Читать книгу Una noche, Markovich - Айелет Гундар-Гошен - Страница 8
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Jacob Markovich no era feo. Eso no significa que fuera apuesto. Las niñitas no estallaban en lágrimas al verlo, pero tampoco se reían de él. Se puede decir que era un digno promedio. Es más, el rostro de Jacob Markovich carecía de toda particularidad. Hasta tal punto que la mirada no lograba detenerse en él y resbalaba hacia otros objetos. Un árbol en la esquina. Un gato en un rincón. Se requería un arduo esfuerzo para seguir vagando por el yermo paraje de su rostro. La gente no está dispuesta a invertir grandes esfuerzos, de modo que raramente lo observaba. Tenía sus ventajas. El oficial de división supo apreciarlas. Recorrió el semblante de Jacob Markovich el tiempo exacto que necesitaba para luego desviar la mirada y decir: “Tú contrabandearás armas. Con esa cara, nadie notará tu presencia”. Y tuvo razón. Jacob Markovich contrabandeó armas, quizás más que cualquier otro miembro de la Organización, y jamás estuvo ni cerca de que lo atraparan. La mirada de los soldados británicos resbalaba sobre su cara como aceite sobre un revólver. Si los camaradas valoraban su valentía, no se enteró. Pocos le dirigían la palabra.
Cuando no contrabandeaba armas, trabajaba la tierra. Al atardecer se sentaba en el patio de la casa y alimentaba las palomas con restos de pan. Rápidamente empezó a reunirse allí una clientela fija que comía de su mano y descansaba en su hombro. Si lo hubieran visto los niños de la colonia habrían estallado en carcajadas, pero nadie cruzaba el cerco de piedras. Por las noches leía a Jabotinsky. Una vez al mes viajaba a Haifa y se acostaba por dinero con alguna mujer. A veces era la misma, a veces una distinta. Él no se detenía en su rostro, y ella tampoco en el de él.
Jacob Markovich tenía un amigo. Zeev Feinberg era, ante todo, un bigote. Antes que sus ojos azules, pobladas cejas y afilados dientes. El bigote de Zeev Feinberg era famoso en toda la región; algunos decían, en todo el país. Cuando uno de los miembros de la Organización volvió de una campaña al sur, contó que “una muchacha rubicunda preguntó si el sultán del bigote todavía estaba con nosotros”. Todos rieron, pero Zeev Feinberg rio más que todos. Y cuando reía, el bigote le temblaba sobre el labio haciendo olas estrepitosas, agitado y dichoso, tal como su portador entre los muslos de alguna muchacha. Obviamente, Zeev Feinberg no era el indicado para contrabandear armas, su bigote lo delataba cual desfile de negros signos de admiración. Había que ser ciego y tonto para no notarlo. Y si bien los británicos eran tontos, habría sido muy optimista suponer que también eran ciegos. Pero, aunque no era lo suficientemente sigiloso para el contrabando de armas, sí lo era para cazar árabes y pasaba muchas noches rondando el poblado.
Contadas fueron las noches que Zeev Feinberg pasó en soledad. Cuando se enteraban de que esa noche le tocaba a él la guardia nocturna, enseguida se reunían algunos amigos. Había quienes querían escuchar las aventuras de su bigote entre muslos femeninos, quienes querían hablar sobre la situación y los malditos alemanes, y otros que sólo querían que los aconsejara sobre la cría del ganado, cómo desmalezar o cómo deshacerse de las muelas de juicio, algunas de las áreas en que se consideraba experto. También venían muchachas. Si bien Zeev Feinberg era un fiel guardián, el dedo siempre en el gatillo, no debemos olvidar que Dios nos ha dado diez dedos, y no en vano. El aroma de los campos después de la lluvia, cierta dosis de peligro –un ruido sordo por allí, un árabe o un jabalí–, a veces los gemidos y jadeos llegaban hasta los muros de las viviendas. Otras veces se le unía Jacob Markovich, llevando bajo el brazo la copia gastada del Jabotinsky ya impregnado de olor a transpiración. Zeev Feinberg lo recibía contento como recibía a todos. Estaba tan acostumbrado a estar entre gente, que no sabría ser asocial ni siquiera si quisiera. Ni a los británicos los odiaba realmente, y cuando mataba a alguna persona, lo hacía sin entusiasmo aunque con suma eficiencia.
