Читать книгу Una noche, Markovich - Айелет Гундар-Гошен - Страница 13

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Cuando por las noches Jacob Markovich trataba de detener el barco con la fuerza de su pensamiento, no se le ocurrió que tenía un socio. Durante el día, el vicepresidente de la Organización cumplía con sus deberes como corresponde. Dispuso envíos de armas, resolvió cuestiones en la cúpula de la comandancia y fue objeto de admiración para todo combatiente. Pero por las noches, acostado en su cama, rezaba a las corrientes marinas para que detuvieran un poco el regreso de Zeev Feinberg. Dado que era un hombre racional, sabía que la salvación no vendría de parte de las corrientes marinas, motivo por el cual sus esperanzas estaban puestas en el factor humano. Veinte mujeres europeas en un barco; imposible que no hubiera una que conquistara el corazón de Zeev Feinberg. Entonces, cuando volviera con otra en los brazos, quizás por fin Sonia dejaría de maldecir a Zeev Feinberg, dado que lo opuesto al amor no es el odio y las maldiciones sino la serena indiferencia. Pero en verdad el vicepresidente de la Organización sabía íntimamente que no era así: Feinberg no encontraría otra mujer. ¿Cómo es posible? Tampoco él, a pesar de que había buscado mucho, día tras día, alguien que suplantara un enamoramiento tan tozudo, volvía a golpear a la puerta de Sonia.

Tres días antes de la fecha programada para el regreso del barco, mientras el cabello de Sonia estaba extendido sobre su vientre a modo de abanico, le preguntó qué haría cuando Feinberg regresara.

“Creo que lo abofetearé como se merece”.

“Quizás no lo amerite, Sonia. Quizás no hay, como quien dice, no hay mal que por bien no venga. Estamos juntos”.

Sonia levantó la cabeza. El sitio calentado por el terciopelo de su cabello recibió un golpe de aire frío. Ella miró asombrada al vicepresidente de la Organización. Un hombre apuesto, de buen corazón y valiente, exactamente como Zeev Feinberg. Llegará el día en que ambos se conviertan en calles que desemboquen a un mismo bullicioso y transitado cruce. ¿Por qué quedarse con uno y no con el otro? Pero precisamente por eso debía perseverar en su decisión. De lo contrario, pasaría toda su vida yendo de un hombre apuesto de buen corazón y valiente a otro hombre apuesto de buen corazón y valiente, como quien visita muchos paisajes sin quedarse en ninguno el tiempo suficiente como para dar flor. Sonia volvió a recostarse sobre el colchón. Su cuerpo tan común despertaba en el vicepresidente sentimientos muy poco comunes. Quiso engarzar rimas a su vientre y orlar palabras a sus mejillas, pero debido a que era más soldado que poeta, se encontró declarando que mataría a quien osara levantar la mano contra ella. Se revolcó en su carne hasta que salió el sol y Sonia, después de darle comida para el camino, abrió la puerta y dijo: “Ahora vete. No vuelvas. Y no le digas una sola palabra”. Entonces lo besó por última vez y susurró “Efraim”, y el vicepresidente de la Organización cesó por un instante de ser el vicepresidente de la Organización para volver a ser Efraim, por última vez en su vida.

Tres días después, el barco hacía su ingreso al puerto de Jaffa. La gente aplaudía y las mujeres en la cubierta enjugaban el sudor de su frente. Hacía calor ahí. Mucho calor. Los cremosos senos de Fruma Grinberg caían bajo su propio peso en grandes gotas de sudor. El bigote de Yafa Feinberg brillaba a la luz del sol. El único consuelo de las mujeres fue descubrir que una diosa del Olimpo como Zeigerman también tenía glándulas sudoríparas en sus axilas. Su alegría fue prematura: las dos manchas redondas bajo las mangas de su vestido sólo dejaron en claro a los hombres que efectivamente era humana, no un espejismo, de modo que ahora se esforzaban por trabar relaciones con ella que se prolongaran después de finalizado el viaje. Así fue que Bella Zeigerman bajó del barco con unos diez hombres peleando por cargar sus maletas, mientras sus esposas legales se doblaban bajo el peso de las propias. El vicepresidente de la Organización, pálido y encorvado, estaba parado en la plataforma saludando a cada uno. Su mano se sentía fuerte como siempre pero el aspecto de su cara asustó a los guerreros y se corrió la voz de que había sido herido en una misteriosa acción varias noches antes. El cuento de la bala, por menos lógico que pareciera, lo era mucho más que toda duda que pretendiera relacionarlo con penas de amor. De modo que el rumor de la valentía del comandante herido que fue a recibir a su gente se convirtió en hecho indiscutible, prestigiando consecuentemente su posición de vicepresidente de la Organización y clavando el último clavo en el ataúd de quien alguna vez fuera Efraim Hendel.

