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Capítulo XIX
ОглавлениеA las nueve de la noche pisaba yo la Cámara real, aquella deslumbradora cuadra, colgada y ornada de amarillo, en cuyas paredes los más hermosos productos del arte (todavía no se había formado el Museo del Prado) recibían diariamente, como gentil holocausto, el humo de los mejores cigarros del mundo. Diversos bustos de príncipes de ambos sexos puestos sobre las mesas, alegraban la estancia con sus caras satisfechas. Las miradas de sus ojos de mármol parece que confluían al centro, y se contemplaban unos a otros, a veces risueños, ceñudos a veces, según estaba festiva o lúgubre la tertulia. Casi en el centro de uno de los testeros, media docena de hombres desvergonzados, sucios, casi desnudos unos y haraposos otros, con semblante estúpido y ademanes incultos todos, se reían de la tertulia constantemente, embrutecidos por el vino. Eran Los Borrachos de Velázquez. A veces aquellos hombres puestos en alto, entre los cuales el del centro escrutaba con su mirar insolente toda la sala, parecían una especie de tribunal de locos. En un rincón, junto al hueco de la ventana, refugiado en la sombra y casi invisible estaba un hombre lívido, exangüe, cuya mirada oblicua lo abarcaba todo desde el ángulo oscuro. Vestía de negro y en una de sus manos llevaba un rosario. Era Felipe II, pintado por Pantoja. Ante aquel retrato se detuvo en pie Napoleón, contemplándolo con atención profunda un día de Diciembre de 1808.
Cuando yo entré en la Cámara Real, Su Majestad estaba sentado en un sillón a poca distancia de la chimenea encendida; tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que miraba al techo, dirigiendo hacia él el humo de su cigarro. A espaldas de su señor estaba Pedro Collado, y no lejos Artieda, que era menudillo y algo compungido, de semblante un poco aclerigado, ya viejo, tardo en hablar y en moverse, pero de ojos muy observadores. El duque había entrado conmigo. Saludamos al Rey, distinguiéndome yo por mis exageradas muestras de veneración y amor, a estilo Lozano de Torres (aún no es ocasión de hablar de este personaje). Fernando me recibió con aquella placentera bondad que le reconocen amigos y enemigos, y luego en el tono más campechano del mundo nos dijo:
— Duque, siéntate… Siéntate, Pipaón.
Volviendo la cabeza a un lado y otro, añadió:
— Collado y Artieda, sentaos.
Los dos venerables criados, el prócer ilustre y yo, humilde hijo de labradores, nos sentamos frente al poderoso en los divanes que había a un lado y otro de la chimenea.
Puso Fernando una pierna sobre la otra (¡cuán presentes tengo estos detalles!) y retorciendo el cigarro en la boca, dejó caer de sus augustos labios estas palabras:
— ¿Qué se dice por ahí?
— Esta tarde -replicó Collado-han ido a comer con el Inquisidor general, D. Pedro Ceballos, Eguía y el Sr. Majaderano.
— ¿Quién es Majaderano? -preguntó con indiferencia Fernando.
— El ministro de Gracia y Justicia -repuso Alagón-. Así le llamaba Gallardo en su graciosa Abeja.
No nos reímos, porque el monarca permaneció impasible. Al fin, sonriendo, dijo:
— ¡Ceballos sentado a la mesa con el Inquisidor!
La señal fue dada. Todos soltamos la risa.
— ¿Si querrá D. Pedro participar al prelado cómo va la secta masónica de que es jefe? -dijo el duque.
— Yo había oído que era masón -afirmé con malicia-, pero hasta ahora no sabía que era el Papa de los Hermanos.
— Tan cierto como es noche -dijo Alagón, observando el semblante de Su Majestad, que impasible hasta entonces demostraba poco interés en la conversación.
— Lo que más asombrará al mundo -indicó Collado-es saber que los masones tienen su logia en la casa misma de la Inquisición.
— Hombre, tanto como eso… murmuró el Rey con indolencia.
Todos fijamos en él la vista.
— Quizás se trate hoy de eso en la comida del Inquisidor -añadió Paquito.
— Artieda -ordenó Fernando bruscamente-. Trae cigarros.
El lacayo dio al Rey lo que este pedía, y habiéndonos ofrecido a todos los presentes, fumamos. El humo de los cuatro cortesanos juntábase con el del Rey en los oscuros ámbitos del techo, donde hacían cabriolas media docena de dioses y ninfas pintadas por Bayeu.
