Читать книгу Una noche, Markovich - Айелет Гундар-Гошен - Страница 9

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La noche que Jacob Markovich le aplastó la cabeza al joven árabe, los ojos de Rajel Mandelbaum no alcanzaron a humedecerse. Un momento antes, Zeev Feinberg le había quitado la blusa y rápidamente se había hundido entre los pechos de la mujer. El soldado austríaco Johann jamás alcanzó a visitarla allí, de modo que el contacto del bigote de Zeev Feinberg entre sus pechos no despertó en ella ningún sentimiento fuera de, quizás, un leve escozor. Rajel Mandelbaum se preguntaba si correspondía desviar la cabeza de Zeev Feinberg a su cuello, pero antes de arribar a decisión alguna se oyó el espeluznante ruido de un cráneo aplastado. Rajel conocía muy bien ese ruido. A pesar de su infrecuencia, una vez que el oído lo capta no se confunde con nada. Una clara noche de Viena, cuando caminaba desde su casa hacia el café de la plaza, Rajel Mandelbaum vio a tres jóvenes empujando a un anciano judío. Lo arrojaban de uno a otro como una pelota, y Rajel quedó atónita al descubrir en las expresiones de sus caras esa ingenuidad y ese placer tan característicos de los juegos infantiles. Entonces uno de ellos empujó torpemente al anciano, de modo que el anciano tropezó y cayó sobre la vereda. Su cabeza dio contra la piedra del borde. El anciano ya no era un juego sino un juguete roto, una pelota desinflada. Los muchachos lo miraron azorados. Al cabo de unos segundos, uno de ellos tragó saliva y dijo: “Vengan. Vamos a buscar otro”. Ellos siguieron su camino, y ella, el suyo. Una semana después abordó el barco. De noche, cuando su vientre amenazaba estallar de náuseas y de añoranzas, se acordaba del ruido del cráneo al partirse.

Cuando Jacob Markovich le dijo a Zeev Feinberg “Abraham te mata”, Rajel Mandelbaum entendió que estaba semidesnuda frente a Jacob Markovich. Una rápida mirada le alcanzó para ver que Jacob Markovich no tenía ni sombra de bigote, de modo que no le encontró justificación alguna. Se cubrió rápidamente, preocupada porque ahora ya eran tres los hombres del poblado que conocían el lunar sobre su seno derecho. De haber comprendido el ánimo de Jacob Markovich en ese momento, quizás no se habría preocupado. Comparadas con las tetas desiguales de la mujer de Haifa, las de Rajel Mandelbaum eran una obra de arte, y Jacob Markovich decidió que eran dignas de la ofrenda del árabe cercenado. Con todo, pensó, un muerto es suficiente y no es necesario sumarle a Zeev Feinberg, que por fin había dejado de agradecerle y ahora maldecía en ruso de marineros. “Idiota, imbécil, maldita sea la perra que te parió”. Al principio Jacob Markovich pensó que Zeev Feinberg le hablaba al árabe, pero cuando empezó a mesarse el bigote con su osuna mano, entendió que se maldecía a sí mismo. “Treinta tipos se presentarán aquí dentro de tres minutos, y con eso no bastará para salvarme de las manos de Abraham Mandelbaum. Ajjjjjjj, cerdo gozador, hoy te pasan a cuchillo”. Zeev Feinberg volvió a mesarse el bigote, y Jacob Markovich sintió que estaba presenciando el fin del milagro universal, como si estuviera viendo el incendio de la Biblioteca de Alejandría. “Déjate el bigote”, rugió asustándose de su propia voz, “lo enfrentaremos juntos”.

Por fin, Zeev Feinberg se dejó el bigote para alivio de Jacob Markovich y de Rajel Mandelbaum. El terror de su cara se transformó en un gesto que desde alguna perspectiva se asemejaba al desprecio. Era una cabeza más alto que Jacob Markovich y el doble de ancho. Los setenta y ocho kilos de Jacob Markovich no decidirían la batalla, que de hecho había terminado antes de empezar. Jacob Markovich detectó la mirada y se le contrajo el corazón. Desde lejos se oían las voces de los hombres a quienes el disparo despertó de su sueño. Seguramente encabezados por Abraham Mandelbaum.

