Читать книгу Luz de alegría - El novio perfecto - Un buen novio - Barbara Hannay - Страница 6

Capítulo 1

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RICO volvió a mirar la solicitud de trabajo que tenía ante sus ojos y se hundió en el sillón soltando un suspiro. Se había hecho muchas ilusiones con ese proyecto, y albergaba la esperanza de encontrar a alguien tan entusiasta como él.

Frunció los labios. No solo tendría que ser entusiasta, sino también disponer de una buena titulación profesional y aportar una sólida experiencia al puesto. Sin embargo, tras un día y medio de entrevistas, había llegado a la conclusión de que tendría que despedirse de la idea.

Se enderezó y apretó un botón del interfono.

–Lisle, ¿ha llegado ya Janeen Cuthbert? –bramó.

–Todavía no, pero no estaba citada hasta dentro de diez minutos.

–Gracias.

¿No existía una norma implícita que recomendaba llegar con diez minutos de antelación a una entrevista de trabajo? Contempló la pared que tenía frente a él frunciendo el ceño. Quizá los gerentes de restaurantes tenían su propio horario. Y, desde luego, no parecía que los gerentes de restaurantes de la ciudad de Hobart hubieran peregrinado hasta su puerta ante la oportunidad de regentar una cafetería benéfica.

Cerró bruscamente la carpeta de Janeen Cuthbert y se apretó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, respirando hondo para calmar las palpitaciones que le martilleaban las sienes. Trató de concentrarse. Pensaba que encontraría un gerente de restaurante espabilado e interesado en los asuntos de la comunidad en aquella maldita ciudad. Y no es que fuera ambicioso: tan solo necesitaba una persona. ¿Por qué le estaba resultando tan difícil?

Había conocido a algunas personas preocupadas por la comunidad, claro. Eran simpáticas, listas y concienzudas, buena gente en suma, pero sin experiencia alguna. Y sabía perfectamente cómo acabaría la cosa: los chicos las tratarían mal y ellas se desmotivarían en seguida. Habría lágrimas y berrinches, y luego se marcharían dejándole en la estacada. Y aquel proyecto era demasiado importante como para arriesgarse.

Miró su reloj. Quedaban cinco minutos para que dieran las dos. Si Janeen Cuthbert no llegaba a las dos en punto podía volverse por donde había venido. Tenía experiencia en hostelería, pero él necesitaba a alguien que se tomara seriamente su trabajo, alguien que se comprometiera firmemente a hacer funcionar la cafetería.

Durante los cinco minutos siguientes, se dedicó a aporrear el escritorio con los dedos. No se giró para mirar por la ventana la transitada carretera que cruzaba Hobart; no tenía la suerte de disponer de una oficina con vistas al puerto. Algo que no le importaba demasiado, pues pasaba poco tiempo allí. Como jefe de proyectos, ni siquiera tenía secretaria propia, y compartía a Lisle con otros dos funcionarios. Esto tampoco le importaba, pues hacía mucho que había llegado a la conclusión de que para que las cosas funcionaran, era mejor hacerlas uno mismo.

Volvió a mirar el reloj. Las dos en punto. Estaba a punto de apretar el botón del interfono cuando oyó la voz de Lisle.

–Rico, ha llegado Janeen Cuthbert para la entrevista de las dos.

Él apretó los dientes y tragó saliva.

–Hazla pasar.

Contó hasta tres y oyó que llamaban a la puerta con suavidad. Lanzó un juramento en voz baja. Aquel golpe era demasiado suave, lo que indicaba falta de carácter. Empuñó las manos. Había conocido a demasiados candidatos simpáticos, dulces y poco eficientes. Hizo un esfuerzo por suavizar el gesto.

–Adelante.

Pero en cuanto vio a la penúltima candidata, reconsideró su opinión. La señorita Cuthbert no parecía estar falta de carácter. De hecho, parecía furiosa, como si estuviera a punto de explotar. Lo disimulaba bien, pero él había trabajado lo suficiente con jóvenes problemáticos como para reconocer los signos: los ojos brillantes, las mejillas arreboladas, las fosas nasales ensanchadas. Por más que tratara de ocultarlo todo bajo una sonrisa cortés.

Se la quedó mirando y relajó ligeramente los hombros. Aquella chica podía ser muchas cosas, pero ciertamente no dócil y sumisa.

–¿Señor D’Angelo?

Él se incorporó tras el escritorio.

