Читать книгу Una noche, Markovich - Айелет Гундар-Гошен - Страница 10
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Cuatro días después, abordaron el barco. El mar estaba sereno y la puesta de sol fue banal. Jacob Markovich se desilusionó un tanto. Era un hombre práctico, no un tonto sentimental, y sin embargo abrigaba la esperanza de que el día que iniciaran la travesía los colosos de la naturaleza compusieran una obertura digna. Un enjambre de cigüeñas sobrevolando por arriba, un huidizo delfín acercándose a la orilla, el sol agonizando en un tono especial. Después de todo, no se trataba de un viaje cualquiera a Europa, ahí empezaba la travesía de su vida. Desde el día en que nació, tenía Jacob Markovich la sensación de no ser sino un personaje secundario en la vida de otros, un argumento paralelo, una luna lejana que refleja la luz de algún sol. Era el hijo de sus padres, el subalterno de sus superiores jerárquicos en el ejército y el amigo de Zeev Feinberg. Por primera vez en su vida, él, Jacob Markovich, vivía una vida digna de ser narrada. Hasta ahora todo había sido un borrador, los bosquejos involuntarios de un artista en el momento previo a sentarse decididamente frente al caballete. Por eso no pensaba ya en su casa en la colonia ni extrañaba a sus habitantes, sólo se lamentaba de haber dejado a Jabotinsky y también sentía pena por las palomas.
Cuando vomitó hasta el apellido tras media hora de travesía, Jacob Markovich se miró en el agua. Entre los pedazos de vómito que flotaban, divisó los ojos promedio, la nariz común, la línea de la mandíbula insulsa. Pero en la frente vio algo nuevo, una línea firme que no estaba allí previamente. Cuándo había aparecido, no sabía. ¿Habrá sido cuando le partió la cabeza al árabe, o cuando le mintió descaradamente a Abraham Mandelbaum, o quizás cuando insistió y hasta discutió con el vicepresidente de la Organización, que en un principio se negó a inscribirlo en el operativo? Sea como fuere, era una señal evidente. Jacob Markovich revisó la nueva línea sobre su frente, la grieta de la que irrumpiría en cualquier momento el digno varón que estaba destinado a ser. Se limpió los restos de vómito de la comisura de los labios y se dirigió a cubierta.
Rápidamente comprobó que estaba equivocado. La vida en el barco era distinta a la de la colonia en casi todo, pero en cuanto a Jacob Markovich, nada cambió. Las miradas de los pasajeros se deslizaban sobre su rostro y seguían su rumbo como las gotas de orina que los hombres echaban al mar noche a noche desde el borde de la cubierta. Nadie lo odiaba, nadie se burlaba de él, pero tampoco hubo quien buscara cobijarse bajo el ala del salvador de Zeev Feinberg, el mata-árabes, engañador de matarifes, Jacob Markovich. Si pensó que rompería el cascarón de su adolescencia, ahora descubría que no se trataba del cascarón, sino de su propia piel. Cuando quiso asesorarse al respecto con su amigo, comprobó que la cuestión estaba cerrada: Zeev Feinberg fue coronado indiscutible rey de la travesía antes de que el barco levara anclas. Andaba por el muelle rodeado de sedienta muchachada, perritos babosos deseosos de mamar más y más cuentos de quien se sabía era buen amigo del vicepresidente de la Organización. Y Zeev Feinberg consentía. Contó cuentos hasta quedar afónico y entonó canciones procaces hasta que se le secó la lengua, hizo reír a sus oyentes y su risa los superó a todos espantando bandadas de aves migratorias. A pesar de que no lo habían nombrado comandante del operativo –el vicepresidente de la Organización se lo encomendó a un joven llamado Katz varios meses antes–, no había dudas sobre la identidad del comandante en ejercicio. Si Zeev Feinberg hubiera ordenado desviarse tres días hacia las costas griegas para ver a las muchachas locales bañarse desnudas, el capitán habría obedecido, y es de suponer que Zeev Feinberg lo habría hecho de no tener el corazón quemado de añoranzas hacia Sonia. En vez de eso, seguía hablando, cantando y riendo, y sólo de tanto en tanto sentía que su voz se separaba del cuerpo, avanzaba y tomaba distancia sin él, mientras Zeev Feinberg en persona se hallaba muy lejos de allí. En momentos como ese, Zeev Feinberg se sentía cansado de ser Zeev Feinberg. Jacob Markovich jamás se dio cuenta de ello, ¿cómo alguien podría cansarse de ser Zeev Feinberg?