“Corre”, rugió Jacob Markovich. Zeev Feinberg no se movió. “Diré que volvía de Haifa y vi al árabe atacar a Rajel. Tú estabas revisando las parcelas del norte, oíste gritos y disparaste al aire. Ahora vete, ¡vete!”. Bajo el bigote de Zeev Feinberg sus labios se separaron sorprendidos. No le llevó mucho tiempo saltar sobre su caballo y salir al galope. Rajel Mandelbaum miró a Jacob Markovich como si lo viera por primera vez. Se le ocurrían sólo palabras elevadas en alemán, pero como no sabía su equivalente en hebreo, calló. Y quizás fue lo mejor. No era por ella que Jacob Markovich se arriesgaba tanto. Sus pechos eran redondos y bellos, pero el bigote de Zeev Feinberg era único. Era el único bigote que se izaba a la llegada de Jacob Markovich saludándolo con una sonrisa.

Los hombres rodearon a Jacob Markovich en un semicírculo. Jamás se habían detenido en él tantas miradas a la vez. Repitió el cuento mirando de tanto en tanto a Rajel pidiendo su confirmación. Sus asentimientos le parecieron demasiado efusivos y temió que lo perjudicaran. Nadie grita en la calle que dos y dos son cuatro, basta con decirlo tranquilamente, pero la cabeza de Rajel se movía de arriba abajo con ímpetu casi religioso. También Abraham Mandelbaum lo notó. El rubor de las mejillas de su mujer le pareció demasiado subido de tono, y si bien le costaba distinguir entre el rosado de mejillas enardecidas por el engaño y el rosado de mejillas enardecidas de placer, sus labios estaban demasiado hinchados, como durante el coito. Cuando finalmente llegó Zeev Feinberg montado a caballo, se arrugó el entrecejo de Abraham Mandelbaum como dos cabras negras que se apretujan una junto a la otra en el frío de la noche. “Demoraste”, hizo notar el secretario. “Rodeé las parcelas para cerciorarme de que no había más”. El público asintió a coro y por fin se permitió Jacob Markovich ordenar su respiración. “Y a ti, ¿cómo se te ocurrió salir a esta hora?”. Rajel Mandelbaum dijo mirando al suelo: “No me podía dormir”. La luna volvió a asomar entre las nubes iluminando a Rajel Mandelbaum como un reflector sobre el escenario. Se veía tan frágil, con sus ojos bajos y su blusa desgarrada, que no había un solo hombre que no quisiera rodearla con sus brazos y defenderla en su cama, y de no haber sido por Abraham Mandelbaum, lo habrían hecho. Sólo Abraham Mandelbaum no miraba a su mujer, los ojos clavados en la bragueta del pantalón de Zeev Feinberg, abierta como una boca clamando al cielo. Zeev Feinberg se secó una lágrima de pena por el dolor de Rajel Mandelbaum, percibió la mirada de Abraham Mandelbaum y se apresuró a cerrar el pantalón. “No me resulta agradable contarlo, pero cuando oí el disparo estaba por mear por sexta vez esta noche. Así son las cosas, cuando no hay con quién hablar uno ocupa la boca con bebida. Noches enteras las paso así, bebo y meo, bebo y meo”. Los hombres se echaron a reír, Rajel Mandelbaum sonrió discretamente. Abraham Mandelbaum guardó silencio.

