Читать книгу Una noche, Markovich - Айелет Гундар-Гошен - Страница 11
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Cuando Jacob Markovich y Zeev Feinberg bajaron del barco, caminaban tambaleantes por la plataforma. Es un fenómeno conocido entre los navegantes, de modo que no le adjudicaron ninguna importancia. Pero un día después seguían mareados. Y el día después también. Finalmente, Zeev Feinberg dijo que no era cuestión del barco, sino de la tierra sobre la que estaban parados. Bebieron café junto a una mesita que chirriaba bajo el peso de Zeev Feinberg, recostado su torso sobre ella hasta cubrirla casi por completo, su cabeza enrulada a modo de centro de mesa como una planta de adorno que alguien olvidara podar. Considerando dicha invasión, Jacob Markovich se vio obligado a tener en la mano su café y el de Zeev Feinberg, dos tenedores de postre y una porción de torta con crema. Esa admirable demostración de equilibrio seguramente le hubiera valido varias monedas de haberlo hecho en la plaza contigua, donde Zeev Feinberg había vaciado una docena de monedas en la gorra de un artista congelado que había estado parado allí un cuarto de hora. Jacob Markovich había mirado entonces al artista con creciente incomodidad; casi lo toma de los hombros para sacudirlo y gritarle: “¡Muévase, hombre! No se quede parado ahí como una efigie cuando todo cambia incesantemente, ¡sea otro, otro!”. Zeev Feinberg, en cambio, se llenó de esperanzas frente a ese modelo de estabilidad, esa capacidad de mantenerse indiferente al bullicio callejero, a los transeúntes que intentan hacerte cómplice de sus risas, sus historias, te desafían diciendo algo inteligente. Seguramente le quemaba la lengua dentro de esa boca sellada.
Cuando dejaron al artista para seguir su camino, volvió Zeev Feinberg a sentirse mareado. “Sentémonos”, le dijo a Jacob Markovich, de modo que Jacob Markovich tuvo que cargar con una montaña de platitos y café con torta mientras Feinberg se desparramaba sobre la mesa sin ninguna intención evidente de levantarse. Desde el fondo de sus rulos se oyó un balbuceo sordo, y Jacob Markovich se inclinó hacia él para oír lo que decía. Al hacerlo, perdió la montaña su equilibrio y se estrelló contra el brillante piso del café. El ruido le pareció a Jacob Markovich poco menos estentóreo que La Noche de los Cristales Rotos. Una moza airada se le acercó, escoba en mano. Cuando se agachó a juntar los añicos, atisbó entre sus pechos y se sintió como un bebé. Siempre se sentía como un bebé en presencia de mujeres como esa, la eficiencia hecha persona, cuyo delantal habla de orden y limpieza y huelen a acritud de leche y de torta. Jacob Markovich se sentía atraído y repelido por las mozas de los cafés, pero ellas jamás lo distinguieron con una mirada, salvo en los casos en que rompía algo, porque entonces sus miradas lo partían por el medio con rencor antes de agacharse a juntar los pedazos mientras sus senos asomaban debajo de la boca que murmuraba ofuscada. Aún se debatía entre la dulzura de los senos y el escozor del bochorno cuando Jacob Markovich vio que Zeev Feinberg volvía a balbucear con la cabeza contra la mesa; de hecho, no había cesado de hacerlo.
“¿Qué has dicho?”.
Zeev Feinberg levantó finalmente la cabeza, obvió por completo los restos de torta de crema y el destrozo sobre el piso, echó una mirada de consentimiento a las tetas de la moza y le dijo a Jacob Markovich: “Dije que no la estoy pasando nada bien aquí, Markovich. Nada bien”.
Jacob Markovich se permitió dudar de las palabras de su amigo. En los cinco días transcurridos desde que bajaran del barco, Zeev Feinberg había aumentado cinco kilos, se había acostado con cinco mujeres y había bebido cincuenta litros de bebidas espirituosas. Tal como los demás muchachos del barco, también él acusaba un ataque de bulimia, atosigaba sus sentidos con todos los placeres del continente antes de verse obligado a vomitarlos y volver a Palestina.
