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Enseñanza 2
Educación democrática

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Crecí en la década de los cincuenta del siglo pasado en Estados Unidos, cuando todavía existía la segregación racial en las escuelas y cuando las semillas de la lucha por los derechos civiles se propagaban silenciosamente. En aquel momento, la gente hablaba sobre el significado y el valor de la democracia. Era un tema de discusión pública y también un asunto que estaba presente en las conversaciones privadas. Hombres negros como mi padre, que había combatido en la Segunda Guerra Mundial, en la infantería segregada, formada solo por negros, volvieron a casa decepcionados por una nación que los había enviado a luchar y a morir por «un mundo seguro para la democracia» y que, al mismo tiempo, les negaba derechos civiles. Pero esta decepción no los llevó a la desesperación. Fue un catalizador que los impulsó a luchar en Estados Unidos para hacer de nuestra nación una verdadera democracia. Durante mis años en el instituto, participé en Voice of Democracy (Voz de la democracia), un concurso de ensayos que estaba patrocinado por una asociación de veteranos de guerra y que tenía como finalidad otorgar becas escolares a los ganadores. En mis ensayos expresaba de forma muy apasionada la opinión de que nuestro país era una gran nación, la mejor del mundo, porque tenía un fuerte compromiso con la democracia. Escribía que los ciudadanos deben asumir la responsabilidad de proteger y mantener la democracia. Como a muchos niños negros, me habían enseñado que uno de los rasgos más importantes de nuestra democracia era que garantizaba el derecho de todos los ciudadanos a la educación, con independencia de su raza, género o clase social.

En la actualidad, apenas hay debate público entre los estudiantes sobre la naturaleza de la democracia. La mayoría tan solo asume que vivir en una sociedad democrática es un derecho innato; no les parece que tengan que trabajar para conservarla. Puede que ni siquiera asocien la democracia con el ideal de igualdad. En sus mentes, el enemigo de la democracia es siempre —y únicamente— un «otro» extranjero, que se mantiene a la espera para atacar y destruir el modo de vida democrático. No leen a los grandes pensadores estadounidenses del pasado y del presente que nos han enseñado el significado de la democracia. No leen a John Dewey. No conocen su poderosa idea de que «la democracia tiene que nacer de nuevo en cada generación, y la educación es su partera». También James Beane y Michael Apple, en su libro Escuelas democráticas, inciden en la necesidad de alinear la educación escolar con los valores democráticos y, parafraseando a John Dewey, afirman que «para que las personas consigan y mantengan una forma de vida democrática, deben tener oportunidades de aprender lo que esa forma de vida significa y cómo se puede practicar». Cuando grupos de ciudadanos estadounidenses desprovistos de derechos trabajaron para cambiar las instituciones educativas y garantizar que cualquier persona pudiera acceder a ellas con toda libertad —personas no blancas y mujeres blancas, junto con otros aliados en la lucha— se produjo un dinámico diálogo nacional sobre los valores democráticos. En este diálogo se consideró que los docentes eran portadores esenciales de los ideales de la democracia. Esos ideales estaban presididos por un profundo y permanente compromiso con la justicia social.

Muchos de los aliados en aquella lucha eran hombres blancos que, en virtud de sus circunstancias y privilegios, iban a la vanguardia en los esfuerzos por hacer de la educación un lugar donde siempre se alcanzaran los ideales democráticos. Y, sin embargo, muchos de estos defensores de los valores democráticos estaban divididos. En el ámbito de la teoría, defendían que cualquier persona tenía derecho a la educación, pero, en la práctica, contribuían a mantener las jerarquías en las instituciones educativas, donde se favorecía a los grupos privilegiados. Era lo mismo que le pasaba a Thomas Jefferson, pues, a pesar de que hizo una gran contribución al surgimiento de la democracia, su mente estaba dividida. Aunque Jefferson proclamó que había que «educar e informar al pueblo», en gran parte de su obra muestra que su pensamiento estaba dividido. Por un lado, podía hablar y escribir de forma muy elocuente sobre la necesidad de defender el espíritu de la democracia y la igualdad, pero, por otro, tenía esclavos y negaba a las personas negras los derechos humanos más básicos. A pesar de estas contradicciones, Jefferson no vaciló al manifestar que era crucial abrazar el cambio para el «progreso del espíritu humano». Y escribía: «A medida que [el espíritu humano] deviene más desarrollado, más ilustrado, que se hacen nuevos descubrimientos, que nos son desveladas nuevas verdades y que cambian las costumbres y las opiniones con las circunstancias, las instituciones deben a su vez cambiar y caminar con su tiempo». Ciertamente, la formación escolar y la educación empezaron a sufrir cambios profundos y radicales a medida que se popularizaba la crítica de los valores patriarcales, capitalistas e imperialistas y del supremacismo blanco.

