Читать книгу Una noche, Markovich - Айелет Гундар-Гошен - Страница 12

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Al día siguiente, a las siete de la tarde, salieron Jacob Markovich y Zeev Feinberg hacia un domicilio al este de la ciudad, donde debían encontrarse con las jovencitas. A cierta distancia iban también los otros muchachos, de a dos, de a tres o en pequeños grupos. A pesar de que todos se esforzaban por aparentar calma, hablaban lentamente, pero un fuerte olor a perfume y loción de afeitar los delataba. Cuando llegaron a la calle contigua al edificio indicado, ya se habían aglomerado los grupos en un solo bloque de emoción contenida. El comandante oficial del operativo, Mijael Katz, los miró decepcionado. En su imaginación se había visto conduciendo a la vivienda un grupo de valientes guerreros, la élite de la Organización en Palestina. Esperaba presentar ante las pálidas doncellas veinte hombres de carácter, bronceados por el sol del Mediterráneo y fortalecidos por el trabajo. Pero el bronceado de sus cuerpos se había desteñido en la travesía y los muchachos se veían ruborizados por la timidez. La angustiosa espera les había relajado los músculos de las manos. Es decir, eran veinte hombres jóvenes un momento antes de encontrarse con veinte mujeres jóvenes. Al entrar al departamento, Mijael Katz descubrió que también a él le transpiraban las manos y, cuando empezó a hablar, se horrorizó al comprobar que parecía un locutor anunciando el inicio de una velada danzante.

“Señoras, yo, Mijael Katz, soy el responsable del operativo en nombre de la Organización en Eretz Israel”. Del grupo de mujeres se oyó una anuencia general de reconocimiento, y Mijael Katz se permitió levantar la vista y mirar rápidamente el harén reunido en la habitación. La mayoría estaba amontonada en cuatro desteñidos sillones, y las que no cupieron allí, en sillas que colocaron junto a los sillones como si quisieran integrarse al bloque de las mujeres sentadas juntas. Una mujer estaba de pie dándole la espalda, mirando por la ventana. Cinco sillas estaban ubicadas junto a la pared, pero ninguno de los hombres se animó a ocuparlas por temor a que fuera la silla destinada a la mujer de pie, de modo que se quedaron parados. El delegado local de la Organización estrechó la mano de Katz y empezó a explicar los detalles del operativo.

En los seis días transcurridos desde que arribara el barco, había sobornado a casi la totalidad de los empleados de la ciudad. Mañana por la mañana, con un poco de suerte, los guerreros desposarán a las jovencitas, y pasado mañana, con mucha más suerte, saldrán hacia Palestina. Cuando lleguen a Palestina se apresurarán a dejar sin efecto los matrimonios, pero, obviamente, siempre quedarán “agradecidas a los soldados de la Organización, ¡que salvaron a veinte mujeres judías de las garras del enemigo!”. Las últimas palabras fueron pronunciadas con tanta enjundia, que todos los presentes, hombres y mujeres por igual, aplaudieron a rabiar. También Mijael Katz aplaudió con sus manos transpiradas, pero íntimamente maldijo al delegado por haberse desempeñado mejor que él. Zeev Feinberg aprovechó la algarabía general para pasar revista a las mujeres en el sofá, y su bigote se regodeaba con lo que veían sus ojos. También Jacob Markovich se dejó atraer por los sillones, pero rápidamente su mirada dio con la mujer de pie, de espaldas a la habitación. Mijael Katz carraspeó, y ya tenía en la lengua un florido discurso que empalidecería al del delegado, pero este volvió a adelantársele. “Dado que no queda mucho tiempo hasta pactar los matrimonios, me permití liberar el resto de la velada de modo que puedan conocerse brevemente las parejas adjudicadas al azar. Quién sabe, quizás alcancen a pelearse, que es el símbolo de todas las parejas casadas”. Los presentes rieron, y el discurso de Mijael Katz murió antes de nacer. Con su lengua viperina, el delegado había diluido la sobriedad ceremonial y destruido la elevación espiritual del momento sin dejarle al Comandante en ejercicio del operativo más que desenvainar pomposamente la lista de su bolsillo y leerla con la voz que, esperaba, sonara majestuosa.

“Gedeón Gotblieb-Rivka Rozenberg”.

