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2. EL TÉRMINO «GOÛT» EN LA ENCYCLOPÉDIE

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El buen gusto consiste en juzgar bien de todo aquello que se nos presenta mediante no sé qué sentimiento, que va más rápido y a veces más acertadamente que las propias reflexiones.2

ANTOINE GOMBAULD, CHEVALIER DE MÉRÉ

(1607-1685)

Con la irrupción del concepto de gusto en la modernidad, ya desde mediados del siglo XVII, lo bello quedará íntimamente vinculado a la subjetividad humana (ya no será entendido como un en sí sino tomado como un para nosotros), que, en última instancia, se definirá por el placer que procura, es decir por las sensaciones o los sentimientos que suscita. Por eso, la otra cuestión central de la reflexión estética del momento, es decir, el tema de los criterios de valoración, se refugiará asimismo bajo la nueva faceta de las normas del gusto orientadas estratégicamente a afirmar o no que algo es bello.

La tensión histórica es, pues, patente: si por una parte la fundamentación de lo bello se vincula a la subjetividad más íntima –la del gusto–, habrá que buscar asimismo un camino para la formulación de respuestas críticas –apreciativas–, a las que no se puede renunciar si se desea que la belleza, como valor, se fomente, dirija, se comunique y participe colectivamente. Tal es el dilema entre lo público y lo privado, lo particular y lo colectivo, la subjetividad y el sensus communis, la tradición y la norma del gusto. El síndrome de la modernidad se formula así plenamente en esos contrapuntos, entre razón y pasión, a sabiendas que el gusto se alinea estrechamente con la sensibilidad y con la pasión.

Es decir, como se planteaba abiertamente desde el clasicismo francés, por un lado estarían los conocimientos adquiridos y el discurso lógico, y, por otro, las facultades afectivas vinculadas a la intuición y al discernimiento (bon sense). Es así como el imperativo del gusto se transforma en instrumento de una especie de conocimiento superior que escapa totalmente a las tareas de la razón lógica. Sólo la prioridad del gusto (esprit de finesse, delicatésse) es capaz de captar las múltiples variaciones y resonancias que anidan en el seno del arte y de la belleza. De esta manera, la crítica mundana, dejando a un lado todo bagaje doctrinal y el peso de las reglas, se remitirá totalmente a las impresiones inmediatamente subjetivas, por lo que el objeto estético se hallará así intrínsecamente ligado al placer que comunica y las consideraciones doctrinales no intervendrán para modificar ese juicio inmediato.

Ciertamente, el tema del gusto es heredado, en el contexto del siglo XVIII en el que surge la Encyclopédie, a partir de las abundantes polémicas habidas en el siglo precedente. No en vano, el gusto siempre se planteó básicamente desde una doble perspectiva. Por una parte, vinculado, incluso por definición lexicográfica, a un determinado grado de satisfacción, apela directamente –como bien subrayaron los clásicos teóricos de l’honnêteté–3 a l’art de plaire. Ese agrément es inmediato, se abre directamente al establecimiento de una especie de simpatía o afinidad entre el sujeto y la realidad «degustada». Supone, pues, como facultad discriminadora del sujeto, una dimensión personal, que a menudo se califica de innata, espontánea, connatural, quizás reforzada por el marcado carácter de su respuesta inmediata.

Pero sería ilusorio silenciar o minimizar la vertiente social y educacional / adaptativa del propio gusto. Si los clásicos, como hemos visto, hablaban de les bienséances (en plural) para traducir el viejo concepto de decorum, sin duda eran plenamente conscientes de los plurales lazos condicionantes que el contexto de lo público trenza en torno al perfil personal del sujeto, como homo socius.

De este modo, esa doble condicionalidad –personal y social– anida conjuntamente tras toda habitual concepción del gusto, siempre que no se pretenda radicalmente implantar una versión insular del sujeto, ni tampoco proponer a ultranza acuciantes determinismos –de piñón fijo– a aquellas perspectivas sociales intervinientes en los hechos estéticos. Más bien deberá subrayarse –como punto de partida y sin unilaterales reducionismos– la mutua inseparabilidad de las dimensiones estéticas y sociales.

Es así que el gusto no sólo ha sido históricamente interpretado –en cuanto categoría estética– como una enigmática facultad discriminadora, selectiva, fruitiva del sujeto individual (sentido interno, era denominado a menudo), sino que, asimismo, pronto fue reconocida y destacada su íntima tendencia generalizadora y se auspiciaba su virtual carácter compartido.

