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DE CARACTERES (NACIONALES) Y ESTEREOTIPOS: LA CONSTRUCCIÓN DEL OTRO
ОглавлениеIsmael Saz
Universitat de València
Tal vez debería iniciar mi artículo precisando que su título es, a la vez, extensible y reversible. Quiere decirse que si en todo estereotipo sobre los caracteres nacionales hay algo de construcción, de construcción del otro, hay también, y mucho, de construcción del yo a través del otro, y del yo a través de la mirada del otro. Por decirlo de un modo menos abstracto, y para incidir en las múltiples dimensiones y direcciones de estas construcciones, podríamos decir, a título de ejemplo, que el yo francés se construye en parte a través de la mirada hacia fuera, hacia España, por ejemplo, del mismo modo que tiende a construir el estereotipo de ese otro –España–; pero que, viceversa, el yo español se construye también en parte a través de la mirada de ese otro francés, sea para rebatirlo, sea para asumirlo parcialmente, sea para «negociar» con él. Finalmente, el estereotipo construido desde fuera se nutre casi siempre de las propias miradas internas, utiliza materiales que en el ejemplo que estamos considerando serían, en origen, de construcción española.
Hablamos, por tanto, de construcciones de raíces siempre complejas y siempre profundamente interrelacionadas. Y, desde luego, de construcciones históricas. Ya que, aunque como es bien sabido el estereotipo se presenta siempre como una «esencia» inmutable, atemporal, su característica fundamental es precisamente su extremo presentismo: la visión del presente se proyecta hacia el pasado y hacia el futuro, con la pretensión de haber captado la esencia, lo constante en el carácter de tal o cual pueblo o nación.
Dado que mi exposición girará en lo fundamental en torno a estos problemas –carácter multidireccional y presentista en la construcción de los estereotipos sobre los caracteres nacionales–, espero se me disculpe que empiece por recurrir a algunos textos, a veces un tanto extensos, que nos ayudarán en nuestras ulteriores reflexiones.
El primero de ellos es de 1575, de Jean Bodin, en Los seis libros de la República:
Lo mismo podemos dezir de los españoles, que todos los tratados y capitulaciones que han hecho con franceses, al menos de cien años a esta parte, ha sido con grandissimas ventajas (...) De creer en los que tenían el cargo de capitular por parte de Francia emplearon toda la discreción, fe y lealtad que podían; más yo supe de buen parte que se determinó en el consejo de los españoles que se lleuasen los negocios con flema, porque el natural de los franceses era tan precipitoso y actiuo que consintiría fácilmente lo que se le pidiese, passada aquella primera furia, cansándolos con el sosiego de los españoles... Y aunque ponían espias a los españoles para entrar también alguna vez los postreros, no salieron con ello, sino que siempre fueron burlados de la astucia de los españoles e impaciencia de los franceses, que dauan muestras, con estas apariencias, de ser ellos los que pedían la paz. Este defecto no se ha de atribuyr a los que tenían cargo de tratar de ella, sino a la natura que es difícil de vencer... De esto y de otras muchas señales se puede juzgar el natural del español, que, por ser, mucho más meridional, es más templado y melancólico, más firme y contemplativo, y por consiguiente, más ingenioso que el francés, que de su natural no se puede parar a contemplar y estar sosegado por ser inquieto y colérico (Bodin, 1992, II: 806-807).1
El segundo texto, de casi siglo y medio después –en torno a 1721–, corresponde a las celebérrimas Cartas persas de Montesquieu. Entresacamos las siguientes citas referidas a españoles y portugueses:
La gravedad es el carácter más llamativo de ambas naciones, y se manifiesta principalmente de dos maneras: por las gafas y los bigotes (...) Es fácil adivinar que unos pueblos tan circunspectos y flemáticos como éstos, tienen que ser orgullosos y, por supuesto, lo son. Ambos fundan su orgullo en dos cosas de mucho peso. Los que viven en el continente de España y Portugal sienten una gran satisfacción cuando son lo que llaman cristianos viejos (...) Los que viven en las Indias no son menos orgullosos cuando consideran que poseen el sublime mérito de ser, como dicen, de piel blanca. Jamás hubo en el serrallo del Gran Señor sultana más orgullosa de su belleza de lo que está el más viejo y más feo tunante con la blancura aceitunada de su cara, cuando en una ciudad de Méjico se sienta a la puerta de su casa con las manos cruzadas (...) Pues conviene saber que cuando alguien tiene cierto mérito en España, como por ejemplo, cuando puede añadir a las cualidades que acabo de mencionar ser propietario de una gran espada, o haber aprendido de su padre el arte de tocar una desafinada guitarra, ya no trabaja, porque su honor reside en el reposo de sus miembros (...) Pero aunque esos invencibles enemigos del trabajo hagan alarde de una tranquilidad filosófica, sin embargo no la tienen en su corazón, porque siempre están enamorados (...) Los españoles tienen sentido común y saben razonar, pero no busque nada de eso en sus libros (...) Dicen que el sol sale y se pone en su país, pero hay que decir que en su recorrido solo encuentra campos asolados y regiones desérticas (Montesquieu, 1997: 195-197).
El tercer texto, escrito otro siglo más tarde, nos aproxima ya a la España del mito romántico. De la mano, ahora, de un célebre libo de viajeros, el Handbook for Travellers in Spain, de Richard Ford, publicado en 1845:
La mula representa en España el mismo papel que el camello en Oriente y tiene en su moral (junto con su acomodamiento al país) algo de común con el carácter de sus dueños: es voluntariosa y terca como ellos, tiene la misma resignación por la carga y sufre con el mismo estoicismo el trabajo, la fatiga y las privaciones.2
El cuarto y último texto, escrito ya en el siglo XX, en 1938, en plena Guerra Civil, por el agregado militar británico en España, muestra ya en fin cómo el estereotipo puede funcionar como la gran clave interpretativa de un presente trágico, al tiempo que se muestra a sí mismo como la culminación sedimentada de toda la sucesión de los sucesivos estereotipos:
El español no es un hombre que se guíe por la razón y tampoco valora la sabiduría si ésta aconseja algo que va en contra de lo que dictan sus instintos. Siendo como es por completo un esclavo de sus pasiones, en las circunstancias presentes podemos esperar que prolongue su resistencia hasta el límite máximo de la capacidad humana (...) La guerra civil forma parte de la tradición nacional; al igual que la corrida de toros proporciona un dividendo gratificante en forma de exaltación emocional. Por eso, la perspectiva de una prolongación indefinida de la guerra civil probablemente causa menos consternación entre la tropa y en España en general que la que suscita en el extranjero (cit. en Moradiellos, 1998: 186).
Después de esta rápida, y por supuesto selectiva, visita a algunos estereotipos sobre España en cuatro siglos sucesivos, parece claro que una primera reflexión puede formularse: no es otra que la de que aquí tenemos, por así decirlo, todo y prácticamente lo contrario de todo.3 Y a ésta habría que añadir, por supuesto, otra reflexión a la que ya aludíamos al inicio de la exposición: el «carácter nacional» es siempre un mito y un mito presentista: lo que es hoy es lo que ha sido siempre, y lo que será siempre.
