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Capítulo XVI
ОглавлениеDetente pluma… El otro alzaba del suelo a la pobre Presentacioncita, que al perder el equilibrio, y dar con su cuerpo en tierra, perdió también el conocimiento. Nos acercamos y el duque me miró con fijeza y malicia poniendo sobre los labios su dedo índice.
— ¡Jesús… se ha desmayado! -balbució doña Salomé, examinando a su amiga que aún estaba en brazos del otro.
— Esto no será nada, señora… -exclamó el desconocido-. Señorita…
— El susto ha sido tan grande… -dije yo-y gracias a que no se atrevieron a seguirnos. ¡Pobres señoras, si hubieran venido solas!
— ¿A dónde llevamos esto? -preguntó el compañero del duque, dando algunos pasos con la desmayada en brazos, tan sin trabajo cual si fuese una pluma.
Pareció perplejo el duque, y como no acertara a indicar una resolución conveniente, el compañero dijo:
— Vamos allá. Adelántate y llama.
Hízolo así Alagón, y no habíamos andado veinte pasos siguiendo todos al generoso caballero, cuando se abrió una puerta, y Alagón primero, después su compañero con la niña en brazos y detrás doña Salomé y yo, penetramos en una hermosa pieza iluminada por dos luces. Un hombre y una mujer encontrábanse allí, ambos en pie y tan respetuosos que por lo callados y circunspectos parecían estatuas. Veíase en el fondo una puerta entreabierta, por la cual apareció el rostro de una mujer de tan acabada hermosura que a pesar de lo apurado del lance, no pude menos de fijar en ella mis ojos. De la pared pendía una guitarra.
El compañero del duque depositó su preciosa carga en una silla. Callaban todos: el desconocido pidió un vaso de agua, mientras doña Salomé, observando que la muchacha empezaba a dar señales de vida, hacía esfuerzos por reanimarla, diciéndole:
— Presentación, vuelve en ti. Eso no es nada… ¿A ver? ¿Te has hecho daño?…
— Vamos, beba Vd. un poco de agua -dijo el desconocido, acercando el vaso a los labios de la joven, que recobraban poco a poco su vivo carmín, así como las descoloridas mejillas.
Cuando la muchacha bebía, observé al generoso galán, que solícitamente sostenía con su mano izquierda la cabeza de la joven, mientras le daba de beber con la otra. Era un hombre admirablemente formado, de cuerpo estatuario y arrogante. Su edad no pasaría de los treinta y dos años, hallándose, según la apariencia, en aquella plenitud de la fuerza, del vigor y del desarrollo físico que marcan el apogeo de la vida. Vestía sencillo y elegante traje negro por entero y ancha capa, que habiéndosele caído en los primeros momentos del lance, fue recogida por el duque. Sus ojos eran negros, grandes y hermosos, llenos de fuego, de no sé qué intención terrible, flechadores y relampagueantes. Bajo sus cejas, semejantes a pequeñas alas de cuervo, centelleaba deshecho en ascuas mil por las movibles pupilas, el fuego de todas las pasiones violentas. Su nariz era desenfrenadamente grande, corva y caída; una especie de voluptuosidad, una crápula de nariz. La carne, superabundante había crecido, representando con fértil desarrollo su preponderancia en aquella naturaleza. El labio inferior que avanzaba hacia fuera, parecía indicar no sé qué insaciabilidad mortificante. La personificación de la sed habría tenido una boca así. Una línea más de desarrollo, y aquel belfo hubiera tocado en la caricatura. Observándole bien, se veía en la tal fisonomía, peregrina mezcla de majestad y de innobleza, de hermosura y de ridiculez. Tenía de todo, y era difícil deslindar en aquel rostro híbrido las líneas pertenecientes a las grandes razas de las que pertenecían a la degeneración propia de todo lo humano. Por su mandíbula inferior se filiaba remotamente con Carlos V, mas por sus ojos truhanescos y las patillas cortas, se iba derecho a la majería. El cráneo era bien conformado, el pelo negro y corto, con mechoncillos vagabundos sobre la frente y sienes. En suma, el perfil de aquel hombre solía verse en las onzas de oro.