El último en bajar del barco fue Jacob Markovich. Los últimos días de la travesía no había abandonado su camarote y todos decían que sufría una versión aguda del mal de mar. Pero cuando el vicepresidente de la Organización estrechó su mano, supo que no se trataba de mal de mar, así como Jacob Markovich supo que no hubo tal bala ni refriega en que interviniera el vicepresidente de la Organización. Se miraron recíprocamente y fue como si cada uno de ellos viera su reflejo en el espejo, y sin haber intercambiado una sola palabra, cada uno supo lo que debía saber.

Cuando Mijael Katz empezó su discurso florido, el vicepresidente de la Organización se dio cuenta de que no había visto a Feinberg. Lo buscó con la mirada entre los muchachos. Ahí estaban Grinberg y Moskowicz, Gotlieb intercambiaba guiños cargados de significado con Braverman, y Markovich estaba parado al borde de la plataforma con cara acongojada. Pero de Feinberg, ni la sombra. A pesar de que no quería interrumpir el discurso de Katz, que se notaba había sido pulido y mejorado cada día de la travesía, no pudo aguantar. Katz hablaba de la patria que tiende sus manos abiertas a los recién llegados, cuando el vicepresidente de la Organización lo interrumpió y preguntó: “¿Y dónde está Feinberg?”.

Katz se vio realmente contrariado por la interrupción, pero logró recomponerse cuando comprendió quién hablaba. “Saltó del barco cuando estábamos llegando. Nos obligó a dirigirnos al sitio que le quedaba cómodo y se tiró al agua para llegar nadando a la orilla”.

En realidad no había sido tan sencillo. Si bien Zeev Feinberg era un hombre robusto, los días de la travesía habían minado sus fuerzas y ya hacía mucho que había nadado entre las olas, con una inmigrante en una mano y piezas de ajedrez en la otra. Cuando saltó al agua, hubo hurras por parte de los hombres y asombro en las mujeres inclinadas sobre la baranda de cubierta que insuflaron aliento a su cuerpo. Pero una vez que el barco desapareció de su vista, quedó solo frente al mar a una distancia de cinco kilómetros antes de llegar a Sonia. Él no sabía que ella lo esperaba en la orilla, y sin embargo una fuerza ignota lo obligó a abandonar el barco antes de llegar al puerto, en el punto justo –abrigaba la esperanza– frente al sendero que llevaba a la colonia. La idea se le había ocurrido varios días antes, cuando estaba sentado con Bella Zeigerman en la cubierta muy entrada la noche. Precisamente acababa de mentar las virtudes de Jacob Markovich, en un frustrado intento por encender en su corazón algo de interés por él. Bella escuchaba con cortesía, pero muy pronto se aburrió de hablar de su primer marido, ese hombre querible pero tan poco recordable, y le preguntó a Feinberg qué haría cuando se encontrara con Sonia. Al cabo de largos días en el mar, Bella Zeigerman sentía la cercanía que siente un niño hacia los personajes de las leyendas que les leían antes de dormir. Porque efectivamente noche a noche escuchaba las hazañas de Sonia entonadas por Zeev Feinberg y ya sabía cómo había ayudado al nacimiento de un bebé con sus propias manos, y cómo había ahuyentado solita a ladrones de caballos escondida entre los arbustos y aullando como un lobo.

