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Enseñanza 4
Descolonización

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La pedagogía crítica abarca todas las áreas de estudio cuyo objetivo es corregir los sesgos que han marcado la manera de enseñar y aprender en nuestra sociedad, desde que se abrió la primera escuela pública. En Estados Unidos, los dos grandes movimientos por la justicia social que han cambiado todos los aspectos de nuestra cultura y creado pequeñas, pero poderosas, revoluciones en educación son el movimiento por los derechos civiles y el feminismo. Después de que la presión de los militantes por la igualdad racial consiguiera la desegregación y el cambio de las leyes, las personas activistas negras se convirtieron en uno de los primeros grupos en Estados Unidos que llamaron la atención sobre las múltiples formas en las que la educación se estructuraba para reforzar la supremacía blanca, porque a los niños blancos les transmitían ideologías de dominación, y a los niños negros, ideologías de subordinación. Por ejemplo, estos grupos de activistas criticaban que en las escuelas se enseñara a los niños que «Colón descubrió América» —un sesgo que negaba la presencia de nativos indígenas en este territorio antes de que los colonizadores blancos llegaran al llamado Nuevo Mundo— y explicaban que exploradores africanos ya habían alcanzado estas tierras antes que los europeos. En nuestra nación, pocas personas, de cualquier raza, quieren recordar la forma en la que los activistas del movimiento Black Power trabajaron en escuelas públicas, tanto para garantizar que los niños que pasaban hambre fueran alimentados como para ofrecerles lo que Malcolm X llamó «nuevas formas» de ver el mundo y de verse a sí mismos.

Al mismo tiempo, los desafíos del feminismo al patriarcado y su insistencia concomitante sobre la preponderancia de los pensadores varones y de las obras de estos supuso una auténtica insurrección que provocó grandes cambios. Cuando se añadieron perspectivas de raza y clase social a la crítica de género, todos los sesgos se pusieron en cuestión. Esto fue una auténtica revolución tanto para los docentes como para los estudiantes, e hizo posible que muchas personas entráramos en áreas de estudio que antes eran vistas como espacios solo accesibles para hombres blancos privilegiados. Muchas personas fuimos a universidades que no nos habrían aceptado si no hubieran existido movimientos por la igualdad orientados a compensar los sesgos de raza, género y clase social, ni movimientos de reparación y reconstrucción, es decir, los que promovían la mal llamada «discriminación positiva». Respecto a esta expresión, era como si el uso de la palabra «positiva» implicara que los privilegiados concedían un gran «sí» a los desfavorecidos, lo que reforzaba la propia estructura de dominación paternalista que se pretendía corregir. Pero, dejando esto a un lado, dichas acciones favorecieron que muchas personas explotadas, oprimidas o desprovistas de derechos accedieran a la educación superior en un momento histórico en el que el imperialismo supremacista blanco, capitalista y patriarcal estaba siendo cuestionado tanto en el ámbito internacional como nacional.

Atraídos por el radicalismo de los militantes que luchaban por la libertad en África, Sudamérica, China y en todo el mundo, los estadounidenses radicalizados, sobre todo quienes pertenecían a grupos desprovistos de derechos, aprendieron un nuevo lenguaje con el que articular el lugar que debían ocupar en su propio país. Albert Memmi exploró la relación entre «el colonizador y el colonizado» y Frantz Fanon se ocupó de la descolonización. Walter Rodney nos mostró «cómo Europa subdesarrolló a África». Léopold Sédar Senghor nos dio la «negritud» y Amílcar Cabral habló de «descolonizar la mente». Todos leían a Marx. Algunas personas estaban trabajando para integrar raza, género y clase social de forma que pudiéramos examinar de verdad nuestro mundo a partir de la comprensión de cómo la diferencia se articula políticamente en nuestra vida cotidiana.

«Liberación» era un término al que se recurría de forma constante. Y fue muy liberador aprender un lenguaje político más complejo con el que podíamos nombrar y entender las políticas de nuestra nación. Era increíblemente liberador superar nociones pasadas de prejuicios y odios personales para examinar los sistemas de dominación y cómo operaban de forma interdependiente. La lección más importante para todos, más allá de nuestra raza, clase social o género, fue aprender el papel que desempeñaba la educación como una herramienta de colonización aquí, en Estados Unidos. Por supuesto, los críticos de este término, sobre todo cuando se aplicaba a la experiencia de los afroamericanos, insistían en que se usaba de forma inapropiada, porque no éramos habitantes indígenas de un país, Estados Unidos, que nos hubiera pertenecido, con un lenguaje y una cultura diferenciadas. Se negaban a reconocer la relación entre el destino político de los ciudadanos negros estadounidenses y las personas negras del continente africano.

Significativamente, en Estados Unidos, las personas negras progresistas hablaban sobre todo de la colonización de la mente. Esta colonización empezó para los pueblos indígenas, para las personas no blancas, al asumir que nuestra historia en esta nación comenzó con la presencia civilizadora de los colonizadores. En Cartas a Guinea-Bissau. Apuntes de una experiencia pedagógica en proceso, Paulo Freire sostiene:

La cultura de los colonizados no era sino la expresión de su forma bárbara de entender el mundo. Cultura, solo la de los colonizadores. […] Para los colonizados que pasaron por la enajenante experiencia de la educación colonial, la «positividad» de esa educación o de algunos de sus aspectos solo existe a partir del momento en que, al independizarse, la rechazan y la superan.

