Читать книгу Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander - Страница 10
Оглавление1. La llamada de Homestead
I
Cada detalle de aquel día me quedó nítidamente grabado en la memoria. Es el 6 de julio de 1892. Estamos —Fedya y yo— tranquilamente instalados en la parte trasera de nuestro pequeño apartamento cuando de repente entra la Muchacha.1 Sus pasos, ya de por sí rápidos y enérgicos, suenan más decididos que de costumbre. Al volverme hacia ella, me sorprende el brillo peculiar de sus ojos y sus colores subidos.
—¿Lo has leído? —grita, enarbolando un periódico medio abierto.
—¿De qué se trata?
—Homestead. Han tiroteado a los huelguistas. Los Pinkerton2 han matado a mujeres y niños.
Habla deprisa y con la voz entrecortada. Sus palabras suenan como el lamento de un animal herido, su voz melodiosa no puede ocultar la aspereza de su amargura, la amargura de una agonía desesperada.
Le arranco el periódico de las manos. Mi emoción va en aumento a medida que me adentro en el vívido relato del espantoso combate, la huelga de Homestead o, mejor dicho, el cierre patronal. El relato describe el complot por parte de la compañía Carnegie para aplastar a la Asociación Reunida de los Trabajadores del Hierro y el Acero; la designación, con ese propósito, de Henry Clay Frick, cuya hostilidad hacia el proletariado es implacable; sus preparativos militares en secreto cuando fingía proseguir las negociaciones con la Asociación; la fortificación de las acerías de Homestead; la construcción de una empalizada rematada con alambre de púa y provista de aspilleras para los francotiradores; la contratación de un ejército de matones de la Pinkerton; el intento de introducirlos a hurtadillas en Homestead a altas horas de la noche; y finalmente la terrible matanza.
Le doy el periódico a Fedya. La Muchacha me mira. Permanecemos sentados en silencio, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Sólo de vez en cuando intercambiamos alguna palabra o una mirada expresiva, inquisitiva.
II
El calor es asfixiante en el tren. El ambiente está muy cargado de humo de tabaco; la bulliciosa conversación de unos hombres jugando a cartas me saca de quicio. Me vuelvo hacia la ventana. La ráfaga de aire perfumado, henchida con la generosa fragancia del heno recién segado, resulta balsámica y reparadora. Bosques verdes y campos amarillos trazan un círculo a lo lejos, se ensortijan, cada vez más cerca y, entonces, pasan volando y ceden su lugar a nuevos círculos de campos y bosques. El país parece joven y atractivo bajo los primeros rayos de sol. Pero mis pensamientos giran alrededor de Homestead.
La gran batalla ya se libró. Nunca antes, en toda su historia, los obreros americanos habían logrado una victoria tan señalada. Con la fuerza de sus brazos, los trabajadores de Homestead han conseguido que unos trescientos Pinkertons se rindan, la rendición más deshonrosa e ignominiosa. ¡Qué humillante derrota para los poderes establecidos! ¿O es que los jenízaros de Pinkerton no representan la autoridad organizada, siempre dispuestos a aplastar a los jornaleros en beneficio de los explotadores? El imprevisto despertar caerá con todo su terror sobre los enemigos del pueblo. Pero el pueblo, los trabajadores de América, ha saludado con alborozo a los hombres rebeldes de Homestead. Los trabajadores del acero no fueron los agresores. Con resignación trabajaron sin descanso y sufrieron. De su carne y de sus huesos prosperó la gran industria del acero; con su sangre engordó la poderosa Carnegie Company. Y aun así esperaron pacientemente un mejor reparto de la riqueza que estaban creando. Como un trueno en un día soleado cayó el golpe: ¡se proponían bajar los salarios! Los magnates del acero rechazaron terminantemente continuar con la escala móvil de salarios que se había acordado como una garantía de paz. La firma Carnegie desafió a la Asociación con la propuesta de unas condiciones que sabía que los trabajadores no podrían aceptar. Previendo el rechazo, se exhibió con unos preparativos más propios de una guerra para aplastar al sindicato con su talón de hierro. El pérfido Carnegie se amilanó. Acababa de proclamar a los cuatro vientos la santa palabra de la buena voluntad y la armonía. «Sentaría como una máxima», había declarado, «que nada puede excusar una huelga o un cierre patronal hasta que el arbitrio de las desavenencias haya sido propuesto por una de las partes y rechazado por la otra. El derecho de los trabajadores a asociarse y formar sindicatos no es menos sagrado que el derecho del fabricante de crear asociaciones y conferencias con sus semejantes, y tarde o temprano deberá concederse. Los fabricantes deberían llegar a algo más que un compromiso con sus hombres.»
Con su labia el gran filántropo convenció a los trabajadores de que refrendasen el aumento de los aranceles. Toda vez que había conseguido la protección de sus fundiciones, Andrew Carnegie obtuvo una reducción de los impuestos sobre los lingotes de acero como recompensa por su generosa contribución a la campaña de los republicanos. Con un control total sobre el mercado de los lingotes de acero, la Carnegie maquinó la depresión de los precios como aparente consecuencia de la rebaja de los impuestos. Pero el precio de mercado de los lingotes era el único criterio para los salarios de las fundiciones de Homestead. ¡Los sueldos de los trabajadores tienen que reducirse! La propuesta por parte de la Asociación de arbitrar la nueva escala salarial fue despreciada y rechazada: nada había que arbitrar; los hombres deben someterse incondicionalmente; había que aniquilar el sindicato. Y Carnegie designó a Henry C. Frick, el sanguinario Frick de las regiones del coque, para ejecutar el programa.
