Читать книгу Una noche, Markovich - Айелет Гундар-Гошен - Страница 14
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Abraham Mandelbaum terminaba de faenar un becerro dorado cuando vio por la ventana a Zeev Feinberg caminando por el sendero principal con Sonia en brazos. Feinberg no vestía sino un pedazo de tela arrancada al vestido de Sonia. Las maldiciones de Sonia hacían temblar las paredes. Abraham Mandelbaum tomó su cuchilla y la limpió concienzudamente. Siempre la limpiaba al terminar la faena para no mezclar sangre con sangre, la sangre del animal muerto con la del que habría de matar. Desde el otro lado de la carnicería lo miraba la cabeza del becerro. Hacía unos años, cuando recién empezaba el oficio de matarife, le parecía ver el enojo en los ojos de los animales muertos y no le gustaba quedarse entre ellos después de que oscurecía. Más tarde pensó que no era enojo sino aceptación, incluso conmiseración. Hoy sabía que no había nada en la mirada del becerro que él no pusiera allí. Puso conmiseración y bajó la persiana. Cuando se dio vuelta, vio a Rajel Mandelbaum, con la mano en su vientre. Había poca luz, le costaba ver su rostro, pero le pareció que sonreía.
A la mañana siguiente, cuando despertó, Zeev Feinberg se asustó al descubrir que Sonia ya estaba vestida.
“¿Adónde?”.
“A trabajar. Es difícil alimentarse de estar parada en la playa”.
Él la tomó en sus brazos y le dijo: “Hoy no. Hoy vienes conmigo a Tel Aviv. Me tengo que divorciar. Y casarme”.
Cuando Zeev Feinberg y Sonia llegaron a la comandancia de la Organización, la encontraron llena de gente y bulliciosa. Además de las veinte parejas ficticias, se aglomeraban en el edificio de la calle Bar Kojba guerreros que no habían sido parte del operativo pero venían a acechar a las flamantes divorciadas, así como a empleados y dirigentes, personalidades y excéntricos. El vicepresidente de la Organización arbitraba entre todos con discreto aire de celebración. Ese día estrechó más manos que a lo largo de toda su vida, y de todos modos persistió en mantener la mano apretada un momento más, para que el saludado creyera que detrás del apretón de manos había un aprecio real. Antes de verla, la sintió entrar, dado que durante las últimas seis semanas había aprendido a reconocer el olor a naranjas incluso en una calle muy transitada. Por eso tuvo algunos segundos para componerse antes de quedar frente a ella, enfundada en un vestido azul que era todo dulce rutina, ya no compartida. Pero de nada valió. Con sólo mirarla, empalideció el vicepresidente de la Organización. Sin embargo, Zeev Feinberg no prestó atención al cambio y fue hacia él con todos sus bríos.
“¡Mi querido y buen Froike! Nada que decir, te debo una muy grande”. El vicepresidente de la Organización balbuceó algunas palabras de rigor que guardaba en su mente para momentos desgraciados como ese, cuando el alma está confundida pero la boca cumple con su deber.
“¿Qué dijiste? ¡No se te oye, amigo! Tienes que aprender de mi Sonia, cómo se la oía ayer gritándome por toda la colonia”. El vicepresidente de la Organización hizo un esfuerzo por sonreír y, dado que era un hombre con muchas habilidades, consiguió producir un remedo decididamente creíble. Zeev Feinberg le palmeó la espalda y besó la mejilla de Sonia, y el vicepresidente de la Organización palpó el revólver en sus pantalones y obtuvo consuelo. Obviamente no tenía ninguna intención de causarle daño a Zeev Feinberg ni hacérselo a sí mismo, pero el frío metal heló la sangre en sus venas y le recordó que aún quedaban muchos árabes por matar y cabía la posibilidad de que la victoria patriótica endulzara el fracaso en el amor. Zeev Feinberg avanzó entre la gente, y Sonia, detrás de él, deteniéndose junto al vicepresidente de la Organización un instante más en que él aspiró hondo el aroma a azahares y vio sus labios, perfectos en su sencillez, susurrar: “Gracias”.