— ¿Qué habláis ahí de franc-masonería? -preguntó Fernando después de una larga pausa en que no se oía más ruido que el del enorme reló cuya ancha esfera y pagana figura de bronce ornaban la chimenea.
— El señor ministro de Estado de Vuestra Majestad lo podrá decir -repuso Collado.
— ¿Qué hablas ahí, estúpido? -dijo Fernando, sacudiendo un poco su somnolencia.
— Señor -repuso el criado, apoyando los codos en las rodillas y observando el cigarro mientras lo volteaba entre los dedos, liando y desliando la ensalivada capa-. Los tontos y estúpidos son los que dicen las verdades. Vaya por las que he dicho a V. M. en ocho años.
— ¿Hablabas de Ceballos?
— Sí señor.
— Decías que era franc-masón. ¿Acaso hay ahora franc-masones? -preguntó el hijo de Carlos IV con viveza.
— Los hay, los hay -exclamó Collado-. Esta mañana hablábamos el Sr. Pipaón y yo de la taifa de masones que va saliendo por todos lados, como mosquitos en verano y… que cuente el Sr. Pipaón lo que sabe.
— Pipaón -dijo el Rey con evidente deseo de variar la conversación y sonriendo picarescamente-, no entiende más que de cortejar muchachas bonitas.
Hice una reverencia a la bondadosa Majestad, única contestación que me era permitido dar a broma tan impropia de la gravedad de mi carácter.
— Sí -añadió el señor de dos mundos, juntando la nariz con la barba-, con esa cara de Pascua florida y esa hinchazón de consejero de Castilla, es el mayor amparador de doncellas que hay en Madrid. Se mete en las casas más honestas, saca los tiernos pimpollos, los conduce socolor de música y fiestas a los barrios bajos, los lleva también a las procesiones, a las fiestas de los conventos…
— Señor, señor…
Yo no podía decir otra cosa, humillando mi frente de vasallo, ante la sonrisa de quien me honraba dejando caer sobre mí las relucientes ascuas de sus burlas reales. De repente aquellos cortesanos tan diestros, tan hábiles en el conocimiento de las conveniencias de la cámara, así como de la caprichosa voluntad de su señor en la marcha de los diálogos que allí se sostenían, dejáronme solo en presencia de Su Majestad. El duque llevó a los dos criados al otro lado de la estancia.
Hubo una pausa. Fernando contemplaba el techo, y al fin, como quien sale de honda distracción, mirome fijamente y preguntó:
— ¿Qué decías?
— Señor, Collado ha apelado a mi testimonio en apoyo de sus opiniones sobre la franc-masonería, y yo debo decir…
— Que todos son masones, y yo el jefe de ellos… ¿Te ríes? Pues no falta quien lo asegura así.
— ¡Oh!, señor, antes que pronunciar tal desacato, mis labios callarían para siempre.
— La verdad es que hay un Oriente en Granada, del cual es presidente el conde del Montijo… -continuó el Rey.
— Justamente, señor y…
— Y en el cual parece andan también muchos hombres graves que no debieran ponerse en ridículo… pues tengo para mí que eso de la masonería es una farsa grotesca, que no conduce a nada bueno ni a nada malo. Muchos son masones para ocultar sus amores nocturnos -añadió con viveza-; por ejemplo tú… Dime, ¿a qué logia ibas anoche con aquellas dos damas?
— Señor… -repetí confundido.
Indudablemente me puse como una cereza. Él dijo con mucha gracia:
— La desmayada se me presentó otra vez al día siguiente en la Trinidad. Cojeaba un poco y estuvo a punto de caer segunda vez. Muchos tropiezos son en tan poco tiempo.
— ¡Oh!, sí, muchos tropiezos. Vuestra Majestad sabe ya quién es la madre, la hija, el hermano, etc. En cuanto a la niña, no hay otra en Madrid ni más linda ni más graciosa.
— En verdad -indicó el Rey, dando a aquel asunto un interés inmenso-, sus facciones no son perfectas; pero la expresión de su cara es encantadora y el conjunto de sus facciones…
— ¡Oh, seductor! ¿Pues y aquellos torneados brazos y aquel cuello de alabastro?…
— ¡Y qué pie tan bonito! ¿No es verdad? -dijo Fernando con sencillez suma, no menos engolfado que un mozalbete en la contemplación imaginaria de la beldad soñada-. Paco no ha podido decirme los motivos de aquel brusco encuentro; ¿a dónde ibais?, ¿de dónde veníais?