Podría formularse también un claro colofón: no hay un carácter nacional; y cuando se pretende captarlo no se va sino hacia generalizaciones abusivas, imposibles de verificar, casi siempre inexactas, siempre insuficientes y sin ningún «valor real» (Maravall, 1963). Si además añadimos la variante regional o de las distintas nacionalidades que pueden existir dentro del marco «nacional», la «irrealidad» del estereotipo alcanzaría niveles exponenciales: ¿hay un carácter catalán?, ¿o vasco?, ¿o castellano? Y dentro de cada uno de ellos, ¿hay diferencias? ¿Tiene el mismo «carácter» un guipuzcoano que un bilbaíno? Seguramente ellos lo negarían, aunque para ello tendrían que dar dos pasos más. Primero, reconocer la existencia de un «carácter guipuzcoano» o «vizcaitarra» y, segundo, constatar que el mito del carácter, nacional o no, de los vascos está construido en buena parte utilizando los materiales que guipuchis y bizcaitarras han ido sembrando en sus percepciones recíprocas a lo largo del tiempo.4
Con todo esto no estamos, por supuesto, diciendo nada nuevo. Ahora bien, el hecho de que el mito de los caracteres nacionales sea eso, un mito, no quiere decir en absoluto que no cumpla una función social o cultural, por una parte, y que no tenga, por otra, efectos de realidad.
Cumple una función social o cultural, en efecto, en tanto que funciona como marco interpretativo, como mapa orientativo, como un modo de aproximación al conocimiento de fenómenos generales siempre complejos y difícilmente aprehensibles; como guía, en suma, para el conocimiento de un medio y el modo de situarnos ante él, lo que es tanto como decir que tiene efectos identitarios. Y cumple una función social, cultural y personal, claro, si admitimos con Caro Baroja que hay en ellos, en su construcción y difusión, mucho de pereza mental, mucho de una ley del mínimo esfuerzo que simplifica y da por sabido lo que casi siempre se ignora (Caro Baroja, 1991: 104-105). En este sentido, y aunque no sea ésta una cuestión central en nuestra exposición, no está de más recordar que incluso en la literatura más concienzuda, lo sabido previamente se superpone a lo observado y, con más frecuencia aún, a lo no observado.5
En lo que se refiere a los efectos de realidad, debe señalarse, en primer lugar, que los mitos en general, hoy lo sabemos, construyen «realidad», como la construye el lenguaje, colmo la construyen los discursos. Por tanto, son efectivos, para bien (pocas veces) o para mal (las más).
Y por supuesto, hay que incidir en el hecho de que los mitos, y, desde luego, el de los caracteres nacionales, no son nunca neutros. El mito de los caracteres nacionales no refleja la existencia de una «realidad» llamada carácter nacional, pero sí la construye. La mitogenia de los caracteres nacionales se construye, fija, cambia, siempre desde alguna parte, siempre respondiendo a objetivos o necesidades precisas. Los cuales pueden ser, de hecho lo son casi siempre, conflictivos, de donde el carácter poliédrico y mutante del estereotipo, y de donde también la gran paradoja: la extraordinaria versatilidad de los estereotipos nacionales se conjuga siempre con su pretensión esencialista.
Veremos todo esto más de cerca observando las construcciones ya vistas, y alguna más, del «carácter nacional» de los españoles. En el siglo XVI –texto de Bodin– España es el Imperio, la gran potencia europea, la dominadora. No es de extrañar, por tanto, que los atributos del carácter nacional –de la naturaleza de los españoles– adopten valores positivos: flemático, sosegado, firme, contemplativo, ingenioso. Aunque dentro de esa visión positiva, no falte una connotación –la de la astucia– que bien puede ser ambivalente, y que, en cierto modo, anticipa un estereotipo que se aplicará hasta la saciedad respecto del gran imperio sucesor, el británico: «la perfidia de Albión». Pero nótese también que en todos los casos los materiales son previos, solo que son reactivados, ordenados o postergados en tanto se buscan pautas explicativas para una realidad histórica dada. Así, en Bodin se apelará a factores geográficos –lo meridional y lo septentrional– haciendo acopio para ello de apuntes de la antigüedad clásica. Más allá del cambio radical que experimentarán en los siglos sucesivos las percepciones sobre lo meridional o septentrional, debe notarse que aquí no estamos todavía en el momento de los Estados-nación, de donde el carácter difuso de los pueblos y las circunstancias referidas en el texto de Bodin.
