agnes llevó a su esposo a un lado y le explicó en voz baja la inesperada visita, y luego hizo pasar a Sigurður Óli al despacho que compartía con su esposo.

—¿Qué le sucedió al niño? —preguntó la maestra tras cerrar la puerta—. ¿Le agredieron?

—Eso parece.

—Dios mío, esto es... Pobre muchacho. ¿Quién ha podido hacer algo así?

—¿Puedes recordar si en el colegio o en su clase hay alguno que quisiera hacerle daño?

—En absoluto —dijo Agnes—. Elías era un chico de lo más agradable y creo que se llevaba bien con todos. Y era un buen alumno. ¿Por qué quieres relacionar esto con el colegio? ¿Tenéis algo que apunte en esa dirección?

—No, nada —dijo Sigurður Óli sin vacilar—. Debemos empezar por algún sitio. ¿No sabrás si alguien le estaba acosando? ¿No ha sucedido nada que pudiera estar relacionado con la agresión? ¿No hay nada que te preocupe?

—Nada —dijo Agnes—. Que yo sepa, en el colegio no ha sucedido nada que pudiera acabar de esta forma. Nada.

Dejó escapar un profundo suspiro.

—¿Sabes algo de un grupo de chicos que se reúnen a holgazanear detrás de la farmacia del barrio? Amigos de Elías y de su hermano. Posiblemente hijos de inmigrantes.

—No, no tengo ni idea. ¿Cómo se encuentra la madre, pobre mujer? Tendré que ir a visitarla. No sé qué voy a decirle.

—Creo que aguanta, dadas las circunstancias —dijo Sigurður Óli—. ¿La conoces?

—No, en realidad no —respondió Agnes—. Tiene algunos problemillas con el islandés, de modo que pusimos una persona de apoyo para los dos chicos, una especie de enlace entre ella y el personal del colegio, una mujer estupenda que se llama Guðný. Colabora con nosotros cuando queremos mejorar el contacto con los alumnos y sus padres. Hay algunos de Croacia, otros de Vietnam, Filipinas o Polonia. Hay católicos, budistas, musulmanes... He hablado varias veces con la madre de Elías y parece muy agradable. Tiene que resultarle muy difícil estar tan sola.

—¿Cómo se acoge a los estudiantes inmigrantes? —preguntó Sigurður Óli—. ¿Cómo se les integra en el grupo?

—Últimamente intentamos hablar de niños o de personas «de origen extranjero», en vez de «inmigrantes» —dijo Agnes—. Algunos tardan más que otros en adaptarse. Es mucho más fácil para los que hablan y entienden el islandés, así como para los que han nacido aquí y que, naturalmente, son tan islandeses como cualquier otro, como en el caso de Elías. El caso de Niran es distinto. ¿Sabes que son hermanastros?

—Sí —respondió Sigurður Óli. Erlendur le había hablado de su conversación con la intérprete—. ¿Y qué pasa con Niran?

—Si quieres saber algo sobre ese tema tendrás que hablar con su tutora —dijo Agnes—. Los chicos que llegan aquí ya mayores y no tienen ni idea de la lengua, a veces lo tienen realmente difícil.

—De modo que Niran es uno de esos —dijo Sigurður Óli.

—Sí. No puedo decir estas cosas sobre ningún alumno en particular, pero es una situación muy especial. Él no parece interesado por aprender el idioma. Apenas lee islandés. No lo comprende. Es verdad que, como ambas lenguas son tan diferentes, a esos chicos les resulta difícil aprender islandés. Ellos hablan una lengua tonal, en la que el significado de las palabras varía según la altura del tono. Naturalmente, el islandés es completamente distinto.

—Dices que Elías era un buen alumno —dijo Sigurður Óli.

—Lo era —respondió Agnes—. Su madre, Sunee, sabe muy bien lo que quiere. Quiere que sus hijos estudien, y son listos, aunque en todo lo demás sean muy distintos.

—¿En qué sentido?

—Conozco mucho mejor a Elías —dijo Agnes—, pero también he tenido ocasión de conocer un poco a su hermano. Elías es el favorito de la clase, se lleva bien con todo el mundo, siempre sonríe y es muy amable, aunque creo que no le sobran los amigos, al pobre.

—Se han mudado al barrio hace poco —dijo Sigurður Óli.

—Su hermano es distinto —siguió Agnes.

—¿Por qué?

—No le conozco mucho, ya lo he dicho, pero tengo la sensación de que es mucho más duro. No tiene miedo a nada y está orgulloso de su origen, de ser tailandés. No es habitual encontrar algo así en los chavales; parecen saber poquísimo de su origen y de su historia. Lo noté una vez que le di clase como sustituta. Se puso a hablar de su bisabuelo y mostraba respeto por él. Y por sus parientes de Tailandia.

El vecino de enfrente de Sunee era un hombre de unos setenta años que vivía solo. No se había enterado de la noticia y dijo que se llevó un buen susto al volver a casa y darse de bruces con los coches patrulla y el revuelo que había en el bloque. Tuvo un cierto rifirrafe con los agentes de la entrada, que querían saber quién era y dónde vivía, y él no estaba dispuesto a facilitar semejante interrogatorio. La policía no quería decirle lo que había pasado. Estaba enfadado cuando Erlendur lo recibió en el penúltimo rellano, se presentó y dijo que era investigador de la policía.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el hombre, jadeante tras subir la escalera. Llevaba una bolsa de plástico en la mano; era un hombre de estatura media que vestía un traje raído, una corbata que no pegaba lo más mínimo, y un chaquetón verde. Erlendur pensó que tenía mala pinta, como les pasaba a muchos solterones que conocía. El hombre lucía un rostro delgado, entradas profundas, ojos grandes y salientes, cejas finas y una frente alta y despejada.