–Sí, soy yo.

–Encantada de conocerlo. Me llamo Neen Cuthbert.

Se dirigió hacia él con la mano extendida. La tenía muy roja, como si acabara de fregar algo con mucha energía. Él se la estrechó brevemente y dio un paso atrás. La chica no llevaba medias y él se dio cuenta de que también tenía las rodillas muy rojas. Pero no fueron sus manos o sus rodillas lo que más le llamó la atención, sino las cuatro huellas equidistantes que adornaban su traje gris claro: dos en los muslos y dos encima del pecho. Unas huellas que no desaparecerían por mucho que restregara. Por primera vez en dos días, se encontró reprimiendo una sonrisa.

Cuando volvió a mirarla a la cara, vio que ella levantaba la barbilla, como desafiándole a que dijera una sola palabra sobre las huellas.

–Un placer, Neen. Sospecho que ha tenido una tarde tan estresante como la mía.

Su rostro se iluminó momentáneamente.

–¿Tan obvio es? –Bajó la mirada hacia las huellas y frunció los labios–. Ha sido una tarde difícil, sí.

–Tome asiento, por favor –dijo él señalando una silla. Y apretando el interfono, añadió–: Sé que es mucho pedir, Lisle, ¿pero nos podrías traer un café?

–Ahora mismo –respondió la chica de buen humor.

En su opinión, los otros dos jefes de proyectos abusaban de la secretaria. Rico no consideraba que preparar café formara parte de los deberes de Lisle, pero en aquel caso, decidió hacer una excepción.

–Es muy amable de su parte, pero no es necesario –dijo Neen.

Él agitó la mano en el aire.

–Puede que no me lo agradezca cuando lo pruebe. Pero, para serle sincero, necesito un chute de cafeína.

–¿No le han ido bien las entrevistas?

Se puso rígido al oír la pregunta y pensó que estaba dando una imagen poco profesional. Se agitó en su asiento tratando de no fruncir el ceño. Había bajado la guardia y no recordaba la última vez que le había pasado. Sacudió la cabeza: necesitaba unas vacaciones. Volvió a sacudirla: no tenía tiempo para vacaciones.

–No me sorprende –intervino ella malinterpretando el gesto de Rico–. Busca a un gerente de restaurante altamente cualificado y con experiencia, pero el sueldo que ofrece no es lo que se dice atractivo.

–Y, sin embargo, usted lo ha solicitado.

Ella señaló la carpeta que había sobre el escritorio.

–Como sin duda habrá leído en mi currículo, no tengo mucha experiencia.

–¿Y, a pesar de ello, ha solicitado el empleo?

–Y usted ha accedido a entrevistarme.

Definitivamente, era una chica con carácter. Quizá no fuera jovial o concienzuda, pero tenía personalidad, y eso era más importante, por lo menos, para ese trabajo en cuestión.

Lisle entró con dos tazas de café humeante y se marchó.

–¿Qué ha ocurrido? –preguntó él señalando las huellas con un gesto vago, pues no quería que ella pensara que se estaba fijando en su pecho. No pensaba preguntarle, pero el comentario que Neen había hecho acerca del sueldo le llevaron a dejarse de delicadezas.

Por otro lado, aquellas huellas eran las culpables de que hubiera sufrido un lapsus momentáneo, y cuanto antes se aclarara el misterio, antes podría concentrarse en la entrevista y volver a tomar la riendas de la situación.

Ella fue a tomar la taza, pero al oír su pregunta la soltó bruscamente con un golpe.

–Hoy nada me está saliendo como tenía planeado. Tenía preparado un discursito sobre por qué soy la mejor candidata para el puesto, y en su lugar, me dedico a hacer comentarios sarcásticos sobre el sueldo… –hundió los hombros momentáneamente, antes de volver a enderezarlos–. Estoy decidida a disfrutar del café. Me imagino que nada de lo que diga a partir de ahora importará mucho, y después del día que llevo no pienso mortificarme al respecto.

Se equivocaba si pensaba que había quedado fuera de la carrera, si bien él no tenía intención de decírselo todavía.

–¿Y bien? –preguntó él arqueando una ceja.

Ella acunó la taza con las manos y cruzó las piernas, proyectando una de sus rojas rodillas hacia él.

–Mi vecina, que tiene mucha cara, me ha hecho cargar con su perro mientras se va a Italia por tiempo indefinido a ejercer de modelo. Dice que «me lo regala», ¿no le parece increíble?