Al amanecer, siempre se encontraban en la cubierta. Jacob Markovich subía a ver si realmente salía el sol, Zeev Feinberg iba camino a su cama después de trasnochar bebiendo y contando historias. Se sentaban uno junto al otro en silencio, Jacob Markovich reunía fuerzas para el nuevo día, Zeev Feinberg reunía valor para medirse con las pesadillas de la noche. En esos momentos, se establecía entre ellos una especie de beatitud de la que jamás se atrevieron a hablar.
Los días parecían idénticos, y sin embargo pasaban. Cuanto más se acercaban a Europa, se percibía una cierta intranquilidad en los pasajeros, que se intensificaba más y más hasta que esa vibración interna por el ardor expectante parecía hacer bailar el barco sobre las aguas. Hablaban de ello en el desayuno y en la cena, parados en la cubierta o acostados en sus camastros. Tanto hablaron de Europa, que cuando por fin la vieron quedaron todos paralizados, como si no creyeran que detrás de las palabras hubiera un continente real. Jacob Markovich estaba parado en la cubierta mirando a tierra firme. Le parecía que el barco avanzaba más rápido que nunca, atraído por una fuerza magnética hacia la orilla. El tercer polo, el polo europeo alrededor del cual bailoteaban todos los pasajeros, se iba materializando frente a él. Zeev Feinberg estaba parado a su lado con los ojos cerrados, resistiéndose a mirar siquiera esa cuna de placer que de sólo pensarlo le ablandaba el corazón y le erguía el miembro viril. Pronunciaba una y otra vez el nombre de Sonia, aferrándose a él para conjurar brujas y tentaciones. Pero era como si su lengua presintiera la manteca y el cacao, la carne de ciervo derritiéndose y los pezones de las mujeres endureciendo, y Zeev Feinberg suspiró por última vez “Sonia”.
A esa hora, Sonia estaba parada en la costa palestina mirando el mar. Zeev Feinberg abrió finalmente sus ojos y vio la costa europea acercarse cada vez más. Sonia de pie con los ojos abiertos no veía nada más que mar. Once días antes, exactamente la mañana en que el barco dejara el puerto de Haifa, tuvo un presentimiento que la llevó a mirar el mar. Pudo haber sido una casualidad del destino, el testimonio de un vínculo mágico entre dos enamorados, si no hubiera sido porque esa sensación la había empujado a la orilla también los tres días previos. La conducta de Sonia no respondía a nada de lo que se suele llamar intuición femenina, esa que despierta a madres en la mitad de la noche sabiendo que su hijo ha sido herido en batalla, o se apresura a hornear una torta con la certeza de que hoy habrá de volver. No fue intuición sino entrega. Cuando Zeev Feinberg se rascaba la nariz, a ella no le daba escozor en la suya propia. Cuando él sufría de diarrea por indigestión masiva en el barco, Sonia dormía como los dioses. Ella no sintió que el barco estaba llegando a Europa ni profetizó el instante en que levaría anclas en el puerto de Haifa, sólo sabía que debía esperar que regresara, y sabía que cuando lo hiciera sería por mar.
Las amigas de Sonia se burlaban de ella por esperar. Zeev Feinberg es una persona valiosa, nadie le gana para pasarlo bien, pero ningún bigote merece que alguien esté todo el día en la orilla con cara de Ana Karenina. Sonia se encogía de hombros y seguía allí, maldiciendo a Zeev Feinberg en lenguaje soez. Porque por más que estaba condenada a esperar, por más que tenía la maldita y bochornosa tendencia femenina a encontrar un cuadradito de arena desde donde mirar al mar esperando el regreso de su hombre, por lo menos tenía la valentía de rebelarse contra ello. Por eso maldecía a Zeev Feinberg con toda su alma y todo su ser, a voces y con todas las ganas. Su emblemático bigote era para ella “una colección de gusanos negros”, y su miembro –famoso en todo el valle–, humillado hasta lo más bajo. A veces lo llamaba “cebolla de verdeo”, y otras, “zapallo que no prosperó”, o “criadero de piojos”, y un día anunció que esa carne podrida no era apta para alimentación humana. Muy pronto empezó a reunirse público alrededor de Sonia para oírla maldecir a Zeev Feinberg. Lo hacía con la misma unción con la que nutría su esperanza de que volviera.