Los hombres se alegraron de ver a Feinberg, y las mujeres observaron a Sonia atónitas. “¿Por una así vivir como un monje franciscano?”. Yafa Feinberg fue más allá y estalló en llanto, y Sonia se las compró a todas cuando se apresuró a ofrecerle un pañuelo a la esposa ficticia de su amado. Todavía estaba consolando a la sollozante Yafa cuando vino Zeev Feinberg y la tomó de la mano: “Ven. Hay alguien que quiero que conozcas”.
Zeev Feinberg tuvo que abrirse paso entre el círculo de muchachos que rodeaban a Bella Zeigerman. Cuando por fin estuvieron frente a frente, él y Sonia por un lado y Bella enfrente, se le iluminaron los ojos.
“Entonces finalmente los tiburones no te tragaron”.
Sonia inspiró aire con desprecio: “Qué tiburón querría morder a un cerdo calloso como este”. Mientras los tres reían, Bella y Sonia se midieron recíprocamente. Fuera de los ojos idénticos, no tenían nada en común y, sin embargo, simpatizaron de inmediato. Zeev Feinberg hizo las presentaciones del caso:
“Bella Markovich; mi prometida, Sonia”.
“¿Markovich? –preguntó Sonia con interés–. ¿Tú eres la que se ha casado con nuestro Jacob?”.
“No por mucho tiempo –respondió Bella–, los rabinos llegarán en cualquier momento. Dentro de poco habrá aquí veinte parejas divorciadas”. Evidentemente, las cosas se dijeron en voz demasiado alta, porque Yafa Feinberg volvió a estallar en llanto y contagió también a Java Bluwstein. Mijael Katz lo notó y suspiró, anhelando que llegara el momento en que se viera liberado del tormento de bellezas como Bella Zeigerman y pudiera volver a asuntos más sencillos, como el contrabando de armas. Entonces se corrió a un costado para averiguar dónde diablos estaban los rabinos y, de paso, revisar el borrador de su discurso.
Después de consolar a las lloronas, Sonia le preguntó a Bella Zeigerman dónde estaba Jacob Markovich, y ella le respondió que no tenía la más remota idea. “Me parece que estuvo enfermo los últimos días del viaje. Ayer lo vi en el puerto y le di saludos de nuestro nadador. Enseguida después nos llevaron a la hostería”.
El rostro de Zeev Feinberg se contrajo preocupado. “Pobre. Lo atacó fuerte el mal de mar. ¿Cómo lo viste ayer?”. Bella Zeigerman respondió que se lo veía perfectamente bien, pero habría respondido con más sinceridad de haber dicho que no recordaba. Desde que lo conoció, nunca se detuvo a observarlo, y por supuesto no hizo lo contrario justo en un día tan lleno de acontecimientos cambiantes como el anterior. Una vez que bajó del barco, se vio rodeada de decenas de jóvenes hebreos, cada uno de los cuales se le antojaba un poeta.
La llevaron a la hostería junto con las demás mujeres. El sol la encandilaba y difícilmente consiguió ver los paisajes callejeros. Le corría el sudor por todo el cuerpo. A diferencia de las demás mujeres que se quejaban fastidiadas por el calor, Bella Zeigerman disfrutaba transpirar como si de ese modo se quitara de encima todas las lágrimas de Europa, capas y capas de escarcha y putrefacción que fluían de ella hacia las veredas y desagotaban en el mar. Cuando llegó a la hostería, se durmió enseguida, acunada por voces de mujeres que la miraban y murmuraban: “Princesa”. Durmió toda la tarde y toda la noche y se despertó sólo con la llegada de Fruma Grinberg, que la sacudió para decirle: “Ven, Bella, a divorciarse”.
