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Enseñanza 5
Integridad

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A lo largo de la historia de la educación en Estados Unidos, tanto en el sistema escolar público como en la enseñanza superior, las políticas patriarcales, imperialistas, capitalistas y supremacistas blancas han moldeado las comunidades educativas y han influido en la forma en la que se presentaba el conocimiento a los estudiantes, así como en la naturaleza de dichas informaciones. Ha sido apenas en los últimos veinte años cuando se ha cuestionado radicalmente lo que se enseñaba y cómo se enseñaba. El uso de la educación como herramienta de colonización, que sirve para enseñar a los alumnos a mantenerse leales al statu quo, se ha convertido en la norma aceptada, hasta tal punto que no se puede atribuir ninguna culpa de ello al amplio cuerpo de docentes, que simplemente han enseñado de la misma forma en que se les había enseñado a ellos. Cuando incluso un niño pequeño puede plantear que «si ya había nativos americanos aquí antes de Colón, ¿por qué decimos que Colón descubrió América?», es evidente que siempre tiene que haber habido docentes que cuestionaran el sistema, que vieran con claridad que gran parte de lo que enseñaban tenía como objetivo reforzar las políticas del patriarcado imperialista, capitalista y supremacista blanco.

Al transformar la educación en una herramienta de colonización masiva, la cultura del dominador hizo del aula, en esencia un lugar sin integridad alguna. No toda la enseñanza estaba sesgada a favor del statu quo, pero gran parte de ella sí, sobre todo en las escuelas primarias. Como allí se les ha enseñado a los alumnos a creer en la superioridad del imperio, de Estados Unidos, de la blanquitud y de la masculinidad, en el momento en que muchos de ellos llegan a la universidad, su adoctrinamiento está profundamente arraigado. Una de las grandes revoluciones de los últimos cincuenta años ha sido el cuestionamiento de los prejuicios de los educadores. Este cuestionamiento, en gran parte, empezó a producirse en los años sesenta, cuando militantes del movimiento Black Power empezaron a objetar que la historia y la literatura se enseñaban de forma distorsionada para conseguir que las personas negras interiorizaran el autoodio. A partir de los años cincuenta, la lucha por los derechos civiles llevó a las personas negras concienciadas a cuestionarse qué se les enseñaba sobre ellas mismas, sobre la historia negra. En muchos hogares negros, los padres contaban a sus hijos relatos sobre nuestra historia y nuestro pasado que divergían respecto a los que aprendían de los profesores supremacistas blancos. Durante mis años de educación secundaria, recuerdo haber preguntado a mis profesores por qué nunca leíamos literatura de autores negros. Me respondían que no existían escritores negros. Y cuando me presenté en la escuela con una lista de autores que mis padres me habían dado, se me dijo que su escritura no se consideraba «gran» literatura, que era inferior y que no merecía figurar en los programas de enseñanza. En aquellos días, nadie en el sistema educativo cuestionaba la manera en la que el pensamiento supremacista blanco influía en la enseñanza.

A pesar de que muchos profesores, sobre todo los blancos, se limitaban a seguir las normas, a enseñar como les habían enseñado a ellos, la deshonestidad y los sesgos llenos de odio en los que basaban su docencia eran dañinos en extremo para los estudiantes. A medida que crecíamos, la discriminación de género, apoyada estrechamente por las enseñanzas religiosas, se reforzaba tanto en nuestras escuelas como en nuestros hogares. Aunque el pensamiento racista sí era discutido a menudo por nuestros padres, también es cierto que muchos de ellos no cuestionaban la información que sus hijos recibían en la escuela, ni intervenían en esa enseñanza. Por supuesto, el pensamiento racista internalizado moldea la manera en la que la mayoría de las personas negras enseñan y crían a sus hijos. Y muchas de ellas fueron colonizadas, es decir, se les enseñó a aceptar y apoyar el supremacismo blanco. Es posible que personas negras que participaban en las manifestaciones por los derechos civiles y protestaban contra el racismo de los blancos, en sus hogares defendieran la estética del supremacismo blanco y enseñaran a sus hijos a valorar las pieles claras y a desvalorizar las oscuras. Gran parte de este racismo internalizado fue fomentado y alimentado en entornos educativos.

