Читать книгу Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander - Страница 12
Оглавление3. El espíritu de Pittsburgh
I
Como una colmena gigantesca, las ciudades gemelas9 dominan las orillas del río Ohio, respiran pesadamente un espíritu de febril actividad e impregnan la atmósfera con el furor de la vida. Las corrientes de hormigas humanas fluyen sin cesar. Se encuentran y se separan, sus caminos se cruzan una y otra vez, dejando tras de sí mil y un senderos sinuosos y cúmulos de estructuras puntiagudas y abombadas. Sus sombras enormes oscurecen la veta amarilla del río reluciente que se tuerce y enrosca en su curso doloroso, ora abrazando la orilla, ora escondiéndose aterrado, y de nuevo lanzando tímidamente sus brazos hacia los monstruos iracundos que escupen fuego y humo en el mismo seno de esta colmena gigantesca. Y dominándolo todo se extiende la penumbra de una niebla espesa, opresiva y desalentadora; el símbolo de nuestra existencia, preñada de oscuridad y frío.
Pittsburgh, el corazón del industrialismo americano, cuyo espíritu forja la vida de la gran nación. El espíritu de Pittsburgh, ¡la ciudad de hierro! Fríos como el acero, duros como el hierro son sus productos. Ésta es la tónica de la gran República, que subyuga los demás acordes y sacrifica la armonía en el altar del ruido, la belleza en el altar de las cantidades. Su antorcha de la libertad es el fuego de un horno industrial que todo lo consume, destruye y devasta. Un horno que se extiende por todo el país, en el que los huesos y el tuétano de los productores, los miembros y los cuerpos, la salud y la sangre son fraguados en acero Bessemer, convertidos en rollos de planchas de blindaje, transformados en motores asesinos que deberán consagrarse al dios Dinero por sus sumos sacerdotes, los Carnegie y los Fricks.
El espíritu de la ciudad de hierro define las negociaciones entabladas entre la Compañía Carnegie y los hombres de Homestead. Henry Clay Frick, en posesión de un control absoluto sobre la compañía, encarna el espíritu del horno, es el emblema viviente de sus negocios. La rama de olivo que ofrecieron los trabajadores tras su victoria frente a los Pinkertons ha sido rechazada. El ultimátum planteado por Frick es la última palabra del César: el sindicato de los trabajadores del acero tiene que ser aplastado, completa y absolutamente, incluso a expensas del derramamiento de la sangre del último hombre de Homestead; la compañía sólo tratará con los trabajadores individualmente y éstos tendrán que aceptar los términos del acuerdo que se les proponga sin discusión ni preguntas. Frick mantendrá abiertas las fundiciones con trabajadores ajenos al sindicato, incluso si ello exige sumar la fuerza militar del Estado a la de la nación para llevar a cabo su plan. Los trabajadores de las fundiciones que desobedezcan la orden de volver a sus empleos bajo el nuevo programa de salarios rebajados serán despedidos inmediatamente y desahuciados de las casas de la Compañía.
II
En un oscuro callejón de la ciudad de Homestead hay una casa de madera de un solo piso de aspecto viejo y triste. En ella vive la viuda de Johnson con sus cuatro hijos pequeños. Hace seis meses, la rotura de una grúa enterró a su marido bajo doscientas toneladas de metal. Cuando le llevaron el cuerpo a casa, la mujer, trastornada, se negó a reconocer a su grande y fuerte «Jack» en los restos destrozados. Durante varias semanas se oyó en el barrio su grito extraviado: «¡Mi marido! ¿Dónde está mi marido?». Pero el cuidado afectuoso de algunos vecinos de buen corazón logró, en parte, devolver la razón a la desdichada mujer. Acompañada de sus cuatro pequeños huérfanos, consiguió no hace mucho que el señor Frick la reciba. De rodillas le suplicó que no la echase de su casa. Su pobre marido había muerto, imploraba, no podía pagar la hipoteca, los niños eran demasiado pequeños para trabajar, ella misma apenas si podía andar. Pensó que Frick había sido muy amable, le prometió que vería qué se podía hacer. De modo que no quiso oír a los vecinos que le insistían en que demandase a la Compañía por daños. «La grúa estaba oxidada», le explicaron los compañeros de su marido, «el inspector del gobernador declaró que no era apta para su uso». Pero el señor Frick fue amable y seguro que sabía mejor que nadie cómo estaba la grúa. ¿Acaso no dijo que se trató de un descuido de su marido?