Cuando llegaron los rabinos, todos los recibieron con aplausos. Mijael Katz esperó que se apagara el fragor de los aplausos para empezar su discurso. “Hoy es un día de gran emoción para nosotros, un día de fiesta…”, pero ya en ese punto lo interrumpió airado un rabino de rostro severo y barba larga. “Por favor, día de fiesta no es. Veinte parejas que se divorcian no es motivo de festejo alguno. Entendemos que se han salvado vidas, y por eso no sumaremos dificultades, pero por favor, nada de celebraciones”. Mijael Katz no salía de su asombro y calculaba cómo protestar cuando el rabino sacó una lista de su bolsillo y llamó a Fruma y Yehudá Grinberg. El cremoso pecho de Fruma tembló expectante, Yehudá miró sus senos con añoranzas y ambos se dirigieron a una habitación contigua acompañados por rabinos.
Durante los siguientes treinta minutos todo se desarrolló sin inconvenientes. Las parejas casadas entraban a la pequeña habitación y salían de allí con un papel. Otros salían de la mano. Avishai Gotlieb y Tamar Aizenman, por ejemplo, habían acordado festejar su divorcio con un almuerzo. Cada vez iban quedando menos. Cuando entraron Zeev Feinberg y Yafa, quedaban afuera sólo Bella y Sonia. “¿Dónde está Markovich?”, preguntó Bella con una arruga en su frente impecable. “Quizás todavía duerme –intentó Sonia–. ¿Estás segura de que se veía bien ayer?”. Bella Zeigerman conservaba aún el semblante de preocupación cuando entró Jacob Markovich. Estaba pálido, incluso había perdido algunos kilos, pero caminaba erguido como un soldado. Sonia corrió a abrazarlo, pero en ese momento se abrió la puerta lateral y salió como eyectada la sollozante Yafa, mientras se oía la voz de Zeev Feinberg atronando desde adentro: “¡Sonia, ven! ¡Nos casamos!”. Sonia besó a Markovich en la mejilla y corrió radiante a la habitación de la que la llamaban. Jacob Markovich y Bella Zeigerman quedaron solos. La luz del mediodía entraba por la ventana y se quebraba sobre los azulejos pintados. Bella Zeigerman estaba dolorosamente hermosa todos aquellos minutos hasta que volvió a abrirse la puerta de la habitación contigua. Zeev Feinberg salió llevando a Sonia en brazos, que ahora no insultaba ni maldecía, sino que reía a voz en cuello. La risa de Sonia retumbaba entre las paredes de la vivienda y los rabinos se movían incómodos en sus asientos.
Cuando Zeev Feinberg vio a Jacob Markovich, se le amplió la sonrisa. “¡Estás sano! Te abrazaría, amigo, pero tal como ves, tengo las manos llenas”, dijo, y levantó a Sonia ostensiblemente. “Vamos a buscar vino para festejar el acontecimiento, ¡sólo prométeme que no desaparecerás antes de que volvamos!”. Zeev Feinberg no esperó la respuesta. ¿Por qué lo haría? Llevaba en sus brazos la única respuesta, la más básica, a todo interrogante y a todo evento por acontecer. Y la respuesta fue afirmativa.
Jacob Markovich y Bella Zeigerman volvieron a quedar solos en la habitación. Él no la miraba y ella no lo miraba. Jacob Markovich hizo acopio de todas sus fuerzas para alzar la vista y mirarla. Bella Zeigerman no necesitaba fuerza ninguna para mirar a Jacob Markovich. Habían cometido un grave error al evitar mirarse. Se equivocaba Jacob Markovich al no aprovechar esa última oportunidad de mirar a Bella Zeigerman ahora que estaba calma y de buen talante. Se equivocaba mucho Bella Zeigerman al no mirar a Jacob Markovich para apreciar el cambio operado en él. Porque a pesar de que también ese día, como siempre, seguía llamándose Jacob Markovich, era otro. El error de Bella Zeigerman fue más grave que el de Jacob Markovich. Ella se comportaba como quien se dispone a cruzar un río conocido, se dice “conozco su corriente suave” y no se cuida, se mete al agua y se ahoga porque es invierno y el río ha aumentado su cauce. Bella Zeigerman no prestó atención a Jacob Markovich, cuyas turbias aguas amenazaban con desbordar.
