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Capítulo 7 Nine Elms

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Aunque no solo iba a sacarlo de la sala de interrogatorios, sino que también iba a ofrecerme a llevarlo a casa, Zachary Palmer parecía extrañamente molesto al verme.

—¿Por qué me has metido entre rejas? —preguntó mientras íbamos en el coche.

Le expliqué que no lo habíamos arrestado y que podría haberse marchado cuando quisiera. Pareció sorprendido al escucharlo, lo que confirmaba que o no era un delincuente profesional o era demasiado idiota para aprobar el examen de acceso.

—Quería limpiar la casa —dijo—. Ya sabes, para que estuviera bonita cuando vinieran sus padres de visita.

Había dejado de nevar durante la noche y el grueso del tráfico de Londres había desaparecido de las carreteras principales. Aún había que ir con cuidado por las bocacalles, especialmente porque varias pandas de chavales se dedicaban a tirar bolas a los coches que pasaban.

—Tienes una señora de la limpieza, ¿no? —dije.

—Oh, claro —dijo Zach como si lo recordara de repente—. Pero creo que hoy no viene y, de cualquier modo, no limpia para mí, sino para Jim. Ahora que él no está allí, probablemente no vendrá. No quiero que sus padres piensen que soy un vago, quiero que sepan que tenía un amigo.

—¿Cómo conociste a James Gallagher? —pregunté.

—¿Por qué siempre hacéis eso?

—¿El qué?

—Referiros a él por su nombre y apellido todo el rato —dijo Zach mientras se hundía en el asiento—. Le gustaba que lo llamaran Jim.

—Es una costumbre policial —dije—. Evita que haya confusiones y muestra cierto respeto. ¿Cómo lo conociste?

—¿A quién?

—A tu amigo Jimmy —dije.

—¿Podemos parar para desayunar?

—¿Sabes que han dejado completamente a mi elección que te acusemos o no? —mentí.

Zach empezó a dar golpecitos con los dedos en la ventana distraídamente.

—Yo era el amigo de uno de sus amigos más cercanos —dijo—. Nos caímos bien. Le gustaba Londres, pero era tímido, necesitaba un guía, y yo necesitaba un sitio para dormir.

Aquello se acercaba tanto a la declaración que le había dado primero a Guleed y después a Stephanopoulos que ni siquiera me creí que fuera verdad. Stephanopoulos le había preguntado por las drogas, pero Zach había jurado y perjurado por la vida de su madre que James Gallagher no había participado. No es que pusiera objeciones, es solo que no estaba interesado.

—¿Un guía para qué? —pregunté mientras tomaba la difícil curva de Notting Hill Gate. Había empezado a nevar otra vez, no con tanta fuerza como el día anterior, pero lo bastante para que la carretera estuviera resbaladiza e intratable.

—Para los pubs, las discotecas… —dijo Zach—. Ya sabes, sitios, galerías de arte… Londres. Quería ir a los sitios de Londres.

—¿Le enseñaste tú el sitio donde compró el cuenco de la fruta? —pregunté.

—No sé por qué te interesa tanto. Solo es un cuenco.

Sorprendentemente, no le dije que era porque pensaba que era un cuenco mágico. Esa clase de cosas son las que pueden dejarlo a uno en ridículo.

—Es un asunto policial —respondí.

—Sé dónde lo compró —dijo—. Pero primero tenemos que desayunar.

Portobello Road es una calzada larga y estrecha que se retuerce desde Notting Hill hasta la Westway y más allá. Ha sido la primera línea de combate de la guerra de aburguesamiento que se lleva librando desde que en los marchosos años sesenta los millones empezaron a llegar a Ladbroke Grove de la mano de las estrellas del pop y los directores de cine. Desde la época en la que uno podía corretear por el campo de la zona norte y coger peces en Counter’s Creek siempre ha existido un mercadillo. El de antigüedades, el tramo que más atrae a los turistas todos los sábados, solo lleva desde la década de los cuarenta, pero es en lo que piensan todos cuando escuchan el nombre. A medida que los millonarios sustituían a los bohemios ricachones en los ochenta, Portobello se ha convertido en un medidor del cambio social. Desde el extremo final de Notting Hill, las personas con sueldos de seis cifras han ido sisando las pequeñas y cuidadas casas adosadas victorianas y las grandes cadenas han buscado la forma de colarse entre las tiendas de antigüedades y las cafeterías jamaicanas. Los únicos en mantenerse como baluartes ante la marea implacable son los pisos de protección oficial de ladrillo rojo, que les lanzan miradas fulminantes a los habitantes de la City y a los profesionales de los medios y que hacen bajar los precios de las casas por su sola presencia.

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