Un día después, alrededor de las siete y media de la tarde, se oyeron fuertes golpes a la puerta de Jacob Markovich. Era Zeev Feinberg. “Empaca rápido. Lo descubrió”. Camino a Tel Aviv, cuando el traqueteo del tren ensordecía los ruidos del estómago de Jacob Markovich (desayunar en su casa no pareció verosímil), Zeev Feinberg le contó lo sucedido. “Esta mañana, llegó Abraham Mandelbaum a su casa decidido a acostarse con su mujer. Levantó la sábana y descubrió un horrible sarpullido en su pecho. Era una reacción alérgica al roce del bigote en su fina piel. Ay, ay, ay, qué hermosa piel. Leche pura. Salvo el lunar. ¿Viste el lunar?”. Jacob Markovich dijo que no se había percatado del lunar, pero que estaba contento de saber cómo se había salvado Zeev Feinberg del cuchillo del matarife. “Justamente de eso se trata, no decidió qué cuchillo tomar. Cinco minutos le llevó elegir la herramienta adecuada, tiempo suficiente para que Rajel corriera a lo de mi Sonia y le dijera que nos previniera. Sólo que Sonia, a diferencia de Abraham Mandelbaum, es mucho menos selectiva”. Zeev Feinberg se levantó la camisa y le mostró a Jacob Markovich cinco largos rasguños sangrantes. “Por mi vida, esa mujer tiene la fuerza de diez hombres”. Jacob Markovich asintió admirado. Zeev Feinberg empezó a comparar a Sonia con una serie de mamíferos, desde un lobo hasta una hiena, pero Jacob Markovich no podía quitar la vista de las cinco grietas sangrantes abiertas en el pecho de Zeev Feinberg. Y dijo con evidente envidia: “Que una mujer sienta tanto por ti, no pensé que era posible”. En ese momento, Zeev Feinberg dejó de hablar de la perra salvaje que parió a Sonia y asintió. “Tiene un corazón del tamaño de una paloma, y una vagina de aguas dulces”. Entonces empezó a describir detalladamente la vagina de Sonia, su dulzura, su color rosado, la cálida y alegre humedad con que lo recibe. “Y para que lo sepas, quizás no tiene tetas como las de Rajel, pero te hará reír hasta que los huevos se te enrosquen uno con el otro”. Y se puso a reír tan fuerte que el tren aceleró su marcha, y finalmente suspiró: “Cuando volvamos me caso con ella. De verdad”.

La mirada de Zeev Feinberg estaba llena de buenas intenciones, y Jacob Markovich casi le creyó. Entonces bajó la mirada de sus ojos al bigote y recordó cómo se le encrespaba al ver con el rabillo del ojo una mujer sonriente, vibrando como el sensitivo bigote de un gato cuando se acerca un ratón. Y recordó también al gato que esperaba las dádivas de Rajel Mandelbaum a la entrada de la carnicería, cebado y regordete, que al ver un pájaro herido se ensañó con él, no para cazarlo, sino por costumbre. Zeev Feinberg era un auténtico revolucionario. Un comunista hecho y derecho. Repartía su amor en partes iguales sin preferir una a la otra. “Me casaré con ella”, repitió palmeándose el muslo como anunciando que el negocio estaba cerrado, “esta vez me caso con ella”.

Cuando el tren entraba a Tel Aviv, Zeev Feinberg describía el menú de la boda. Ya habían servido el pescado, arenque con pan trenzado dulce y fetas de carne asada. Jacob Markovich comía con las orejas, pero al parecer la comida se iba al estómago de otro. El suyo estaba vacío hacía muchas horas. Finalmente se atrevió a preguntarle a Zeev Feinberg adónde iban y si habría comida allí. “Vamos a encontrarnos con Froike –dijo Zeev Feinberg–, y hasta donde yo sé, no saldrás de allí con hambre”. Jacob Markovich quedó de una pieza.

“¿Te refieres al vicepresidente de la Organización?”.

“El mismo que viste y calza”.

“¿De dónde lo conoces?”.

El oficial de división de Jacob Markovich hablaba del vicepresidente con sagrada devoción. Jacob Markovich ni soñaba con estar en presencia de ese hombre, que hasta donde él sabía estaría dispuesto a tragarse una granada y sacarla por el ano si con eso contribuía a salvar a la patria. “Somos hermanos de barco”, espetó Zeev Feinberg y siguió caminando.