De hecho, tras ambas características –inmediatez y apelación a su generalización, aunque luego se hablará de su universalidad– la experiencia del gusto, además de la dimensión fruitiva personal (agrément), apunta, de forma paralela, a la formulación preferencial que supone el juicio del gusto. Un juicio estético que, en su vinculación al sentimiento, pronto se distancia del juicio lógico. Así lo formulará escuetamente Méré:

El buen gusto consiste en juzgar adecuadamente de cuanto se nos presenta, por medio de je ne sais quel sentiment, que funciona más rápido (plus vite) e incluso con mayor acierto (plus droit) que las propias reflexiones. 4

Se deja, de este modo, bien patente que el gusto supone un sentimiento que nos atrae hacia una persona o un objeto, a pesar de que la verdadera raíz, motivadora de tal singularizada atracción, enigmáticamente se nos escape (je ne sais quel sentiment) y difícilmente podamos, por nuestra parte, justificar/argumentar dicho interés preferencial. Por ello el gusto –como tal– parece oponerse, decididamente, a los razonamientos deductivos, actuando sin intermediaciones lógicas, toda vez que se trata del establecimiento de relaciones de afinidad inmediata entre el sujeto y el objeto.

Sin embargo, históricamente, esta opuesta dualidad –entre gusto/razón– pronto intentará a su vez solventarse, lanzando un estratégico puente complementario entre el inicial estrato afectivo del gusto (sentiment) y el correspondiente discurso reflexivo (jugement), lo que presentará, de esta manera, la superpuesta actividad de la crítica como la directa expresión razonada del gusto.

Así, por ejemplo, François de La Rochefoucauld (1613-1680) matizará en sus Máximas (1665) que

el término «gusto» posee realmente diversas significaciones: una cosa es el gusto, como sentimiento, que nos atrae directamente hacia las cosas y otra el gusto que nos hace conocer y discernir las cualidades de las cosas, mediante la adscripción a determinadas reglas.5

Con ello nos enfrentamos claramente a la histórica polémica entre la beligerante crítica mundana –adscrita al gusto como criterio definitivo– y la crítica erudita, resguardada al socaire académico de las reglas. Toda una amplia saga, cuya inestable sombra no ha dejado de proyectarse sobre el devenir estético posterior.

En realidad, por esa doble vía –sentimiento/conocimiento– circulará, mutatis mutandis, la noción de gusto, y penetrará, también de la mano de la Encyclopédie, por las puertas de la modernidad –con sus cambios de agujas y obligados transbordos históricos– sin que ahora podamos, por nuestra parte, detenernos a visitar y describir las diferentes estaciones que han ido enmarcando las distintas etapas de ese diacrónico viaje hasta su arribada a los andenes de la actualidad. Pero echemos, mientras tanto, una mirada interesada por el modo en que la noción de gusto es recogida y tratada en la obra ilustrada por antonomasia.

También la entrada «Goût» presenta en el volumen VII de la Encyclopédie (1757) una triple autoría, que ya se sugiere en el propio texto del artículo, con indicaciones diferenciadas y aclaraciones explicativas complementarias. De hecho, los tres autores del citado término son todos ellos destacadísimos pensadores, de alto prestigio en la época. Incluso su participación en el proyecto enciclopédico será una buena baza a la que recurrir en momentos de difícil sobrevivencia para la empresa compartida. No en vano, se añade literalmente, tras los textos de Voltaire y de Montesquieu y antes del aporte de D’Alembert, que «En los siglos venideros se dirá que Voltaire y Montesquieu también participaron en la Encyclopédie». Eran, pues, muy conscientes los responsables de la Encyclopédie de la importante y arriesgada tarea que estaban llevando a cabo conjuntamente de cara a la historia.

En realidad, el texto para el artículo «Gusto» le fue encargado personalmente a Charles de Sécondat, barón de Montesquieu (1689-1755), considerado el padre espiritual de los philosophes, quien desgraciadamente falleció antes de finalizar el trabajo, aunque se pudo recuperar entre sus papeles el texto incompleto y con determinadas notas complementarias, motivo por el cual se solicitó, a su vez, a Voltaire (1694-1778) otro texto para la misma entrada terminológica, cosa que también hizo. Asimismo se recuperó, de forma coyuntural, otro texto mínimamente precedente de D’Alembert (1717-1783), que había sido leído ya como discurso sobre el mismo tema precisamente en la Academia Francesa, en mayo de 1757, es decir, muy recientemente a la fecha de la impresión del volumen VII.

Sin duda, las tres visiones de las tres grandes figuras en torno a una misma cuestión, como es el tema del «gusto», básico, por tantos sentidos, en la historia de la estética moderna, no dejan de representar un señuelo intelectual añadido –sobre el que queríamos incidir, al menos indicativamente, en esta breve antología de textos, del contexto estético– de la Encyclopédie.

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