La cultura conservadora del dominador respondió a esos cambios mediante un ataque a determinadas políticas públicas, como las que introdujeron acciones afirmativas gracias a las cuales las instituciones de educación superior habían podido aceptar a grupos carentes de derechos. En consecuencia, las puertas a la educación que se habían abierto y estaban permitiendo el acceso a las personas sin derechos empezaron a cerrarse. El subsiguiente aumento de escuelas privadas debilitó las escuelas públicas, mientras que la enseñanza que estaba orientada al aprendizaje mecánico —es decir, a preparar al alumnado para realizar pruebas de tipo test— reforzó la discriminación y la exclusión, mientras que la segregación basada en la raza y la clase social se volvió la norma comúnmente aceptada. Además, se redujo la financiación para la educación en todos los frentes. Los docentes progresistas que habían luchado para realizar cambios radicales fueron, sencillamente, comprados. El estatus y los elevados salarios los llevaron a unirse al sistema que poco antes habían intentado desmantelar.

En la década de los noventa del siglo pasado, los Estudios Negros, los Estudios de las Mujeres y los Estudios Culturales fueron reformulados para que dejaran de ser espacios progresistas en el sistema educativo, y evitar así que desde ahí se pudiera dar voz a un discurso público sobre la libertad y la democracia. Fueron, en su mayor parte, desradicalizados. Y los espacios en los que no se produjo la desradicalización se convirtieron en guetos, es decir, en el escenario adecuado para los estudiantes que quieren asumir una imagen pública radical. Hoy en día, los docentes que se niegan a llevar a cabo la desradicalización son casi siempre marginados o se los invita a abandonar el mundo académico. Quienes no nos hemos rendido, quienes seguimos luchando para educar en la práctica de la libertad, podemos comprobar de primera mano cómo se socava la educación democrática. Y esto sucede a medida que los intereses de las grandes empresas y del capitalismo corporativo empujan a los estudiantes a concebir la educación como un simple medio para alcanzar el éxito material. Esta forma de pensar hace que la acumulación de información sea más importante que la obtención de conocimientos o el aprendizaje para pensar de forma crítica.

El principio de igualdad, que es fundamental en los valores democráticos, significa poco en un mundo dominado por una oligarquía global. Mediante la utilización de la amenaza de ataques terroristas para convencer a la ciudadanía de que la libertad de expresión y de protesta está en peligro, los gobiernos del mundo están adoptando políticas fascistas que socavan la democracia en todos los frentes. Hervé Kempf, al explicar que «el capitalismo ya no necesita a la democracia», en su vigoroso y polémico libro Cómo los ricos destruyen el planeta, sostiene:

De este modo, la democracia viene a oponerse a los objetivos buscados por la oligarquía: favorece la oposición a los privilegios infundados, alimenta el cuestionamiento de los poderes ilegítimos, lleva a un análisis racional de las decisiones. Por lo tanto, es cada vez más peligrosa, en una época en la que las peligrosas desviaciones del capitalismo son cada vez más evidentes.

Ahora más que nunca, necesitamos docentes que hagan de las escuelas lugares en los que las condiciones para la conciencia democrática puedan establecerse y florecer.

Los sistemas educativos han sido, en Estados Unidos, el principal ámbito en el que se ponían en valor, tanto en la teoría como en la práctica, la libertad de expresión, la discrepancia y las opiniones plurales. Susan Griffin, en su fundamental análisis sobre este tema, Wrestling with the Angel of Democracy: On Being an American Citizen (Luchar con el ángel de la democracia. El significado de ser un ciudadano estadounidense), nos recuerda que «mantener vivo el espíritu de la democracia requiere una revolución continua». Por su parte, Marianne Williamson, en la profunda reflexión acerca de la democracia que lleva a cabo en The Healing of America (La curación de América), recalca las formas en las que el principio democrático de igualdad sigue sustentando los valores democráticos:

Hay personas en Estados Unidos que hacen hincapié en nuestra unidad y, sin embargo, no logran comprender la importancia de nuestra diversidad, de igual manera que hay quienes enfatizan nuestra diversidad, pero son incapaces de apreciar la importancia de nuestra unidad. Es preciso que honremos ambas cualidades. Las dos son importantes, y la relación que mantienen la una con la otra refleja una verdad filosófica y política sin la cual no podemos prosperar.

Griffin se hace eco de estos sentimientos: «En una democracia se expresarán numerosos puntos de vista sobre todos los asuntos posibles, y casi todos ellos deben tolerarse. Este es uno de los motivos por los que las sociedades democráticas suelen ser plurales». El futuro de la educación democrática vendrá determinado por la dimensión de la victoria de los valores democráticos por encima del espíritu de la oligarquía que pretende silenciar las voces críticas, prohibir la libertad de expresión y negar a la ciudadanía el acceso a la educación.

Los docentes progresistas seguimos honrando la educación como práctica de la libertad porque comprendemos que la democracia florece en un entorno donde se valora el aprendizaje, donde la capacidad de pensar es señal de una ciudadanía responsable y donde la libertad de expresión y la voluntad de disentir se aceptan y se fomentan. Griffin sostiene al respecto:

El hecho de que las personas que contribuyen a fomentar la conciencia democrática vayan más allá de las limitaciones que imponen los prejuicios y las suposiciones es compatible con un profundo deseo de libertad de expresión y pensamiento, no solo como herramientas en las eternas batallas por el poder político que tienen lugar en cualquier época, sino desde un impulso democrático aún más importante, el deseo de ampliar las conciencias.

La educación democrática se basa en la premisa de que la democracia funciona, de que se encuentra en los cimientos de cualquier proceso genuino de enseñanza y aprendizaje.

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