Los muchachos que estudiaban en la Yeshivá la adoraban. Y no por su hermosura. Sus ojos estaban alejados uno de otro un milímetro más de lo considerado bello. El sol había distribuido en su rostro muchas pecas, y su nariz aguileña hubiera servido para corroborar la descripción de cualquier propagandista germano. De estatura mediana, pechos dignos, un culo sin particularidad alguna más allá de su existencia. Y sin embargo venían día a día a verla. Los vergonzosos, con mirada anhelante; los valientes, con avezadas frases alentándola a renunciar a Feinberg y entregarse a alguno de ellos. Si bien no tenían bigote y sus risas no provocaban la caída de las hojas de los árboles frutales, por lo menos estaban ahí, hecho que no era cuestión de desmerecer. Sonia les agradecía de todo corazón y seguía maldiciendo a Feinberg. Las mujeres, por su parte, empezaron a maldecir a Sonia. Preguntas como “pero qué tiene esa” atiborraban el espacio a modo de panal de avispas. Hubo quien dijo que su abnegación embrujaba. En la profundidad de su corazón, todo hombre, aun el que no zarpa hacia alta mar, quiere una mujer que lo espere en la orilla. Nada más que romanticismo barato. No es que la abnegación en sí resulte un embrujo, su encanto depende de la identidad del abnegado. Un zapallo insulso parado en la orilla terminará cubierto de moho o convertido en faro. Otros mentaban el aroma a azahares. Ciertamente, la piel de Sonia olía a naranjas, un dulce, pesado e inconfundible aroma. Cuando alguien se paraba al lado de Sonia en las horas de trabajo y aspiraba profundamente, de inmediato sentía como si estuviera en el puerto de Jaffa y, a su alrededor, cajones y cajones de naranjas. Si bien el perfume de las naranjas es embriagador, también lo son los del jazmín y la higuera. A lo largo y a lo ancho del país hay muchas mujeres cuya piel tiene un perfume particular: todos conocían a aquella de Degania que se vio obligada a ponerse guantes para que los insectos no se sintieran atraídos a la miel de sus manos; y había una muchacha en Rishon Letzion que, dicen, olía de tal modo a mirto, que todos los alérgicos estornudaban a su paso. El aroma a azahares es bello y grato, pero de ahí al frenesí del amor hay un largo camino.
Lo que no justifican ni la abnegación ni las naranjas lo explicará quizás el ardor. El fuego que ardía en Sonia derritió pies congelados, abrigó entrañas, cosquilleó puntas de dedos. En los lluviosos días de invierno, cuando el agua te corre por la cara y te llena los zapatos de barro y de desesperanza, la gente miraba a Sonia y se sentía calentita. Y en verano, cuando toda la colonia se cubría con un velo de polvo y las casas quedaban espolvoreadas con azúcar de arena y asfixia, Sonia era la única que no se desteñía. No era hermosa, lo sabían, y sin embargo elevaban hacia ella sus miradas como girasoles al sol.
Cierto día, estando ella parada en la playa, vino a visitarla Abraham Mandelbaum. Al principio no se dio cuenta. Tan concentrada estaba en la detallada descripción de cómo le arrancaría todas las uñas a Zeev Feinberg en cuanto volviera. Cuando identificó al matarife, se asustó pensando que hubiera escuchado sus palabras y decidido adoptar para sí alguna de sus ocurrencias. De inmediato se apaciguó diciéndose que un matarife hábil como Abraham Mandelbaum no necesitaba sus consejos en todo lo concerniente al tratamiento de carnes y uñas, y le preguntó por qué había venido. Desde el día de la huida de Jacob Markovich y Zeev Feinberg, ambos se evitaban en la vía pública. Abraham Mandelbaum, turbado, hizo sonar sus gruesos dedos, y Sonia consideró que con sus dos metros de altura y más de ciento sesenta kilos de peso parecía un niño. Bajando los ojos y con voz dubitativa le dijo que había venido a contagiarse de su ira.
“No se trata de una gripe, supongo que lo sabes”. “Sí, pero igual”. Y entonces dijo que hacía ya varios días no se sentía enojado con Zeev Feinberg, ni siquiera un poco. A pesar de que trataba de avivar el fuego de su ira recurriendo a los detalles de Zeev Feinberg respirando pesadamente sobre su mujer, no despertaba en su corazón siquiera una pizca de furia.
“Entonces ¿qué es lo que hay allí?”.