¿Acaso los oprimidos tendrán que doblegarse siempre? Los hombres de Homestead se rebelaron; los trabajadores de las fundiciones rechazaron el despótico ultimátum. Entonces cayó sobre ellos la mano de Frick. ¡La guerra había empezado! La cólera barrió el país. A lo largo y ancho de estas tierras, se censuró con toda el alma la actitud de la Carnegie Company, y la despiadada brutalidad de Frick fue execrada por todo el mundo.
No podía quedarme al margen. La hora era urgente. Los jornaleros de Homestead habían desafiado al opresor. Se estaban despertando. Pero los trabajadores del acero mostraban una rebeldía ciega. Sólo la visión del anarquismo podía imbuir su descontento de un objetivo revolucionario consciente; sólo el anarquismo podía dar alas a las aspiraciones de los obreros. La propagación de nuestras ideas entre el proletariado de Homestead iluminaría la gran lucha, contribuiría a clarificar las cuestiones sobre la mesa y a señalar el camino hacia una emancipación final completa.
Un resquemor febril consumía mis días. La conmovedora llamada, «¡Despertad obreros!», incendiaría los corazones de los desheredados y les inspiraría los actos más nobles. Llevaría a los oprimidos el mensaje del Nuevo Día y les prepararía para la Revolución Social en ciernes. Homestead sería el resplandor rosado del Amanecer glorioso. ¡Cómo me enojaban los obstáculos que mi proyecto encontraba! Dificultades imprevistas entorpecían cada uno de mis pasos. Los esfuerzos por conseguir traducir mi octavilla a un inglés popular resultaron infructuosos. Distribuir un llamamiento tan exaltado me pondría en peligro, protestaba mi amigo. Con impaciencia desestimé sus objeciones. ¡Como si las consideraciones de orden personal pudieran pesarse, siquiera por un instante, en la balanza de la gran causa! Pero en vano discutí y defendí mi postura. Y entre tanto se perdía un tiempo precioso, y nuevos obstáculos me cerraban el paso. Corría como un poseso del impresor al cajista, suplicando, implorando. Nadie osaba imprimir el llamamiento. Y el tiempo volaba. De pronto centellearon las noticias de la matanza cometida por los Pinkerton. El mundo se quedó horrorizado.
El tiempo de los discursos había pasado. A lo largo y ancho de estas tierras los jornaleros se hicieron eco del desafío de los hombres de Homestead. Los trabajadores del acero se habían reunido valientemente para acometer la defensa; de la ciudad llegaban los asesinos de la Pinkerton. Pero desde las riberas de Monongahela clamaba con toda su aliento la sangre de las víctimas del Dios Dinero. Clama con toda su fuerza. Es la llamada del pueblo. ¡Ah, el pueblo! El pueblo grande, misterioso, y aun así tan próximo y real...
Mi mente me lleva de vuelta a la pequeña ciudad universitaria rusa, inmerso en el círculos de estudiantes de Petersburgo, de vuelta a casa por vacaciones, nimbados con el halo de aquella cosa vaga y preciosa que llamábamos ser «nihilista». El tren acelerado, Homestead, los cinco años en América, todo cae bajo la niebla, brumoso en los confines de la irrealidad, de los siglos; y de nuevo tomo asiento entre seres superiores, y escucho respetuosamente la discusión apasionada de elevadas cuestiones apenas comprendidas, con el incesante y recurrente estribillo de «Bazarov, Hegel, Libertad, Chernishevsky, v naród.» ¡Por el pueblo! ¡Por el simple y hermoso pueblo, tan noble pese a los siglos de sufrimiento envilecedor! Como un toque a rebato suena en mis oídos la nota, entre el estruendo de las posiciones encontradas y la fraseología oscura. ¡El pueblo! Cuando me dejo llevar por la mitología griega, él se me figura como el poderoso Atlas, que sostenía en sus hombros el peso del mundo, la espalda doblada, en su rostro el espejo de un sufrimiento inenarrable, en su ojo la mirada de una angustia desesperada, la muda y lastimosa súplica de ayuda. ¡Ah, poder ayudar a este desesperado gigante doliente! ¡Poder aliviar su pesada carga! El camino es oscuro, los medios inciertos, pero en el caldeado debate estudiantil la nota suena nítida: por el pueblo, sé uno de ellos, comparte sus alegrías y sus penas, y así podrás enseñarles. ¡Sí, ésta es la solución! ¿Pero qué está diciendo este pelirrojo, Misha, de Odessa? «No veo ningún inconveniente en ir con el Pueblo, pero los hombres enérgicos de la acción directa, los Rajmetovs, iluminan el camino de la revolución popular mediante actos individuales de revuelta...»
«El billete, por favor». Una pesada mano cae sobre mi hombro. Con dificultad comprendo la situación. Los jugadores de cartas intercambian improperios. El revisor arranca el cartón con un gesto experto, y se lo lleva bajo el brazo caminado tranquilamente. Un estruendo de carcajadas saluda a los jugadores. Los demás pasajeros les toman el pelo y éstos pronto se relajan. Ahora, la tranquilidad se adueña del vagón.