“Yehudá Grinberg-Fruma Shulman…”.

Con la lectura de los nombres se desvaneció el enojo de Mijael Katz y se instaló el espíritu elevado. Cada una de las parejas ficticias que declaraba se convertía para él en escudo y espada, munición y rifle, granada y espoleta, es decir, el complemento correspondiente al guerrero para el futuro de Israel. En aquellos momentos su mente no se atribulaba con ideas románticas. Casi olvidó que se trataba de hombres y mujeres, sólo pensaba en la oposición armada y los operativos de la inmigración ilegal, ave fénix que, aun si le cortan la cabeza, volverá a levantarse.

Los guerreros de la Organización, en cambio, olvidaron por un momento el futuro del pueblo judío y pasaron a revisar lo que les deparaba el destino. Cuando se oía pronunciar el nombre de uno de los hombres, este daba un paso al frente, y cuando se oía el de una de las mujeres, aquella se incorporaba del sofá o de la silla. Se estrechaban formalmente las manos y se alejaban a un rincón de la habitación que se iba llenando de parejas iniciando una conversación. A pesar de que los muchachos controlaban muy bien sus expresiones, fue inevitable la sonrisa victoriosa en el rostro de Yehudá Grinberg al estrechar la mano de Fruma Shulman, que se continuaba en un hombro albo y en dulces senos. Tampoco se pudo ignorar la decepción en el de Janán Moskowicz, que había invertido sus ahorros en agua de colonia y ahora estaba parado junto a la puerta, oculto tras la obesa Java Bluwstein. La sonrisa de Zeev Feinberg no se opacó un ápice cuando advirtió que desposaría a una muchacha baja y bigotuda de nombre Yafa. Sabía que de todos modos visitaría a todas. Besó su mano noblemente y la condujo hacia la ventana, dejando a Jacob Markovich solo. Cuando Jacob Markovich miró en derredor, descubrió que todo el espacio estaba cubierto de parejas dialogando y sólo quedaba la mujer de pie, de espaldas a la habitación. El hecho no escapó a la mirada de Mijael Katz, que elevó la voz especialmente para declarar con solemnidad los nombres de la última pareja:

“Jacob Markovich-Bella Zeigerman”.

Con el correr del tiempo, Jacob Markovich se arrepentiría de la expresión que asumió involuntariamente en el momento en que la mujer junto a la ventana giró hacia él. La boca abierta, los ojos desorbitados, todo eso lo perseguiría donde fuera. En vano se maldeciría porque el maxilar se le cayó como si tuviera vida propia, las cejas se le treparon más allá de la frente. Nadie hubiera reaccionado de otra manera de haberse encontrado en una vivienda al este de la ciudad frente al rostro que poco antes del atardecer había logrado componer en su imaginación.

Finalmente, Mijael Katz se vio obligado a intervenir. Esperó unos instantes que Jacob Markovich cerrara la boca y avanzara hacia Bella Zeigerman, pero no hubo señales de tal cosa. Y Bella Zeigerman, tras haber tenido la gentileza de darse vuelta, no parecía tener intención alguna de hacer más. Era necesario intervenir, un operativo puntual y certero que cortara el extraño embrujo instalado en medio de la habitación. Mijael Katz así lo entendió y se dirigió a Jacob Markovich con una voz amistosa que encerraba un dejo amenazador: “¿Y? Markovich, ¿no estrechas la mano de la dama?”. Jacob Markovich lo miró estremecido, como si la sola idea fuera a profanar lo sagrado. Bella Zeigerman sonrió con cortesía, y Mijael Katz se preguntó cómo fue que justo ella se casaría con Jacob Markovich mientras que a él lo esperaba la esmirriada Miryam Hochman al fondo de la habitación. Con gran esfuerzo, Jacob Markovich logró controlarse y extender la mano a Bella Zeigerman, tomando sus dedos como quien levanta un pichón caído del nido. La mirada de Bella Zeigerman se posó en él un instante. Era la mujer más bella que había visto en su vida. La mirada de Bella Zeigerman siguió su curso.