“A veces, en la carnicería, cuando termino de faenar algún animal, me siento entre los trozos de carne y trato de reconstruirlo en mi cabeza. A veces lo logro, y entonces veo cómo todo vuelve a unirse, como en la profecía apocalíptica, la carne sobre la mesa, las partes internas en el tacho de basura y la piel desparramada sobre el piso que siempre envuelvo en un trapo para que Rajel no lo vea porque le provoca náuseas. Y a veces no lo logro, y quedo sentado en el taburete rodeado de partes descuartizadas y me pregunto dónde está el ternero”.
Sonia registró para sí que esa había sido sin duda la conversación más larga que mantuviera alguna vez con Abraham Mandelbaum. Quizás adivinó además que esa había sido la conversación más larga que Abraham Mandelbaum mantuviera alguna vez.
“Quizá no lo entiendo, Abraham. ¿Qué tiene que ver el ternero con Zevik…?”.
“No la encuentro, Sonia. No encuentro la furia. Cuando fui esa mañana a la casa de Feinberg, estaba dispuesto a deshollejarlo. Pero cuando volví a casa ya no quería matar a nadie. Estaba cansado”.
Por primera vez desde que se paraba en la orilla, Sonia quitó la mirada del mar. Se dirigió a Abraham Mandelbaum y le tomó las manos, manos de matarife. Sus ojos estaban suficientemente distanciados entre sí para compartir lo que sintió: el ojo derecho era toda tristeza. El izquierdo, toda compasión.
“No necesitas mi ira, Abraham. Consíguete la tuya. Hazte de algo propio”.
Por las noches solía visitarla el vicepresidente de la Organización. Antes de irse a Europa, Zeev Feinberg le hizo jurar que iría a verla y le diría que viajó, “y lo más importante”, subrayó Feinberg, “dile que volveré”. El vicepresidente de la Organización le comunicó a Sonia el objetivo del viaje, y sólo mencionó brevemente que había sido la única forma de “salvar su culo, que si bien entiendo, tienes en un alto precio”. Luego miró hacia adelante, observando por la ventana la oscuridad de la noche a la que volvería en un instante, mientras su oído quedaba atento a las palabras de agradecimiento de Sonia. Cuando le pareció que pasaba demasiado tiempo sin oír lo que esperaba: “¿Qué hubiéramos hecho sin ti?” o “te debe la vida y yo también”…, la miró de reojo. Mucho entrenamiento y una bizquera infantil lo habían hecho especialista en espiar con medio ojo. Alguien que los observara sin conocerlos podría haber pensado que eran un hombre y una mujer sentados en una sala, la mujer mirando a la pared y el hombre mirando por la ventana. En cuanto a la mujer, estaría en lo cierto, pero en cuanto al hombre, nada más lejos de la verdad. El vicepresidente de la Organización miraba a Sonia con la misma concentración con que estudiaría el mapa topográfico de la próxima incursión nocturna. Memorizó puntillosamente los rasgos de su cara: ojos separados, tantas y tantas pecas a distancia medianamente pareja, mentón ancho. Incluso prestó atención al pliegue entre la nariz y el labio superior, y descubrió que cuando sonreía levantaba de forma leve la comisura izquierda de la boca, un mohín que no dejaba de ser gracioso. En general, carecía de belleza singular, decididamente no justificaba todo el trayecto desde Tel Aviv. El vicepresidente de la Organización compadeció íntimamente a Zeev Feinberg, un toro de reproducción derrochado por haber elegido fijar su residencia en una zona tan marginal, donde no sólo la tierra mezquinaba sus frutos, sino también sus mujeres eran tan mediocres.
Volvió a mirar por la ventana. Dentro de un instante se despediría de ella. Dentro de un instante saldría por la puerta. El camino a Tel Aviv estaría oscuro y frío, en el sendero lo atribularían visiones varias, del tipo que se presenta ante la gente sólo cuando camina solitaria en medio de la noche. Empezaba a incorporarse cuando oyó la voz de Sonia: “Tú lo conociste en el barco, ¿no es cierto?”.
El vicepresidente de la Organización respondió afirmativamente, a Zeev Feinberg lo conocía del barco, y ahora, si lo perdonaba, estaba apurado. Sonia lo miró divertida y con severidad, una copia fiel de la mirada que él dirigía a sus subalternos, y dijo: “Si lo pusiste en ese barco, lo menos que puedes hacer es contarme cómo era en el anterior”.
“¿Por qué?”.
“Si no puedo verlo ahora, por lo menos quiero oír acerca de su pasado”.