Me cuesta trabajo no caer de nuevo en mis ensoñaciones. Debo crearme un plan de acción definido. Tengo muy claro mi objetivo. Una batalla terrible tiene lugar en Homestead: el pueblo está haciendo gala de un gran temple en su resistencia contra la tiranía y la invasión. Mi corazón se regocija. He aquí, por fin, lo que siempre había esperado del trabajador americano: una vez en pie, no tolerará ninguna injerencia, luchará contra todos los obstáculos, y sus conquistas le llevarán más allá de sus primeras exigencias. Es el espíritu del pasado heroico reencarnado en los trabajadores del acero de Homestead, en Pensilvania. ¡Qué alegría suprema contribuir a esta tarea! Esta es mi misión natural. Siento en mí la fuerza de una gran empresa. Ni una sombra de duda empaña mi decisión. El pueblo
—los jornaleros del mundo, los productores— integran, a mi parecer, el universo. Sólo ellos cuentan. Los demás son parásitos que no tienen ningún derecho a existir. Pero la tierra pertenece al Pueblo —por derecho, aunque no de hecho—. Para conseguir que lo sea también de hecho, cualquier medio es justificable, mejor dicho, aconsejable, incluso si ello exige eliminar vidas. La cuestión acerca del bien moral a menudo perturbaba los círculos que solía frecuentar. Siempre tomé partido por la opinión extrema. Cuanto más radical sea el tratamiento, sostenía, tanto más rápida será la cura. La sociedad es un paciente enfermo, tanto constitucional como funcionalmente. El tratamiento quirúrgico es a menudo imperativo. El derrocamiento de un tirano no resulta simplemente justificable, sino que es la obligación más alta de cualquier revolucionario
auténtico. La vida humana es, desde luego, sagrada e inviolable. Pero la muerte de un tirano, de un enemigo del Pueblo, no debe ser considerada en absoluto como la supresión de una vida. Un revolucionario preferiría perecer mil veces a ser culpable de lo que se entiende de ordinario como un asesinato. En verdad, asesinato y Attentat3 se me antojan términos opuestos. Eliminar a un tirano equivale a un acto de liberación y a dar vida y oportunidades a los oprimidos. Cierto es que la causa a menudo empuja al revolucionario a cometer actos desagradables. Pero es el lance de honor de un verdadero revolucionario —mejor dicho, su orgullo— saber sacrificar cualquier sentimiento simplemente humano en cuanto oye la llamada de la causa del pueblo. Si ésta le exige su propia vida, tanto mejor.
¿Puede haber algo más noble que morir por una causa grande, sublime? Pero si la vida de un verdadero revolucionario no tiene otro objetivo, otro sentido, en realidad, que sacrificarla en el altar del pueblo bienamado. ¿Y existe algo en la vida más alto que ser un verdadero revolucionario? Un revolucionario es un hombre, un hombre completo. Un ser que no posee ni intereses personales ni deseos más allá de las necesidades de la causa; que se ha emancipado de ser simplemente humano y se ha elevado por encima de ello, hasta la altura de una convicción que no deja lugar a dudas ni arrepentimiento; en pocas palabras, un ser que en lo más profundo de su alma se siente revolucionario primero y humano después.
Siento que soy un revolucionario de esta especie. De hecho, mucho más si cabe que los radicales extremistas de mi propio círculo. Mi mente regresa a un incidente característico relacionado con el poeta Edelstadt. Ocurrió en Nueva York, alrededor de 1890. Edelstadt, el alma más delicada que haya existido, era amado por todos y cada uno de los integrantes de nuestro círculo, los Pioneros de la Libertad, la primera organización anarquista judía fundada en tierras americanas. Una tarde los amigos más íntimos de Edelstadt se reunieron para estudiar algunas posibilidades de ayudar al poeta enfermo. Se resolvió enviar a nuestro camarada a Denver y alguien sugirió que a tal efecto tomásemos el dinero necesario del fondo para la revolución. Me opuse. Aunque era un amigo personal de Edelstadt, y su antiguo compañero de habitación, no podía permitir, sostenía entonces, que los fondos que pertenecían al movimiento fuesen destinados a fines privados, con independencia de su bondad o incluso necesidad. Mi parecer les mereció la más firme repulsa, pero salí al quite con este desafío:
—¿Pretendéis ayudar a Edelstadt, el hombre y el poeta, o a Edelstadt el revolucionario? ¿Lo consideráis un revolucionario verdadero? Su poesía es hermosa, desde luego, y acaso pueda resultar de algún valor propagandístico. Ayudad a nuestro amigo con vuestros fondos privados, si es vuestro deseo, pero sólo podemos destinar dinero del movimiento a actividades revolucionarias directas.
—¿Afirmas, pues, que el poeta significa menos para ti que el revolucionario? —me preguntó Tijon, un joven estudiante de medicina, a quien habíamos dado en broma el mote de «Lingg», por su muy lograda imitación del aspecto físico del célebre revolucionario.
—En primer lugar soy revolucionario. Luego, hombre —repuse convencido.
—O eres un bellaco o un héroe —me espetó.
