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Capítulo XX

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Entró risueño, rebosando alegría, repartiendo sonrisas, cautivando con su amabilidad de tal suerte, que la tertulia sólo con su presencia adquirió la animación de que antes carecía. Recibiole Fernando con mucho gozo, y después que cambiaron varias palabras, mitad en broma, mitad en veras, diole el Rey las quejas por su ausencia, a lo cual contestó Ugarte:

— Pues qué, ¿este tunante de Pipaón no dijo a Vuestra Majestad que salí de Madrid a desempeñar un encargo del señor ministro de Rusia?… Y a propósito, señor, ¿con que ya no tenemos ministro de Hacienda?

— ¡Ya no tenemos ministro de Hacienda! -replicó Fernando con afectación de pesadumbre festiva-. Estamos sin ministro de Hacienda. ¡Qué desventura! Di Ugarte, ¿tenemos aire que respirar y sol que nos alumbre?

Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas, fórmula entonces la más gráfica de la adulación.

— ¡Oh!, señor -dijo Ugarte con irónico acento dramático-, estamos muy mal. ¡El mundo se desquicia!… ¿Qué va a ser del reino sin ministro de Hacienda?

— Como que no sabemos que dos y dos son cuatro si el ministro de Hacienda no nos lo dice… -añadió el Rey, produciendo nueva explosión de risas-. Pero recobra el aliento, querido Ugarte, que hay ministro.

— ¿Quién, señor? ¿Se puede saber?

— El mismo, el señor alcalde de Móstoles.

— ¡Oh! -exclamó Ugarte con cierta confusión-. Me habían dicho que el Sr. D. Juan Pérez se había ido esta tarde a tocar el órgano del pueblo a que debe la celebridad.

— No hagas caso -indicó el Rey-no tengo motivos para despedir a Villamil. Sólo que esta vil chusma, como dice Ceballos, es capaz con sus chismes y enredos de trastornarme los ministerios todos los días.

— Pues por Madrid ha corrido la noticia -añadió Antonio I-. Por cierto que se daba a D. Felipe González Vallejo como sucesor de D. Juan Pérez.

— Eso quieren estos -dijo Fernando, señalando con desdén a Alagón y a los dos criados-. En caso de vacante, tal vez…

— Pues el consejo del duque me parece acertado -dijo Ugarte-. Vallejo es hombre que lo entiende, aunque no lo parece. Es de esos cuya apariencia engaña.

— ¡Y tanto que engaña! -repitió Fernando con malicia-. Cualquiera creería, oyendo a Vallejo, que es tonto solemne de siete capas. Se lleva uno cada chasco…

— Casi siempre engaña la apariencia en los hombres de Estado -repuso Ugarte.

— Vamos, ya cogió D. Antonio su tema favorito -dijo el duque riendo-. Va a hablar pestes de Ceballos.

— No, nada de eso… Acabo de separarme de él en casa de unos amigos -replicó D. Antonio-. Tan guapote como siempre…

— Aquí -dijo el Rey sonriendo-se ha dicho esta noche que es el jefe de los masones.

— Como D. Pedro ha de estar en todo -repuso Ugarte con mucho gracejo-nada tiene de particular que esté también en la masonería. ¿No le llaman por ahí el indispensable?

— Y el cambia-colores .

— ¿No ha figurado en todos los partidos desde 1808?

— Vamos, no murmurar -dijo Fernando-. Se miente mucho y se dicen muchas falsedades.

— Ciertamente -añadió Alagón con punzante ironía-. Que D. Pedro Ceballos, después de ser ministro de Carlos IV y del Sr. D. Fernando VII, fue a Bayona y se vendió a Bonaparte… ¡falsedad! Que el Sr. D. Pedro Ceballos, acompañado del masón Urquijo y del inquisidor Llorente, redactó la Constitución de Bayona… ¡falsedad! Que el mismo señor firmó la circular del 8 de Julio a los agentes diplomáticos, mandándoles reconocer al rey Botellas… ¡falsedad! Que el susodicho, volviéndose del revés, publicó un célebre manifiesto en que ponía como ropa de pascuas a Napoleón, a José y a Godoy… ¡falsedad! Que después ofreció sus servicios a las Cortes de Cádiz, las cuales le hicieron consejero de Estado… también falsedad y calumnia… En fin, que mi hombre cansado de tantos naufragios, arribó al puerto del gobierno absoluto, donde echó el ancla e hizo bandera de…

— ¡Alto, alto!… -exclamó con mucha zunga Fernando VII-; alto, querido Alagón, que te metes en terreno de mi tío el almirante.