La primera vez que conversaron fue cuando Markovich volvía de Haifa, bien avanzada la noche. “Deténgase”, tronó la voz de Feinberg en la oscuridad. “Quién eres y adónde vas”. Jacob Markovich sintió que le temblaban las piernas, pero respondió con voz decidida: “Soy Jacob Markovich. Estuve con una mujer”. La risa de Zeev Feinberg despertó a las gallinas de los gallineros. Cuando se sentaron juntos siguió preguntando, y Jacob Markovich le respondió de buena gana. Le contó lo lindos que eran los pezones de la mujer y consintió en describirle detalladamente su culo y sus piernas sin exigirle a Zeev Feinberg ni una lira a cambio de la información que le había costado la mitad de su ingreso semanal. Finalmente, Zeev Feinberg se inclinó hacia Jacob Markovich y le preguntó: “Dime, ¿cuánta humedad había allí?”. El bigote de Zeev Feinberg hizo cosquillas en la mejilla de Jacob Markovich, pero él no se atrevió a moverse. Jamás nadie lo había mirado durante tanto tiempo. Por fin entendió que no podría demorar más su respuesta y dijo: “¿A qué te refieres?”.
“¿Que a qué me refiero?”, el bigote de Zeev Feinberg le asestó un latigazo a Jacob Markovich y lo hizo retroceder. Sus ojos azules se abrieron de estupor hasta casi tragarse a Jacob Markovich junto con Jabotinsky. “Me refiero a la vagina, compañero. Cuán lubricada estaba la vagina”. Lo explícito de la expresión mareó a Jacob Markovich, y se sentó sobre una de las rocas. Zeev Feinberg se sentó a su lado. “Supongo que no hay discusión acerca de que puede haber distintos niveles de humedad, ¿no es cierto? Hay algunas humeditas y otras mojadas y hay de las otras –ay, ay, ay– donde puedes hundirte como en el Mar Negro. Obviamente, depende de la alimentación de la muchacha y del clima, pero sobre todo del deseo que haya entre el hombre y la mujer”. Después volvió a inquirir cuánta humedad había allí, y Jacob Markovich tuvo que reconocer que no notó nada de humedad.
“¿Nada?”.
“Nada. Seca como los campos a fines de agosto”.
Entonces calló Zeev Feinberg un largo rato antes de decir: “En ese caso, amigo, te recomiendo averiguar si no se acuesta con otros. Seguramente conoces la ley de la preservación del material. El cuerpo humano produce una cantidad limitada de líquidos y me temo, amigo mío, que esa mujer que tienes en Haifa se los gasta con algún otro”. Jacob Markovich suspiró aliviado y declaró que entonces todo estaba claro: la mujer en Haifa le había dicho que era el cuarto de esa noche y, teniendo en cuenta esa regla, es lógico que no encontrara agua allí. Zeev Feinberg estalló en una sonora carcajada, y Jacob Markovich no pudo menos que unírsele. No sabía de qué se reía ni quería saber. Le resultaba tan grato reír junto a ese hombre cuyo bigote llenaba el valle y su risa retumbaba en todo el país. Si había algo de burla en la risa de Zeev Feinberg, se disolvió enseguida, pero la risa persistió un largo rato. Rio y rio hasta que apareció una pequeña mancha en su entrepierna, y cuando se dio cuenta, rio aún más. Desde esa noche, Jacob Markovich y Zeev Feinberg se hicieron amigos.