En el siglo XVIII la situación ha cambiado radicalmente: la España imperial, combatida también desde el plano de la «leyenda negra», se adentra por los caminos de la decadencia. Ya no hay que explicar las causas de sus éxitos, sino la de sus fracasos. Pero, aun con ser importante, éste no es el cambio fundamental desde la perspectiva de la construcción del estereotipo. Lo fundamental radica ahora en el hecho de que el siglo XVIII será el siglo de la Ilustración y aquel en el que empieza a formarse un sujeto nacional, a través de lo que conocemos como «nacionalismo ilustrado». En uno y otro caso, desde la perspectiva de la construcción del sujeto ilustrado y del sujeto nacional, la construcción del otro es absolutamente fundamental. No hay «yo» sin «otro». No es casualidad, por tanto, que de Montesquieu a Rousseau vayan a buscar fuera –a la vez que dentro– el contrapunto, el negativo del propio proyecto. Y, desde luego, nadie mejor situado que la España que parecía arrastrar la leyenda negra hacia los caminos de la propia decadencia.
En este sentido, el texto de Montesquieu es ilustrativo en tanto parece amalgamar materiales que vienen de antes –de la pasada grandeza y de la leyenda negra– con los de otro presente en el que se adivinan ya algunos rasgos que llegarían a constituir materiales clave del «mito romántico». Así, el español es, aún, grave, circunspecto y flemático, incluso tiene sentido común y sabe razonar. Pero ya no consigue llevar esto a los libros, es, además, orgulloso –pero de un orgullo de bases inquisitoriales y orientales–, lo que le hace alérgico al trabajo, lo cual sume al país en la pobreza; aunque, en fin, un resquicio en la flema y gravedad empiece a adivinarse en ese estar siempre enamorados.
Estamos, casi podría deducirse por esa mezcla de materiales, en los inicios de la Ilustración y en la generalización de las percepciones de la decadencia española. Cuando el siglo termina todos los materiales parecen dispuestos para cerrar un estereotipo casi sin fisuras: la Europa ilustrada se reconfirma en el otro español. La decadencia española es casi ya una realidad incuestionada dentro y fuera de las fronteras hispanas. En el auge de los prenacionalismos ilustrados el español brillaría en los dos polos de la expresión, el nacionalista y el ilustrado, por su ausencia. La leyenda negra del imperio y la realidad de la decadencia se combinan para asentar en los anales del nuevo imperio hegemónico –el británico– la famosa caracterización del español como cruel, fanático y fanfarrón (Cruelty, Bigotry, Vanity). Al otro lado del Canal, en la Francia de las luces, Masson de Movilliers ajustaba «definitivamente» las cuentas con el otro español preguntándose en la Enciclopedia metódica acerca de lo que España había aportado a la civilización. Y respondiéndose, claro: nada. España se arrastraba por el atraso y la decadencia como consecuencia del oscurantismo religioso.
Sin embargo, esta codificación del estereotipo negativo distaba de ser unánime, incluso en los países europeos. No todos pensaban lo mismo que Masson y este mismo estaba lejos de constituir el mejor considerado o más influyente de los que pontificaban sobre España (Caro Baroja, 2004: 104-105). De ahí la importancia de observar el otro lado del espejo. El que iba a marcar en lo sucesivo muchos aspectos de la construcción de la identidad nacional española. Que no era otro que la fijación autóctona en lo peor del estereotipo ajeno, precisamente para construir, por oposición, el propio yo. Dicho de otro modo, Masson iba a adquirir mayor presencia en España que en Francia, precisamente porque fue «elegido» por los apologistas españoles, por los Cavanilles, Denina, Forner o Cadalso, como el contrapunto necesario para construir una identidad española harto más positiva. Reivindicaban España y se reivindicaban en cierto modo ellos mismos (Saz, 1998a: 11). Aunque solo fuera por dejar constancia de que en España también había Ilustración y también «nacionalismo ilustrado». Por más que hayan tenido que pasar más de dos siglos para que ambos aspectos hayan venido a ser reconocidos incluso dentro de nuestras fronteras.6
Pero el naciente siglo XIX iba a introducir toda una dinámica de cambios revolucionarios que afectarían decisivamente a la evolución de los estereotipos sobre España: las guerras napoleónicas y las revoluciones liberales, el Romanticismo y los nacionalismos, la construcción de naciones y la (re)construcción de identidades. En los albores del siglo, la primera «sorpresa» es, por supuesto, la Guerra de la Independencia en España. La nación que empezaba a construirse entre la guerra y la revolución contra el Imperio napoleónico. Algo más que suficiente, desde luego, para que algunos de los materiales del estereotipo se reformularan. Y nadie mejor para hacerlo que la Inglaterra ahora aliada de los españoles contra el imperio rival. Como se ha señalado reiteradamente, la Cruelty se convirtió en valentía indómita, la Bigotry en pasión indomable, y la Vanity en orgullo patriótico e individualista (Moradiellos, 1998: 188).