“Jacob Markovich”, tronó la voz del rabino desde la habitación contigua. Bella Zeigerman se dirigió a la puerta. Jacob Markovich no se movió. Bella Zeigerman se dio vuelta y lo miró sorprendida. Jacob Markovich miró a Bella Zeigerman y dijo: “No”.
“¿Qué quiere decir no?”.
“No nos divorciaremos”.
Por primera vez desde que se habían presentado, Bella Zeigerman observó largamente el rostro de Jacob Markovich. Muy largamente. Estudió su cara, deteniéndose en la decidida línea de su frente, en su mirada dura, en su espalda erguida. ¿Acaso habían estado ahí todo el tiempo sin que ella lo notara, sin que se molestara en identificar esas señales de advertencia mirando a su marido? ¿Y quizás –se sobrecogió–… quizás todo era consecuencia de la travesía en el barco, fruto maduro de largos días de vacua espera? En ese momento, Bella Zeigerman trató de recuperar la primera impresión que tuvo de él, en el departamento de las afueras de la ciudad. A pesar de que no lo logró por completo, recordó que quedó ridículamente boquiabierto al verla, pero sin embargo estaba segura de que entonces su mirada no era una roca empedernida. El hombre había cambiado. Ella no supo en qué momento había sucedido ni por qué, pero interrogantes de ese tipo de todos modos no preocupan a una bestia acorralada. Bella Zeigerman miró a Jacob Markovich con ojos de gacela y dijo: “Si eres hombre de honor, me dejarás ir”.
Jacob Markovich se dijo: no me quiere a su lado. Y lo sorprendió constatar cómo una información tan trivial podía causarle tanto dolor. Jacob Markovich pensó: esto no puede ser, no debe suceder. Y por un instante sintió cómo su corazón se ablandaba, así como también ese calor entre sus rodillas tras la decisión; ahora vuelve a tu casa en silencio, vete a tu tierra y a tu soledad. Volvería a su casa y a la mujer en Haifa, que si bien era muchas mujeres, siempre era una mujer abierta de piernas y, aun si sabía diferente, el gusto a bochorno que le dejaba en la boca era el mismo amargo sabor. Volvería a su casa y viviría su vida: de mañana desmalezaría el campo, al mediodía alimentaría a las palomas, de noche hojearía los escritos de Jabotinsky. La imagen de Bella Zeigerman se desteñiría por partes: primero las cejas, después el pecho y por último los ojos y el lóbulo de la oreja. La olvidaría progresivamente, pero su derrota sería inolvidable: habiendo estado tan cerca de vivir junto a una mujer como Bella Zeigerman, no se atrevió. Frente a esa idea, el corazón de Jacob Markovich volvió a endurecer; de nuevo latía con tal reproche, que por un instante asustó a su dueño. “No”, anunció el corazón de Jacob Markovich. “No, no y otra vez no”. Y ese hombre que hasta ayer había sido todo tartamudez, una sola línea prolongada de “quizás”, sintió que el “no” redondeaba en su interior y lo llenaba. Supo que no la dejaría ir. Él viviría junto a ella y su vida sería un infierno. Pero prefería la certeza del infierno a la eternidad de la duda.
Cuando Zeev Feinberg y Sonia subieron las escaleras con una botella de vino en mano, encontraron en la habitación sólo a Bella Markovich, pálida, y tres rabinos envueltos en togas negras girando en derredor suyo. Debido a la palidez de Bella, les pareció que se trataba de un cadáver que los rabinos estaban purificando antes de enterrar. Inconscientemente, tanto Zeev Feinberg como Sonia dieron un paso atrás, tal como una persona sana ante un enfermo, tal como retrocede el que está contento de quien está triste. Fue un pequeño paso, y sin embargo Bella lo notó, porque toda la vida la gente había querido acercarse a ella y esta vez intentaban alejarse. Ante ese paso atrás, hizo lo que no había hecho antes –no lo hizo al irse Markovich desoyendo sus ruegos ni cuando los rabinos la asaltaron a preguntas incómodas–: al ver el rechazo en los rostros de Zeev Feinberg y de Sonia, Bella Markovich estalló en llanto.