Dos veces Jacob Markovich le salvó la vida a Zeev Feinberg, las dos en una noche. En una oportunidad, volvía de Haifa apurando el paso hacia el puesto de guardia porque por primera vez había visto dos tetas de diferente tamaño. Todavía le daba vueltas a la frase que le diría a Zeev Feinberg, cuando vio a un joven árabe agachado entre los arbustos encañonando con su rifle a un bulto en movimiento, que, al parecer, no era sino Zeev Feinberg montado sobre alguna mujer. Tienta decir que no dudó. Y sin embargo, hasta esa noche sólo había contrabandeado armas y, sin contar las ratas de campo a las que había desnucado, jamás había matado a ningún ser vivo. Con todo, dominó el temblor de sus piernas, levantó una piedra blanca y lisa y de un solo golpe le partió la cabeza al joven. Un disparo silbó en medio de la oscuridad de la noche violentando el tímpano de Jacob Markovich. Se palpó el cuerpo para cerciorarse de que no estaba herido y comprobó que esta vez había esquivado el revólver de Zeev Feinberg. “Soy yo –gritó–, ¡no dispares!”.
Los balbuceos de agradecimiento de Zeev Feinberg se ahogaron en el chorro de vómito. Jacob Markovich miró al joven echado en el suelo y su estómago desbordó. La sangre del joven brillaba a la luz de la luna y su cerebro al descubierto le provocó náuseas. Los grillos, en cambio, siguieron cantando. En su desesperación, Jacob Markovich cerró los ojos, trancando las puertas de su cerebro ante la visión del joven con los sesos desparramados aferrándose con todas sus fuerzas a las tetas de la mujer de Haifa. Cuando los abrió, tenía frente a él otros pechos, maravillosamente simétricos. Rajel Mandelbaum, medio desnuda, estaba parada temblando junto a Zeev Feinberg. En medio del alboroto olvidó cubrirse y ahí estaba frente a él, con toda su majestuosa humanidad, gimiendo ante el cadáver del árabe. Al mirar los pechos de Rajel Mandelbaum, el miembro de Jacob Markovich se iba irguiendo y endureciendo. Cuanto más se endurecía su miembro, mayor era la debilidad de su cabeza, hasta abandonar por completo la imagen del árabe descerebrado. Lentamente penetró a su mente la conciencia de estar observando las tetas de Rajel Mandelbaum, a pesar de no ser, de ninguna manera, Abraham Mandelbaum. Ante esa certidumbre, Jacob Markovich dejó de mirar a Rajel Mandelbaum y dirigiéndose a Zeev Feinberg dijo: “Abraham te mata”.
Los que sabían, y los que no, disentían en cuanto a la cantidad de muertos a manos de Abraham Mandelbaum. Algunos decían diez, otros, quince. Hubo quienes dijeron que no eran más que exageraciones porque fehacientemente no eran más de cuatro. Por fin acordaron un número tipo, siete. A pesar de que todos suponían que se trataba de árabes, cuando mucho algún británico, nadie estaba en condiciones de asegurarlo. Las moscas lo pensaban dos veces antes de acercarse a Abraham Mandelbaum. Los gatos no se estregaban en sus piernas. Si en el poblado hubiera habido guillotina, habría sido Abraham Mandelbaum el elegido para encargarse de ella. Dado que no había, se vio obligado a conformarse con ser el matarife. Pocos sabían que por las noches, mientras dormía, lloraba en polaco por nostalgia, musitaba frases incomprensibles acerca de un cabrito blanco, una manzana azucarada, la maldad de los niños. Rajel Mandelbaum lo oía, entendía y en silencio abandonaba la cama. También se había bajado del barco en silencio cinco años atrás. Parada en el puerto de Haifa, esperaba que algo pasara. Había usado todo su valor para sobrevivir el viaje a Palestina, y una vez que había arribado, no le restaban fuerzas más que para quedarse parada y esperar. No esperó mucho tiempo. Al cabo de media hora se le acercó Abraham Mandelbaum y se presentó. Le compró una gaseosa en el quiosco y la llevó a su casa. Rajel Mandelbaum fue tras él como un patito recién salido del cascarón, que sigue al primero que ve.