Ahora estaban ambos de pie y en silencio. Mijael Katz comprendió que se había equivocado. Sin decir una palabra más, se dirigió a Miryam Hochman, maldiciendo para sí a todos los hombres miserables y a todas las mujeres bellas. Mientras Mijael Katz se disponía a iniciar el diálogo obligado con su futura esposa, Zeev Feinberg se alejó de su deber dejando a Yafa en el sofá, ruborizada de algo que le había susurrado al oído. Ahora Feinberg quería ver qué le había deparado la diosa Fortuna a su amigo, y se dijo que una vez más la maldita insistía en dar nueces a quien no tiene dientes. Porque Bella Zeigerman era, sin lugar a dudas, la mujer más bella de la casa. Y a pesar de que, a diferencia de Jacob Markovich, no pensaba que fuera la más bella que había visto en su vida, a todas luces pertenecía a ese olimpo de semidiosas al que Jacob Markovich no entraría ni como lacayo.

Zeev Feinberg se entristeció por su amigo al detectar que Jacob Markovich estaba pendiente de todo lo que se le ocurriera a Bella, y Bella buscaba todo lo que no fuera Jacob Markovich. Casi sin que se lo propusiera acontecieron en esa habitación todas las cosas que acontecen entre cuatro paredes donde se encuentra una mujer hermosa. Los hombres, que por fin veían el rostro de aquella espalda, empezaron a levantar la voz de su conversación con sus respectivas parejas para que ella oyera sus felices ocurrencias. Los que acertaron a encontrar una buena excusa: “Te traigo un vaso de agua”…; “Quizás quieras tomar un poco de aire”, volvieron de su exilio en los confines de la habitación y se aglomeraron alrededor de Bella Zeigerman. Las mujeres se situaron junto a ellos mirando a Bella Zeigerman con la consabida frialdad, tal como ella se había acostumbrado al rigor del frío europeo.

Contra su voluntad, también Zeev Feinberg se ubicó entre quienes intentaban atraer a Bella Zeigerman. La fuerza de la costumbre. Eligió contar su intrépida huida del cuchillo del matarife, que ya había tenido éxito entre los muchachos, y en esta oportunidad, contada por trigésima vez, volvió a cosechar las esperadas interjecciones de admiración. Los hombres aplaudieron en los momentos adecuados, y las mujeres, que oían la historia por primera vez, se inclinaron interesadas hacia él, de modo que Zeev Feinberg supo quién de ellas se afeitaba el bigote y quién no necesitaba hacerlo. Durante los largos días en el barco, Zeev Feinberg llegó a perfeccionar el relato abreviando detalles intrascendentes y alargando la cuchilla de Abraham Mandelbaum. Se detenía cuando despertaba risas cómplices y asentía a las exclamaciones de sorpresa tratando de alejar la visión del mimo silencioso en la plaza de la ciudad. Finalmente, fue la misma Bella Zeigerman la que borró la imagen intrusa al tocarle el brazo diciendo: “Pero, dime, ¿de verdad sucedió?”. Zeev Feinberg la miró, buscando en su mente una frase que la conquistara de manera definitiva. Pero de pronto vio que los ojos de Bella no eran sino los de Sonia, y comprendió que jamás se acostaría con ella. Entonces decidió ayudar a su amigo. “Absolutamente cierto, señorita. Tengo testigos. Aquí mi amigo Jacob Markovich no me dejará mentir, fue él quien me salvó del afilado cuchillo del matarife”. Al hacerlo, giró en busca de Jacob Markovich, pero este, presintiendo que lo haría, había desaparecido de su vista. El rostro de Bella Zeigerman se contrajo tratando de recordar:

“Jacob Markovich, me suena conocido”.

“Cómo no le va a sonar conocido, señorita, si se trata de su marido”.

Desde niña, Bella Zeigerman tenía una especie de rechazo a aceptar el mundo tal cual es. Algo así como una sorda desconfianza que, de ponerla en palabras, sería algo así como “¿qué? ¿Eso es todo?”. Bella Zeigerman miraba las palomas en la plaza y las luces de la calle, observaba cómo se iban apagando los colores del cielo y decidió que era imposible que terminara de ese modo. Una carpetita de algodón almidonada. Una botella de leche agria. Eso no es todo. No puede ser todo. De haber sido otra, quizás se habría dejado seducir por alguna secta religiosa. Bella Zeigerman eligió la poesía. El buen Dios no podía ofrecer sino lo que había creado: palomas y faroles en la plaza, carpetitas y botellas de leche. Pero, a diferencia del buen Dios, el poeta no se limitaba a los seis días de la Creación, sino que despertaba todas las mañanas dispuesto a destruir mundos y volver a crearlos.