El vicepresidente de la Organización volvió a sentarse con expresión claramente ofuscada. Jamás le gustó volver sobre las aventuras del pasado. ¿Qué sentido tiene regurgitar cuando se puede morder carne? Hablar sobre recuerdos los desgasta, como una camisa lavada una y otra vez hasta desteñirla. Sólo que muy pronto descubriría que, al relatárselos a Sonia, los sucesos del barco con Zeev Feinberg cobrarían vida propia y volvería a palpitarlos con colores más fuertes que nunca. Al principio lo adjudicó a sus dones nada comunes en tanto narrador de cuentos, pero rápidamente tuvo que reconocer que no era él el factor decisivo. Era Sonia. Parecía que todos sus poros se abrieran para escucharlo. Cuando contó cómo dejó a su familia y fue a la ciudad y de allí al puerto, los ojos de Sonia se llenaron de compasión. Cuando describió cómo casi se hundían en una tormenta, sus fosas nasales temblaron en una leve vibración de miedo. Al recordar los chistes que le enseñó a Feinberg, ella se sacudía de risa y algo en el vicepresidente de la Organización también se sacudía. El pasado dejaba de ser pasado cuando se lo relataba a Sonia. Su atención era tan plena y su empatía tan sincera, que lo que antes le parecían resabios de recuerdos insípidos y fríos volvió a cobrar calor, color y sabor y le llenó las entrañas de alegría. Siguieron sentados allí hasta la madrugada. Él le contó los chistes de cubierta, aun los más soeces, y se sorprendió al comprobar que, lejos de ruborizarse, ella sonreía disfrutándolos. Le detalló las brillantes movidas de ajedrez de Feinberg y sus propios contraataques de estilo, y a pesar de que no entendía nada, aplaudía encantada en los momentos de viraje de las circunstancias. Para no ofenderla, evitó contar sus flirteos con mujeres, pero después de que ella lo mirara como sabiendo, se explayó en detalles. Estaba aquella a la que habían engañado para que pensara que eran hermanos y, como no les creía, le dijeron que tenían la misma mancha de nacimiento en el miembro viril y la convencieron de comprobarlo. También estaba la que se acolchonaba el sostén con calcetines que el frío la obligaba a usar por las noches y sus tetas olían a pata. Y la que declaró que no se entregaría a Feinberg a menos que se quitara el bigote, y el vicepresidente de la Organización le retrucó que él no estaría con ella hasta que a ella no le creciera el bigote. Finalmente, le contó a Sonia lo de la noche que llegaron a Israel. Sus ojos distanciados se acercaron más y más por el asombro, casi no podía completar una frase sin que ella lo interrumpiera: “¿Qué? ¿Con las inmigrantes ilegales en una mano y las piezas de ajedrez en la otra? ¿Y qué les dijeron los británicos cuando los vieron?”. Y por fin, la frase que más deleitó al vicepresidente de la Organización: “Pero ¿y cuál era la verdadera posición en el tablero?”.
Se fue de la casa cuando amanecía. Después de haber hablado tantas horas sobre Zeev Feinberg, lo embargaba una fuerte nostalgia de su amigo. Durante todo el camino de regreso a Tel Aviv, rememoró aventuras compartidas con él en el barco. Y estaba tan sumido en sus añoranzas, que recién después de dos días enteros se dio cuenta de que también añoraba a Sonia.
Durante los días subsiguientes, el vicepresidente de la Organización olía azahares en todas partes. Una y otra vez lo llevaban sus pies al puerto de Jaffa, donde los comerciantes se asustaron al verlo husmear los cajones de naranjas con mirada anhelante. A veces pensaba que era un error, ya que es imposible que el cuerpo de una mujer exhale un aroma así, quizás había en su habitación una canasta de mandarinas. Pero íntimamente sabía: ni mandarinas ni clementinas. Por fin su deseo pudo más: compró un cajón de naranjas, lo puso en su oficina de la Comandancia y no le permitió a nadie comerlas.
Mientras las naranjas se iban pudriendo en la habitación del vicepresidente de la Organización, Sonia se ponía cada vez más linda en la playa. El aire marino le hacía bien. El sol brillaba entre sus senos. Las jugosas maldiciones que vertía contra Zeev Feinberg le conferían un sempiterno rubor en las mejillas. Y sobre todo, la total falta de esperanzas de su accionar, la arbitrariedad de la espera y la increíble falta de lógica eran lo que estimulaba la circulación de su sangre y otorgaba vitalidad a su cuerpo.