Para muchas de las personas no blancas de la primera generación que fue a la universidad, las semillas que nos llevaron a rechazar la mentalidad colonizadora ya estaban sembradas en nuestro interior antes de acceder a las instituciones. Y es que no podíamos haber estado preparadas para recibir los «regalos» de la discriminación positiva si antes no hubiéramos aprendido a resistir la aceptación pasiva de la presión de las perspectivas y los valores dominadores sobre nuestra identidad. En general, ya habíamos aprendido algo sobre la resistencia a la cultura dominante en nuestras propias casas. Este espíritu nos ayudó en las instituciones educativas cuando tuvimos que enfrentarnos a las embestidas del pensamiento sesgado dominador.

Sin una mente descolonizada, los estudiantes inteligentes que procedían de contextos desfavorecidos encontraban numerosas dificultades para tener éxito en las instituciones educativas de la cultura del dominador. Esto se cumplía incluso para quienes habían adoptado los valores de esta cultura. De hecho, estos estudiantes tal vez eran los menos preparados para enfrentarse a las barreras que encontraban, porque se habían convencido a sí mismos de que eran diferentes del resto de miembros de sus grupos. Un problema importante de los potentes movimientos de justicia social estadounidenses fue, y sigue siendo, suponer que la liberación se producirá de golpe. Esto ha sido perjudicial para progresar, porque, una vez que se han conseguido ciertos logros en el camino hacia la igualdad, la lucha se ha detenido. Y, por supuesto, esto es peligroso cuando se intenta construir subculturas de autodeterminación en el marco de una cultura del dominador. Nos habría ido mejor en nuestras luchas para acabar con el racismo, el sexismo y la explotación de clase si hubiéramos tenido claro que la liberación es un proceso continuo. La mentalidad colonizadora nos bombardea a diario —somos muy pocas las personas que logramos escapar de estos mensajes que nos llegan desde todos los ámbitos de nuestra vida—, y no solo moldea conciencias y actos, sino que también recompensa materialmente la sumisión y la conformidad —sin duda, mucho más lucrativas que la resistencia—, por lo que debemos mantenernos siempre comprometidos con nuevas maneras de pensar y de ser. Debemos mantenernos alerta de forma crítica. Esto no es tarea fácil cuando la mayor parte de las personas pasan sus días trabajando dentro de la cultura del dominador.

Quienes nos dedicamos a la docencia somos especialmente afortunados porque, de forma individual, podemos trabajar contra el refuerzo de la cultura y los sesgos dominadores sin encontrar apenas resistencia. Los docentes universitarios gozamos de una gran libertad en el aula. Nuestro principal reto es compartir nuestros conocimientos, desde un punto de vista imparcial o descolonizado, con estudiantes tan profundamente sumidos en la cultura del dominador que no están abiertos a aprender nuevas formas de pensar y de saber. Hace poco, di una charla en la que una joven estudiante blanca, durante el debate, afirmó con rotundidad: «Yo soy una de esas capitalistas malvadas que criticas, y me niego a que asistir a tus clases o leer tus libros me cambie». Después de precisar que ni en mi clase ni en ninguna de las obras a las que me había referido se había usado nunca la palabra «malvada», pude insistir en que, en todas las clases que doy, siempre dejo claro desde el principio que lo último que pretendo es crear clones de mí misma. Y, también con rotundidad, dije: «Mi principal intención como profesora es formar una comunidad de aprendizaje abierta, en la que los estudiantes sean capaces de aprender a pensar críticamente para comprender y reaccionar a los temas que estamos estudiando juntos». Añadí que, según mi experiencia, cuando los estudiantes aprenden a pensar críticamente suelen cambiar sus puntos de vista por sí mismos, y que solo ellos saben si ese cambio ha sido para mejor.

No ha habido una transformación radical de los fundamentos de la educación, por lo que la educación como práctica de la libertad sigue siendo aceptada solo por personas que eligen concentrar sus esfuerzos en esta dirección. Deliberadamente, escogemos enseñar de forma que se promueva el interés por la democracia, por la justicia. Pero las intervenciones radicales en la educación que han contribuido a terminar con numerosas prácticas discriminatorias, creando así contextos diversos para un aprendizaje imparcial, han sido atacadas con dureza por la cultura del dominador. Y esto ha provocado que el impacto de dichas intervenciones haya disminuido. Al mismo tiempo, muchos pensadores «radicales» suelen expresar una teoría radical, pero luego se involucran en prácticas convencionales que han sido aprobadas por la cultura del dominador. Sin duda, las recompensas recibidas por la jerarquía educativa dominante reducen los esfuerzos para resistir y para transformar la educación. Por ello, si comprendemos que la liberación es un proceso continuo, debemos aprovechar todas las oportunidades para descolonizar nuestras mentes y las de nuestros estudiantes. A pesar de los reveses que se han sufrido, ha habido cambios radicales constructivos en la manera en que enseñamos y aprendemos, y se seguirán produciendo mientras haya mentes «centradas en la libertad» que enseñen a transgredir y a transformar.

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