Pero obviamente había algo más. Otras cuatrocientas personas llegaron en ese barco, pero nadie estableció un vínculo como el de Zeev Feinberg y el que más tarde sería el vicepresidente de la Organización. Compartían el amor por las mujeres, chistes y partidas de ajedrez, que si bien es algo que muchos otros comparten, nunca con tanta pasión. Dado que el barco era pequeño, unas cincuenta mujeres solteras, alrededor de una treintena de buenos chistes y un tablero de ajedrez, optaron por dejar de lado la tradición europea de propiedad y compartir todo equitativamente. Sólo en un aspecto se mantuvieron celosos como antes: la victoria. Cuando el barco ancló, estaban los dos sumidos en un tormentoso partido de ajedrez. Cuando Zeev Feinberg oyó el llamado del capitán, dejó el peón en la mesa y se levantó. El futuro vicepresidente le clavó una mirada punzante. Desde que había salido de Europa, ninguna navaja había tocado su mentón y ahora se parecía al estudioso observante de otrora, pero su mirada decía que ya había probado el pecado y no se había saciado. “Quien empieza a cumplir un precepto debe concluirlo”, retó a Zeev Feinberg. “Hemos esperado dos mil años, esperaremos quince minutos más”. Mientras a su alrededor se oía la algarabía de los botes echados al agua, los hombres seguían jugando. Ninguno miraba su reloj. Tantas bocas dulces habían probado ambos, que ninguno tenía apuro por lamer con su lengua el polvo de la Tierra Prometida. Al cabo de veinte minutos, irrumpió el capitán en el camarote. “¡Si los agarran los británicos podrán jugar ajedrez toda la travesía de regreso a Europa!”. El futuro vicepresidente de la Organización pareció evaluar la posibilidad. Finalmente cedió. “Espero que seas capaz de nadar con una mano, Feinberg, porque con la otra llevarás tus piezas”. Con mochilas llenas a reventar en sus espaldas y las piezas de juego en sus manos, apuraron el paso para llegar a cubierta. Cada uno tenía las suyas memorizando su ubicación en el tablero. Entonces se dirigió a ellos el capitán y les ordenó que ayudaran a una mujer embarazada con sus dos pequeñas hijas. Casi se niegan. Por fin se decidió: entre la mochila, las inmigrantes ilegales y el ajedrez pendiente, sacrificarían la mochila. Zeev Feinberg tomó a la mujer embarazada y las piezas negras. El futuro vicepresidente de la Organización se manejó valientemente con las niñitas sollozantes y las piezas blancas para que ninguna se le perdiera entre las olas. Cuando llegaron a la orilla, se despidieron de la agradecida mujer, soplaron un beso formal sobre la ajada mejilla de la Tierra Santa y se espantaron al reconocer que habían olvidado la posición en el tablero. Pasaron toda la noche sentados en calzoncillos mojados y a pecho descubierto discutiendo la ubicación correcta. Cuando llegaron los británicos por la mañana, les pareció que esos dos estaban ahí desde siempre. Por fin, se fueron a recorrer el país, cada uno en sus calzoncillos. Zeev Feinberg se dirigió hacia el norte; el futuro vicepresidente a Tel Aviv, donde se convirtió en el actual vicepresidente de la Organización. En uno de sus encuentros, cuando Zeev Feinberg preguntara cómo puede alguien, que casi abandona a su suerte a una inmigrante embarazada por un alfil, coordinar el operativo de inmigración ilegal sionista, su amigo respondió que todo lo que había hecho era cambiar una obsesión por otra. “Acá también hay peones negros y blancos. Y acá tampoco me gusta perder”.

Jacob Markovich y Zeev Feinberg estaban sentados ante el escritorio del vicepresidente de la Organización. El primero, compungido y avergonzado, como si su cuerpo se hubiera reabsorbido. El segundo, despreocupado, con las piernas estiradas, los miembros laxos. A pesar de que su mirada volvía una y otra vez a estar pendiente del vicepresidente de la Organización, no pudo dejar de notar la diferencia abismal entre su postura y la de Zeev Feinberg. Jacob Markovich pensó: hay gente que anda por el mundo como si hubiera llegado a él por error, como si a cada instante pudiera alguien ponerles una mano en el hombro y gritar a sus oídos: “¿Qué es esto? ¿Quién le ha dado permiso para entrar? Por favor, rápido, afuera”. Y hay quienes ni siquiera caminan por este mundo. Al contrario, flotan en él, parten las aguas a su paso, como barco seguro de su rumbo. No era envidia lo que sentía Jacob Markovich en ese momento. Era algo más complejo. Jacob Markovich estaba sentado en la habitación del vicepresidente de la Organización, mirando las piernas extendidas de Zeev Feinberg; turbado por las suyas recogidas, se preguntaba en cuántas otras habitaciones había estado sentado así y si alguna vez lograría extenderlas libremente sin estar solo. Ese pensamiento lo llevó a erguirse de improviso, tenderle la mano al vicepresidente de la Organización, que hasta ese momento no le había dirigido la palabra, y decir: “Jacob Markovich, para servirle”.