–¿Entonces el perro…? –preguntó él volviendo a hacer un gesto vago.

–Montgomery.

–¿… le hizo eso?

–Y mucho más. Debería de ver el estado de mi traje azul marino y mis medias.

Se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo de café. La miró fascinado mientras ella cerraba los ojos con satisfacción. Soltó el aliento que había estado conteniendo sin darse cuenta y relajó los hombros un poco más.

–Claro, que Monty no tiene la culpa. Audra nunca lo adiestró y es muy pequeño, solo tiene catorce meses.

Él miró las huellas.

–¿Cómo de pequeño?

–Es un gran danés –respondió ella con un gesto de fastidio–. ¿Audra con un chihuahua monísimo o un caniche de juguete? No, por favor, eso está demasiado visto. A ella le gustaba más la imagen de la modelo con un gran danés; pensaba que las fotos quedarían fabulosas.

–¿Por qué accedió a hacerse cargo de él?

–Bueno, porque ella se metió en mi apartamento sigilosamente mientras yo estaba en la ducha y me dejó una nota explicándomelo todo antes de marcharse al aeropuerto.

–¿Qué va a hacer con Monty?

¿Llamaría a la perrera? No la juzgaría por ello, pero…

–Me imagino que tendré que buscarle un hogar –de pronto le lanzó una sonrisa tan dulce que Rico se quedó momentáneamente sin aliento–. Señor D’Angelo… tiene usted toda la pinta de necesitar un perro.

Él vaciló momentáneamente antes de recuperar el sentido.

–No paso el suficiente tiempo en casa, no sería justo.

«¡Qué picaruela!», pensó para sus adentros. Toda la dulzura de la que ella había hecho gala hacía un momento se desvaneció.

–Ojalá fueran así de previsores todos los que deciden tener perro –murmuró–. Debería haber un examen que certificara si la gente está capacitada para tener mascotas.

–Lo mismo podría decirse de los que tienen hijos.

Ella se lo quedó mirando.

–Lo dice por los jóvenes problemáticos de los que se ocupa, ¿no?

–Desfavorecidos –la corrigió.

–Lo que sea.

–No digo que no tengan problemas, pero lo único que necesitan es una oportunidad en la vida. El objetivo de la cafetería es formar a jóvenes marginados como camareros y cocineros, para que posteriormente puedan encontrar empleos permanentes en el sector de la hostelería.

Ella terminó de beberse el café, depositó la taza sobre la mesa y se inclinó hacia él con expresión sincera.

–Señor D’Angelo, le deseo todo lo mejor en su proyecto. Y también le agradezco el café y el rato agradable que hemos pasado.

–Neen, no está descalificada.

Ella, que había comenzado a incorporarse, se dejó caer de nuevo en la silla.

–¿Ah, no? –preguntó, boquiabierta.

–No.

Neen entornó los ojos.

–¿Por qué no?

Él soltó una inesperada carcajada. Una dosis sana de suspicacia no vendría mal en ese trabajo, y Neen parecía tener todas las cualidades necesarias.

–No todos los solicitantes han sido desastrosos –le aseguró–. Hay un par de ellos que tienen posibilidades…

–¿Pero?

–Dudo de su dedicación.

Ella cruzó los brazos.

–¿Y no duda de la mía?

Él respondió sin meditarlo mucho.

–Es usted sincera, algo que valoro en un empleado. También tiene agallas y sentido del humor, lo que sospecho será útil en este trabajo en cuestión.

–¿Así que no va a ponérmelo bonito y a decirme que esta es una oportunidad única en la vida?

–Será un desafío, pero gratificante.

–Humm… –Neen no parecía muy convencida ante esto último.

–Además, le gustan los perros.

Eso era importante. Los amantes de los perros solían llevarse bien con los niños, y…

–No, no me gustan.

Él parpadeó.

–Los odio. No los aguanto: son ruidosos y estúpidos, y además huelen fatal. Preferiría mil veces tener un gato.

–Pero está intentando encontrar un hogar para Monty; no lo ha llevado a la perrera.

–No es culpa del pobre perro que su dueña lo haya abandonado.

Él se inclinó hacia ella.

–Neen Cuthbert, eso significa que es usted una persona íntegra. Algo que me parece muy importante.

El día le parecía de pronto mucho más luminoso.

–¿Y qué hay de mi falta de experiencia?

Aquello era un problema pero… Tomó su currículo y lo leyó.