Presentacioncita, abriendo los ojos, demostró tal asombro al verse en aquel desconocido sitio y ante personas extrañas, que creímos se iba a desmayar de nuevo.
— Ánimo -le dijo el belfo-, ánimo, señora mía, eso no es nada.
— ¡Ah!… ¿quién es Vd.? Gracias, caballero… ¿En dónde estoy? -balbució la muchacha-. ¡Ah!, doña Salomé… Sr. de Pipaón… Están aquí… creí que me habían abandonado.
— Aquí estamos, sí, niña querida…
— Pero al instante nos vamos a marchar -afirmó con febril impaciencia la de Porreño-. Presentación, prueba a levantarte.
— Señora doña Presentacioncita -dijo el belfo sonriendo-, no hay prisa. Descanse Vd. un poco.
— Vámonos, vámonos -añadió doña Salomé-. Hija, haz un esfuerzo y levántate. ¿Puedes andar?
Presentación dio algunos pasos: cojeaba un poco, a causa de una leve torcedura en el pie derecho al caer; pero andaba. Volviose para dar las gracias al incógnito caballero; yo también quise decirle algo por pura fórmula, pero nos miramos unos a otros con sorpresa. El caballero, volviéndonos la espalda, desapareció por la puerta que había en el fondo.
— Gracias, muchas gracias, señores -dijo Presentación, dirigiéndose al duque.
— Por aquí -indicó este, que sin duda deseaba que nos marcháramos-. Yo acompañaré a Vds. hasta la calle de Toledo.
— Por aquí… a la calle… gracias, mil gracias señor duque.
El duque, mientras las dos mujeres salían, se me puso delante y abriendo mucho los ojos, aplicó de nuevo el índice a los labios.
Salimos y los minutos nos parecían siglos, porque Presentacioncita andaba muy despacio. Era ya tarde, por cuya razón a las contrariedades expuestas se unía la pavorosa contrariedad del sermón que nos esperaba cuando nuestras pecadoras frentes se pusieran al alcance de los ojos de la señora condesa y nuestros oídos al blanco de la grave voz de doña María de la Paz. Al pensar en esto, los tres no teníamos más que un deseo: que la tierra se abriese haciéndonos el favor de tragarnos.
Pero la Providencia que nunca abandona a los débiles, nos sugirió ingeniosísimas trazas para salir del paso, y fue que discurrimos sacar del propio mal el remedio, achacando la tardanza a la misma torcedura del pie de Presentacioncita, cuya invención, llevada a feliz término por mi elocuencia ante las dos irritadas matronas, tuvo el éxito más completo que pueda imaginarse.
— Es claro… ¡cómo habíamos de venir a tiempo!… Bajamos la escalera… Presentacioncita dio un paso en falso. Subimos otra vez… La Marquesa no quería dejarla salir… Se buscó un simón; el simón no parecía… Se sacó la litera de mano; estaba rota… Discurre por aquí, discurre por allá… Yo estaba en ascuas y quise venir a avisar para que no se asustaran Vds… En fin, demos gracias a Dios de que no se rompiera un pie.
— ¿No puedes andar? -preguntó la condesa a su hija con desabrimiento-. Esta sí que es fiesta. Estamos convidadas para la función de mañana en la Trinidad.
— Con manifiesto y asistencia de Su Majestad -repitió doña María de la Paz-. Y es preciso ir sin remedio. Yo al menos no puedo faltar, porque el prior nos ha prometido que podremos hablar a Su Majestad y entregarle nuestros memoriales.
— Mañana -repetí-. También yo he recibido invitación de los padres. ¿Con que van ustedes a la Trinidad?
— ¿Puedes andar, Presentación? ¿Puedes andar, sí o no? -preguntó con afán indescriptible doña Paulita.
La niña se levantó resueltamente y dio algunos pasos por la habitación con pie seguro.