Comprendiendo que marchaba por buen camino, expuse a mi interlocutor los verídicos hechos de mi paseo nocturno, sin omitir nada, ni alterarlos, ni olvidar antecedentes ni móvil alguno, y en el momento en que pronuncié el nombre de Gasparito Grijalva, sorprendiose mucho y alzando la voz, me dijo:
— Hoy ha estado aquí su padre a pedirme que ponga en libertad a ese niño. Es una buena obra… lo he concedido al momento. ¿No crees tú que es una buena acción? La pobre muchacha merece esta recompensa por su puro y noble amor.
Yo callé.
— ¿No crees tú que es una buena obra ponerle en libertad?… ¿No crees que mañana mismo?…
Seguí callando y moví la cabeza en ademán dubitativo.
— ¡Cuán dulce prerrogativa es la del perdón en los reyes! -exclamé-. Dios se la ha concedido para que sean superiores a las mismas leyes, que no tienen más que la de la justicia.
Fernando pareció fastidiado de mi pedantería, y bruscamente me dijo:
— ¿Qué crees tú? Dilo con franqueza.
— Mi opinión, señor -repuse con humildad-, no debe ser de ningún peso en las resoluciones de Vuestra Majestad, pero si me viera precisado a darla…
— Ya la espero -afirmó con impaciencia aquel hombre prudentísimo que no quería nunca proceder de ligero en sus resoluciones.
— ¿No hay tiempo de poner en libertad a ese loco? -dije con la mayor osadía-. ¿Por fuerza ha de ser mañana, señor?
— Verdaderamente es así. Pero yo prometí a ese anciano la libertad de su hijo…
— ¡Qué dulce prerrogativa es la del perdón! -repetí compungidamente-. ¡Y qué placer tan grande debe de experimentar el corazón de un monarca al conceder mercedes a sus súbditos sin omitir a los más grandes criminales! Las alegrías que con una sola palabra produce, ¡cuán benditas son! ¡Cuántas lágrimas se enjugan! ¡Cuántos corazones palpitan gozosos! El de Presentacioncita, en este caso, saltará dentro del blanco seno, más por ver logrado su empeño que por amor al mancebo.
— Pues qué, ¿no está enamorada de ese calaverón?… -preguntó con mucha viveza, hondamente interesado en todo aquello que pudiera contribuir al bien de sus súbditos.
— No lo creo… Le tiene afecto, un afecto caprichoso y nada más. Es niña de mucha ambición… Ha de saber Vuestra Majestad que tiene aspiraciones locas, insensatas…
— Aspiraciones locas -repitió-. ¡Vaya con la niña!
— Si Vuestra Majestad la tratase, si pudiera apreciar por sí mismo los vuelos de aquella imaginación ardiente…
— La cojita no puede ser más mona -dijo, dando a sus ojos expresión semejante a la que en los suyos tenía alguno de los individuos del lienzo de Velázquez-. ¡Y qué cuerpo tan bien formado!… Es una preciosidad… una joyita de carne y hueso.
Hablome en este tono largo rato, demostrándome su mucha afición a las artes, y principalmente a la escultura, de la que era especial devoto.
— ¡Y pensar que tales tesoros van a ser para ese tronera de Gasparito Grijalva! -exclamé yo-. Vamos, ¡quién le había de decir a ese calumniador de Vuestra Majestad, a ese charlatán irreverente y desvergonzado que mañana mismo va a recibir de Vuestra Majestad generosísima el perdón de sus culpas, y que con el perdón va a entrar en el pleno goce de sus derechos amatorios!…
— ¡Es su novio, su pretendiente!… ¡Cómo se divierten esos chicos… que no son reyes!
— Y no la deja ni a sol ni a sombra. ¡Qué pesado es! Como la condesa le permite entrar en la casa, allí está a todas horas el barbilindo cosido a las faldas de su Filis. No puede la niña pestañear sin que el moscón se entere…
— ¡Hombre! -exclamó el Rey, dándose una palmada en la rodilla-, me carga ese niño.
— ¡Y qué lengua!… ¡Qué lengua! Es capaz de revolver a todo Madrid.
— En verdad, Pipaón, que si no fuese porque prometí a Grijalva ponerle en libertad…
— ¿Pero por fuerza ha de ser mañana? -me atreví a decir-. ¡Ah! Vuestra Majestad no sabe ser generoso a medias, y por hacer bien, no repara que favorece a sus enemigos.
— No estaría demás que ese D. Gasparito, o D. Moscón, durmiese unas noches más en la cárcel, ¿qué te parece, Pipaón?
