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¿Qué es el medio rural hoy?

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Julio Caro Baroja comenzaba su conocido trabajo sobre el carnaval con la dura manifestación de que «El carnaval ha muerto», expresión que podemos justificar por la pérdida del sentido que estas celebraciones representaban. Quizá ha llegado el momento que nos hagamos la misma pregunta sobre el medio rural: ¿ha muerto el medio rural?

El primer problema que nos encontramos es, curiosamente, la dificultad para definir lo rural. Tradicionalmente se consideraban rurales aquellos espacios con baja densidad de población, formados por núcleos urbanos de pequeña dimensión y fuertemente vinculados con la agricultura y la ganadería. Una definición que parece haberse quedado de alguna manera obsoleta y en permanente revisión, sin que parezca que sea posible alcanzar un consenso general sobre la misma. No ayuda a la hora de la búsqueda de esta definición la propia diversidad del medio rural, con diferencias muy significativas. Quizá la definición deberíamos buscarla en «sus rasgos diferenciadores respecto a la contraposición con el medio urbano» (Cortés, 2013), aspecto este también complejo dado el límite cada vez más difuso que existe entre estas dos realidades. Así, disponemos de un gran número de definiciones que van incorporando nuevos indicadores que permiten delimitar el concepto de rural. Indicadores o conceptos tales como: tamaño de las poblaciones, densidad de población, envejecimiento, crecimiento o descenso de la población, dedicación agraria, densidad de construcción, estructura social o vinculación con el medio y el entorno, entre otros (Cortés, 2013). Este problema de definición nos apunta ya a que nos estamos enfrentando a un problema de gran complejidad, tanto que su delimitación conceptual es complicada.

Por otro lado, el medio rural lleva mucho tiempo siendo una especie de reservorio al servicio de intereses o necesidades ajenas al mismo, vinculadas mucho más a las demandas de lo urbano que a dar respuesta a sus propias necesidades. El espacio rural ha sido durante mucho tiempo proveedor de mano de obra a la industria, a la construcción o a los espacios urbanos; espacio destinado a albergar infraestructuras, industrias y actividades molestas que buscaban lugar fuera de las ciudades; reservorio de superficie urbana tanto de primera como de segunda residencia; espacio de ocio para la población urbana y productor de alimentos destinados a las grandes aglomeraciones con lo que ello significa de transformaciones en los procesos tanto productivos como comerciales (Cánoves, Villarino y Herrera, 2006). Una variada amalgama de cuestiones, algunas incluso claramente incompatibles entre sí. Dicho de otra manera, un gran espacio vacío entre las aglomeraciones urbanas destinado a prestar servicio a las mismas. Un modelo de territorio-ciudad en el que la planificación se realiza en función de las necesidades de lo urbano. Podemos pues cuestionar si verdaderamente existen políticas orientadas a resolver los problemas reales del medio rural o si, por el contrario, estos se encuentran sumidos en un olvido ante la priorización sistemática de las demandas urbanas. Un criterio urbano que lo impregna todo y que incluso, como hemos apuntado, hace cada más difuso el límite entre lo rural y lo urbano.

Todo esto ha generado un importante desequilibrio entre el medio rural y urbano en el que el primero se ha llevado la peor parte. Tanto es así que ha sido necesario plantear la necesidad de organizar estrategias de lo que hemos venido a denominar como desarrollo rural, concepto que «en sí mismo ya responde a la necesidad de desarrollo que ha venido y viene padeciendo el medio rural» (Cánoves, Villarino y Herrera, 2006: 201). Un desarrollo rural que se orienta de manera prioritaria a la diversificación económica como estrategia clave y en la que el turismo y el ocio han aparecido como sectores prioritarios.

Cabría preguntarse también si podemos seguir afirmando que el medio rural existe como realidad sociocultural. Los cambios de las sociedades tradicionales y la influencia de una serie de inputs que recibimos de manera constante hacen que nos orienten hacia una socialización en lo urbano y a una imitación de sus formas de vida y comportamiento. Si finalmente el modelo de vida al que aspiramos es el urbano, el medio rural, al menos como lo concebíamos hasta ahora, no puede competir. No queremos decir, ni mucho menos, que las sociedades que hemos venido definiendo como tradicionales sean el modelo a establecer. Afortunadamente, en la actualidad algunas situaciones de penuria crónica de nuestros pueblos han desaparecido. Pero el cambio que se ha producido ha experimentado una tendencia hacia la imitación de lo urbano. Los impactos culturales e informativos que recibimos llevan siempre una importante carga urbana, entorno que se asocia más o menos conscientemente con la modernidad y el progreso. Mientras se consolida una imagen, por otro lado, completamente falsa, de que en los pueblos se mantiene una especie de bucólico pasado no exento de una cierta rusticidad y tipismo. Algunos anuncios publicitarios que todavía podemos ver con frecuencia (y en mi opinión de manera bastante desafortunada) nos muestran una imagen simplona y atrasada de los espacios y culturas rurales, lo que, lejos de ser una anécdota, nos muestra una mirada todavía muy sesgada.

Este proceso de aculturación es complejo, pero provoca dos efectos muy importantes. Por un lado, una falta de sentimiento de pertenencia al entorno, que pasa a ser un tanto anónimo e intrascendente: somos altamente globales. Y «lo que queda de este sentimiento de pertenencia tiene más que ver con la nostalgia que con el futuro que hay que inventar...» (Vachon, 2001: 72). Como consecuencia, hay un desinterés por la vida comunitaria, por la motivación de impulsar un esfuerzo colectivo en la realidad de un entorno que de alguna manera es compartido y, por tanto, solidario. Esfuerzo colectivo que probablemente haya sido hasta ahora uno de los elementos fundamentales de la identidad del medio rural, situación que se ve catalizada además por la pérdida de capacidad de decisión de las comunidades rurales sobre su propio entorno y su propia realidad, como hemos comentado anteriormente.

Debemos cuestionarnos cuáles son las diferencias socioculturales reales entre el espacio rural y el espacio urbano; cómo definiríamos en el siglo xxi lo rural y cómo vamos a plantear el imprescindible diálogo rural-urbano.

Estamos pues ante un grave problema, muy complejo y de nada fácil resolución.

Del fracaso al éxito

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