Todos prorrumpimos en alegres risotadas.

Un lacayo anunció la visita de dos personajes, diciendo:

— D. Pedro Ceballos, D. Juan Pérez Villamil.

Pocos minutos después, en la tertulia y placentero corrillo junto a la chimenea y alrededor de nuestro Rey, éramos siete; ocho, contando con el astro hispano de que éramos satélites.

Villamil hablaba poco y era hombre muy serio. Ceballos, por el contrario, gustaba de recrearse en sus propias palabras y era festivo, grave, frívolo o sesudo, según el humor de sus interlocutores. El primero que rompió la palabra, sin embargo, fue el ministro de Hacienda, sin duda porque traía dentro del cuerpo algo que anhelaba echar fuera.

— Señor -dijo respetuosamente-. Por ahí se dice que he dejado de ser ministro de Hacienda. Como Vuestra Majestad no se dignó decirme nada esta mañana, vengo a saber si es cierto, para retirarme al sosiego de mi casa, de donde no me gusta salir sino para el servicio de Vuestra Majestad.

— ¿Qué estás hablando? ¡Que dejas de ser ministro! -exclamó Fernando con afectado asombro.

— Así se dice, señor.

— ¿Habéis oído algo? -preguntó Su Majestad, recorriendo con sus ojos el círculo de semblantes que ante sí tenía.

— Yo no he oído nada…

— Ni yo.

Todos dijimos que no, haciéndonos los pasmados.

— Ya estoy cansado de recomendar que no se haga caso de paparruchas -dijo gravemente y con mucha energía nuestro soberano-. Pues qué, ¿dejarías tú de saberlo, si no estuviese contento de tu ministerio? ¿Por qué había de ocultarlo hasta el momento de sustituirte?

— Eso mismo digo yo. Si Vuestra Majestad…

— ¿Y qué tenemos de negocios? -dijo bruscamente Fernando, interrumpiendo a su ministro.

— Los decretos que pasaron a informe del Consejo, están ya despachados -repuso Ceballos.

— ¿Cuándo quiere Vuestra Majestad que se publiquen? -preguntó Villamil.

— Cuanto antes, hombre. Ya deberían estar publicados.

— No se dirá que no se trabaja en los ministerios -manifestó Ugarte, dirigiendo principalmente sus miradas al secretario de Estado-. Ahí es nada la balumba de disposiciones que van a promulgarse estos días.

— Decreto prohibiendo las máscaras -dijo Ceballos-; decreto prohibiendo los periódicos; decreto encargando la educación de los niños y las niñas a los frailes y las monjas; decreto recomendando que se respete y venere a los ministros del altar; circular mandando a los españoles que guarden la mayor compostura dentro de la iglesia; circular disponiendo que las señoras se vistan con modestia para asistir a las funciones religiosas… en fin, la perturbación en que el reino quedó después de las Cortes, exige que se trate de poner algún arreglo en esta sociedad… He enumerado las disposiciones que Vuestra Majestad se ha dignado proponer y que se me entregaron en minuta escrita de su puño y letra… La previsión y tino de Vuestra Majestad son dignos del mayor elogio. Los citados decretos son convenientísimos y de grande aplicación en el estado del reino… Queda, sin embargo, mucho por hacer todavía. Nosotros, como más en contacto que Vuestra Majestad con los negocios públicos y las necesidades del reino, hemos observado irregularidades y asperezas y situaciones anómalas y tirantes que deben desaparecer.

Fernando oía con profunda atención a su ministro de Estado, y los demás también.

— Explícate mejor -dijo el Rey-. Ya sabes que siempre te oigo con gusto.