«Lingg» tenía toda la razón. No podía conocerme. Pese a su imitación del mártir de Chicago, a su mentalidad burguesa mis palabras debieron sonarle como más propias de un bellaco. Bien, llegará el día en que «Lingg» sepa quién soy de los dos, si el bellaco o el revolucionario. No considero el término «héroe» porque pese a que el tipo de revolucionario que soy pueda ser conocido popularmente como tal, esta palabra nada significa para mí. Simplemente indica un revolucionario que cumple con su obligación. En ello no hay heroísmo: es lo que un revolucionario debe hacer, ni más ni menos. Rajmetov hizo más, demasiado, de hecho. Pese a la gran admiración que profeso por Chernishevski, quien tuvo una influencia tan poderosa en la juventud de mi tiempo, no puedo eliminar cierto resquicio de resentimiento porque el autor de ¿Qué hacer? representó a su archi-revolucionario Rajmetov sometido a un sistema de incalificables torturas autoinfligidas a fin de prepararse para futuras exigencias. Era un signo de debilidad. ¿Acaso los revolucionarios necesitan prepararse, acerar los nervios y curtir el cuerpo? Esta alusión a la desnuda arcilla humana del revolucionario se me antoja casi como un insulto personal.
No, el revolucionario consumado no necesita semejantes preparativos que terminan por hacerle dudar de sí mismo. Porque sé que yo no los necesito. Por extraño que parezca, esta impresión es bastante impersonal. Sí, mi propia individualidad queda íntegramente postergada, es más, no existe personalidad que valga cuando lo que está en juego es la causa. Soy simplemente un revolucionario, un terrorista por convicción, un instrumento para impulsar la causa de la humanidad; en pocas palabras, un Rajmetov. En efecto, adoptaré este nombre en cuanto llegue a Pittsburgh.
*
El agudo chirrido de la locomotora me despierta de un sobresalto. Mi primer pensamiento es para mi cartera, que contiene importantes direcciones de algunos camaradas de Allegheny que estaba intentando memorizar cuando debí de quedarme dormido. ¡La cartera ha desaparecido! Por un instante el terror se apodera de mí. ¿Qué pasará si la he perdido? De repente mi pie roza algo blando. La recojo del suelo y descubro con inmenso alivio que todo su contenido está a salvo: las valiosas direcciones, una pequeña litografía de Frick aparecida en un periódico, y un billete de un dólar. La alegría de haber recuperado la cartera no se ve ensombrecida ni un ápice por la escasez de mis fondos. El dólar me bastará para una habitación de hotel la primera noche, y a la mañana iré a ver a Nold o Bauer. Me conseguirán un lugar donde alojarme uno o dos días. «No me quedaré allí mucho tiempo», pienso para mis adentros, con una sonrisa.
Estamos llegando a Washington D.C. El tren hará un alto en la ciudad de seis horas. Maldigo la estupidez del retraso: seguro que está ocurriendo algo en Pittsburgh o en Homestead. Además, no hay tiempo que perder. Hay que dar un golpe significativo antes de que decaiga la indignación de la opinión pública por las atrocidades de la Carnegie Company, por la brutalidad de Frick.
Y sin embargo toda esta irritación se desvanece para mi sorpresa al recibir mis ojos el saludo de una bella imagen cuando me apeo del tren. Ha salido el sol, es una enorme bola de un rojo profundo que vierte un torrente de oro sobre el Capitolio. La cúpula asoma majestuosa su orgullosa cabeza por encima de la mole de piedra y mármol. Como una criatura viviente, la luz palpita y tiembla apasionada antes de besar la cúspide más alta, prendiéndola con un brillo cegador, y luego extendiéndose en un abrazo que desciende y se relaja por los hombros del imponente gigante. Las olas de ambarino entrelazan sus costados con tiernas caricias, para luego precipitarse a izquierda y derecha, a lo alto y a lo ancho, y centellean sobre los árboles señoriales, coquetean con ramas y hojas, y finalmente se abaten sobre la anchurosa avenida, no sin volverse cada vez más doradas y prolijas al dispersarse. Y el gigante con una cúpula por cabeza, los árboles señoriales y la anchurosa avenida se estremecen con un éxtasis recién alumbrado, la naturaleza entera exhala el suspiro satisfecho del gozo y se arrima al dorado dador de vida.
En este instante percibo, tal vez como nunca antes, la gran alegría, la incomparable dicha, de la existencia. Pero en un santiamén cambia la imagen. Ante mis ojos se presenta el río Monongahela, que lleva gabarras atestadas de hombres armados. Y oigo un disparo. Un muchacho cae en el muelle. La sangre mana a borbotones del centro de su frente. El agujero abierto por la bala se abre como un negro bostezo en el rostro carmesí. Gritos y llantos retumban en mis oídos. Veo hombres que corren hacia el río y mujeres postradas al lado del muerto.
La horrible visión reaviva en mi conciencia un incidente parecido, que ya antes había vivido con la imaginación. Fue la imagen de un nihilista ejecutado. ¡Los nihilistas! ¡Cuánta sangre suya fue derramada! ¡Jalonan por millares la avenida del sufrimiento de Rusia! Me siento inexplicablemente próximo, tan cerca de sus almas, de aquellos hombres y mujeres. Adorados y misteriosos hombres de mi juventud, que dejaron atrás hogares ricos y sus privilegios de clase para ir «con el pueblo», ser uno con el pueblo, pese al desdén de quienes les fueron queridos, pese a ser perseguidos y ridiculizados incluso por los ignorantes objetos de su gran sacrificio.