Cuando Sonia vio su quebranto, se apresuró a abrazarla. Viendo lágrimas en sus ojos, empezó a llorar junto a ella. Porque tenían ojos idénticos, de allí en más no podría llorar una de ellas sin que la otra también lo hiciera. Ellas seguían abrazadas llorando cuando la voz de Zeev Feinberg hizo temblar la habitación, dado que, con la botella de vino que de pronto le sobraba en una mano, con la otra se aferró a las barbas del rabino: “¡Por todos los diablos! ¿Qué está pasando aquí?”. Al oírlo, los sollozos de Bella se hicieron más fuertes y el rabino enmudeció. No todos los días te agarra de la barba un gigante iracundo como Zeev Feinberg, con los ojos echando chispas y el bigote encendido. Los otros dos rabinos la emprendieron a chillidos contra Feinberg para que soltara a su colega, y sus chillidos se unieron a los sollozos de Bella en un dúo de arpa y violín. Entonces habló Sonia con voz clara y serena que acalló los chillidos y obtuvo la liberación de las barbas del rabino. “Es Markovich, Zevik, no está dispuesto a darle el divorcio”. Bella dejó de llorar y miró a Sonia… ¿Cómo supo el significado de sus lágrimas? Pero Sonia no había descifrado el llanto de Bella, sino la expresión del rostro de Markovich. A diferencia de Bella, Sonia se había tomado la molestia de mirar a Jacob Markovich cuando hizo su entrada a la habitación y, a pesar de que a ella la embargaban la ansiedad y la alegría a rabiar, notó que la cara de Jacob Markovich se había endurecido. Quizás porque ella misma era toda “sí”, pudo sentir el “no” que se iba fijando en él. Pero justo en aquel momento la llamó Zeev Feinberg para casarse, de modo que Sonia abandonó sus funciones de sismógrafo de sentimientos ajenos para entregarse por completo a los propios. Ahora se culpaba por las audaces demostraciones de cariño hacia Zeev Feinberg en la cara de Jacob Markovich. En su arrogancia, creían que su amor a todas luces era como una lluvia de bendiciones, pero de hecho era un ácido que corroía el corazón del solitario.
A Zeev Feinberg, en cambio, otras ideas le pasaron por la cabeza. No se culpaba a sí mismo, y seguramente tampoco culpaba a Sonia, sino al mal de mar que había atacado a su amigo y lo había confundido. A pesar de que conocía todos los placeres de la carne y todas las artes de la seducción, Zeev Feinberg era una persona ingenua. Todavía no había entendido que ese no había sido el motivo por el cual se había encerrado en el camarote, sino por el dolor que le había producido ver a su esposa conversando con su buen amigo. Aunque Jacob Markovich le hubiera dicho “los vi esa noche”, Zeev Feinberg no se habría turbado para nada, porque sabía que no había pasado nada entre él y Bella Zeigerman ni esa ni ninguna otra noche. Efectivamente, Zeev Feinberg era ingenuo y no sabía que lo que sucede en la mente de las personas es mucho más importante que lo que sucede ante sus ojos.
Los rabinos se movían incómodos en su lugar. Había otras bodas que celebrar en el día, y entierros, y seguramente algún jovencito celebraría sus trece años con una ceremonia de Bar Mitzvá. Cuánto tiempo más habrán de pasar con esos tres: una hermosa para seducir justos, otra hábil para adivinar lo que siente la gente, y el tercero, Dios nos proteja. Empezaron a caminar hacia la puerta. Zeev Feinberg los vio y saltó de inmediato. “El marido está enfermo, señores, se le dio vuelta la cabeza. Pero seguramente pueden darle el divorcio a la mujer de todos modos, no quedará casada sólo porque el mar lo mareó”. Los rabinos tuvieron que recurrir a toda su valentía para responder que la gente permanece casada por mucho menos que náuseas, y que el divorcio no se da si no con el consentimiento del marido. Si Zeev Feinberg quiere arrancarles la barba, que lo disfrute. Pero divorcio no obtendrá.