Zeev Feinberg se vio obligado a renunciar a ayudar a Jacob Markovich y trepó a otras ramas. Contó cómo mordisquearía los lóbulos de las orejas de Sonia, y cómo aspiraría el aroma a naranjas de su cuello, y cómo huiría cuando insistiera en castigarlo por sus deslices, lo cual seguramente haría. Cuanto más hablaba, más lamentaba las sosas horas que pasaría en el viaje desde Tel Aviv hasta la colonia, y finalmente tomó la decisión. “Cuando nos acerquemos a Palestina, le diré al capitán que bordee la costa hasta la línea de la colonia. Entonces saltaré al agua y nadaré hacia ella”. Bella Zeigerman estalló en una carcajada. La luna en su cabello le pintaba rayos plateados, que Zeev Feinberg ni notó, tan sumido estaba en programar su regreso a Sonia. De pronto sintió un fuerte deseo de compartir con Jacob Markovich su plan. Él lo entendería. Lo ilógico ya no sonaba ilógico cuando se lo contó a Jacob Markovich, porque a pesar de que la mayoría de los pasajeros del barco no se habían fijado en él, era el mejor amigo de Zeev Feinberg. Zeev Feinberg se despidió de Bella Zeigerman y apuró el paso hacia el camarote compartido donde encontró la puerta cerrada y un cartel que arduamente logró descifrar: “Muy enfermo. Se ruega no molestar”. Durante los días subsiguientes, golpeó y llamó a la puerta del camarote, al principio para interesarse por la salud de su amigo y después para exigir el recambio de sus calzoncillos, pero la puerta permaneció cerrada con llave. Por fin, Zeev Feinberg se avino a la puerta cerrada y supuso que lo encontraría cuando correspondiera firmar el divorcio. Cuando se despidió de Bella, un momento antes de saltar al agua, le hizo jurar que le transmitiría sus saludos.

Zeev Feinberg nadó hacia la costa con brazos agotados. Cuando se cansaba, flotaba sobre su espalda unos instantes, pero pronto le parecía oler el perfume de las naranjas y se apresuraba a volver a bregar vigorosamente. Nadó y nadó y nadó y nadó y nadó y nadó, y después nadó y nadó y nadó, y luego nadó otro poco, y finalmente llegó.

En ese momento, Sonia estaba de pie en la orilla mirando el agua. En su última visita, el vicepresidente de la Organización le había dicho que el barco iba camino al puerto de Jaffa, y sólo la costumbre la llevó a seguir con la vista fija en el mar y no mirando hacia el sur, por el camino por el que debía llegar Zeev Feinberg. La espera en el camino no es como la espera a la orilla del mar. En el camino andan muchos, y el corazón da un vuelco cada vez que se divisa alguien a lo lejos, y luego vuelve a caer, sacudido entre la esperanza y la desilusión como barco en la tormenta. Pero nadie llega por el agua, sólo un cangrejito o una gaviota grasienta, enviados sordos cuyo lenguaje se desconoce y, por ende, cada uno entiende lo que entiende.

Aquella mañana observaba Sonia el baile de los escorpiones, insultando a Zeev Feinberg con mayor inspiración aún. “Ojalá uno de estos te agarre los huevos con sus tenazas… Cuando yo te agarre vas a andar de costado como ese, toda tu vida”. Pero su voz se oía más débil que de costumbre y sus insultos se avinagraban como leche agria. Al cabo de tanto tiempo, la ira de Sonia se iba apagando. Por cierto, todos hablaban de él y era famoso en todo el valle, pero precisamente por eso se había alejado de lo concreto hasta tal punto, que se hacía difícil reconocerlo.

También a Zeev Feinberg le costó reconocer. Cuando ascendió desde el agua –desnudo, mojado, con los músculos temblorosos del esfuerzo y los ojos teñidos de profundidades–, creyó que deliraba con un Neptuno. Una vez que él dio el primer paso sobre la arena, huyeron los escorpiones y la dejaron sola. Cuando cayó de rodillas frente a ella, agotado, avergonzado y agradecido, se elevaron las gaviotas en un solo graznido. Entonces observó Sonia al hombre salido del agua y sus ojos se llenaron de furia, su boca se llenó de reproches como si no hubieran pasado tantos días desde que se paró por primera vez en la orilla. Sonia empezó a maldecir a Zeev Feinberg a voces. Los escorpiones se ocultaron en sus cuevas y las gaviotas volaron a las alturas, pero aun así no lograron escapar a las maldiciones. Pero Zeev Feinberg no intentó huir, quedó arrodillado en la arena con la cabeza en alto para captar sus palabras, lluvia bendita de maldiciones y de insultos. Finalmente se incorporó y la besó. Sus labios estaban salados por el mar, y los de ella, dulces por la espera. Apenas Zeev Feinberg sacó su lengua de la boca de Sonia, ella volvió a maldecir y a insultar, como una botella a la que se le saltó el tapón. Él rio y la levantó en sus brazos, y ella incrementó los improperios. Y así fueron todo el camino hasta la colonia, él llevándola en brazos y ella maldiciendo a cada paso.

Una noche, Markovich

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