Por eso Bella Zeigerman amaba la poesía y a los poetas. Cuando perdió su virginidad en la cama de un poeta, lo oyó asociar la sangre en la sábana con el florecer de una rosa y el dolor en su entrepierna se le suavizó por arte de magia. Así como los hacedores de milagros convierten un palo en serpiente, agua en vino, helo ahí a ese mortal convirtiendo la secreción de su cuerpo en una flor. Después estalló la guerra. El poeta trató de crear con sus palabras un mundo justo y desapareció de su casa en medio de la noche. Los otros poetas también fueron apresados o huyeron, o se sometieron a las exigencias del gobierno y crearon con sus palabras mundos que Bella Zeigerman no quería visitar. Después de haber leído en un periódico sionista la traducción de la poesía de un poeta hebreo, decidió emigrar a Palestina. Sus padres respiraron aliviados. Una jovencita tan hermosa en tiempos tan difíciles es fuente de desgracias.

Cuando Bella Zeigerman se convirtió en Bella Markovich y zarpó en el barco, sus padres dejaron de preocuparse. Las preocupaciones de Mijael Katz, en cambio, recién empezaban. Cuando se imaginó a sí mismo comandante del operativo en el cuarto mohoso de la calle Bar Koiba en Tel Aviv, planificó cómo evitar el acoso de los alemanes o cómo superar a los soldados británicos. Jamás pensó que la peor amenaza que encerraba el éxito del plan vestiría la forma de una jovencita judía de unos cincuenta kilogramos de peso. Mientras estaban en la ciudad, la belleza de Bella Zeigerman no tuvo influencia catastrófica porque la ciudad era lo suficientemente grande para que el veneno se dispersara por sus calles y evaneciera sin ocasionar daños. Pero ahora ejercía el efecto de una herida en el corazón del barco, que atraía a los muchachos como moscas y donde las mujeres anidaban como gusanos. Casi dos días navegó el barco en la dirección opuesta porque el capitán pensaba en Bella en vez de controlar las máquinas. A diario se suscitaban por lo menos dos trifulcas en que los rivales pronunciaban su nombre. Los sollozos de Java Bluwstein, después de que Janán le aclarara que ella era su mujer en los papeles pero su corazón era de Bella, no dejaron dormir a nadie en el barco. Pero aun cuando por fin Java Bluwstein se durmió, y con ella el resto de los pasajeros, los ojos de Jacob Markovich seguían abiertos. De hecho, casi no los había cerrado desde que Bella Zeigerman giró hacia él en la vivienda al este de la ciudad dos semanas antes, como si temiera que mientras dormía ella desapareciera y él no pudiera volver a encontrarla. Estaba acostado de espaldas meditando en el barco que seguía su curso a Israel, donde Bella Zeigerman seguiría su camino, y él el suyo. Ella al Olimpo y él a la colonia. Casi saltó a la sala de máquinas a dar orden de que el barco se detuviera. En pocos días más la aventura de su vida llegaría a su fin, y él volvería tal como se fue, ya que, si bien su corazón estaba exultante, sus manos seguirían vacías.

