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Enseñanza 6
Propósito

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En la sociedad en general, más allá del entorno académico, un tema que preocupa a las personas en su día a día es el objetivo que pretenden conseguir en sus vidas. Quieren tener una comprensión más clara de la vida, es decir, de lo que le da sentido. En cambio, en los entornos profesionales, los docentes, sobre todo quienes trabajamos en las universidades, casi nunca discutimos cuál es nuestro propósito. Apenas hablamos sobre cómo vemos nuestro rol de profesores. En gran medida, me he formado una idea sobre el papel de los docentes a partir de los conocimientos que recibí de los profesores que tuve como estudiante. Estos solían dividirse en tres categorías: los que veían la profesión como un trabajo fácil con muchas vacaciones, los que la veían como algo relacionado con la transmisión de informaciones y conocimientos que pueden ser medidos fácilmente, y, por último, los que tenían un firme compromiso con la tarea de expandir la inteligencia de sus estudiantes, de ayudarlos a aprender lo máximo posible. Fueron los profesores de esta tercera categoría quienes más me influyeron, y quienes siguen influyéndome y sirviéndome de inspiración.

Aquellos docentes comprometidos, que se preocupaban por la integración entre la reflexión y el aprendizaje de contenidos, querían que sus estudiantes crecieran y se autorrealizaran. Como la profesora de escuela primaria que se dio cuenta de mi amor por la lectura y me permitió sacar más libros prestados de la biblioteca de lo que se consideraba apropiado, o como la profesora que, en la facultad, pasó copias de un poema que yo había escrito sin revelar la autoría, para ver si se podía identificar el género de la autora. Con aquel breve ejercicio, nos demostró a todos en el aula que el género no determinaba si una persona podía ser o no una buena escritora. Al mostrarnos la falsedad del pensamiento sexista, que era común en aquella época e insistía en que las obras de las mujeres jamás podrían ser tan buenas como las de los hombres, derribó los muros de la prisión que había colonizado nuestra imaginación y mantenía nuestras mentes cautivas. Para mí, fue un momento transformador que me cambió la vida.

Llegué a la Universidad de Stanford desde un mundo pequeño y segregado en Kentucky, pero, tanto en la escuela segregada, solo para personas negras, como en el instituto racialmente desegregado a los que asistí, siempre me dijeron que era una buena escritora. Cuando entré en la universidad, los profesores me preguntaban todo el tiempo acerca de lo que escribía, sugiriendo que o bien alguien me había ayudado o bien que tal vez me estaba apropiando de las palabras de otra persona. Aunque a menudo quedaban satisfechos con mis respuestas, estas preguntas eran un duro golpe para mi autoestima. Pero las heridas en mi espíritu creativo sanaron en las clases de Diane Middlebrook, la aclamada autora de las biografías de Anne Sexton y Sylvia Plath. Me dijo que mi voz era fuerte y poderosa, y que crecería y maduraría como escritora. Estos fueron el tipo de momentos relacionados con la enseñanza que me inspiraron. En unas pocas clases, Middlebrook desafió a los estudiantes a pensar más allá del sexismo. Durante su curso, todos cambiamos.

A pesar de esos momentos increíbles que viví, de estudiante solía considerar el aula como un lugar deshumanizador. Fueron las experiencias dolorosas las que me motivaron para esforzarme en enseñar de forma humanizadora, que elevara los espíritus de mis estudiantes con el fin de que alcanzaran su propia plenitud de pensamiento y de ser. Pero, aunque tenía claramente definida mi vocación de profesora, al principio de mi carrera como docente no era consciente de que la mayoría de estudiantes llegaban a las aulas con la mente y la imaginación colonizadas. Tampoco estaba preparada para enfrentarme al hecho de que muchos profesores vieran con hostilidad la idea de la educación como práctica de la libertad. Al principio de mi carrera docente, no había aprendido aún las habilidades que me permitirían facilitar la apertura de mentes cerradas.

Había decidido que la humanización, la creación de una comunidad de aprendizaje en el aula, era mi objetivo, y sabía que para llevar a cabo con éxito esta tarea tenía que enseñar a pensar críticamente, pero cuando los estudiantes empezaban a «cambiar» de idea como consecuencia de mis clases, me preocupaba la posibilidad de estar transgrediendo los límites establecidos. Antes de ser profesora numeraria, el hecho de enseñar de una manera que se salía de la norma me provocaba un gran estrés. Siempre tenía miedo de ser castigada. Y mi peor miedo era no conseguir conectar con los estudiantes, ser atacada y desautorizada por ellos en todos los ámbitos. Los profesores que se esfuerzan por educar en la práctica de la libertad suelen dudar de su propósito cuando hay uno o varios estudiantes que interrumpen constantemente la clase con interpelaciones negativas. Cuando los estudiantes responden a mis prácticas con negatividad —incluso si se trata tan solo de un grupo pequeño y ruidoso—, me asaltan las dudas. Son los éxitos individuales, semejantes a aquella experiencia que viví en las clases de Middlebrook, los que hacen que recupere la fe y que deje de vacilar.

Enseñar pensamiento crítico

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