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Enseñar: una introducción

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Cuando empecé mi proceso educativo en las escuelas segregadas, solo para personas negras, de Kentucky, en la década de los cincuenta, tuve la suerte de que nuestros profesores, que eran afroamericanos, se preocuparan seriamente de que tanto yo como el resto de los estudiantes recibiéramos una «buena educación». Para aquellos profesores, una «buena educación» no consistía solo en transmitirnos conocimientos y prepararnos para ejercer una profesión, también querían que fomentara un compromiso indisoluble con la justicia social y, en especial, con la lucha por la igualdad racial. Creían firmemente que los profesores deben ser siempre compasivos. El hecho de que encarnaran de forma ejemplar una inteligencia superior y una moralidad ética moldeó mi percepción de la escuela como un lugar en el que el deseo de aprender podía ser alimentado y crecer. Los maestros de nuestras escuelas segregadas esperaban que fuéramos a la universidad. Se inspiraban en lo que W. E. B. Du Bois había dicho, en 1933, acerca de la educación superior de las personas negras:

Tenemos en nuestras manos este futuro posible, pero no por deseo y voluntad, sino por pensamiento, planificación, conocimiento y organización. Si la universidad logra que surja de ella en los próximos tiempos un negro americano que se conozca a sí mismo, que sea consciente de su difícil situación y que sepa protegerse a sí mismo y luchar contra los prejuicios raciales, entonces, y no de otra manera, el mundo que soñamos se hará realidad.

Aquellos profesores nos enseñaron que la educación era el camino más adecuado para alcanzar la libertad. Estaban allí para guiarnos, nos mostraban el camino que conducía a ella.

Cuando llegué a la universidad, me sorprendió mucho ver que había profesores cuya principal fuente de placer parecía ser el ejercicio de su poder autoritario sobre la clase, aplastando así nuestros espíritus y deshumanizando nuestras mentes y nuestros cuerpos. Yo había escogido la Universidad de Stanford, un centro predominantemente blanco, sobre todo porque los programas de becas y apoyo financiero eran mejores que los que se ofrecían en las instituciones para personas negras. Pero no se me había ocurrido pensar en cómo sería estudiar con profesores universitarios racistas. Incluso a pesar de que en el instituto había tenido docentes abiertamente racistas que nos trataban con desprecio y de forma desagradable, había idealizado la universidad. Creía que sería un paraíso centrado en la enseñanza, donde estaríamos todos tan ocupados estudiando que no tendríamos tiempo para los mezquinos asuntos mundanos, y mucho menos para el racismo.

Necesitamos más relatos autobiográficos de la primera generación de estudiantes negros que ingresaron en escuelas y universidades predominantemente blancas. Imaginad cómo os sentiríais si quien os enseñara no os considerara completamente humanos. Imaginad lo que se siente cuando quienes te enseñan creen que pertenecen a una raza superior, que no deberían tener que rebajarse a enseñar a estudiantes a los que consideran incapaces de aprender.

Por lo general, sabíamos qué profesores blancos nos odiaban y nos manteníamos alejados de sus clases, salvo que fueran imprescindibles. Dado que muchos de nosotros habíamos llegado a la universidad en el contexto de una poderosa lucha antirracista por los derechos civiles, éramos conscientes de que íbamos a encontrar aliados en esa batalla, y así sucedió. Pero lo más sorprendente fue que el machismo sin complejos de mis profesores varones resultó aún más duro que su racismo velado.

Ir a clase en medio de aquel clima novedoso y extraño de cambio racial era al mismo tiempo estimulante y aterrador. En esos días, casi todo el mundo hablaba del inicio de una nueva era de igualdad y de educación democrática, pero, en realidad, las viejas jerarquías de raza, clase y género permanecían intactas. Y aparecieron rituales inéditos para asegurar que todo ello siguiera siendo así. Intentar conciliar esos dos mundos —uno en el que éramos libres para estudiar y aprender como cualquier otra persona y otro en el que continuamente se nos recordaba que no éramos como cualquier otra persona— me generó cierta esquizofrenia. Quería aprender, y disfrutaba haciéndolo, pero también temía a casi todos mis profesores.

Fui a la universidad para convertirme en profesora, sin embargo, ya no tenía ningún deseo de enseñar. Ahora quería ser escritora. Sin embargo, aprendí enseguida que trabajar largas jornadas en empleos no cualificados no me ayudaría a convertirme en escritora, y al final concluí que la docencia era la mejor profesión a la que se puede dedicar alguien que quiere escribir. Mientras duraron mis estudios tuve también a profesores progresistas que educaban en la práctica de la libertad y, aunque habían sido la excepción, el hecho de conocerlos me inspiró. Supe que quería seguir su ejemplo y convertirme en una profesora que ayudara a sus estudiantes a aprender de forma autónoma. Y me convertí en ese tipo de profesora, influenciada por las mujeres y los hombres progresistas (negros y blancos) que me habían enseñado una y otra vez, desde la escuela primaria hasta la universidad, el poder del conocimiento. Estos profesores y profesoras me enseñaron que se puede elegir educar en la práctica de la libertad.