Se le había dado la vuelta desde el otro al estereotipo. Pero que los materiales de este se reformularan no quiere decir que desaparecieran. Todo lo contrario, se invertían para convertirse en piezas fundamentales del nuevo estereotipo emergente: el mito romántico. Un mito que iba a servir de nuevo en todos los procesos de afirmación nacional e identitaria en España y fuera de ella. Desde una perspectiva, por supuesto, multiforme, porque si la Guerra de la Independencia podía poner en cuestión algunas de las ideas dominantes sobre España, podía hacerlo desde perspectivas distintas e incluso antagónicas. Dependía, desde luego, de a qué lado de la trinchera se había estado en las guerras napoleónicas, pero dependería también en lo sucesivo de en qué lado de las fronteras políticas e ideológicas surgidas a partir de las revoluciones liberales se hallaban los distintos sujetos.
En este sentido, resulta especialmente clarificador el modo en que el estereotipo y las prevenciones ideológicas se articulaban en la mirada sobre España de ese gran padre de la historiografía que fue Ranke. Lejos del entusiasmo romántico por la Guerra de la Independencia, éste veía en España a un pueblo que oscilaba entre la lucha por su ideal católico y su preocupación por «pasar la vida alegremente y sin esfuerzo», un pueblo sin sentido de la laboriosidad, que si no estaba sumido en la decadencia era porque ese era, simplemente, su estado natural, el producto de sus instituciones. Claro que esto no le impediría juzgar muy negativamente a la España liberal, puesta como ejemplo del modo en que los afanes revolucionarios podían llevar a «relajar, atacar y destruir las instituciones heredadas del pasado».7
Lo significativo, con todo, es que en términos generales muchos de los materiales que se utilizaban en una u otra dirección eran comunes, en positivo o en negativo, como ejemplo del atraso o del radicalismo, fuese éste religioso o liberal, pero con la referencia casi siempre a su animadversión al trabajo y propensión a otras actividades menos acordes a los tiempos modernos. Frente a esos tiempos, frente a un yo ilustrado, moderno, eficiente, basado en una sólida moral –un yo que podía ser alemán, francés, británico o, incluso, italiano–, ahí estaba España como ese otro romántico frente al que construirse. Porque España se convirtió, en efecto, de forma generalizada en el país romántico por excelencia: el país no moderno y, por ello, para bien o para mal, auténtico; además de configurarse como el otro-oriental frente a la modernidad misma, el occidente, identificado casi siempre con Francia o Gran Bretaña.8
Era la España de Carmen, de gitanos y bandoleros, de bailarinas ardientes, la reñida con el trabajo y la razón, la de los toros, la siesta, la pereza y el placer. O, por decirlo con las palabras de un liberal español harto de esta visión de España, Ayguals de Izco, no habría en España,
... más que manolos y manolas; que desde la pobre verdulera hasta la marquesa más encopetada, llevan todas las mujeres en la liga su navaja de Albacete, que tanto en las tabernas de Lavapiés como en los salones de la aristocracia, no se baila más que el bolero, la cachucha y el fandango; que las señoras fuman su cigarrito de papel, y que los hombres somos todos toreros y matachines de capa parda, trabuco y sombrero calañés.9