–Veo que ha desempeñado trabajos diversos en el sector de la hostelería desde que terminó el colegio hace ocho años.

Ella asintió.

–He sido camarera, he preparado comida rápida y he trabajado para dos empresas de catering bastante conocidas.

Pero nunca había regentado un restaurante.

–Veo que hace poco hizo un curso sobre pequeñas empresas.

–Mi sueño es abrir mi propia cafetería algún día.

–Es usted ambiciosa.

–Es bueno tener grande sueños, ¿no cree?

Él estaba de acuerdo.

–¿Qué cree que podría aportar usted al puesto, Neen?

Su mirada volvió a iluminarse.

–¿Además de sinceridad, agallas, sentido del humor e integridad?

Tenía razón. Fue a decir algo, pero hizo un esfuerzo sobrehumano por cerrarla. Todavía le quedaba una persona por entrevistar, y él no era muy dado a las decisiones y gestos impulsivos.

Ella lo miró con seriedad.

–Trabajaré duro, señor D’Angelo. Eso es lo que puedo ofrecerle.

Lo dijo como si fuera la aportación más valiosa del mundo. Y Rico pensó que quizá lo era.

–He hecho de encargada muchas veces en la mayoría de los establecimientos en los que he trabajado, pero nunca he desempeñado el cargo como tal. Me interesa la experiencia que este empleo podría aportarme. A cambio, trabajaría duro y no le dejaría en la estacada.

Él la creyó. Solo quedaba una pregunta por hacer. Más bien dos.

–¿Por qué no tiene trabajo actualmente?

Ella vaciló.

–Por razones personales.

Él se recostó en el asiento y esperó a que se los contara. Neen lo miró tratando de decidir si era necesario que conociera la verdad y si podía confiársela. Al final, se encogió de hombros.

–A principios de año, heredé un dinero y decidí hacer realidad mi sueño de abrir mi propia cafetería –explicó–. Pero el testamento ha sido impugnado.

–Lo siento.

–Cosas que pasan. Pero hasta que se solucione el problema, lo mejor será que encuentre un empleo.

Él dio varios golpecitos con el bolígrafo en la carpeta.

–Una última pregunta. ¿Estaría dispuesta a firmar por dos años?

–No –respondió sin dudarlo un instante.

Él volvió a sentir un peso sobre los hombros y el día se oscureció.

–Podría firmar un contrato por doce meses.

Algo es algo, pensó él. Pero no lo suficiente. Una pena, porque Neen Cuthbert podría haber sido la candidata ideal.

A la mañana siguiente, Rico examinó la lista de los tres candidatos preseleccionados. Llamó para pedir referencias personales de los dos primeros.

Al primero, que era el que tenía más experiencia, lo descartó tras hablar con su antiguo jefe.

Que fuera un buen repostero con cinco años de experiencia como encargado no compensaba el hecho de que tuviera un carácter irascible y temperamental. Para aquel proyecto necesitaba a alguien que fuera capaz de crear un entorno alentador y que a la vez no tolerara las tonterías. Aquello le hizo pensar inmediatamente en Neen Cuthbert, pero se la sacó de la cabeza y comprobó las referencias proporcionadas por la otra candidata preseleccionada. Eran impecables.

Siguiendo un impulso, sacó la ficha de Neen y llamó a las personas que podían dar referencias suyas. Sus testimonios fueron muy halagüeños. Si él no le daba el trabajo, ellos volverían a emplearla sin pensarlo dos veces. Rico mordió la punta del boli paseando de un lado a otro de la oficina. Aquel trabajo era demasiado importante para emplear a la persona equivocada. Volvió al escritorio y puso los tres currículos uno al lado del otro. La rival de Neen tenía un poco más de experiencia pero… ¡Qué diablos! ¿Por qué dudaba tanto? Helen Clarkson estaba dispuesta a firmar un contrato por dos años. Eso sí demostraba compromiso.

Recogió las solicitudes y las metió en una carpeta. A continuación, salió de la oficina.

–Lisle, ¿podrías llamar a Helen Clarkson y decirle que el puesto es suyo? Si acepta, le…

–Acabo de hablar con ella ahora mismo. Ha aceptado un empleo en Launceston.

¿Cómo? ¿Y la charla que le había dado sobre el compromiso? Mentiras, todo mentiras. Neen, en cambio, no había mentido.