Inclinándose agradecido Ceballos, prosiguió así:

— Aquello en que principalmente hay que poner mano es la irregularidad del gobierno de las provincias de Andalucía. Hay en Sevilla un hombre llamado Negrete, a quien todos conocemos, el cual domina allí como dictador, sin documento alguno que acredite su autoridad, diciéndose emisario del gobierno y atropellando a todo el mundo del modo más inicuo. La exageración y la saña son tan perjudiciales al Estado, como la tibieza y blandura excesivas. Las provincias de Andalucía están aterradas, señor, con la presencia de tal monstruo. No sabemos qué magia terrible lleva ese hombre en sus palabras; pero es lo cierto que los propios jueces tiemblan ante él. Llena ese vil los calabozos sin más ley que su capricho, y socolor de perseguir y exterminar a los liberales, comete los más infames atropellos. Él mismo forma brevemente las causas, asistido de viles sicarios, y las falla en el tribunal de la Inquisición, donde se ha constituido en juez supremo… Ahora digo yo, señor, ¿puede esto tolerarse?… ¿es posible gobernar a una nación de esta manera? Vuestra Majestad no ha dado poderes a ese hombre…

— ¡Oh, no; seguramente que no! -dijo Fernando con aplomo imperturbable.

— Nosotros los ministros tampoco; el Consejo tampoco: luego ese hombre es un falsario; ese hombre es instrumento de algunos pérfidos que subterráneamente, o quizás de un modo hipócrita, fingiendo interés por Vuestra Majestad, se complacen en sostener esta sangrienta intriga, que perturba el reino todo y hace odioso el paternal gobierno establecido a costa de tantos sacrificios.

Hubo una pausa. El soberano meditaba.

— Cosas de la masonería -indicó Ugarte.

Y repitieron todos.

— Cosas de la masonería.

En aquel tiempo, la culpa de todo se echaba al gato, es decir, a los masones.

— Yo encargaré a Echevarri -dijo al fin Fernando muy seriamente-, que se ocupe con empeño de descubrir los autores de tales atentados y en ponerles remedio.

Echevarri era el ministro de Seguridad pública.

Todos fijamos la vista en Su Majestad, que contemplando el fuego, movía dulcemente los labios, tarareando y sonriendo.

— Ceballos, ¿has visto hoy a Pepita? -dijo de súbito.

— ¡Oh, sí! -repuso el cortesano, cambiando repentinamente de semblante y tono y poniendo en olvido como por encanto a Negrete y sus tropelías-. La he visto. Está muy incomodada con el duque por cierta canonjía.

— ¿De veras? -preguntó Su Majestad riendo.

— Traslado la incomodidad al Sr. Collado -dijo el duque-, que en su afán ambicioso ha dejado a esa señora sin la prebenda que le prometí.

— ¡Qué demonio! -exclamó perezosamente Fernando-. Dádsela, dadle cualquier cosa… Por no oírla se le podrían regalar dos mitras.

— ¡Dos mitras! -dije yo-. Las tiene todas la negra del Sr. Villela.

Más adelante hablaré del Sr. Villela, de su negra y de las mitras de la negra del Sr. Villela.

— Como esa canonjía estaba ya dada -manifestó Collado-, pensé que le vendría bien a doña Pepita una superintendencia de Arbitrios, y esta mañana le di la nota al Sr. Villamil.

— Se hará inmediatamente -repuso el hacendista.

— O se le dará la bandolera vacante -propuso Alagón.

— ¿Pero hay todavía superintendencias de Arbitrios? -preguntó humorísticamente el Monarca-, mejor dicho, ¿hay arbitrios todavía? Yo pensé que todo eso pertenecía a la historia, según están las cajas del Tesoro de lisas y mondas.

— Señor -dijo Villamil-, el estado del Erario no se oculta a Vuestra Majestad. El escaso producto de los impuestos no basta ni con mucho a cubrir los enormes gastos, aumentados cada día con la creación de nuevos destinos. El reino no tiene recursos para costearse su ejército, ni su marina, ni para dotar dignamente la Casa Real ni su regia guardia; España es pobre, pobrísima; necesita los caudales de América para vivir con algún decoro entre las naciones de Europa.

— Y esos caudales de América, ¿dónde están?