Al cabo de cierto tiempo se preguntaría qué había ido a hacer al puerto el día que ella llegó en el barco. No lo vio cargar ni comprar nada cuando la acompañó todo aquel día. No tenía parientes, razón por la cual Rajel Mandelbaum supuso que no había ido a recibir a nadie. En eso se equivocaba. Desde hacía varias semanas iba al puerto a recibir a los barcos que llegaban. Cuando el hambre es muy grande, basta con la ansiedad de la espera para llenar el vacío del estómago. Abraham Mandelbaum observaba a los que bajaban del barco, caras verdosas, extremidades pálidas, tratando de identificar algún rasgo conocido. Luego se dispersaban, y Abraham Mandelbaum volvía a su casa. El día que vio a Rajel, lo supo de inmediato, pero esperó treinta desesperantes minutos para asegurarse. Nadie vino. Ella no dio un solo paso. Con su vestido verde, le pareció una botella echada al mar que había recalado en la orilla, y él, el náufrago solitario, la recogería y leería su contenido. La llevó a su casa y la hizo su mujer, pero jamás logró descifrar el escrito de la botella.
Rajel Mandelbaum, Cancelfold de origen, se quitó el vestido verde e hizo cortinas. Del vestido de fiesta rojo hizo dos manteles y una funda de almohadón. Cinco meses después de su desembarco casi no quedaban señales de la muchacha de la ciudad. Toda la casa estaba llena de recuerdos de su vida anterior, que se iban destiñendo, descosiendo, hasta parecer que habían estado allí, en Palestina, desde siempre. Las otras mujeres la miraban con una mezcla de admiración y asombro. Por un lado, era bueno ver lo bien que se adaptaba, no como esas mimadas que llegan y piensan que están en una aldea de vacaciones vecina a Zürich. Por otro, con qué indiferencia convertía los modelos más exclusivos en cortinas, salve Dios, la crème de la crème de Viena trocada en paño para limpiarse las manos en la carnicería de su marido. Incluso abandonó el idioma alemán. Desde el instante que pisó el suelo del puerto de Haifa juró hablar sólo en hebreo. Cuando le faltaba alguna palabra, prefería callar, aun si su interlocutor sabía alemán. Cuando los empleados de la Dirigencia vinieron a visitar la colonia, uno de ellos oyó decir que la bella mujer a la entrada de la carnicería también había nacido en Austria. De inmediato se dirigió a ella con un discurso emocionado que obtuvo como respuesta una mirada muda. Rajel se parapetó tras su silencio y el grupo turbado se apresuró a dejar el lugar. Las mujeres, que se habían encariñado con la joven seria, no dudaron en alabar su abnegada entrega al idioma hebreo. El relato de la audaz inmigrante que le dio su merecido al empleado que había flaqueado en el cumplimiento del principio “hebreo, ¡habla hebreo!” cobró alas, y muchos saludaban a Rajel al verla en la calle. Ella respondía con leve acento. Sus verdaderos móviles quedaron ocultos, quizás incluso para ella misma. Con una aguda percepción interna, sabía que si dejaba la más mínima grieta, el duelo por su vida anterior desbordaría y lo inundaría todo. Los vestidos, las veladas, la luz que se quiebra sobre las pulidas baldosas de la vereda, los copos de nieve; todo ello había quedado encerrado bajo llave y cerrojo. Una sola mirada atrás y, a la manera de Eurídice, tropezaría y caería hacia el dulce, tan dulce, infierno europeo.
Durante el día, Rajel Mandelbaum ayudaba a su marido en la carnicería, la sangre la envolvía a modo de perfume. Por las noches, sentada en la cama, tejía bien tupido, que no se le colara en el presente ninguna idea acerca del pasado. Pero una vez al mes dejaba las agujas y salía silenciosamente de la cama. Abraham Mandelbaum suspiraba en polaco adormecido, y Rajel le acariciaba la cabeza con mano hábil y salía. Afuera, Palestina dormía. La tierra respiraba pesadamente, su aliento olía a heno y azahares. Allí la esperaba Zeev Feinberg. Ella cerraba los ojos y él la besaba en el cuello. El bigote lastimaba su piel suave, transparente. Pero Rajel no alejaba su cuello. Al contrario: una y otra vez buscaba el roce del pelo duro. Desde más allá de las plantaciones de cítricos, del heno, del puerto, del mar, le llegaba el recuerdo de un soldado austríaco, de nombre Johann, y el olor a vino a que sabían sus labios cuando la besaba, y la sangre en sus venas cuando la mareaba en un prolongado vals vienés. En momentos como ese, los ojos de Rajel Mandelbaum se humedecían, y así también su vagina.