A todas luces, ahí es donde viene a mi recuerdo la primera impresión de la Rusia nihilista. Acababa de aprobar los exámenes de mi segundo curso en el Gymnasium. Desbordante de gozosa emoción, regresé corriendo a casa para comunicar a madre las felices noticias. ¡Qué contenta se pondrá! La semana que viene cumplo doce años, pero no es necesario que madre me haga ningún regalo. Yo, en cambio, tengo uno para ella. «Mamá, mamá», grité, cuando de repente distinguí su voz, llevada por el enfado. Algo ha ocurrido, pensé, madre nunca habla tan alto. Algo muy extraño, creí, al ver que la puerta que comunicaba el amplio pasillo con el comedor estaba cerrada al contrario de lo que era habitual. Turbado, vacilé en el umbral. «Debería darte vergüenza, Nathan», oí que decía mi madre. «Condenar a tu propio hermano porque es un nihilista. No eres mejor que», su voz amainó hasta convertirse en un murmullo, pero agucé el oído y pude discernir la palabra pavorosa, pronunciada con odio y miedo: «un palátch.»4
Estaba sobrecogido. El tono de mi madre, la insólita presencia en casa de mi adinerado tío Nathan, la espantosa palabra palátch; tenía que haber ocurrido algo horroroso. Salí del pasillo de puntillas y corrí hacia mi habitación. Temblaba de miedo. Me tiré en la cama. ¿Qué ha hecho el palátch? dije entre lamentos. «Tu hermano», eso dijo mamá a nuestro tío. Se refería a su propio hermano, el benjamín, a mi tío favorito, Maxim. ¡Ay! ¿Qué le ha pasado? Mi excitada imaginación se figuró las peores visiones. Ahí estaba la poderosa figura del gigantesco palátch, su brazo derecho desnudo hasta el hombro, en su mano el hacha suspendida. Pude ver el resplandor del acero afilado en su pausado descenso, de una lentitud torturadora, mientras mi corazón dejaba de latir y mis ojos afiebrados se fijaban como hechizados en los resplandecientes tizones de la cabeza del palátch. De repente, los ojos fulmíneos se fundieron en una enorme y llameante bola roja; la figura del espantoso cíclope con su único ojo ganó altura, y se estiró, cada vez más alta, y en todas partes estaba el gigante —estaba a todos mis lados— y entonces un repentino destello de acero, y vi cómo sostenía una cabeza con su mano monstruosa, cortada de cuajo, cuyos ojos se abrían y cerraban sin cesar, de cuya boca, orejas y garganta manaba una sangre de color rojo oscuro. Había algo mortalmente familiar en aquel rostro, de frente despejada y blanca y boca expresiva, tan dulce y triste. «¡Ay, Maxim, Maxim!», grité, aterrorizado. Y en ese mismo instante se adueñó de mí un torrente de odio mortal hacia el palátch, y con la cabeza agachada me lancé contra el monstruo de un solo ojo. Estaba cada vez más cerca... un impulso más y ya el violento impacto de mi cuerpo le golpeaba justo en el centro. Y se derrumbó hacia delante, a plomo, justo enfrente de mí, y sentí que su pavoroso peso me aplastaba los brazos, el pecho, la cabeza...
—¡Sasha, Sashenka! ¿Qué te ocurre, Golubchik?
—Reconocí la voz dulce y tierna de mi madre, que llegaba desde muy lejos y sonaba extraña, antes de acercarse y volverse más reconfortante. Abrí los ojos. Madre está arrodillada al pie de la cama, sus hermosos ojos negros están llenos de lágrimas. Me colma de besos rostro y manos, mientras me suplica, apasionadamente:
—Golubchik, ¿qué te ocurre?
—Mamá, ¿qué le ha pasado al tío Maxim? —pregunto, mirando fijamente su rostro mientras contengo el aliento.
El cambio repentino de su gesto me hiela el corazón. Palidece como un fantasma, enormes gotas de sudor perlan su frente, y sus ojos, llenos de miedo, se abren redondos y grandes. «¡Mamá!», grito, abrazándola. Sus labios se mueven, y siento en la mejilla su cálido aliento; pero sin pronunciar una palabra rompe a llorar violentamente.
—¿Quién... te lo dijo? ¿Lo... sabes? —susurra entre sollozos.
*
Un paño mortuorio parece haber caído sobre nuestra casa. El silencio es asfixiante. Todos caminamos en zapatillas, y el piano está cerrado. Sólo intercambiamos monosílabos en voz baja durante las comidas. La silla de mamá está vacía. Está muy enferma, nos dice la enfermera. Es mejor que nadie la vea.
La situación me desconcierta. Sigo preguntándome qué le ha pasado a Maxim. Mi visión del palátch, ¿fue un presentimiento o bien el eco de una tragedia cumplida? Me siento vagamente culpable de la enfermedad de mamá. La impresión que le causó mi pregunta acaso esté en el origen de su estado. Y aun así tiene que haber algo más, me digo, intentando convencer a mi espíritu atribulado. Una tarde, al encontrarme de muy buen humor a mi hermano mayor Maxim, que lleva el nombre del hermano favorito de madre, decido llamarle a un lado y adoptando con atrevimiento una actitud cómplice, le pregunto:
—Dime, Maximushka, ¿qué es un nihilista?
—¡Vete al diablo, molokossoss!5 —grita enfadado. Con una demostración de violencia que me resulta del todo inexplicable, Maxim arroja el periódico al suelo, se levanta tirando la silla y sale de la habitación.
