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Capítulo VI

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— ¡Me lo figuraba! -exclamé con indignación, devolviendo la minuta después de leerla-. El nuevo consejero es el sobrino del marqués de M***. ¡Bonito nombramiento!

La ira apenas me permitía articular las palabras. Pegajosa saliva entorpecía mi lengua, y con los crispados dedos arañaba los brazos del sillón en que me sentaba.

— ¡El sobrino del marqués de M***! -repetí-. ¡Me lo temía!…

— Mañana aparecerá en la Gaceta.

— Y mañana sabrá España, ¿qué digo?, sabrá la Europa entera, sí señor, la Europa entera, cuáles son las prendas, cuáles los antecedentes que se necesitan aquí para escalar los puestos del Consejo. En primer lugar, ser jugador, borracho, calavera, no pagar las deudas contraídas, deber más de tres mil reales en Canosa; y en segundo lugar, no saber más que un poco de latín, echársela de traductor de Horacio, decir mil pedanterías a propósito de leyes antiguas, defender malamente algún pleito de tenuta, criticar en todo, fantasear en la Sala de Alcaldes, hablar mal de los funcionarios honrados y respetables como usted, y también tener de brevas a higos algún tratadillo con los masones de Granada y de Madrid.

D. Juan Esteban alzó los hombros.

— ¡Qué personajes, Santo Dios! -proseguí sin que con tanto hablar se desfogara mi cólera-. Tal sobrino para tal tío…

— Silencio -dijo vivamente Lozano-. El marqués de M*** está aquí.

En efecto, sin previo anuncio, porque a causa de su intimidad con el ministro no lo necesitaba, apareció en el despacho el marqués de M***, el cual no era otro que aquel famoso personaje a quien puse el nombre de D. Buenaventura, tapando con esta especie de benevolencia el suyo propio, para que la posteridad no le mortificase. Fue mi protector, mi amigo, mi Providencia en los primeros años de mi carrera . Por esta razón infundíame siempre mucho respeto, y aunque últimamente solía mostrar cierta envidia de mi rápido encumbramiento y me molestaba cuanto podía, yo, hombre agradecido, le ponía generosamente a él como a sus sobrinos, fuera del alcance de mis artimañas y de mi lengua.

D. Buenaventura, a quien solían llamar el Tigre, se había hecho marqués de la manera más sencilla. Nombrado consejero de Hacienda en 1814, hizo en poco tiempo una gran fortuna, comprando fincas que estaban adjudicadas al crédito público. Por aquellos tiempos, necesitando los padres de Atocha algún dinerillo para reparar su templo, dioles Fernando dos títulos de nobleza para que los vendiesen. D. Buenaventura compró en veinte mil duros el de marqués de M***. Era familiar de la Inquisición, hombre cruel, y absolutista tan fanático, que se pasaba la vida buscando masones por todos lados y averiguando picardías de liberales para contárselas al Rey. Tenía en 1819 gran privanza en Palacio; pero le hacía sombra Villela, de quien se contaban no sé qué masónicas liviandades. Conmigo sostenía buenas relaciones, pero a pesar de eso, solapadamente y sin dejar de halagarme, bebió los vientos para quitarme la plaza de consejero; y a pesar de lo mucho que me moví, ganome la partida, como se ha visto.

— ¿Se murmura, eh? -dijo amistosamente, después de saludarnos-. Este diablo de Pipaón no está nunca contento.

— Ya le he dicho que puede esperar mejor ocasión -añadió D. Juan Esteban, ofreciendo un cigarrillo a su amigo-. Grandes acontecimientos van a venir… Puede que nazca un Príncipe…

— Es claro -dijo el marqués, mirándome con sorna-. Pero ¿tú qué crees? ¿se hacen consejeros a los treinta y seis años? Estos sietemesinos, apenas dejan el biberón, ya ambicionan los primeros puestos del Estado… ¡qué tiempos, señores!, no sé a dónde vamos a parar. He aquí un chiquilicuatro a quien saqué de las covachuelas hace seis años. Le hemos visto subir como la espuma, le hemos ayudado como buenos amigos, y ahora, ingrato y desconsiderado, todo lo quiere para sí. Paciencia, amiguito, paciencia y aguardar. Felizmente no estamos en los tiempos en que el Sr. Chamorro y Paquito Córdova disponían de los destinos y sueldos del Reino. Ya los caprichos de una bella no conmueven la monarquía: ya no caen y se levantan los ministros al compás de la escoba de los mozos de retrete: estamos en tiempos mejores.

— Las personas han variado, convengo en ello -respondí con malicia-, pero las cosas no. Entre las ruinas de la antigua camarilla, eleva su majestuosa frente la negra del Sr. Villela.

— Silencio -dijo Lozano de Torres-. Le espero de un momento a otro, y puede venir.