Jacob Markovich habría buscado el consejo de Zeev Feinberg, pero sin levantar la cabeza sabía que no estaba en su camastro. Desde que zarparon de Europa, Zeev Feinberg pasaba todas las noches en cubierta, y Jacob Markovich suponía que su amigo, sistemático como siempre, cambiaba de cama siguiendo el orden alfabético de los nombres de las mujeres. Estaba equivocado. Desde que vio los ojos de Bella Zeigerman, que eran como los de Sonia pero con la distancia óptima para considerarla bella, sólo buscaba su cercanía. Pasó noches enteras junto a Bella Zeigerman contándole las virtudes de Sonia y flagelándose por sus deslices del pasado. Bella, que no estaba acostumbrada a estar con un hombre que le hablara de otra, lo vivía como una novedad refrescante. No tenía nada de poesía, no cabía duda al respecto, pero él era, sin dudas, de aquellos personajes sobre los que se escribe poesía. Con sus ojos azules y su espeso bigote, le parecía una especie de Odiseo rebajado que vuelve a su Penélope, y aunque se había prostituido en sus viajes, helo aquí sobreponiéndose a su instinto a pesar de los ruegos de las sirenas. Y ellas rogaban, sin duda alguna. Yafa, la del bigote, que bien sabía que no lo retendría una vez que hubieran descendido del barco, tenía la esperanza de que le hiciera el favor mientras duraba la travesía. Así también Fruma Shulman, ahora Grinberg, cuyos cremosos senos temblaban frente a él fuera donde fuera. Y Miriam Katz, que al principio andaba henchida de orgullo porque la mano del destino le había deparado ni más ni menos que al comandante del operativo en persona, muy pronto empezó a buscar la cercanía del comandante efectivo. Todas las noches subía Zeev Feinberg a la cubierta, hacía oídos sordos a las sugerencias, respondía con un leve movimiento de cabeza a las insinuaciones más o menos discretas y miraba a los ojos a Bella Zeigerman hasta que su mente quedaba transparente como el agua. Entonces bajaba a su camarote y dormía plácidamente.

Jacob Markovich no lo sabía. Estaba tan sumido en su amor por Bella, que cada minuto que tenía con su amigo le hablaba de ella. No le preguntó a Zeev Feinberg qué hacía por las noches, y su amigo no le comentó nada. Sea como fuere, finalmente no tenía nada que comentar, porque desde que miró de frente a Bella Zeigerman estaba puro como un bebé.

Esa noche Jacob Markovich daba vueltas en su camastro, para un lado y para el otro, pero sabía que diera las vueltas que diera no podría torcer el camino del barco, que se dirigía directo al Tribunal Rabínico. Por fin, cuando ya no pudo resistir más las voces en su cabeza, salió a buscar otras voces. Quizás oiría diálogos de otras parejas, quizás tendría suerte y encontrara a Zeev Feinberg en sus paseos nocturnos, quizás –se le encogía el corazón de sólo pensarlo– se topara con Bella. Desde que subieron al barco, había estado con ella sólo contados momentos y las palabras que intercambiaron se contaban con los dedos de una mano. La conversación más larga que tuvieron se dio en una sala de espera atiborrada de gente, un día después de verla por primera vez, minutos antes de la boda. Los guerreros de la Organización y sus mujeres ficticias acordaron no vestir ropa festiva para subrayar la diferencia entre lo sacro y lo profano, entre las bodas celebradas y las consentidas. Sin embargo, Jacob Markovich brillaba con luz divina que emergía entre las miradas de reprobación de Mijael Katz y las risitas de los muchachos, y Bella Zeigerman, aunque no sentía ninguna emoción particular, irradiaba esa luz propia de las mujeres hermosas, que quema a las demás mujeres y cuyo calor atrae a los hombres. Mientras esperaban al rabino oficiante, Jacob Markovich juntó todo su valor y se plantó frente a Bella Zeigerman. Era casi media cabeza más alta que él, y por eso él se consoló pensando que su mirada se perdía en el horizonte y no en él.

“¿La dama está ansiosa ante la perspectiva del viaje a Palestina?”. No se ilusionaba con que se emocionara ante la boda, pero esperaba que la emoción de la cercanía de la Tierra Santa irradiara algo al medio que la conduciría hacia allí, es decir, a él.

“Definitivamente. He leído mucho acerca de las naranjas”. Y no dijo más, por lo cual Jacob Markovich coligió con alegría que su mujer, tanto como él, era amante de la literatura agrícola. Sobre el estante de su casa en la colonia, junto a los escritos de Jabotinsky, había todo tipo de manuales; el origen del trigo y sus distintos tipos, cómo sembrar y cómo injertar y cómo segar sin dolor. Si bien Bella Zeigerman podía recitar a Goethe, era poco probable que pudiera memorizar del mismo modo la lista de predadores que amenazaban la vid. Cuando mencionó las naranjas, fue porque recordó la rima de un poeta hebreo publicada en el periódico:

“Y el sol, sonrojado cual naranja con su mejor color,

te henchirá el corazón de fuerza y de valor”.