*
La suerte del tío Maxim sigue siendo un misterio, y queda por resolver el tema del nihilismo. Me enfrasco en mis estudios. Pero un profundo interés, o la curiosidad por lo misterioso y lo prohibido, duerme en mi conciencia antes de que, casi sin previo aviso, se despierte y se ponga manos a la obra coincidiendo con un incidente en el colegio. Ya tengo quince años, y estoy en el cuarto curso del Gymnasium clásico en Kovno. Bajo la dirección del ministerio de Educación, se está introduciendo la enseñanza obligatoria de la religión en las escuelas públicas. Se han habilitado clases especiales en el Gymnasium para la formación religiosa de los alumnos judíos. A los padres de éstos últimos, la novedad les disgusta; casi todos los niños judíos reciben enseñanza religiosa en casa o en la Cheidar.6 Pero las autoridades escolares obligan a los alumnos de confesión judía a asistir a las clases de religión.
No estoy para cuando pasan lista el primer día de clase. El director me hace llamar para que dé una explicación. Expongo que no asistí porque en casa tengo un tutor privado judío y que, de todos modos, no creo en la religión. El remilgado director parece presa de un horror indescriptible.
—Joven —se dirige a mí con la voz gutural que afecta para las ocasiones solemnes—, dígame joven, ¿cuándo, si me permite la pregunta, alcanzó tan profunda convicción?
Su actitud me desconcierta, pero el sarcasmo de sus palabras y el tono ofensivo despiertan mi resentimiento. Sin pensarlo dos veces, con tono desafiante, desvelo mi preciado secreto: —Desde que escribí mi trabajo «Dios no existe» —contesto, guardándome la satisfacción para mis adentros. Pero me doy cuenta inmediatamente de lo imprudente de mi confesión. Tengo una sensación fugaz de los problemas que se avecinan, en el colegio y en casa. Y sin embargo siento en cierto modo que he actuado como un hombre. El tío Maxim, el nihilista, en mi lugar hubiese obrado igual que yo. Sé que es conocido por su franqueza inflexible, y le quiero por su atrevimiento y honestidad.
—¡Oh, qué interesante! —oigo decir, como sumido en un sueño, a la desagradable voz gutural del director—. ¿Cuándo lo escribió?
—Hace tres años.
—¿Qué edad tenía entonces?
—Doce años.
—¿Conserva el trabajo?
—Sí.
—¿Dónde?
—En casa.
—Entréguemelo mañana, sin falta. No se olvide.
Su voz se vuelve más dura. Sus palabras caen en mis oídos con el áspero sonido metálico del piano de mi hermana durante aquella velada musical cuando, con ánimos traviesos, escondí un trozo de tubería de gas en el instrumento, que habían afinado para la ocasión.
—Hasta mañana, entonces. Puede retirarse.
El consejo escolar, reunido en cónclave, lee el trabajo. Mi disquisición recibe una condena unánime. Un castigo ejemplar caerá sobre mí por «impiedad precoz, inclinaciones peligrosas e insubordinación.» Recibo una reprimenda pública y me degradan al tercer curso. Esta peculiar condena me arrebata un año, y me obliga a relacionarme con los «niños» que en clase mirábamos por encima del hombro con indisimulado desdén. Me siento deshonrado, humillado.
*
Así se encadenan las visiones, los recuerdos, mientras las horas interminables se arrastran hasta el atardecer y el reloj de la estación murmura como una anciana sin fin.
III
Por fin, ya está. «¡Pasajeros al tren!»
La máquina se impulsa a toda velocidad, aproximándome cada vez más a mi destino. El revisor anuncia las estaciones arrastrando las palabras, mis sentidos apenas si obtienen una impresión de este ruidoso ir y venir. Pese a que veo y oigo cada detalle de cuanto sucede a mi alrededor, todo me resulta completamente ajeno. Más rápida que el tren, mi fantasía vuela como si pasase revista a un panorama de vívidas escenas que, aunque carezcan de una conexión orgánica entre ellas, están íntimamente relacionadas en mis reflexiones sobre el pasado. Pero... ¡qué distinto es el presente! Avanzo a toda velocidad hacia Pittsburgh, al mismo corazón de la lucha industrial de América. ¡América! Me recreo sorprendido en el sonido impronunciado. ¿Por qué en América? Y de nuevo se despliegan ante mí las imágenes de escenas pasadas.
Paseo por el jardín de nuestra bien provista casa de campo, en un barrio residencial de moda, en San Petersburgo, donde mi familia suele pasar los meses de verano. Cuando entro en el porche, el doctor Smeonov, el célebre médico del lugar, sale de la casa y con un gesto me indica que me acerque.
—Alexander Ossipovitch —se dirige a mí con sus distinguidos modales—, su madre está muy enferma. ¿Está usted solo con ella?
—Tenemos criados, y dos enfermeras están de guardia —le respondo.
—Desde luego, desde luego —las comisuras de sus labios delicadamente cincelados esbozan la sombra de una sonrisa—. Me refiero a la familia.
—¡Oh, sí! Estoy solo con mi madre.
—Su madre está muy inquieta hoy, Alexander Ossipovitch. ¿Podría pasar la noche cuidando de ella?