— Admirable: unos días más de cárcel, y después se le pone en la calle… ¡Generosidad y previsión! ¡Ejemplares virtudes que no deben separarse jamás!
— Dices bien; pero yo… -objetó Su Majestad sacudiendo el cigarro y pidiéndome fuego para encenderlo-, pero yo quisiera servir al pobre y leal D. Alonso… Cuando yo estaba en Francia, me prestó varias cantidades sin interés ninguno.
— Si Vuestra Majestad aprecia en algo mi parecer me tomaré la libertad de decirle que Grijalva tiene asuntos de más interés que el de su hijo, y en los cuales puede recibir inmensos favores de su Soberano.
— ¿Cuáles?, dímelo pronto.
— El de la moratoria que solicitan las señoras de Porreño… Conceder esa merced y dar golpe terrible a Grijalva es todo uno.
— ¿Grijalva es el acreedor? -preguntó con anhelo.
— El mismo. Suponga Vuestra Majestad qué gracia le hará esperar diez o doce años para poder embargar los bienes de esas señoras…
— Porreño se comió su fortuna y la ajena, diose buena vida, y ahora sus herederos no quieren pagar… ¡Qué excelente sistema! Veo que esas señoras tienen talento, Pipaón -dijo Su Majestad con expresión festiva.
— ¡Excelente sistema! -repetí yo.
— ¡Y sobre todo muy español! -añadió el Rey de las Españas, con un aplomo humorístico que a pesar mío me hizo reír-. Gastar lo propio y lo ajeno, vivir a lo príncipe, y después encastillarse en la grandeza y dignidad de los títulos nobiliarios para rechazar el pago de las deudas como una ignominia… ¡Oh, qué delicioso país y qué incomparable gente!
— Sin embargo, se dice que Grijalva no cobrará…
— Que sí cobrará… pues no faltaba otra cosa -exclamó Fernando con firmeza-. Se me presenta la ocasión más bonita que pudiera apetecer para contentar al buen D. Alonso sin ponerle en libertad al niño.
— Con lo cual se le hacen dos favores.
— ¡Collado! -gritó el Rey volviendo el rostro.
Acudió el cortesano, y Su Majestad sin mirarle, le dijo:
— ¿Apuntaste para mañana el sobreséasedel hijo de Grijalva?
— Sí señor, aquí está -repuso Chamorro sacando un papel-. Esta noche pienso que pase al señor Echevarri.
— No, no hay nada de lo dicho… ¡Artieda!
El ayuda de cámara se acercó.
— ¿No fuiste tú quien tomó nota de la moratoria?…
— Para pasarla al Consejo Real… Ya le he dicho al señor obispo de Menorca y al señor Escóiquiz, que estaba concedida.
— Estúpido ¿quién te mandó prometer?…
— El señor Inquisidor general -dijo Collado-me la recomendó también con vivo interés…
— Perdone Vuestra Majestad -repuso Artieda humildemente-. Sin duda yo entendí mal, cuando Vuestra Majestad se dignó acceder a la petición que le hicieron el reverendísimo señor obispo de Menorca, el reverendísimo señor obispo de Astorga, y el reverendísimo Inquisidor general.
— ¡Vete al diablo tú y tus reverendísimos!… -exclamó Fernando, con el rostro encendido por la ira, lo cual le acontecía a la menor incomodidad.
— Entonces… -balbució el ayuda de cámara.
— Entonces… -repitió el Rey, remedando, no sin gracejo, el aire contrito y el sonsonete quejumbrón de Artieda-entonces quiero decir que no concedo la moratoria… ¿Lo entiendes? ¿Todavía quieren más los reverendos? Ya no les queda nada que pedir para sí, y piden moratorias para sus tramposos amigos, tenencias de resguardo para los cortejos de sus sobrinas y beneficios simples para los niños de teta de sus señoras amas…
— El señor obispo de Almería -dijo Collado con timidez-me dijo que tenía tanto, tantísimo interés en que esas señoras… Y Su Ilustrísima…
— Basta de Ilustrísimas y de sobrinos de Ilustrísimas -dijo Fernando con hastío-. Collado, quedamos en que no hay sobreséase para el hijo de Grijalva. Artieda, quedamos en que no hay moratoria para las señoras de Porreño… Ambas cosas negadas.
Hubo una pausa. Los criados se retiraron taciturnos. Observé que desde el rincón de Felipe II, cuatro ojos me miraban con enojo.
Un instante después entró en la tertulia mi maestro y señor D. Antonio Ugarte.