El racismo es solo uno de los sistemas de dominación que los educadores han perpetuado y mantenido. De igual modo que durante el instituto me dijeron que no había escritores negros, en los primeros años de universidad en un centro educativo de élite se me enseñó que las mujeres no podían ser «grandes» escritoras. Por fortuna, tuve una profesora blanca que nos enseñó a reconocer y desafiar los sesgos patriarcales. Sin su docencia contrahegemónica, ¿cuántas mujeres habrían visto cómo su anhelo por escribir se destruía? ¿Cuántas se habrían licenciado pensando que para qué intentarlo si nunca serían lo bastante buenas?

Pusiera donde pusiera el énfasis la cultura del dominador (sexismo, racismo, homofobia, etcétera), hasta hace muy poco casi todos los profesores desempeñaban un papel fundamental para reforzar, promover y mantener los sesgos. Así pues, muchas aulas no eran entornos que colocaran la honestidad y la integridad en la base del aprendizaje de los estudiantes. Y, a pesar de los avances, esto no ha cambiado en muchas escuelas. Las aulas no pueden cambiar si los profesores nos resistimos a admitir que para enseñar sin sesgos hay que reaprender, que debemos volver a ser estudiantes. En la universidad en la que trabajo, un profesor blanco de sociología se enorgullecía de que, en las primeras clases de su curso, advertía a los alumnos de que en su asignatura se centraría en los asuntos de clase social, y no en los de raza y género. Presumiblemente, quería decir que, como los viejos izquierdistas, se centraría tan solo en la economía, tal como le habían enseñado a él. Quizá no quería que los estudiantes analizaran los múltiples aspectos con los que la raza y el género conforman la construcción de clase en nuestra sociedad. O podría ser que, debido a su forma de pensar típicamente patriarcal y supremacista blanca, ese profesor creyera con firmeza que la raza y el género no afectan a las relaciones de clase. Su advertencia autoritaria silenciaba eficazmente a los estudiantes, que no se atrevían a formular según qué preguntas.

Nunca sabremos hasta qué punto la traición a la integridad, a través de los prejuicios en la educación, ha sido y sigue siendo dañina desde un punto de vista psicológico. Las críticas contemporáneas acerca de cómo los sesgos condicionan la educación —el cómo aprendemos lo que aprendemos— han supuesto una intervención tan radical que ha provocado la restauración de la integridad en las aulas. La integridad está presente cuando hay congruencia o concordancia entre lo que decimos, lo que pensamos y lo que hacemos. El principal significado de la palabra está relacionado con la plenitud. En Los seis pilares de la autoestima, Nathaniel Branden la define así: «La integridad es la integración de ideales, convicciones, normas, creencias, por una parte, y la conducta, por otra. Cuando nuestra conducta es congruente con nuestros valores declarados, cuando concuerdan los ideales y la práctica, tenemos integridad». Se habla muy poco o nada sobre la integridad en el aula. Por desgracia, muchos docentes y estudiantes consideran la integridad un concepto anticuado que ha perdido el sentido en un mundo en el que todos se esfuerzan en alcanzar el éxito. Y, sin embargo, cuando los estudiantes aprenden en un contexto carente de integridad, es probable que internalicen lo que la psicoanalista Alice Miller llama «pedagogía venenosa».

En las actuales instituciones educativas hay docentes que han respondido de manera constructiva a las críticas sobre los sesgos, y, en consecuencia, han cambiado su temario y han escogido enseñar de forma que se respete la diversidad de nuestro mundo y de nuestros estudiantes. Estos profesores, que desean convertir sus aulas en unos espacios donde la integridad sea valiosa, para que la educación como práctica de la libertad se convierta en la norma, son muy valientes, porque el mundo que los rodea menosprecia la integridad. Decidirse por mantener estándares altos para el compromiso y el desempeño pedagógicos es una de las maneras de garantizar que la integridad prevalecerá.

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