—Sin duda, sin duda —asiento de inmediato, extrañado por la insólita petición. Madre se encuentra cada día mejor, eso me aseguran las enfermeras. Mi presencia junto a su cabecera puede resultarle molesta. Nuestras relaciones han sido tirantes desde el día en que, presa de un arrebato de ira, le dio un bofetón a Rose, nuestra nueva criada, motivo por el que me mostré en desacuerdo con el derecho de madre de infligir castigos corporales a los criados. Puedo verla ahora, erguida y altiva, mirándome desde el otro extremo de la mesa, con los ojos encendidos de indignación.
—No te olvides de que le estás hablando a tu madre, Al-ex-an-der —pronuncia el nombre en cuatro sílabas distintas, como es su costumbre cuando está enfadada conmigo.
—No tienes ningún derecho a pegar a la muchacha —le replico, con actitud desafiante.
—Lo estás olvidando. El trato que dé a los sirvientes no es asunto tuyo.
No puedo reprimir la incisiva respuesta que me viene a los labios:
—La humilde criada es tan buena como tú.
Veo los dedos largos y delgados de madre apresar el pesado cucharón y al momento un agudo dolor atraviesa mi mano izquierda. Nuestros ojos se encuentran. Su brazo está inmóvil, su mirada fija en la mancha de sangre que se extiende en el mantel blanco. El cucharón cae de su mano. Cierra los ojos, y su cuerpo se hunde inerte en la silla.
Ira y humillación sofocan mi primer impulso de correr en su ayuda. Sin pronunciar palabra, cojo el pesado salero y lo arrojo con todas mis fuerzas contra el espejo francés. Al oír el estallido del cristal, madre abre los ojos sorprendida. Me levanto y salgo de casa.
El corazón me late desbocado cuando entro en la habitación donde madre pasa la enfermedad. Temo que se moleste por mi intromisión: la sombra del pasado nos separa. Pero yace tranquila en la cama, y parece que no ha reparado en mi entrada. Me siento a la cabecera. Pasa largo tiempo en silencio. Madre parece estar dormida. Oscurece en la habitación, y me arrellano en la silla para pasar la noche. De pronto oigo decir «¡Sasha!» con una voz débil y evanescente. Me inclino hacia ella. «Un vaso de agua.» Cuando le acerco el vaso a los labios, aparta imperceptiblemente la cara y dice con la voz muy queda: «Agua fría, por favor.» Me dispongo a salir de la habitación. «¡Sasha!», oigo a mis espaldas, y de puntillas me vuelvo hacia la cama y pongo mi cara muy cerca de la suya para poder discernir sus tenues palabras. «Ayúdame a girarme hacia la pared.» Con ternura abrazo su cuerpo débil y consumido y me subyuga un deseo abrumador de rozar su mano con mis labios y de rodillas implorar su perdón. Me siento tan cerca de ella, mi corazón rebosa de compasión y amor. Pero no me atrevo a besarla; nos hemos convertido en extraños. Lleno de afecto la sostengo entre mis brazos durante la sombra de un instante, temiendo que sospeche la tormenta de emociones que se abate dentro de mí. Acariciante, la vuelvo hacia la pared y, mientras me aparto lentamente, siento que algo misterioso, aunque definido, siento que algo ha abandonado su cuerpo en ese mismo instante.
Al cabo de unos minutos, regreso con el vaso de agua fría. Se lo acerco a los labios pero parece no percibir mi presencia. «No puede haberse dormido tan deprisa», me digo sorprendido. «¡Madre!», la llamo con dulzura. No hay respuesta. «¡Mamaíta! ¡Mamotchka!» No parece oírme. «Querida, ¡Golubchik!», exclamo, en un repentino paroxismo de terror, apretando mis labios calientes sobre su rostro. Entonces siento un brazo sobre mi hombro y oigo la mesurada voz del doctor: «Muchacho, tienes que sobreponerte. Tu madre ya descansa.»
IV
—¡Despierta, muchacho! ¿Por qué suspiras?
Sorprendido me doy la vuelta para toparme con la cara tosca, aunque no del todo desagradable, de un jornalero moreno que ocupa el asiento detrás de mí.
—¡Oh! No es nada. Sólo estaba soñando —respondo. Sin deseos de alentar la conversación, finjo que estoy totalmente enfrascado en un libro.
¡Qué extraño el sonido repentino del inglés! No menos repentino que mi transplante a suelo americano. Habían pasado seis meses desde la muerte de mi madre. Amenazado por las autoridades educativas con un «pasaporte del lobo»7 debido a mis «inclinaciones peligrosas» —el cual me cerraría las puertas de cualquier carrera profesional, pese a mi posición social por lo demás altamente satisfactoria— y agravada la situación por una violenta disputa con mi tutor, el tío Nathan, decidí marcharme a América. Allí, al otro lado del océano, descansaba la tierra de las nobles hazañas, un país libre y glorioso, donde los hombres caminaban erguidos, a la altura de su verdadera humanidad... el exacto cumplimiento de mis sueños de juventud.
