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OTROS MISIONEROS ALEMANES EN ESPAÑA: JOSEPH OCH E IGNACIO PFEFFERKORN
ОглавлениеEl padre Joseph Och (1725-1773), de ascendencia noble y originario de Würzburg, inició su gran viaje hacia el Nuevo Mundo en 1754, para desempeñar allí, en la misma zona que Segesser, su tarea como misionero. En un primer momento estaba previsto que fuera a Paraguay, pero debido a graves informes sobre el supuesto Rey de los Jesuitas, Nicolás, a sus superiores les pareció mejor desviarlo a México, donde asistió desde finales de año al padre Kaspar Stiger, que también procedía de Suiza y era muy amigo de Segesser. No obstante, Och empezó a padecer muy pronto considerables problemas de salud que lo convirtieron finalmente en un lisiado, hasta el punto de tener que renunciar formalmente en 1764 a su misión en Baseraca. Regresó a Europa después de la expulsión de los Jesuitas y más tarde redactó un amplio informe sobre Sonora que en 1809 fue publicado en Halle por el erudito Christoph Gottlieb von Murr (Hausberger, 261-265; Classen, 2000; Och, 1809).
Och se expresa de manera mucho más detallada que Segesser sobre sus experiencias durante el viaje hacia y por España y nos proporciona incluso descripciones de ciudades bastante exactas, como por ejemplo, de Cartagena y su puerto, que considera como uno de los más bonitos del mundo (8). Además, tenemos noticia de aspectos más insignificantes o más importantes que tienen que ver con sus contactos personales, sin que por ello tengamos que entrar en todos los detalles, pero que se refieren especialmente a Cádiz y al Puerto de Santa María. Al igual que Segesser y otros misioneros, Och y sus camaradas se aburrían durante la larga espera hasta que les fuera permitido navegar hasta América:
No teníamos otra cosa que hacer que aprender la lengua española, porque los españoles no son grandes amantes del latín, y aún menos soportaban cuando hablábamos en alemán entre nosotros. La lengua alemana la consideran una lengua de herejes y por eso nos decían siempre: ¡Hablen ustedes en cristiano! (12-13).
En un diccionario descubrió incluso la definición de Germanía como una lengua de bellacos o gitanos (13), pero igualmente se calumniaba abiertamente en España a los bohemios y a los checos, que en un diccionario francés eran definidos igual que los artistas (13), lo que según Och podía suponer un malentendido. En oposición a esto elogia el autor la belleza de la lengua española, que se asemejaba mucho al latín y era fácil de aprender (13). Con gran admiración describe Och la costa y la zona poblada de vegetación a sus orillas, de la que le llaman especialmente la atención los naranjos (14-15).
Tanto Cádiz como Sevilla constituyen puntos importantes en la descripción del viaje de Och, concentrándose especialmente en la arquitectura, los precios de los alquileres, la producción de azulejos y la reputación de ambas ciudades para el resto de los españoles. De la misma manera que se ve obligado a elogiar Cádiz y Sevilla, reniega también de las miserables condiciones del viaje, ya que apenas se encuentran posadas u hospederías donde poder alojarse o descansar (17). El autor se muestra enojado por las míseras condiciones y por los precios excesivos y concluye: «De esta manera se le quitan a uno las ganas de viajar a España» (19).
Och nos ofrece también un enfático relato del gran terremoto de 1755 y del posterior tsunami, como diríamos hoy en día. Detalla cuidadosamente precios, mercancías y otros aspectos económicos que están relacionados con el comercio entre España y el Nuevo Mundo. Observa especialmente el considerable margen de ganancia que los comerciantes consiguen con el vino: «Ahí se ve claramente qué útil y lucrativo es para España el comercio en la India, qué sumas de dinero tan asombrosas son conseguidas allí y por qué los españoles, celosamente, quieren excluir a otras naciones de este comercio» (28).