Los rabinos salieron de la habitación, y el llanto de Bella se renovó con más vigor. Parecía increíble que un cuerpo tan pequeño pudiera derramar tantas lágrimas. Zeev Feinberg ya era hombre casado, pero aún no podía mantenerse incólume ante la visión de una mujer llorando. Le sirvió vino y le acarició el cabello, como si fuera una niña, y volvió a prometerle que, apenas se despejaran las secuelas del mareo, Jacob Markovich se apresuraría a deshacer el matrimonio. Bella Markovich escuchó y le creyó, no tanto por la fuerza de los argumentos de Zeev Feinberg como por la fuerza de sus esperanzas.
Esa noche, Mijael Katz fue a la casa del vicepresidente de la Organización con el corazón acongojado. Un rato antes se habían presentado en su casa Zeev Feinberg y la muchacha sosa con que se había casado, y con ellos una débil criatura que se parecía en todo a Bella Zeigerman, pero el color había desaparecido de su cara como si se lo hubieran borrado con un trapo. Zeev Feinberg, serio, le había dicho que Jacob Markovich había abandonado Tel Aviv sin darle el divorcio a Bella Zeigerman, su esposa totalmente ficticia, pero absolutamente legal. “Supongo que el mareo lo obnubiló –le dijo Feinberg–, seguramente vendrá mañana o pasado para completar el trámite. Con todo, conviene que le informes a Froike”. Mijael Katz miró a Zeev Feinberg con rencor. No sólo le había robado el liderazgo durante el operativo, sino que ahora también se vanagloriaba frente a él de la cercanía que tenía con el vicepresidente de la Organización, llamándolo por su apodo, mientras Mijael Katz ni se atrevía a nombrarlo.
“Por qué no se lo cuentas tú, Feinberg, ya que Markovich nos llegó como peludo de regalo junto contigo”.
Feinberg dijo las últimas palabras de espaldas a Katz, encaminándose hacia la puerta: “Estuvimos tres horas en la entrada de la Comandancia esperando que volviera. Ha llegado la hora de viajar a la colonia. Esta noche ve a su casa, quizás entonces haya regresado del operativo al que seguramente salió. Sonia, Bella y yo esperaremos en mi casa que nos llamen”. Cuando bajaba el picaporte, se dio vuelta: “Y recuerda: Jacob Markovich es mi amigo. Si llegas a hablar mal de él, yo me ocupo de que no vuelvas a hablar”. Y salió. Sonia salió tras él. Y Bella Zeigerman también.
Cuando se cerró la puerta, Mijael Katz hundió su cabeza entre las manos. Aunque Markovich era el apéndice de Feinberg, de todos modos era su responsabilidad. Sus primeros pasos como Comandante quedarían truncos si no era capaz de hacer que un tipo como Markovich cumpliera sus instrucciones.
Compungido, salió hacia la casa del vicepresidente de la Organización. Veinte metros antes de llegar, Mijael Katz olió aroma a naranjas. ¿Era acaso un ardid de los británicos? ¿Un truco camuflado de los legionarios? Avanzó con prudencia. Cuando golpeó discretamente a la puerta, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo seguía. De las ventanas vecinas lo miraban con expresión de asombro, fosas nasales abiertas y narices aspirando el olor a cítrico. Toda la calle elevaba la mirada siguiendo el aroma que conducía directamente a la casa del vicepresidente de la Organización. Cuando se abrió la puerta, la visión se le apareció con toda crudeza: cientos, quizás miles de naranjas rodaban por el piso. Las había grandes y chicas, anaranjadas y verdes, algunas con una hoja verde en el tallo y otras sin rastro alguno del árbol del que habían sido cortadas. El vicepresidente de la Organización entró a la casa y Mijael Katz tras él, intentando mantener el equilibrio entre los redondos obstáculos. En vano. Justo cuando el vicepresidente de la Organización terminaba de quitar las naranjas de un sillón para ofrecérselo, Mijael Katz tropezó con una de esas malditas frutas y quedó sentado en el piso. Cuando levantó la cabeza, cohibido, el vicepresidente lo miró con rostro anaranjado y dijo: “Supongo que te debo una explicación”.