Por el silencio que se hizo, comprendió su error. Quizás estaban ambos comprometidos en una conversación crucial: un atrevido programa de defensa de la Tierra Santa, una complicada postura de relación sexual, una movida de ajedrez digna de repetir; la declaración de Jacob Markovich nada tenía que ver. El vicepresidente de la Organización midió a Jacob Markovich con su mirada, como el médico de la colonia al observar un análisis de materia fecal, y volvió a su conversación con Zeev Feinberg. “Entonces ¿de qué tamaño es el lunar?”. El vicepresidente era famoso por su afición a los lunares. Sus rivales sostenían que los prefería antes que al cuerpo entero de la mujer. Cuando Zeev Feinberg le contó el affaire que empezaba con las tetas de Rajel Mandelbaum y terminaba con el cuchillo de Abraham Mandelbaum, el vicepresidente le restó importancia al cuchillo –como si de eso tuviera suficiente– y se centró en las tetas. A Zeev Feinberg no le importó. Al contrario, valoraba a su amigo por saber separar la paja del heno, y volvió alegremente a las tetas de Rajel Mandelbaum. Pero sucedió algo raro: cuanto más ensalzaba los redondos pechos de Rajel, más se le aparecían los de Sonia en su lugar. Y a pesar de que los de Rajel eran más bellos –redondos y dulces y tan tan firmes–, los de Sonia lo llenaban de júbilo y no quería desecharlos. Así resultó que le describía al vicepresidente las tetas de Rajel mientras él se deleitaba con las de Sonia, hasta que de pronto se asustó al pensar que podía llegar a confundirse y describirle las de Sonia en vez de las de Rajel, y no quería.

Zeev Feinberg dejó de hablar. Por primera vez desde que conociera al vicepresidente de la Organización en la cubierta del barco, sintió que poseía algo que no tenía intenciones de compartir. También Jacob Markovich callaba. Todavía se maldecía por su inoportuna intervención. A pesar de lo atormentado que estaba, percibió el cambio en Zeev Feinberg: hasta entonces, reproducía conquistas como quien rumia pasto, degustando otra vez la cena del día anterior. Pero esta vez, cuando hablaba, había en su mirada verdadera nostalgia: no era un hombre satisfecho alabando su comida, sino un hombre hambriento, enloquecido por las añoranzas. Zeev Feinberg se veía más radiante rememorando supuestamente las tetas de Rajel Mandelbaum que la alegría que le producían estando con ella. Considerando la desventura de sus palabras previas, Jacob Markovich tuvo que hacer acopio de toda su valentía para abrir la boca y decir: “Todavía volverás a Sonia”. Zeev Feinberg lo miró atónito. Después sonrió. Aun si se asombró primero de la claridad con que Jacob Markovich leyó sus pensamientos más recónditos, enseguida se alivió al comprobar que su amigo podía leer los misterios de su corazón, los jeroglíficos que hacía tiempo había perdido la esperanza de que alguien que no fuera él pudiera descifrar.

En un primer momento, el vicepresidente se equivocó al pensar que se trataba de un súbito malestar estomacal. Sólo más tarde entendió que el agudo pinchazo que había sentido en el estómago no era sino celos. Porque había algo allí, entre los dos hombres sentados frente a él, algo de lo que él quedaba afuera. Y a pesar de que Jacob Markovich no era más que un gusano –seguramente Zeev Feinberg lo sabía, ¿cómo es posible que no?–, ese gusano había tejido una filigrana de seda y envuelto en ella a su amigo, dejándolo a él afuera.

A pesar de que no era amante de los dolores, y menos de estómago, el vicepresidente de la Organización se alegró con el dolor que le ocasionara la envidia, como quien encuentra algo perdido. Hacía ya muchos años no lo sentía. Ciertamente, por la función que cumplía, era experto en todos los dolores que alguien puede ocasionarle a su prójimo: un certero golpe al diafragma, un puñetazo que parte la nariz, una uña arrancada y un corte decididamente desagradable al lado del miembro viril, pero casi había olvidado todos los demás dolores. Los dolores de la plenitud. Sólo quien se llena de algo que no es él mismo puede doler su falta. Cuando abandonó la Casa de Estudios en Polonia y se fue a la gran ciudad, casi lo mataron los dolores de la plenitud. Caminaba en la calle principal y todo estaba libre de Dios. Limpio de Dios. Infestado de profano. Un pedazo de pan no era más que un pedazo de pan. En un vaso de vino no había ni una gota de Providencia Divina. El mundo se le presentaba tal cual era, desnudo de ángeles, temblando de frío sin promesa alguna de un mundo por venir con que protegerse. La primera noche en la gran ciudad, el vicepresidente de la Organización extrañó a Dios con toda su alma; en la cabeza aporreaban tambores de fiestas paganas. En su habitación del hospedaje, se afeitó la barba en la oscuridad de la noche. No veía nada. La sangre de los tajos que se hizo se le pegaba al pelo que caía al suelo en guedejas. Debía esperar a la mañana, pero sabía que si esperaba, las añoranzas empujarían a sus pies de regreso, directamente a la plegaria matinal. Por eso, una vez afeitada la barba, pasó a la cabeza con mano temblorosa, manos de Dalila, y después las cejas y el vello del cuerpo. Al alba, se vio desnudo frente al vacío.