“Te suena raro, ¿no?”. Le hablaba a él sin dejar de observar las tetas de la moza. Bajo la blanca piel divisaba un fino entretejido de venas al dirigirse a su amigo: “¿Entiendes, Markovich? Volver a Europa es como volver a acostarse con la mujer que amaste en tu juventud. Estás lleno de entusiasmo y de añoranzas, y no eres capaz de darte cuenta de que aquella mujer ya no existe. En vano hurgarás en sus carnes, en vano mirarás a sus ojos, quizás encuentres un débil eco de la mujer que amaste, pero no más que eso. También yo y los muchachos, desde que bajamos del barco, vamos a los sitios a los que solíamos ir, bebemos las bebidas de entonces. Susurramos las mismas frases a oídos de las jovencitas. En vano. Por eso el mareo, amigo mío, por eso andamos como ebrios desde que bajamos. ¡Las diferencias de presión entre entonces y ahora nos pesan en los tímpanos y descalabran la estabilidad!”.
Jacob Markovich asintió levemente, con la mirada perdida en la red de venitas celestes del escote de la moza. Dado que jamás había logrado acostarse con la mujer que amaba siendo jovencito, le costaba entender en qué consistía la falla de volver a hacerlo según Zeev Feinberg. Pero repentinamente la red celeste se le apareció como la copa del árbol del patio de su casa paterna, y entendió. La mayor parte de su niñez peleó contra ese árbol que se le antojaba el más alto de todos los árboles habidos y por haber. Las cicatrices en sus rodillas daban clara cuenta de su vínculo con aquel árbol: aquí fue cuando quiso trepar por la derecha y aterrizó, aquí cuando trató de someterlo por la izquierda, y aquí cuando descargó en el tronco toda la furia del niño pequeño que quiere conquistar un árbol y fracasa una y otra vez. Las pesadillas nocturnas del niño Jacob Markovich no se diferenciaban de las de los demás niños, pero sus sueños se colgaban de las ramas de aquel árbol.
Noche a noche soñaba con la verde copa, miles de hojitas que ninguna mano humana había tocado jamás se sacudían de pronto cuando Jacob Markovich se asomaba entre las ramas. El árbol le hablaba en decenas de matices de verde, y Jacob Markovich le respondía con cariñosas palabras. Desde lo alto, el horizonte se abría a los cuatro vientos y Jacob Markovich divisaba los osos polares del sur, el océano y las montañas, castillos cuyas torres besaban el firmamento. Abajo, más allá de los nidos de pájaros y de los escondites de duendes, a través de hojas y ramas, junto al grueso tronco, estaban sus padres. En el sueño sus rostros se veían borrosos, pero sus palabras sonaban claras y punzantes. Su madre gritaba: “¡Agárrate fuerte!”, y su padre gritaba: “¡Cuidado!”, pero de hecho ambos decían: “Jacob, pequeñito, ¡qué bueno que llegaste hasta allí!”.
Se mudaron cuando tenía diez años, y a los veinte volvió a ver la casa. Jacob Markovich adulto salteó con rapidez el edificio de las paredes descoloridas, hizo caso omiso de las rosas del patio y los calzones ajenos colgados en la soga para ir directamente al árbol. Al principio creyó que lo habían cambiado, que los nuevos habitantes habían traído un árbol nuevo en vez del viejo, así como habían cambiado los cuadros que colgaban de las paredes y la ropa en la soga. Pero cuando observó despavorido el tejido del tronco, cuando deshizo entre sus dedos una de las hojas, no pudo negar que se trataba del mismo árbol. Esta vez no tuvo que luchar contra él. En menos de un minuto ya estaba observando a su alrededor desde la copa, las ramas del árbol rechinaban bajo su peso. Abajo se extendían los patios vecinos como un cúmulo de coloridas alfombras y techos humeantes. No había rastros de osos polares ni duendes, pero en el patio vecino vio un gato flaco y hambriento tratando inútilmente de cazar una paloma. Jacob Markovich bajó del árbol y nunca más volvió a aquel patio.
Siete años después, en un melindroso café cuya calma había quebrado, observaba Jacob Markovich la copa del árbol entre los senos de la moza. “Tienes razón, Feinberg, no se debe volver al lugar que amamos”. Y ya estaba por proponer que regresaran a la habitación del hospedaje y no salieran hasta el momento del encuentro con las mujeres que debían desposar, que dieran la espalda al presente que destruye el pasado, cuando de pronto sonrió Zeev Feinberg bajo el bigote como quien ha tomado una decisión, se levantó y le propuso ayuda a la moza.