“¡No! –gritó Mijael Katz tratando de levantarse de un montículo de naranjas–, ¡para nada! Entiendo perfectamente, mi comandante, una estratagema genial, camuflar el olor a pólvora con olor a naranjas, ¡una idea brillante! ¡Por fin lograremos engañar a los perros británicos!”.
El vicepresidente de la Organización fijó su mirada en Mijael Katz con cara de póquer. Después sonrió amargamente. Incluso la locura de amor de Efraim Hendel, una locura que no pasaba desapercibida, al relacionarla con el vicepresidente de la Organización se trocaba en un capítulo heroico de sus andanzas. Por un momento pensó que, aun si se suicidaba por añoranzas a Sonia, seguramente dirían que los británicos fraguaron todo.
Mijael Katz logró finalmente incorporarse y buscó un lugar libre para sentarse. El vicepresidente de la Organización le hizo lugar a su lado en el sofá, y el corazón de Mijael Katz se agitó de admiración y temor. Admiración por estar sentado junto a un personaje tan prestigioso, y temor por lo que venía a decirle. Entonces le contó acerca de la visita de Zeev Feinberg y lo que le dijo, sin respetar la advertencia de Zeev Feinberg y ensuciando generosamente a Markovich. Era de suponer que cuanto más culpable se viera Markovich, menos culpable se consideraría a Mijael Katz, que si bien dirigía el operativo, indudablemente no podía estimarse responsable por una conducta tan atípica. “Y lo peor es que yo creo que Feinberg está equivocado. No fue por las náuseas. Simplemente no tiene intenciones de dejarla ir”.
El vicepresidente de la Organización prestó suma atención al relato. Los temores de Mijael Katz empezaron a evaporarse. Lo que tanto temía ya no había sucedido. El comandante no golpeó con su puño el respaldo del sofá, no levantó la voz para reprenderlo, no lo investigó acusadoramente. Más que nada lo miraba con expresión divertida y con algo de admiración.
“De modo que piensas que persistirá en su negativa”.
“¡Exactamente! Si uno lo piensa, un gusano como Markovich, al que milagrosamente le cae en las manos un fruto maduro como Bella Zeigerman… Sin ningún compromiso con la causa nacional, la grandeza del momento, la mancha con que tiñe la gloria de nuestro operativo ante el juicio de la historia…”.
Mijael Katz hablaba del juicio de la historia, y el vicepresidente de la Organización pensaba en aquellos a quienes la historia no afecta. Los que se cuelan entre sus páginas no para inscribirse con tinta indeleble de alguna hazaña heroica, sino para rasgar subrepticiamente la punta de una hoja. El vicepresidente de la Organización, a quien la eternidad había quitado el brillo de sus acciones para someterlas al único objetivo de redención de la tierra, no podía sino envidiar un poco a Jacob Markovich, que si bien era un gusano, los gusanos tienen la virtud de liberarse del peso de la historia.
Finalmente Mijael Katz se dio cuenta de que su comandante no lo escuchaba. El vicepresidente de la Organización miraba las naranjas diseminadas por la habitación con nostalgia y, por un momento, se le pasó por la cabeza que la locura, y no la picardía, había traído allí los centenares de naranjas. Pero de inmediato dejó el hilo de esos pensamientos herejes, saludó a su comandante y se dispuso a irse.
“Dale una semana –dijo el vicepresidente de la Organi-zación–. Si no le da el divorcio en el curso de la semana, iré yo mismo a la colonia”.