De nuevo tenemos aquí las dos caras de la misma moneda, el juego de espejos, el juego de identidades. Por una parte, la visión desde fuera, la del otro francés o británico, pero que puede ser también alemán e italiano, en esa dirección de afirmar la propia modernidad del occidente europeo, al que se pertenece, frente al otro ajeno a ella. Es la mirada orientalista que construye modernidad y modernidad burguesa al tiempo que legitima, o lo pretende, posiciones de poder, de hegemonía. Pero también, por otra parte, está la elección de los españoles, que vuelven a buscar al otro, la mirada –negativa– del otro, que es la que privilegian para reafirmar la propia identidad. Tal será la respuesta del costumbrismo, en la cual, de nuevo, son los mismos materiales los que se reformulan en un acto de reafirmación nacional y nacionalista. España podría ser, ciertamente, económicamente retrasada, pero ni esto tenía por qué ser definitivo, ni, sobre todo, proyectaba duda alguna sobre la moral, la calidad de los españoles. Una moral marcada por el amor a la razón, el valor para la lucha por la libertad ante sus enemigos; y si de la mujer española había que hablar, lo que la caracterizaba era la «sal», lo que no la hacía más inmoral, sino todo lo contrario.10
Podríamos proseguir nuestro viaje a través del tiempo, y de los estereotipos, hasta la crisis finisecular, pero esto nos llevaría seguramente demasiado lejos en el desarrollo de nuestra exposición. Primero, porque en esa crisis la idea de la decadencia, en todas sus facetas, pero especialmente en la nacional, reina por doquier. Segundo porque, precisamente por ello, los ejercicios de búsqueda de un carácter nacional adquieren dimensiones especialmente introspectivas, en el marco de unos procesos más amplios que conducirán al surgimiento de unos nuevos nacionalismos aliberales o antiliberales que harán precisamente del mito de las esencias una pieza básica de sus formulaciones culturales, ideológicas y políticas. En el caso español, no era ya demasiado necesario que nadie viniera a incidir con especial saña, o no, en el mito de la decadencia y de sus causas: de eso se ocupaban los españoles, que, eso sí, podían desarrollar líneas de argumentación antagónicas. Ya que si, para unos, la decadencia venía del abandono de las esencias católicas, entre las que estaba, claro, el mito favorable de la Inquisición, para otros era de ahí de donde venía la decadencia española, por lo que era en otros terrenos donde había que buscar las esencias de lo español, en su psicología, en su literatura, en su lengua, en su paisaje y en su paisanaje. En este auténtico fuego cruzado, el juego de los estereotipos podía ser utilizado a placer y de forma ilimitada. Unamuno por ejemplo, lo mismo podía arremeter contra Maurice Barrès por su visión de España, muy próxima al mito romántico, como presentarlo como el más lúcido de cuantos habían dicho algo sobre España.11
Por supuesto, la extrema complejidad de este juego de visiones internas y externas no impide señalar su gran transcendencia para el futuro político de los españoles. Toda vez que en el franquismo se articularían de forma más o menos armónica, más o menos enfrentada, muchas de estas representaciones. Pero sí podría decirse que todo ello no alteraría en lo sustancial los estereotipos foráneos sobre España. Más aún, todos ellos mostraron su «vitalidad» en ese momento culminante de la Guerra Civil y la gran paradoja que la acompañó: presentada y vivida como la gran causa europea e incluso mundial, fuera en clave antifascista o anticomunista, era analizada a la vez con el arsenal de todos los materiales del estereotipo, de los sucesivos estereotipos.