Se llamaba Ingrid y tenía una vida mental muy complicada en la que Zeev Feinberg no se interesaba en absoluto. Iban a pasar juntos toda una tarde con su noche sin que ella mencionara siquiera las poesías que escribía en secreto y cuánto añoraba al padre que la había abandonado cuando tenía sólo seis años. Al mes de conocerla, ella no recordaba su nombre y él no habría reconocido su rostro en caso de encontrarse en la calle (aunque las posibilidades eran mayores si se agachaba en el ángulo desde el que la vio en el café). Su encuentro había sido tan insignificante, que bien pudo no producirse. De hecho, quizás no se produjo.
Sin embargo, alguien fue hondamente sacudido por el encuentro entre Zeev Feinberg e Ingrid, cuyo apellido no se supo. Ese alguien fue Jacob Markovich. Cuando apareció otra porción de torta de crema sobre la mesita, Jacob Markovich salió solo hacia el hospedaje. Ciertamente, también las noches anteriores había vuelto solo al hospedaje, pero esta vez su paso era más pesado. De haber observado alguno de los huéspedes la entrada de Jacob Markovich, seguramente habría pensado “este tipo se comió una buena cena”. Su andar cansino y la mano sobre su vientre lo delataban. Pero el vientre de Jacob Markovich estallaba de soledad y no de comida, y eso le pesaba y lo llevaba a su cuarto. Si hubiera estado en su casa en la colonia, habría salido al patio a alimentar a las palomas. Cuando un ser viviente come de tu mano, no te sientes solo. Pero no quería alimentar a las palomas europeas. Demasiado emperifolladas para su gusto, soberbias, y desde alguna perspectiva evocaban al águila de hierro. De modo que Jacob Markovich se metió en la cama. Hacía frío y se abrigó con el edredón de plumas y con la autocompasión, que descongelan los pies mejor que nada. Una y otra vez rememoraba los senos de la moza agachada, la red de venitas celestes que hubiera recorrido como tocando el arpa. Interpretó varias melodías sobre los senos de la moza hasta que se volvieron en su imaginación un enorme cuaderno pentagramado, como el que tenía su padre y sólo muy de vez en cuando le permitieron ver.
Una vez que se aprendió de memoria los senos de la moza, decidió procurarse otros en los cuales pensar. Primero fueron los de Rajel Mandelbaum y la dueña del hospedaje, pero rápidamente se fastidió de los senos carnales y pasó al maravilloso reino de lo posible. Al día siguiente, sin más dilación, debería enfrentar a veinte jovencitas judías a las que estaban llamados a redimir. Diecinueve mujeres agradecidas en general, y una –a la que desposaría– en particular. Respetando el orden establecido, Jacob Markovich dispuso a las primeras diecinueve en fila y las observó una a una sin dedicarles demasiado tiempo a los rasgos faciales. Pero cuando llegó a la vigésima, no se atrevió a mirarle los senos. Sería sólo en los papeles, en el marco del operativo de salvataje, y sólo mientras durara la travesía, pero, con todo, sería su esposa. Y no corresponde que un hombre ausculte los senos de su mujer sin su permiso, como si fuera una moza agachada en un café. En cambio, estudió largamente su rostro. Era a la vez el artista pintor y el observador entusiasta, dibujando sus rasgos en su imaginación y admirando su belleza.
Todo lo rutinario del rostro de Jacob Markovich, todo lo que impedía que una mirada se posara en él aunque fuera brevemente, se invertía en cuanto al rostro de la muchacha. Y dado que no podemos imaginar aquello que jamás hemos visto, el rostro de su esposa-por-tres-meses era copia fiel de facciones conocidas. Le otorgó la boca de Guila Shatzman, labios carnosos cual higo maduro; la nariz de su madre, pequeña y precisa; las mejillas sonrojadas de Yona, que enloquecían a los toros; y los cabellos de Fania, que le exigían esconder sus manos en el fondo de los bolsillos para evitar acariciarlos. Finalmente quedaban sólo los ojos, que lo mantuvieron intranquilo durante dos horas. Los azules le parecían fríos, los verdes, malignos, y los castaños, muy comunes. Los de Ahuva eran demasiado grandes, los de Fania demasiado pequeños, y los de su madre, imposible quitarles la frustración de su expresión. Cerca del atardecer, entusiasmado con la brillante solución a la que arribó, le dio los ojos de Sonia acercados un milímetro. Cuando por fin se detuvo a observar el rostro completo, sintió que lo recorría de la cabeza a los pies una corriente de calor que nada tenía que ver con las plumas de ganso ni con la autocompasión. Era la esperanza.