Pasaron los años. El cabello le había vuelto a crecer, y su corazón se había fortalecido. Sentado en su habitación frente a dos hombres, inconscientemente jugaba con un mechón de pelo hirsuto. Cuando lo notó, dejó de hacerlo. Un movimiento tan suave, tan sentimental, no es lo adecuado para el vicepresidente de la Organización. Para corregir ese gesto involuntario, eligió un movimiento eminentemente varonil, característico de vicepresidentes de cualquier organización, y golpeó con fuerza sobre su escritorio. Zeev Feinberg y Jacob Markovich lo miraron, el primero con curiosidad, el segundo con sagrada devoción. Dado que había golpeado sobre su escritorio sin razón, se vio obligado a pensar rápidamente qué decir. “Ajá, parece ser que están ustedes en un verdadero problema”. Jacob Markovich y Zeev Feinberg asintieron. El vicepresidente de la Organización tenía la inusual habilidad de decir cosas obvias como si fueran recién elaboradas.

“El tal Mandelbaum, ¿llegaría hasta Tel Aviv?”.

“¿Hasta Tel Aviv?”, tronó la voz de Zeev Feinberg. “¡Nos perseguirá hasta el Mar Rojo si es necesario!”. El vicepresidente de la Organización y Zeev Feinberg echaron a reír. Jacob Markovich suspiró levemente.

“Sácame de esta, Froike, aprecio demasiado lo que tengo entre las piernas como para exponerlo al cuchillo del matarife”, dijo Zeev Feinberg.

“Claro que te saco de esta, Feinberg. Para qué están los amigos si no para salvarse los huevos uno a otro. Sin embargo, con respecto a este amigo tuyo aquí no estoy tan seguro, no me parece que los use mucho”. El vicepresidente de la Organización estalló en una carcajada. Zeev Feinberg se le unió en lo que el vicepresidente estimó como un acuerdo entusiasta y Jacob Markovich definió como un gesto de buenos modales. Cuando terminaron de tratar el uso limitado que Jacob Markovich hacía de sus testículos, el vicepresidente de la Organización se puso serio y se les acercó por sobre el escritorio:

“Feinberg, te mando a Europa”.

La cara de Zeev Feinberg adoptó una expresión que, de haber aparecido en la de otro, se llamaría confusión. Pero Zeev Feinberg, ciento veinte kilos de musculatura y valor, sin incluir el bigote, no era hombre de confundirse. La confusión le resbaló de la cara rápidamente, sin encontrar de dónde asirse. Se deslizó de los ojos azules, de la boca que sonreía como antes y de las cejas espesas. Sólo en el bigote encontró una grieta donde establecerse para quedar colgada de la punta derecha, que al oír la palabra “Europa” se le erizó de forma muy particular.

“Por Dios, Froike, si es otro de tus ardides de arenque, te arranco la lengua”. El vicepresidente de la Organización y Zeev Feinberg se echaron a reír de forma cómplice. Jacob Markovich intentó completar en su imaginación lo que se perdía, y es de suponer que el cuento que tejió era mucho más impresionante que el que efectivamente se daba en la realidad.

“No, Feinberg, te lo ruego, no más arenque”. El vicepresidente de la Organización enjugó la lágrima de la risa en la comisura de su ojo, refutando de paso el mito según el cual los vicepresidentes no lloran. “El cuento es así: Europa ha cerrado las puertas, eso ya lo sabes, y aquí tampoco están realmente abiertas. Pero hemos detectado una grieta: el matrimonio. Una judía de Polonia o de Alemania que contrae enlace con un joven de Palestina puede salir de Europa sin problemas. Un judío de Palestina que vuelve con su novia de Europa puede ingresar al país sin discusión. Durante los últimos meses hemos reclutado jóvenes para que viajen a Europa y se casen allí. Cuando llegan aquí, se divorcian y listo. Queda otra inmigrante en Tierra Santa, otro joven sonrojado por un beso de agradecimiento; y quién sabe, quizás más que eso. Yo personalmente estoy dispuesto a apostar que dos de esas parejas seguirán casadas. La travesía en barco suele acercar corazones, ya lo sabes, y no todos superan el aburrimiento del viaje con ayuda del ajedrez. De modo que, mis bendiciones, Feinberg, estás por contraer enlace”.

