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Enseñanza 3
Pedagogía del compromiso
ОглавлениеLa pedagogía del compromiso empieza al asumir que aprendemos mejor cuando estudiante y profesor interactúan en su relación. Como líderes y facilitadores, los docentes tienen que descubrir lo que los estudiantes saben y lo que necesitan saber. Este descubrimiento solo se produce si los profesores están dispuestos a llevar a sus estudiantes más allá de un nivel superficial. Como docentes, podemos crear un clima óptimo para el aprendizaje si conocemos el nivel de conciencia e inteligencia emocional que hay en el aula. Esto significa que debemos tomarnos nuestro tiempo para conocer a quiénes estamos enseñando. Cuando empecé a trabajar en el aula mi mayor preocupación, incluso con un punto obsesivo, fue, como les pasa a muchos docentes, si sería capaz o no de abordar la gran cantidad de información y de temas que tenía asignados. Con el fin de asegurarme de que tendría tiempo de cubrir todo lo que me parecía relevante, no reservé ningún momento para que los estudiantes se presentaran o compartieran conmigo algo de información acerca de dónde venían y cuáles eran sus sueños y esperanzas. Pero luego me di cuenta de que si dedicaba tiempo a hacer que todo el mundo se conociera, la energía de la clase era más positiva y propicia para el aprendizaje.
Ahora, con la experiencia que he adquirido en más de treinta años de docencia, nunca empiezo a enseñar, en ningún contexto, sin antes sentar las bases de una comunidad en el aula. Para hacerlo, es fundamental que docentes y estudiantes dispongan de un tiempo para conocerse. Este proceso puede empezar simplemente por escuchar la voz de cada persona cuando dice su nombre. La primera vez que me encontré con el monje budista vietnamita Thich Nhat Hanh me sorprendió su insistencia sobre lo mucho que se puede aprender, antes incluso de pronunciar palabra alguna, cuando un estudiante está frente a un profesor extraordinario y perspicaz. Thich Nhat Hanh menciona un proverbio chino que dice: «Cuando nace un Gran Maestro, el agua de los ríos se vuelve clara y las plantas y árboles de las montañas crecen más verdes». Aunque Thay (Nhat Hanh) se refiere a un maestro espiritual, quienes hemos asistido a clases con profesores maravillosos sabemos bien que su presencia es iluminadora.
Considerar el aula como un lugar en el que docentes y estudiantes pueden compartir su «luz interior» permite vislumbrar quiénes somos y cómo podemos aprender juntos. Me gusta captar la atención de las mentes y los corazones de los estudiantes mediante ejercicios sencillos de escritura, de completar frases. Por ejemplo, podemos improvisar un fragmento que empiece por una frase como «El mejor momento de mi vida fue cuando…». O podemos traer un pequeño objeto a clase y entonces escribir un breve párrafo sobre su valor e importancia. Al leer en voz alta estos textos cortos tenemos la oportunidad de ver y escuchar cada voz única. Muchos docentes saben lo que es sentarse en un aula de veinte o más estudiantes y esperar que se produzca un animado diálogo para encontrarse finalmente con que solo hablan las mismas dos o tres personas. Al escribir y leer párrafos juntos, se reconoce el poder de la voz de cada estudiante y se crea un espacio para que todos hablen cuando tengan algo relevante que decir.
Nunca pido a los estudiantes que hagan una tarea de redacción en clase que yo no esté dispuesta a escribir. Mi disposición a compartir, a exponer mis pensamientos e ideas, demuestra la importancia de exteriorizar lo que pensamos, de superar el miedo y la vergüenza. Cuando asumimos riesgos, participamos mutuamente en la tarea de construir una comunidad de aprendizaje. Descubrimos juntos que podemos ser vulnerables en el espacio de ese aprendizaje compartido, que podemos arriesgarnos. La pedagogía del compromiso enfatiza la participación mutua, porque el movimiento de las ideas, su intercambio mutuo, es lo que forja un vínculo significativo de trabajo entre quienes estamos en el aula. Este proceso contribuye a reforzar la integridad del docente y, al mismo tiempo, anima a los estudiantes a trabajar con integridad.