El recorte del diario, cuidadosamente doblado, estaba guardado en el medallón que colgaba entre sus senos. Antes había atesorado allí la foto de su poeta amado, pero su corazón se estremecía al pensar que la foto sobrevivía a su dueño. De modo que decidió cambiarlo por las palabras del poeta hebreo, que eran, gracias a Dios, promesa de futuro y no un monumento al pasado. Las palabras que yacen junto a la piel suelen revolotear hacia adentro y, efectivamente, las palabras del poeta hebreo –metafóricas, elevadas, que rezumaban jugos cítricos– se impregnaron en la piel de Bella Zeigerman y le produjeron un sarpullido. Bella Zeigerman se rascó un poco, miró desencantada su piel enrojecida, pero no se quitó el medallón.

“Entiendo que a la dama le gustan las naranjas”, Bella Zeigerman asintió con tal vehemencia que dejó traslucir alguna duda. ¿Acaso le gustan las naranjas? El verano pasado las había comido por primera vez. Le habían parecido mucho menos sabrosas que las manzanas, y su precio, exagerado. Pero desde que sus ojos se posaran en la poesía del periódico, añoraba las naranjas con toda su alma. Insistió ante sus padres y obtuvo la gracia de comer una naranja por día, sabiendo que para ello tuvieron que privarse de muchas otras cosas. Pero ahora trataba de evocar el gusto de la naranja y no lo lograba, porque nunca había sentido el gusto de los gajos, siempre ocultos por el gusto de la expectativa. Bella Zeigerman mordía diariamente una naranja con los ojos velados, divisando viñedos y verdes campiñas, colinas cubiertas con plantaciones de cítricos. Y entre los árboles deambulaban los hacedores de milagros convirtiendo un palo en serpiente, agua en vino, sangre en rosa, y un poeta hebreo extendía su mano para cortar una naranja, y de hecho tomaba en sus manos al mismísimo sol y se lo ofrecía a Bella Zeigerman.

“Sí –dijo Bella Zeigerman a Jacob Markovich–, me gustan mucho las naranjas”. Y Jacob Markovich le prometió comprárselas apenas pisaran el suelo de Palestina. Bella Zeigerman sintió el medallón sobre su pecho y sonrió, y Jacob Markovich se llenó de alegría.

Desde entonces habían pasado cuatro días. Jacob Markovich intentó reanudar el diálogo en un sinfín de oportunidades, describiendo a los oídos de Bella Zeigerman todo tipo de naranjas y gusanos, así como nuevos métodos de cultivo para incrementar la producción. Pero la mirada de Bella se elevó sobre él para fijarse en el mar. “¿Qué es lo que ve allí?”, le preguntó Jacob Markovich a Zeev Feinberg cuando se encontró con él en cierta oportunidad. “¡A juzgar por su mirada, se podría pensar que hay una manada de ballenas!”. Pero Bella Zeigerman no estaba interesada en ballenas, así como no le interesaban las pestes que asolaban a los cítricos ni métodos para incrementar la producción, sino sólo las naranjas. Bella Zeigerman miraba el mar porque sus aguas eran impermeables como un espejo, precisamente el material adecuado para echar a navegar sobre ellas naranjas de ansiedad, una estela anaranjada que se desprendía de la pequeña nave, en la lejanía, hasta Palestina.

Ahora, habiendo completado ciento treinta volteretas en su camastro, comprendió que no podría esperar más. Quedaban muy pocos días hasta el fin de la travesía, y si quería conquistar su corazón, lo primero que debía hacer era salir de la cama y buscarla. Mientras vagaba por la cubierta pensando cuál sería el segundo paso, entrevió Jacob Markovich el perfil de Bella Zeigerman. Estaba sentada sobre un cajón conversando con un hombre al que le veía sólo las espaldas. La luz de la luna iluminaba su cabello y pintaba en él rayos plateados. En ese momento, el hombre dijo algo y Bella Zeigerman estalló en una carcajada. A Jacob Markovich se le encogió el corazón, pero no se quebró. En su interior, sabía que sólo un milagro del cielo pudo depararle el encuentro con Bella Zeigerman, ¿cómo podía pedir que además se le entregara? Pero entonces el hombre giró la cabeza y le rompió el corazón, porque a pesar de que estaba completamente sumido en la oscuridad, aun así se reconocían perfectamente los rasgos y el espeso bigote, rizado y majestuoso.

Una noche, Markovich

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