Está muy agradecida al buen señor Frick por aplazar el pago de la hipoteca. Había sido presa de un miedo mortal a que su pequeño hogar, donde su querido John había sido un marido tan cariñoso, le fuera arrebatado, y a que sus niños se vieran obligados a vivir en la calle. Nunca deberá olvidarse de rogar la bendición de Dios por el buen señor Frick. Todos los días repite a sus vecinos la historia de su visita al gran hombre, con cuánta amabilidad la recibió, con qué sencillez le habló. «Igual que nosotros, compadres», dice la viuda.
Ahora le cuenta la maravillosa historia a su vecina Mary, la jorobada, quien escucha el cuento con interés siempre renovado por vigésima vez. Contagia tanta importancia conocer a alguien que tuvo una relación tan estrecha con el rey del hierro, es más, que estuvo en su presencia y hasta habló con el gran magnate.
—«Estimado señor Frick» le digo yo —relata la viuda—. «Estimado señor Frick» le digo yo, «mire a mis pobres angelitos».
Alguien que llama a su puerta la interrumpe. —Seguro que es la tuerta Kate —comenta la viuda—. ¡Adelante! ¡Adelante! —exclama llena de alegría—. ¡Pobre Kate! —observa con un suspiro—. Su marido tiene la tisis. Me temo que no durará mucho.
Hay un hombre alto y tosco en la entrada. Tras él, vienen dos más. La viuda se levanta asustada de la silla. Uno de los niños rompe a llorar y corre a esconderse detrás de su madre.
—Disculpe, señora —dice el hombre alto—. No tema. Somos ayudantes del Sheriff. Lea esto —saca un papel de aspecto oficial—. Orden de desahucio. Lo siento mucho, señora, pero prepárese. Deprisa, tengo pendientes doce...
Se oye un grito desgarrador. El ayudante del Sheriff alcanza a coger entre sus brazos el cuerpo inerte de la viuda.
III
East End, el barrio residencial de moda en Pittsburgh, se solaza bajo el sol vespertino. La amplia avenida parece fresca y tentadora; los árboles majestuosos tienden sus sombras a través de la calzada y asienten con sus cabezas en señal de mutua aprobación. Una procesión incesante de carruajes colma la avenida, las ostentosas gualdrapas de los caballos y los lacayos de uniforme prestan vida y color a la escena. Una desfile pasa frente a mí. Las risas de las damas resuenan gozosas y despreocupadas. Su felicidad me irrita. Recuerdo Homestead. Pienso en la empalizada sombría, las fortificaciones y los cañones; la figura lastimera de la viuda se alza ante mí, también los niños entre sollozos, y oigo de nuevo el angustioso grito de un corazón roto, de un cerebro destrozado.
Y aquí todo son risas y alegría. Los caballeros parecen contentos, las damas son felices. ¿Por qué deberían preocuparse del sufrimiento y la necesidad? Los hombres corrientes sólo les valen como esclavos, sólo sirven para alimentarlos y vestirlos, para construir estos palacios hermosos, y para darse por satisfechos con los mendrugos de la beneficencia. «Tomad lo que os doy», ordena Frick. ¡Vaya, pero si aquí está su casa! Un lugar lujoso, con un jardín enorme, con establos y cuadra. Aquella cuadra de allí es más alegre y habitable que el hogar de la viuda. ¡Ay! la vida podría ser llevadera, hermosa. ¿Por qué no debería serlo? ¿Por qué tanto sufrimiento y lucha? Un día radiante, flores, todo lo que me rodea es bello. ¡Esto es la vida! Alegría y paz... ¡No! No habrá paz con gente como Frick y estos parásitos en carruajes que viven sobre nuestras costillas y chupan la sangre de los trabajadores. Fricks, vampiros, todos sin excepción —casi grito en voz alta— forman una sola clase. Todos confabulados contra mi clase, los jornaleros, los productores. Acaso una conspiración anónima, pero una conspiración en cualquier caso. Y las damas refinadas a caballo sonríen y ríen. ¿Qué significa el sufrimiento del pueblo para ellas? Es probable que se estén riendo de mí. ¡Reíd! ¡Reíd! Me despreciáis. Yo soy del Pueblo, pero vosotras pertenecéis a los Fricks. Bien, quizá nos llegue pronto la hora de reír...
De regreso a Pittsburgh al anochecer, me llega la noticia de que las conversaciones entre la compañía Carnegie y el comité de los huelguistas se han abandonado con el rechazo de Frick a tomar en consideración las peticiones de los trabajadores de las fundiciones. ¡Se ha perdido la última esperanza! El amo ha resuelto aplastar a sus esclavos rebeldes.
9. Pittsburgh y Allegheny, ciudades vecinas hasta 1906, año en que la primera anexionó a la segunda.