De ahí que la visión orientalista de aquel agregado británico cuyos juicios reproducíamos al inicio, y que, desde luego, tenía una buena dimensión de autojustificación de la vergonzosa política británica de no intervención que de modo tan decisivo favorecería a los sublevados, no careciese de puntos de contacto con la de los más entusiastas defensores británicos de la República. Así, el poeta W. H. Auden, ferviente defensor de la República, no dejaba de referirse a España como a «aquel cuadrado árido, aquel fragmento cortado de la caliente África, soldado de forma tan rudimentaria a la Europa inventiva».12
Y de nuevo hay que constatar que el peso del estereotipo se filtra hasta la médula, también, entre los mejores historiadores. Eric Hobsbawm y François Furet, por ejemplo, desarrollan un análisis antitético de la Guerra Civil española, filorrepublicano y filocomunista el primero, más atento a denunciar la estrategia antifascista del comunismo, el segundo. Para ambos, la Guerra Civil es un acontecimiento crucial en la época de los fascismos, prefigurador incluso de muchos de los avatares de la Europa de las décadas sucesivas. De ahí la paradoja de que de país tan poco europeo se derivaran tan grandes consecuencias europeas. Porque poco europeo lo era sin duda para Furet: «encerrada en su pasado, excéntrica, violenta, España ha seguido siendo un país católico, aristocrático y pobre...» (Furet, 1995: 287). Y no lo era menos para Hobsbawm, aquella parte «periférica» de Europa, con una historia diferente de la del resto de un continente del que le separaba «la muralla de los Pirineos». Un país «peculiar y aislado», en suma, y al tiempo, símbolo cierto de una gran lucha europea y mundial (Hobsbawm, 1994: 162-164).
No hace falta ir más lejos para recapitular algunas de las cuestiones centrales de nuestra exposición. Creo, en efecto, que a lo largo de ella hemos podido observar cómo, a través de los siglos, el mito de los caracteres nacionales (del español) fue multifuncional para explicar imperios (siglo XVI) y decadencias (del siglo XVII en adelante); para construir identidades múltiples (de la Ilustración, del occidente europeo, de la modernidad, de las naciones que se incluían en esas dimensiones), y, por reacción, más o menos espontánea, más o menos inventada, más o menos construida, también la española.
Nada habría de extrañar, pues, que todos los materiales disponibles fueran utilizados en diversos momentos, en España y fuera de ella, en clave positiva o negativa, y desde luego en todos los sentidos imaginables. Todos los materiales del estereotipo podían ser utilizados y lo serían para explicar, en fin, todo el siglo XX español, de la Guerra Civil al franquismo.
Por supuesto, todo esto no hace sino reincidir en lo que hay de falacia en el mito del carácter nacional. Pero lo hace también en el sentido de demostrar que esas falacias construyen realidad de forma generalmente peligrosa. La visión orientalista tiene, lo sabemos de sobra, dimensiones de poder. Puede legitimar imperios y deslegitimar al «otro», al dominado. Pero puede también servir para legitimar políticas hegemónicas y autóctonas. El mito romántico en su más pobre expresión pudo servir para justificar la benevolencia británica hacia Franco. Pero ese mismo mito, también en su más pobre y miserable expresión, pudo servir a este último para justificar su régimen: los españoles, ya se sabe, en libertad, se matan entre ellos.
¿Ha muerto, en fin, el mito del carácter nacional? No está claro, desde luego, que lo haya hecho en el plano de la extrema banalización, del recurso al lugar común, del derecho a la simplificación y a la extrema pereza. Es posible, ciertamente, que el mito de los caracteres nacionales haya desaparecido en cuanto tal en el campo de las ciencias sociales. Pero seguro que no han muerto con él muchas de sus eventuales permutaciones. Al fin y al cabo, el enfoque orientalista siempre estará ahí para analizar choques de civilizaciones (Huntington, 1997), descubrir la terrible amenaza chicana para la sacrosanta cultura norte(americana) (Huntington, 2004) o recordarnos, en suma, que el oriente no debe morir si se aspira a (re)construir un nuevo, y poderoso, occidente.