La palabra «integridad» alude a una cualidad de todo ser que no carece de ninguna de sus partes. Por lo tanto, la pedagogía del compromiso hace del aula un lugar adecuado para mostrarse por completo, con plenitud, y para que los estudiantes puedan ser sinceros, es decir, abrirse de forma radical. El aula también debe ser un espacio en el que puedan expresar sus miedos, exponer por qué se resisten a pensar, a opinar, y en el que también puedan celebrar plenamente los momentos en los que todo encaja y se produce un aprendizaje colectivo. Siempre que se experimenta un aprendizaje genuino se están generando también las condiciones para la autorrealización, incluso cuando esta no es una meta de nuestro proceso pedagógico. Debido a que la pedagogía del compromiso pone de relieve la importancia del pensamiento independiente y de que cada estudiante encuentre su voz propia y única, este reconocimiento suele empoderar a las y los estudiantes. Esto es especialmente vital para quienes, de otro modo, podrían sentir que no son «válidos», que no pueden ofrecer ninguna contribución valiosa.
La pedagogía del compromiso presupone que todos los estudiantes pueden hacer contribuciones valiosas durante el proceso de aprendizaje. Sin embargo, no presupone que todas las voces deban ser escuchadas a cada momento o que deban disponer del mismo tiempo. Desde el inicio de mi carrera universitaria y durante mis primeros años como profesora, he asistido a clases en las que los docentes estaban casi obsesivamente preocupados por la «ecuanimidad». Para ellos, esto significaba que cada estudiante tenía que disponer del mismo tiempo para hablar y que todas las voces debían tener igual peso e importancia. A menudo, esto conducía a situaciones en las que algunos estudiantes que no estaban preparados hablaban sin parar. En las aulas comprometidas, los estudiantes aprenden a valorar el acto de hablar y el diálogo, y también aprenden a hablar cuando tienen algo significativo que aportar. Comprender que todos los estudiantes tienen alguna contribución valiosa que ofrecer a la comunidad de aprendizaje significa que hay que respetar todas las competencias, no solo la de hablar. Los estudiantes que se distinguen por su capacidad de escucha activa también contribuyen mucho a la formación de la comunidad. Esto también sucede con quienes tal vez no hablen mucho, pero que, cuando lo hacen —a veces solo al leer los ejercicios escritos—, aportan contribuciones más significativas que las de otros que siempre formulan abiertamente sus ideas. Y, por supuesto, hay ocasiones en las que un silencio activo, cuando la persona se detiene a pensar antes de hablar, aporta mucho a la dinámica de las clases.
Cuando los estudiantes están plenamente comprometidos, los docentes ya no tienen que asumir en solitario el liderazgo en el aula. En lugar de esto, la clase funciona más como una cooperativa, en la que cada uno contribuye para asegurarse de que se usan todos los recursos y para garantizar un aprendizaje óptimo y adecuado para todo el mundo. En última instancia, los docentes quieren que los estudiantes aprendan, que vean la educación como un medio de desarrollo personal y de autorrealización. En mi libro Enseñar a transgredir. La educación como práctica de la libertad, dije: «Para educar para la libertad, entonces, tenemos que poner en cuestión y cambiar la manera en que todo el mundo piensa sobre el proceso pedagógico. Esto se aplica en particular a las y los estudiantes». La pedagogía del compromiso es fundamental en cualquier tentativa de repensar la educación, porque conlleva la promesa de una participación plena de los estudiantes. La pedagogía del compromiso establece una relación mutua entre docente y estudiantes que fomenta el crecimiento de ambas partes y crea una atmósfera de confianza y compromiso, que se da cuando se produce el aprendizaje genuino. Al expandir tanto el corazón como la mente, la pedagogía del compromiso nos hace mejores aprendices, porque nos pide que acojamos y exploremos juntos la práctica del saber, que veamos la inteligencia como un recurso que puede fortalecer el bien común.