–Está bien –espetó–. Ofrécele el trabajo a Neen Cuthbert. Dile que venga a firmar el contrato a lo largo de la semana.

–Entendido, Rico.

Volvió a su oficina dando un portazo. Tenía una montaña de papeles que revisar, y varios informes que escribir, por no mencionar las solicitudes de subvenciones que debía rellenar. Conseguir financiación para sus proyectos era un desafío continuo y no le convenía rezagarse.

Al cabo de una hora, soltó el bolígrafo. Tanta burocracia le ponía nervioso. Cruzó el despacho y abrió la puerta con brusquedad.

–¿Conseguiste hablar con Neen Cuthbert? –bramó.

–Acepta el puesto encantada.

–Magnífico –dijo mirando su reloj–. Vive en Bellerive, ¿no?

Lisle hojeó sus archivos. No tenía por qué molestarse pues Rico había memorizado los datos de Neen hasta el último detalle.

–Sí, vive allí –respondió Lisle sosteniendo en alto una de las carpetas.

Él se la quitó de la mano.

–He quedado para comer con el director del centro comercial Eastlands. La cita es en ese lado del puerto, así que le llevaré el contrato yo mismo.

Lisle le dio una copia del contrato sin decir una palabra; estaba acostumbrada a sus maneras de elefante en una cristalería.

–Supongo que sabes que van a anunciar el trabajo de Harley la semana que viene. Deberías solicitarlo, Rico.

–Soy de más ayuda donde estoy, Lisle.

–Estás malgastando tu talento.

–Aquí soy feliz.

Lo que él hacía era muy importante. Y la felicidad no tenía nada que ver con ello.

–Por el amor de Dios, Monty, para ya –murmuró Neen entre dientes mientras subía el volumen de la radio con la esperanza de ahogar los ladridos del perro. Apretó con fuerza el pimiento rojo que había empezado a cortar. Solo necesitaba media hora para terminar con la parte más complicada de los preparativos de la cena, y entonces le dejaría entrar en casa. Neen sabía que se sentía solo y que echaba de menos a Audra. El pobre solo quería un poco de compañía. Si tuviera alguna garantía de que el perro se contentaría con echarse a sus pies y mordisquear un hueso… Miró los muebles mordidos y meneó la cabeza. Decidió abrir la ventana de la cocina, que daba al patio.

–¡Eh, Monty!

El perro acudió a toda prisa sin parar de ladrar.

–Si te pones así, ¿cómo vas a oír lo que te tengo que decir?

Él se quedó momentáneamente en silencio mientras la radio bramaba estrepitosamente. Ella suspiró. Por alguna razón, tenía buena mano con los perros.

–Tenemos que decidir qué tipo de casa te conviene más. ¿Tienes alguna opinión al respecto? Creo que mejor una en la que no haya niños pequeños, porque los tirarías al suelo. Lo que necesitas es una casa grande en la que puedas correr hasta hartarte…

Monty seguía ladrando sin cesar. Ella empezó a cortar las verduras más despacio y lo miró. El perro estaba mirando a un punto situado detrás de ella y… Se le erizó el vello de la nuca. En el reflejo de la ventana vio que algo se movía.

Se dio la vuelta bruscamente blandiendo el cuchillo. Todos y cada uno de sus músculos estaban en tensión y listos para el ataque.

Una imponente silueta masculina se dibujaba en el umbral de la puerta de la cocina. Sintió el corazón en la garganta mientras una corriente de adrenalina le recorría el cuerpo. Agarró el cuchillo con fuerza.

La silueta puso las manos en alto en un gesto de no agresión y a continuación retrocedió por el pasillo hasta alcanzar la puerta de entrada. Fue entonces cuando su atribulado cerebro reconoció quién era: Rico D’Angelo, su nuevo jefe.

El corazón siguió latiendo con fuerza y sus manos no dejaron de apretar con fuerza el cuchillo.

–¡Calla, Monty! –gritó mientras bajaba el volumen de la radio.

El animal la obedeció.

–Neen, siento haberla asustado.

Ella se dio cuenta de repente de que seguía blandiendo el cuchillo y lo tiró a la pila. Se llevó las manos a la cintura tratando de calmar su temblor y tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

–Señor D’Angelo –dijo sin dejar de temblar–. Yo… Esto… Pase.

Él meneó la cabeza.

–No creo que sea buena idea. Solo quería dejarle esto –explicó sosteniendo en el aire un fajo de papeles.