Toda la atención de los padres jesuitas está puesta, naturalmente, en los esfuerzos para ser embarcados tan pronto como sea posible y ponerse en marcha rumbo a México. Pero los impedimentos burocráticos por parte de los funcionarios españoles despiertan al satírico que Och lleva dentro, que se burla de todo ese minucioso procedimiento que se lleva a cabo en el puerto a la hora de registrar los cuerpos: «Ningún carnicero inspecciona un ternero como nosotros fuimos mirados y remirados por estos señores» (29). Al mismo tiempo informa Och de violentos ataques por parte del pueblo a todo el grupo de jesuitas, cuyo desalojo del barco fue confundido con una supuesta huida de todo el clero, lo que a su vez fue visto como una confirmación de una terrible profecía:
Los de fe más débil, la gente llana acostumbrada a antiguos cuentos, cuando vieron tantos jesuitas salir de una vez, imaginaron que éramos los padres del Colegio y que queríamos ponernos a salvo del peligro y poner pies en polvorosa, y dejarlos a ellos ante tanta necesidad en la estacada (28, recte 30).
Cuando por fin se deshizo el malentendido, todo el pueblo rompió alegremente a reír: «Estaban exultantes, nos deseaban mucha suerte en el viaje y nos dejaron zarpar» (31).
Lo que todo este retraso significó realmente para los padres jesuitas fue que casi perdieron la oportunidad de partir, ya que el nivel del agua del mar era en ese momento el adecuado y, de haberse demorado más la salida, este podría haber bajado, y ello habría hecho difícil, o incluso imposible, el zarpar. Además, surgieron una serie de complicaciones con el capitán, con la tripulación del barco y con un numeroso grupo de viajeros negros. Todo ello lo describe Och muy vivamente y arroja una luz significativa sobre las condiciones de viaje desde España a América. Condiciones, sin embargo, que no son de nuestro interés en este trabajo.
Ignacio Pfefferkorn (1725-1795), nacido en Mannheim (Hausberger, 267-269), aporta asimismo información detallada sobre las relaciones entre los misioneros y los españoles, aunque se limita a aquellos con los que ya había coincidido en México y de los cuales la mayoría ya no podían ser considerados españoles de pura raza, sino descendientes de matrimonios mixtos. Pero incluso en este nuevo contexto parece haber habido tensiones, como así lo apuntan las apreciaciones de Pfefferkorn, que los critica sin excepción como personas poco fiables, incrédulas y entregadas al vicio:
Entre ellos... se encuentran no pocos, los cuales, ¡desgraciadamente!, no tienen temor de Dios, viven apenas sin religión alguna, y a través de su ejemplo impío pervierten a los indios débiles, recién convertidos al cristianismo, y los empujan a menudo a hacer sus mismas maldades (Descripción del paisaje de Sonora, II, p. 420).
De manera global critica el autor la pereza generalizada de los españoles, entre los que incluye a los de la península Ibérica: «No se le puede exigir a ningún español que haga un viaje a pie, por corto que éste sea. Tan sólo una media hora de viaje ya sería razón para la queja» (II, p. 430).
En el tercer volumen, que lamentablemente no ha aparecido publicado, habría hecho Pfefferkorn numerosas indicaciones sobre su viaje de vuelta a Alemania, aunque él mismo señala que tuvo que comedirse en gran medida; por una parte, porque no iba a permanecer tanto tiempo en España como para poder tener esas pretensiones y, por otra, porque otro autor (Büsching) ya había cumplido con esta tarea de forma satisfactoria (II, 8* [sin numeración de página en la impresión]). De hecho, Pfefferkorn tuvo que pasar ocho años en una prisión española antes de recobrar su libertad, lo que naturalmente tuvo que modificar su perspectiva sobre España.
Por último, merece ser citado de nuevo Joseph Och por su extraordinario comentario sobre el genocidio de los pueblos indígenas, que recuerda poderosamente las afirmaciones del famoso Bartolomé de las Casas (1484-1566). En el tercer párrafo, que está dedicado a las «capacidades de los indígenas», comenta amargamente: «La primera crueldad de los españoles fue de tal índole, que miles, incluso millones de almas fueron víctimas de su inhumana mezquindad» (189). Y poco antes afirma clara y llanamente: «Para vergüenza eterna de la humanidad era necesario explicar que esta gente eran nuestros hermanos y verdaderos seres humanos» (ibíd.).