— ¿Quién gobierna? ¿Quién aconseja a Su Majestad? ¿Quién empuña el timón de la nave como generalmente se dice? -proseguí-. Todos sabemos que si Artieda no tiene el poder que tenía, lo tienen Ramírez de Arellano y Villar Frontín, pues los ayudas de cámara también caen y se levantan, como los ministros, aunque sin canastillos de cerezas ni mazos de cigarros.

— Bueno -dijo D. Buenaventura, riendo-. Sigue tú en la agencia universal y diplomática de D. Antonio Ugarte. Sigue comprando barcos rusos y contratando empréstitos. ¿Qué más quieres, pelafustán? ¿Aspiras también a comprar a los rusos sus barbas, para ponérnoslas a nosotros después de hacérnoslas pagar?

D. Juan Esteban se reía como un bendito.

— ¿Quieres ser consejero? -añadió el marqués-. ¿Y para qué? ¿Qué vas tú a hacer en el Consejo? Sepámoslo. ¿Meditas algún informe luminoso sobre cualquier materia? ¿Vas a poner en olvido las dotes eminentes de Jovellanos, Campomanes, D. Arias Mon y demás notabilidades? Para traer y llevar los recados de D. Antonio Ugarte, para ayudarle en sus negocios, ¿no estás mejor en cualquier oficina que en el Consejo? A pesar de ello, yo te prometo que te apoyaré decididamente en la primera vacante, ¿qué más quieres?

— Sé lo que es el Consejo -respondí breve y sentenciosamente-; sé lo que son las oficinas; todo lo conozco y aprecio en su justo valor, menos las influencias que imperan hoy, las cuales son de tal naturaleza, que no sabe uno a qué atenerse.

Me levanté para marcharme. En el mismo instante un portero anunció a D. Ignacio Martínez de Villela, que no tardó en entrar. Me quedé.

Este venerable señor, uno de los que más trabajaron en 1814 cuando la persecución de los diputados, era entonces muy influyente en Palacio. Él y Lozano de Torres y otros que no menciono, formaban a la sazón la pequeña corte del Monarca, sustituyendo a la antigua, que con gran trabajo desbancaron y de la cual tuve la gloria de formar parte. Era Villela, además de corpulento como un elefante, hombre muy vividor, y en la apariencia grave y respetable, con grandes humos de probo y justiciero. Oyéndole, parecía que por su boca hablaba el derecho público y privado. Poseía bastantes conocimientos jurídicos, lo cual le daba respetabilidad, poniéndole en situación muy favorable; porque desde 1816 y desde la venida de la Reina (que coincidió con el eclipse de nuestra camarilla), comenzaron a estar en alza los llamados sabios, los jovellanistas, y los de la escuela de Garay, verificándose un descenso rápido en el influjo de toda la gente lega y romancista.

Pero la mayor notoriedad del magistrado en cuestión no era su sabiduría, sino su negra, una tal Doña Inés, ama de llaves y gobernadora de la casa, de cuya intervención en los negocios públicos se habló durante mucho tiempo. Habíase captado de tal modo la voluntad de su dueño, que teniendo este la clave de muchos nombramientos, túvola ella también. Especialmente las mitras, que se concedían siempre a propuesta del Consejo, fueron de tal modo monopolizadas por Doña Inés, que esta no abría la mano sin que saliera de ella un obispo. Había previo convenio y eclesiástico arreglo antes de que una mitra fuese provista, y era cosa sabida: ni el más pintado, aunque fuera el mismo San Pedro, empuñaba el báculo, si antes no se ponía a bien con la tal negra, impetrando y consiguiendo su soberana gracia. Con este motivo ocurrió más adelante un suceso curioso que no quiero callar.

Vacó la diócesis de Astorga, y siguiendo los trámites ordinarios, fue presentado para la silla un sujeto, cuyo nombre no hace al caso. Llevose el decreto al Rey para que lo firmara, y Fernando, que tenía felicísimas salidas de aticismo cómico, leyó detenidamente el pliego, sonriendo con la socarronería que le era habitual. Estaba verdaderamente cargado, como ahora se dice, de aquella ambición desmedida de la negra de su amigo, y decidiendo emplear su iniciativa y usar sus prerrogativas con tanta insolencia usurpadas, no colérico, sino con mucha calma y gravedad, tomó la pluma y al margen de la propuesta puso estas sencillas palabras, que constan en un archivo: «Será obispo de Astorga D. X… X…. y perdone por esta vez Doña Inés».

Pues bien, aquel que acababa de entrar en el despacho del venerable Magistrado era el venerable magistrado, el celoso Juez de 1814, el Consejero de la Sala de Justicia del Consejo Real, con honores del de la de Cámara; era el amo de su negra, en fin.

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