Y ahora estoy en América, la tierra de las bienaventuranzas. Las desilusiones, los desengaños, las luchas inútiles... El calidoscopio de mi cerebro los despliega todos ante mi mirada. Ahora me veo sentado en un banco del parque de Union Square, acurrucado entre Fedya8 y Mijail, mis compañeros de cuarto. El viento nocturno barre el parque sombrío, y nos deja los huesos helados. Me siento cansado y hambriento, estoy reventado tras un día de búsqueda infructuosa de trabajo. Se me parte el corazón cuando miro a mis amigos. «Nada», informa cada uno de nosotros, los tres con aires taciturnos, durante nuestro encuentro de todas las noches, tras la agotadora marcha diurna. Fedya gime sumido en un sueño intranquilo, mientras su mano anda a tientas por sus rodillas. Recojo el periódico que ha caído bajo el banco para arroparle las piernas y engancho los extremos debajo. Pero una ráfaga repentina desgarra el papel, antes de que la noche lo engulla. Mientras le encasqueto bien el sombrero, me sorprende su pavoroso aspecto. ¡Cómo han trocado su juventud rolliza de mejillas sonrosadas estas pocas semanas! Pobre tipo, nadie quiere su trabajo. Cómo sufriría su madre si supiera que su hijo, a quien con tanto cuidado crió, pasa las noches en... ¿Qué dolor es éste que sufro? Alguien se inclina sobre mí, se me impone como una presencia gigantesca en la oscuridad. Medio aturdido veo un brazo que va y viene, con unos movimientos cortos, semicirculares, hacia atrás, y con cada gesto siento un agudo pinchazo, como si fuera un latigazo. ¡Oh, está en mis pies! Perplejo me levanto de un salto, una mano brusca me agarra del cuello y me veo frente a un policía.
—¿Sois ladrones? —gruñe.
Mijail responde, soñoliento: —Nosotros rusos. Querer trabajo.
—¡Moved el culo! ¡Venga, fuera!
Rápido, en silencio, nos vamos, Fedya y yo por delante, Mijail renqueando detrás. Las calles tenuemente iluminadas estarían desiertas si no fuera por alguna figura presurosa aquí o allá, muy abrigada, revoloteando misteriosamente en alguna esquina. Se levantan columnas de polvo de las calzadas grises, el viento las captura y las arroja a cierta distancia, y luego las lleva hacia el cielo en espirales, antes de hacer lo propio con otra ola de ceniza. De alguna parte me llega a la nariz un olor tentador. «La panadería de Second Street», señala Fedya. Nuestros pasos se aceleran inconscientemente. Los hombros levantados, las cabezas inclinadas, los tres tiritando, logramos no alejarnos del sur del Bowery. Mijail sigue quedándose atrás. «¡Maldita sea! Me encuentro mal», dice al darnos alcance cuando ya entramos en un portal abierto. Una inspección concienzuda de nuestros bolsillos revela que nuestras posesiones alcanzan la suma
de doce centavos. Resolvemos que Mijail irá a la cama y le damos diez centavos. Nos repartimos equitativamente los cigarrillos que compramos con los dos centavos restantes, y damos unas caladas por turnos al «cuarto» de la cajetilla. Fedya y yo dormimos en la escalinata del ayuntamiento.
*
«¡Pittsburgh! ¡Pittsburgh!»
El berrido del revisor me sobresalta con la violencia de una descarga. Pese a la impaciencia acumulada durante el largo viaje, la noticia de que he alcanzado mi destino me llega sin que lo espere y me abruma con el terror a que me cojan desprevenido. Recojo atolondrado todas mis cosas pero al ver que los demás pasajeros permanecen en sus asientos regreso precipitadamente al mío, temiendo que alguien perciba mi inquietud. Para ocultar mi confusión, me vuelvo hacia la ventana abierta. Gruesas nubes de humo cubren el cielo, amortajando la mañana con un gris sombrío. El ambiente está cargado de hollín y cenizas; el olor del aire es nauseabundo. A lo lejos, los hornos gigantescos escupen columnas de fuego, los refulgentes destellos perfilan una línea de estructuras de armazón, ruinosas y miserables. Son las casas de los trabajadores que han creado la gloria industrial de Pittsburgh y encumbrado a sus millonarios, los Carnegies y Fricks.
La imagen me llena de odio hacia la perversa justicia social que convierte las necesidades de la humanidad en un averno de trabajo envilecedor. Priva al hombre de su alma, aparta la luz del día de su vida, lo degrada por debajo de las bestias, y entre las piedras de molino de la dicha divina y la tortura infernal muele la carne y la sangre y las convierte en hierro y acero, transmuta las vidas humanas en oro, oro, oro sin fin.
¡El gran y noble pueblo! ¿Pero es en verdad grande y noble ser esclavos y estar satisfechos? ¡No, no! ¡Están despertando, despertando!
1. Emma Goldman, principal interlocutora de estas memorias y figura señera del anarquismo norteamericano.
2. Pinkerton National Agency. Empresa de seguridad privada que a finales del siglo xix participó activamente en la represión de los movimientos obreros en Estados Unidos.
3. Acción política violenta destinada a despertar la conciencia de la clase obrera. Se enmarca en la noción más general de propaganda por el hecho, popularizada por el anarquista francés Paul Brousse en 1877, y asumida en 1881 por la internacional anarquista celebrada en Londres. Tiranicidios, regicidios y en general la muerte de los representantes visibles de la opresión del pueblo son los objetivos del Attentat, que debe desencadenar una espiral de terror y abrir las puertas de la revolución.
4. Verdugo en ruso.
5. Literalmente, niño de teta. Término despectivo dirigido a un joven inexperto.
6. Escuela religiosa para el aprendizaje de la ley y la religión mosaica.
7. Expresión rusa. Define la expulsión del colegio que acarrea la prohibición de matricularse en cualquier otro centro educativo.
8. Modest Stein, también referido en estas memorias como Gemelo.