A partir del apoyo al desarrollo personal y la autorrealización de los alumnos en las clases, aprendí enseguida a amar la enseñanza. Me encantaban los estudiantes. Me encantaba el aula. También me pareció muy inquietante que muchos de los abusos de poder que experimenté durante mi formación siguieran siendo habituales, y quise escribir sobre ello.

Cuando le hablé por primera vez a Bill Germano —mi editor en Routledge desde hacía mucho tiempo— de que tenía la intención de escribir un libro que incluyera una serie de ensayos sobre la enseñanza, se mostró reticente. Me dijo que tal vez no hubiera público para una obra así, y que, además, yo no era profesora en el área de la pedagogía, pues mis trabajos publicados hasta aquel momento se habían centrado en la teoría feminista y la crítica cultural. Entonces le comenté que me proponía explorar las conexiones entre la pedagogía del compromiso y las cuestiones de raza, género y clase, y también quería centrarme en cómo había influido en mis reflexiones el trabajo de Paulo Freire. A medida que me iba escuchando, como siempre hace, Germano se convenció. Y así fue como se publicó, en 1994 y con gran éxito, Enseñar a transgredir: la educación como práctica de la libertad.

Diez años después publiqué Teaching Community: A Pedagogy of Hope (Comunidad de aprendizaje. Una pedagogía de la esperanza), la «secuela» de Enseñar a transgredir, donde seguí explorando cuestiones sobre la pedagogía del compromiso. En la introducción, titulada «Teaching and Living in Hope» (Enseñar y vivir con esperanza), hablé acerca de cómo mi primer libro sobre la enseñanza llegó a un público muy diverso y cómo creó un espacio en el que pude dialogar con docentes y estudiantes sobre educación. En concreto, escribí:

En los últimos años he pasado más tiempo enseñando a profesores y estudiantes sobre docencia del que he pasado en las aulas de los departamentos de inglés, estudios feministas o estudios afroamericanos. Esos nuevos espacios de diálogo no se abrieron solo a causa de la fuerza de Enseñar a transgredir. Esto también sucedió porque, cuando entré en la esfera pública, me empeñé, como profesora, en dotar de pasión, destreza y estilo al arte de la enseñanza: para el público quedó claro que practicaba lo que predicaba. Aquella unión de la teoría y la práctica constituyó un vigoroso ejemplo para los profesores que buscaban una sabiduría práctica.

Hace más de veinte años que algunos docentes me piden que aborde muchos temas que no se trataron de forma específica en mis dos primeros libros sobre la enseñanza. Quieren que escriba sobre diferentes cuestiones, que responda a preguntas que eran particularmente apremiantes para ellos.

En este libro, Enseñar pensamiento crítico, que cerrará mi trilogía sobre la enseñanza, no he seguido la estructura de las obras anteriores, en las que presenté una serie de ensayos, sino que me he centrado en algunas cuestiones e inquietudes que profesores y estudiantes me habían planteado y las he respondido con un breve comentario al que me refiero como «enseñanza». Las treinta y dos enseñanzas que presento aquí abordan desde diferentes perspectivas una amplia gama de cuestiones, algunas sencillas y otras complejas, relacionadas con la raza, el género y la clase social. Me ha hecho mucha ilusión escribir estos breves comentarios; hay muchísimas cuestiones relacionadas con la enseñanza que vale la pena considerar, aunque a veces parezcan poco aptas para ser tratadas en un ensayo extenso. Una profesora negra quería que abordara cómo podía mantener su autoridad en el aula sin ser percibida a través del estereotipo sexista y racista de la «mujer negra enfadada». Otra profesora quería que hablara sobre el hecho de llorar en el aula, mientras que un docente me pedía que disertara sobre el humor en las clases. Fue particularmente difícil abordar el tema de si podemos aprender de los pensadores y escritores que son racistas y sexistas. El poder que tienen los relatos, la función esencial que cumple la conversación en el proceso de aprendizaje y el lugar que ocupa la imaginación en el aula son solo algunas de las otras cuestiones que se tratan en este libro.

Todos los temas que se discuten aquí han surgido de mis conversaciones con profesores y estudiantes. Aunque las cuestiones abordadas no están conectadas por un tema central, todas ellas surgen de nuestro deseo colectivo de convertir el aula en un lugar donde se fragüe un compromiso firme y un aprendizaje intenso.

Enseñar pensamiento crítico

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