Monty comenzó a ladrar de nuevo taladrándole la cabeza.

–¿Por qué no lo saca a pasear? Me imagino que este es Monty, ¿no? Da la sensación de que necesita salir.

Poco a poco, su ritmo cardiaco recuperaba la normalidad.

–Seguro que tiene muchas cosas que hacer.

–He venido para que firme el contrato y hablemos de varias cosas. Sé que debería haberla llamado primero, pero tenía una cita por la zona y pensé que a lo mejor estaba usted en casa.

Neen necesitaba salir de allí y tranquilizarse.

–¿Está seguro de que tiene tiempo?

–Lo tengo.

–Iré por la correa de Monty.

Sujetó la correa al collar y tras salir de la casa, cerró con llave la puerta principal. Evitó mirar el cobertizo, donde estaba su coche con las cuatro ruedas pinchadas, con la esperanza de que su enigmático jefe no reparara en ellas.

–Me alegro de que haya aceptado el puesto de encargada, Neen. Tengo muchas esperanzas puestas en la cafetería y sé que usted es la persona ideal para regentarla.

Su sonrisa era demasiado amable, demasiado compasiva… como si «supiera». Ella reprimió un suspiro.

–Ha visto las ruedas, ¿verdad?

Monty eligió ese momento para tirar con fuerza de la correa. Sin decir nada, Rico estiró el brazo y le quitó la correa de las manos. Olía a aire frío y a menta.

–¿Ha ocurrido hoy?

Ella cruzó los brazos y asintió. Habría jurado que dejó cerrada la puerta mosquitera, pero era evidente que no. Qué estupidez. Cerró los ojos y suspiró. Desde que se enteró de que habían impugnado el testamento de su abuelo, no daba pie con bola.

–¿Ha informado a la policía?

–Sí –tragó saliva y lo miró–. Señor D’Angelo, siento mucho haber… Estoy un poco nerviosa últimamente.

–Mire, Neen, soy yo el que tiene que disculparse. No debería haberme presentado como lo hice. Lamento haberla asustado.

Su mirada se había oscurecido y ella no dudó de su sinceridad.

–Golpeé la puerta varias veces; podía verla al final del pasillo. La llamé.

–Pero entre Monty y la radio, no le oí. No es culpa suya, señor D’Angelo. No tiene por qué disculparse.

–Llámame Rico –le pidió él.

El nombre le quedaba bien en cierto modo, dado su aspecto de italiano guapo y moreno. Pero Rico sonaba jovial y despreocupado y Neen no creía haber conocido nunca a alguien menos despreocupado. Era un hombre entregado a una misión; una misión importante. Y, como todos los tipos dispuestos a salvar el mundo, llevaba todo el peso de este sobre sus hombros. Eran unos hombros fuertes, pero nadie podía aguantar ese peso indefinidamente.

Él se detuvo de pronto y se giró hacia ella.

–Mira, no he podido evitar darme cuenta de que el tuyo era el único coche que tenía las ruedas pinchadas. ¿Pasa algo, Neen? ¿Ocurre algo que yo debería saber?

Neen sintió un nudo en la garganta al darse cuenta de que, en aras de la seguridad de los empleados de la cafetería, tendría que contárselo. Temía que él decidiera retractarse y retirar su oferta de trabajo. Durante unos instantes, se quedó sin habla. Finalmente, señaló en dirección a la playa.

–Vayamos allí, donde pueda soltar a Monty.

Cuando llegaron a la arena, soltó al gigantesco perro, que echó a correr a toda velocidad hacia el agua y empezó a salpicar en todas direcciones.

Rico sacudió la cabeza.

–Te va a llenar la casa de arena.

–La arena la puedo aspirar, y prefiero eso a que muerda los muebles. Una hora por aquí hará que se comporte como un corderito el resto de la tarde.

Él se giró hacia Neen con las manos en las caderas y ella se encogió de hombros. No tenía sentido retrasar la inevitable conversación.

–Lo de las ruedas no ha sido un incidente aislado. La policía está al tanto, pero no puede hacer mucho al respecto –suspiró hondo–. Hace cuatro meses rompí con un chico que, por lo que parece, no sabe aceptar un no por respuesta.

–¿Te está acosando?

–No tengo pruebas de que lo de las ruedas haya sido cosa suya –aunque su instinto le decía que así era–. Tiene una orden de alejamiento.

¡Parecía mentira que aun así se hubiera dejado la puerta principal abierta!

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