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Capítulo XV

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Situación era aquella más crítica que la primera. Encerrados allí, estábamos a merced de un tunante, que a juzgar por su facha y lenguaje, no debía de ser modelo de virtudes porteriles. Los tres estábamos con mucha congoja, y ya nos creíamos cercados de ladrones y asesinos, aumentándose nuestro pavor con el cercano rugido del pueblo que llenaba el patio y corredores. Presentacioncita era la menos afectada de nuestra desdicha, porque tenía alma y corazón y sentidos fijos en los pasos de la policía y en el subir y bajar de la inquieta gente.

Transcurrió bastante tiempo sin que cesase nuestro apuro. Yo me desesperaba, y maldecía el instante en que neciamente consentí en la descabellada expedición; doña Salomé rezaba para que algún santo del cielo viniese en amparo nuestro, y Presentacioncita gemía sin hallar en nada consuelo. Lo peor de todo era que iba siendo ya muy tarde; había pasado la hora de la novena del Santo Ángel, habían dado las ocho, las nueve, iban a dar las diez… ¡horrible trance!, darían las también las once, las doce sin poder salir de allí.

Por fin, Dios quiso que los alguaciles encontraran al prófugo y lo sacasen fuera y se lo llevasen con dos mil demonios. Iba desocupándose el patio, se extinguían las voces poco a poco, y al fin, ¡San Antonio bendito!, el endiablado portero nos sacó de nuestro calabozo.

— ¡Vámonos a la calle pronto! -exclamó doña Salomé, ardiendo en impaciencia.

— ¡A la calle, a la calle! ¿Por dónde se sale, buen hombre? -dije, sosteniendo a Presentacioncita, que por su mucha aflicción apenas podía con su lindo cuerpo.

— Si no quieren Vds. salir por la calle del Bastero, donde hay muchos tunantes y borrachos -repuso el portero-, por este pasillo que hay a la derecha saldrán a la casa inmediata y a la calle de Mira el Río.

Yo temblaba de susto: por todas partes, en todos los rincones veía ladrones y asesinos, alzando horrorosos puñales sobre mi pecho. El viejecillo nos llevó del patio grande a otro más pequeño, y de este a un largo y húmedo zaguán, en cuyo extremo se veía la claridad de la calle. Cuando le di la propina, me pareció sentir ruido de pasos detrás de nosotros; pero aunque atentamente miré, nada vi.

— Por aquí derechos a la calle -dijo nuestro amparador, retirándose repentinamente.

Dejonos solos, y a la verdad fue como si nos dejara de su santa mano el ángel de nuestra guarda; porque no habíamos dado cuatro pasos hacia la claridad que al extremo del zaguán se veía, cuando una voz bronca y temerosa, que en su clueco graznido indicaba ser producto del hombre y del aguardiente, resonó como un trueno en aquellos ámbitos oscuros, diciendo:

— ¡Alto allá… alto! señoritos zampatortas, ¡alto, alto!…

El reventar de un cráter no me hubiera causado más espanto. Quedeme frío, y sobre frío absorto y petrificado, cual si en estatua de hielo me convirtiese. Y al mismo tiempo se sentían unos pasos, unos saltos como de gigante borracho que venía dando traspiés por la cercana escalera.

Lanzaron agudísimos gritos las damas, colgándose de mis brazos para que yo las amparase; pero más que nadie necesitaba yo amparo y protección, porque me quedé sin habla, sin fuerzas para correr, sin ojos para mirar, ni orejas más que para oír la voz, ¿qué digo?, las voces de los que se acercaban, pues, quitando lo que multiplicase mi espantada imaginación, bien podía asegurarse que eran media docena.

No se me oculta que mi deber en tan crítico momento era tirar de la espada o sacar las pistolas para esperar a pie firme a los ladrones y acabar con ellos o morir antes que mis dos compañeras fueran atropelladas; pero yo no tenía espada, y ni remotamente me acordé de que llevaba una pistola en el cinto. Temblando como alma que llevan los demonios, recordé aquello de que una retirada a tiempo es una gran victoria, y apreté a correr hacia la calle. Las dos damas eran dos alas que me impulsaban con rapidez suma. ¡Ah!, cómo corrimos, cómo corrimos gritando, «¡favor, socorro, ladrones!».

Tras nosotros corría alguien. No le mirábamos. Sentimos carcajadas, blasfemias, un juramento horrible, qué sé yo… Corríamos siempre; las dos damas se separaron de mí y se quedaron detrás. ¡Ay!, yo era el viento mismo.

Vi dos hombres que andaban en dirección contraria a la mía y su presencia me dio aliento… ¡dos hombres que no eran, o al menos no parecían ladrones ni asesinos! -¡Socorro, favor! -repetí con ahogado aliento.

Detuviéronse ellos. Me pareció ver una cara conocida; pero en mi azoramiento no llegué a formar juicio alguno… Detúveme yo también. En el mismo momento sentí un ¡ay! agudísimo. Era Presentacioncita que había caído al suelo. Doña Salomé se había parado en el mismo sitio. Retrocedí, porque la presencia de los dos desconocidos me infundió algún valor y porque mirando hacia atrás observé que nuestros perseguidores se habían quedado muy lejos.

Uno de los dos desconocidos se adelantó corriendo a levantar del suelo a Presentacioncita, mientras el otro soltó la risa diciendo:

— Si es Pipaón.

— ¡Ah! ¿Es Vd. señor duque? Hemos sido atacados por unos tunantes… Vamos a ver si se ha hecho daño esa niña.

El hombre que estaba junto a mí era el duque de Alagón; el otro…

Episodios nacionales: Segunda serie

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