Mientras hablaba el vicepresidente de la Organización, la confusión inició un nuevo ataque al bigote de Zeev Feinberg. Al oír la última frase, no se limitó a la punta derecha del bigote, se extendió a lo largo de todo el monumento erizando muchas decenas de pelos en diferentes direcciones, otorgándole a Zeev Feinberg el aspecto de una escoba fuera de control.

“¿Casarme?”. Jacob Markovich podía jurar que había oído temblar la voz de Zeev Feinberg. “¿No hay otra manera?”.

“Sólo en los papeles, Feinberg, sólo en los papeles. Aunque yo en tu lugar imprimiría también en ese papel mi firma”. Zeev Feinberg ignoró la insinuación del vicepresidente de la Organización. Finalmente había decidido entregarse sólo a Sonia –a una sola, ¡Dios!–, y de pronto el diablo se viste de vicepresidente de la Organización y viene a ponerle palos en las ruedas. Once días dura la travesía entre Europa y Palestina. Ningún hombre resiste la tentación. Y a pesar de que sabía que la vagina de las muchachas europeas es tan seca como la estepa siberiana, que aunque la llenes de agua será fría como la del Rin, era consciente de que si se hundía en esa agua de nieve, se presentaría luego ante Sonia temblando de frío y de culpa. ¡Oh! Sonia, diosa de ámbar de Palestina. Si bien antes también ella había sido un iceberg europeo, el Mediterráneo le temperó la médula e impregnó su piel con aromas de azahar (la precisión histórica obliga a consignar que la piel de Sonia distaba mucho del tono ámbar y que jamás logró tostar su piel porque saltaba directamente del blanco leche al rojo enfermizo, pero Zeev Feinberg no lo advirtió).

“Froike, búscate a otro, yo no viajo”. El vicepresidente de la Organización miró anonadado a Zeev Feinberg, que se apuró a hablar antes de arrepentirse. “Es una propuesta tentadora, y también salvadora, sin duda. Pero prefiero quedarme aquí. Seguramente tienes algún arsenal bien escondido, un camello para ocultarse en su panza y contrabandear pólvora, una aldea de campesinos en las montañas de Jerusalén, de la que hay que alejar a sus habitantes y hacer guardia sobre sus ruinas. A eso voy. Mandelbaum no me encontrará”.

“Nos encontrará”, dijo Jacob Markovich con los ojos bajos. Una noche, cuando no podía conciliar el sueño, su salario no alcanzaba para una mujer en Haifa y los escritos de Jabotinsky no saciaban su soledad, salió a caminar alrededor de la colonia. En el camino de regreso, sus piernas lo llevaron a pasar por la casa del matarife. Por la ventana vio a Rajel Mandelbaum en el salón, remendando una blusa, sacando el polvo de un almohadón bordado, bebiendo té con la mirada perdida en el vacío. Rajel Mandelbaum deambulaba por la casa, pero su sombra bailoteaba en el patio. Cuando andaba en el salón, su sombra se movía en los canteros de la entrada. Cuando sacudía el almohadón para sacarle el polvo, la sombra golpeaba sobre las paredes de la casa. Cuando bebía el té, la sombra quedaba detenida estirada hasta la mitad del sendero. Después de un rato, Jacob Markovich notó que no estaba solo. En la valla de piedra de la entrada al patio estaba sentado Abraham Mandelbaum mirando hacia su casa, cuidando la sombra de su mujer. Como si el matarife temiera que la sombra hiciese lo que su dueña no se atrevió: levantarse y huir corriendo en dirección al puerto de Haifa para subir a un barco que zarpe a Europa. Cuando Jacob Markovich rememoró la cara del matarife mirando cómo el viento hacía bailar la sombra de Rajel sobre los canteros de flores, supo que los encontraría. “Ni un arsenal oculto, ni un escondite en el vientre de un camello, ni ascender a las montañas de Jerusalén. Nos iremos a Europa, juntos. Y en cuanto a mujeres, no te preocupes: yo te cuidaré de ti mismo”.

Una noche, Markovich

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