Al cabo de una semana, cuando el vicepresidente de la Organización volvió a golpear a su puerta, se sentía como perdido en una plantación de cítricos. Invertía todos sus esfuerzos en distraerse y convencerse de que de ninguna manera estaba pecando contra su buen amigo Feinberg. Desde siempre compartían todo lo que les tocaba en suerte, mujeres, cuentos, bebidas… ¿Por qué sería esta vez diferente de las demás? Pero a pesar de ello, sabía, contra su voluntad, que era diferente. Por fin, cuando el aroma a naranjas amenazaba su cordura, decidió que todo se le había ido de las manos y no guardaba proporción alguna. Sonia no era sino una amiga más de Zeev Feinberg, que viajaba en ese momento a Palestina entre las sábanas de las mujeres del barco y se alegraría al saber que el vicepresidente de la Organización la entretuvo un poco en su ausencia. Porque está claro que Zeev Feinberg sabría valorar la abnegación de su amigo, que hacía el esfuerzo de viajar hasta el norte para compartir algo de tiempo con la mujer de los ojos alejados casi un milímetro más de lo que se considera bello.
Al llegar a la puerta de su casa, casi se arrepiente. Pasó largo rato entre las sombras, mirando la lámpara de la sala. Entonces decidió pasar de la oscuridad a la luz y golpeó. La voz de Sonia preguntó quién era. El vicepresidente de la Organización dudó un instante pensando cómo responder a la pregunta, y entonces dijo: “Efraim”.
Cuando abrió la puerta, Sonia no lo reconoció. No había nada en él del hombre al que había visto la semana anterior. La seguridad y la soberbia habían desaparecido por completo, y en cambio demostraba una torpeza indecisa que le recordaba los primeros pasos de un ternero recién nacido. Lo recibió abiertamente, aunque su gratitud le ocasionó cierta turbación. Era demasiado apuesto para rogar los favores de cualquier mujer, y el hecho de que lo hiciera precisamente con ella le provocó más incomodidad que placer. Sea como fuere, su conciencia no la atormentaba. No sentía ni la dicha de la venganza ni la culpa de la traición. Sólo la calma del cuerpo satisfecho. Hacía más de tres semanas que Zeev Feinberg había huido por temor a las represalias de Abraham Mandelbaum, y si bien el cuerpo de Sonia no dejaba un sello indeleble en todos los que la veían, para ella misma era una fuente nada desdeñable de placer. No había ninguna razón para dejar que se cubriera de polvo. Desde la partida de Feinberg, se pasaba las tardes sentada en el sillón, bebiendo té con la garganta exhausta de las maldiciones del día, mojando un dedo rosado en el frasco de miel. Con el mismo dedo solía pasear por el bajo vientre de Feinberg y de ahí a sus propios muslos. Ahora, en su ausencia, su cuerpo había quedado huérfano y aburrido. Si bien en más de una ocasión Feinberg la visitaba en sueños, y ella a su turno solía buscarlo acostada en su cama al amanecer, la imaginación no se asemeja a las caricias reales. Por más salvaje que fueran las preliminares en su mente, no dejaban señal alguna en su cuerpo. Y Sonia amaba las huellas del amor casi tanto como al acto en sí. Al mediodía, parada en el campo, deslizaba una mirada por el rasguño que Feinberg había dejado en su pecho, o la marca del mordisco que orlaba su vientre. Así, cuando el sol le calcinaba la cabeza, se consolaba con el recuerdo impreso por la noche, un saludo de la luna. Pero ahora sus noches eran yermas y su cuerpo lucía libre de marcas. Por eso, la presencia del buen amigo de Zeev Feinberg en su cama le pareció justo: uno viajó y el otro viene a cumplir sus obligaciones. Incluso el estante que Zevik había prometido instalar fue amurado por el vicepresidente de la Organización antes de irse a dormir.
Así como Zeev Feinberg, también el vicepresidente de la Organización descubrió que el cuerpo de Sonia era un pozo de aguas dulces. Bebía de él y no se saciaba. Pero cuando despertó a la mañana siguiente, la cama estaba vacía. En vano la buscó entre las paredes de la casa y en los senderos de la colonia. Ella ya había tomado su lugar en la playa, insultando y maldiciendo a Zeev Feinberg con fuerzas renovadas y en voz bien alta, con todo el corazón y con todas las ganas.