— ¡Ay, eso es lo que a todos nos contrista! Fácil sería gobernar la Hacienda, si América nos enviase los tesoros que aquí nos hacen falta. Esa gran canonjía de nuestra nación no ha durado todo lo que debiera. Reflexione Vuestra Majestad, como Rey previsor, sobre la gravedad de esta situación. La América está toda sublevada, y las juntas rebeldes funcionan en Buenos-Aires, en Caracas, en Valparaíso, en Bogotá, en Montevideo. Si Méjico está aún libre del contagio, los americanos de Washington se encargan de trastornar también aquel país, del mismo modo que el Brasil nos trastorna el Uruguay, e Inglaterra nos revuelve a Chile. La insurrección americana exige un gran esfuerzo, un colosal esfuerzo. Es preciso mandar allá un ejército; pero para esto, señor, se necesitan tres cosas: hombres, dinero y barcos.

— ¡Hombres, dinero, barcos!

— Lo primero no falta; pero ¿cómo los equiparemos, y sobre todo, en qué buques les lanzaremos al mar? Vuestra Majestad no tiene en su marina un solo navío que valga dos cuartos, y los arsenales carecen de elementos para la construcción.

— ¡Risueño cuadro acabas de trazar! -dijo Fernando, hundiendo la barba en el pecho.

— Risueño no pero sí verdadero -afirmó D. Juan Pérez-. Si ocultase a mi Rey la verdad, sería indigno del afecto que Vuestra Majestad me profesa.

— Y que te profesaré siempre. Has hablado como un buen ministro. Nada de fantasías ni palabras bonitas. Así me gusta a mí… Pues es preciso buscar dinero y buscar hombres y buscar barcos.

— Señor, no olvide Vuestra Majestad -dijo Ceballos-, que si se lleva adelante la negociación con Inglaterra sobre la abolición de la trata de negros, o hemos de poder poco o nos han de dar una indemnización de muchos miles de libras.

— Es verdad: para resarcir los perjuicios de los tratantes de esclavos… A ver, Ceballos, Villamil -añadió Fernando con dulzura-, estudiad un plan, un plan cualquiera que mejore la situación en que nos hallamos. A uno y a otro os sobra talento para eso y para mucho más… ¿Me entendéis? Discurrid un plan vasto, que nos proporcione los recursos necesarios para sofocar la insurrección americana, bien sea creando impuestos, bien pidiendo dinero a los holandeses o a los judíos de Francfort, bien logrando los buenos oficios de alguna nación poderosa… en fin, ya me entendéis.

— Ya manifestaré más adelante a Vuestra Majestad algo de lo mucho que he meditado sobre el particular -dijo Ceballos.

— Y tú, Villamil, discurre, trabaja, proponme algo -prosiguió Fernando-. Por supuesto, no puedes figurarte lo que me mortifica que hayas creído en esas ridículas hablillas acerca de tu destitución.

— Señor…

— Hablaremos más despacio mañana… Puedes irte tranquilo y seguro de que sé apreciar tu lealtad… ¡Oh, Villamil!… No abundan los hombres como tú… Vamos, otro cigarrito.

Diciendo esto Su Majestad, con aquella bondad peculiar, que indicaba tanta honradez y nobleza en su carácter, ofreció un cigarro a D. Juan Pérez Villamil.

— Gracias, señor, acabo de fumar.

— Enciéndelo para salir. Como este habrás fumado pocos… Mira, puedes llevarte todo el mazo -añadió ofreciéndoselo galantemente.

— Señor…

— Nada, que te lo lleves. Tengo gusto en ello.

Cuando D. Juan Pérez, apremiado por la bondadosísima y gallarda fineza del Príncipe, tomaba los cigarros, yo sentía que un cuerpo duro tocaba mi codo. Era el codo del señor duque de Alagón.

Villamil y Ceballos se levantaron para marcharse.

— Que vengas mañana temprano -repitió el Rey-. A ver si discurres algo. Y tú Ceballos, si ves a Pepita… en fin, ya sabes: una superintendencia de provincia o la bandolera vacante… lo que ella prefiera.

— En el despacho de mañana -dijo Ceballos, que se había quedado muy taciturno-, tendré el honor de leer a Vuestra Majestad la contestación que he dado a la nota de D. Pedro Gómez Labrador.

— Sí, bueno, todo lo que quieras… mañana… adiós, ¡pero qué tarde es!… Podéis retiraros… yo también me voy a recoger -dijo Fernando con impaciencia.

Los ministros salieron y quedamos solos los camarilleros.

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