Erlendur le explicó la situación y vio que el hombre se alteraba un poco al oír la noticia.

—¡Elías! —suspiró, mirando a la puerta de casa de Sunee—. ¿Qué dices? ¡Pobre niño! ¿Quién lo hizo? ¿Habéis encontrado ya a quien lo hizo?

Erlendur negó con la cabeza.

—¿Conoces a esta gente? —preguntó.

—No me lo puedo creer, todos esos coches de policía... por Elías... ¿Qué dice su madre, pobre mujer? Debe de estar destrozada.

—Han sido tus vecinos más cercanos durante... —dijo Erlendur.

—¿Quién es capaz de hacer algo así?

—Tienes que conocerlos —dijo Erlendur.

—Eh, sí, sí, claro, claro que los conozco. Elías me ha hecho algún recado alguna vez, es un chico adorable. No tarda ni un momento en subir y bajar todas estas escaleras... No me lo puedo creer...

—Necesito hacerte algunas preguntas, si no te importa —dijo Erlendur—. Como vecino suyo que eres.

—¿A mí?

—Solo será un momento.

—Entra, entonces —dijo el hombre, sacando el llavero. Encendió la luz del apartamento. Erlendur vio una gran librería, un viejo tresillo y una moqueta rota. Dos paredes del salón estaban empapeladas con papel blanco medio despegado que estaba levantado en algunos lugares y que ya había empezado a amarillear. El hombre, que se llamaba Gestur a juzgar por una plaquita de cobre que había en la puerta, le pidió a Erlendur que se sentase en el sofá. Él se acomodó en un sillón que había enfrente. Se había quitado el grueso chaquetón verde y llevó la bolsa de plástico a la cocina, donde encendió la cafetera.

—¿Qué puedes decirme de Sunee y sus hijos? —preguntó Erlendur.

—Solo puedo decirte cosas buenas. La madre es muy trabajadora, no tiene más remedio, pobre, estando sola. Los chicos siempre han sido amables conmigo. Elías siempre se me ofrecía para hacerme recados y Niran... ¿Dónde está Niran? ¿Cómo lo lleva? —preguntó Gestur, con gesto de gran preocupación.

Erlendur titubeó.

—¿No le habrán atacado también a él? —dijo Gestur con un fuerte suspiro.

—No —dijo Erlendur—, pero no sabemos dónde está. ¿Se te ocurre alguna posibilidad?

—¿De dónde pueda estar? No tengo ni la menor idea.

Erlendur estaba muy preocupado por el hermano, pero lo único que podía hacer era confiar en que volviera a casa o que lo encontraran lo antes posible. Le parecía demasiado pronto para mostrar su foto por televisión.

—Espero que esté por cualquier sitio pasando el rato —dijo—. ¿Cómo era la relación entre los dos hermanos?

—Admiraba mucho a su hermano; Elías, me refiero. Creo que idolatraba a Niran. Hablaba mucho de él. De lo que hacía y decía. De cómo le ganaba cuando jugaban al ordenador, de lo bueno que era jugando al fútbol y de que le llevaba al cine con sus amigos aunque fueran mayores. Niran lo sabía todo y podía hacerlo todo, según su hermano. Son muy distintos, tanto como pueden serlo dos hermanos. Elías es rápido y amable, y Niran es más reservado y le cuesta confiar en la gente. Listo como el hambre. Lo capta todo y se entera de todo. No se cree lo que ve y oye, y siempre es prudente.

—Parece que les conoces muy bien.

—Elías está un tanto solo, el pobre chaval... Le gustaba más el sitio donde vivían antes. A menudo, su madre llega tarde a casa del trabajo y esos días Elías pasea solo por el corredor o por el sótano, donde no hay más que trasteros y recovecos.

—¿Y Sunee?

—Ojalá hubiera más personas tan trabajadoras como ella. Sunee saca adelante a la família, ella y sus chicos, a base de esfuerzo. La admiro.

—¿No recibe ayuda de nadie?

—No, que yo sepa. Tengo entendido que su exmarido se ocupa poco de ella.

—¿Elías tenía relación con otras personas del edificio?

—Creo que no. No hay mucha relación entre unos apartamentos y otros. Todos son pisos de alquiler y ya sabes qué clase de gente puede haber en el mercado de alquiler. La gente va y viene a horas y a deshoras, solteros y parejas y algunas madres solas como Sunee, incluso padres solos, estudiantes... A algunos los echan. Otros pagan la renta regularmente.

—¿Todo el bloque es de un único propietario?

—Esta escalera, por lo menos, creo que es de un solo tío. Nunca le he visto. Cuando alquilé el piso vino una mujer de la inmobiliaria que se encargó de todo y me dio un número de cuenta. Si hay algún problema, contacto con la inmobiliaria.

—¿Y el precio es alto?

—Imagino que para Sunee debe de serlo. A menos que su contrato sea diferente al mío.

Erlendur se puso en pie. El café estaba aún sin tocar en la cafetera de la cocina. El aroma invadía todo el apartamento. Gestur también se levantó. No le había invitado a café. Erlendur miró al oscuro vestíbulo. En la puerta había una mirilla justo encima de la plaquita del nombre. Si se miraba por ella se veía la entrada del piso de Sunee y los niños. Erlendur miró a Gestur a los ojos y le dio las gracias.

Invierno ártico

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