Читать книгу Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander - Страница 18

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1. Pensamientos desesperados

I

—Siéntase como en su casa, ahora que tendrá que pasar un ratito aquí, ¡ja, ja, ja!

Percibo la crueldad de su tono como en sueños. Me pregunto si este hombre me está hablando a mí. ¿De qué se ríe? Me siento tan agotado, quiero estar solo.

La voz ha dejado de hablar; los pasos retroceden. Todo queda en silencio, y estoy solo. Un peso innombrable me oprime. Me siento exhausto, mi mente está vacía. Caigo a plomo en la cama. Entierro la cabeza en la almohada de paja, se me parte el corazón, me hundo en un sueño profundo.

*

Me arden los ojos como si me los marcaran a fuego. El calor me abrasa la vista y me consume las pestañas. Ahora me golpea en la cabeza, mi cerebro está en llamas, un incendio furibundo lo asola. ¡Ay!

Me despierto sobrecogido. Un rayo de luz me enfoca el rostro y me deslumbra. Aterrorizado, me cubro los ojos con las manos, pero el misterioso flujo me atraviesa los párpados y me ciega como si se tratase de una tortura enloquecedora.

—¡Levántate y desnúdate! ¿Pero qué te pasa?

La voz me asusta. Un resplandor imperturbable colma la celda. Más allá de la luz, sólo hay oscuridad, no puedo ver al guardia.

—Ahora acuéstate y duérmete.

Me dispongo a obedecer en silencio cuando de repente todo se vuelve negro ante mis ojos. Un miedo atroz me embarga el corazón. ¿Estoy ciego? Ando a tientas en busca de la cama, la pared... ¡No veo nada! Salto con un grito despavorido a la puerta. Un clic apenas perceptible llega a mis oídos despiertos. El torrente de luz me azota el rostro. ¡Oh! Puedo ver, ¡veo!

—¿Qué demonios te pasa? Vete a dormir, ¿me oyes?

Estoy acostado en la cama, inmóvil, en silencio. Me rondan unos temores extraños... ¡Este lugar tiene que ser terrible! Esta agonía... no puedo soportarla. ¡Veintidós años! ¡No hay esperanza! Tengo que morir. Moriré esta noche... Salgo arrastrándome de la cama conteniendo la respiración. El armazón de la cama cruje. Vuelvo sobre mis pasos aterrorizado y finjo dormir. Todo sigue en silencio. El guardia no me oyó. Incluso con los ojos cerrados percibiré la pavorosa linterna. Abro los ojos lentamente. Todo está a oscuras. Ando a tientas por la celda. La pared está húmeda y mohosa. Los olores son nauseabundos... No puedo vivir aquí. Tengo que morir. Esta misma noche... Algo blanco brilla con luz trémula en un rincón. Me agacho con cuidado. Es una cuchara. Por un momento la sostengo entre las manos con indiferencia, pero enseguida me embarga una gran alegría. ¡Ahora sí que puedo morir! Me arrastro de nuevo hasta la cama, sujetando nervioso la cucharilla. Me busco el corazón con la mano. Late con toda su fuerza. Aquí colocaré el extremo estrecho de la cuchara... Así... lo meteré, un poco más abajo, una presión constante, entre las costillas... el metal está frío. ¡Cuánto calor hay en mi cuerpo! Me rozo el costado con la cucharilla, como si me acariciara... Mis dedos buscan el filo. Está romo. Tendré que apretar fuerte. Sí, está muy romo. Con que sólo tuviese mi revólver. Pero entonces quizá el cartucho no estallaría. He aquí por qué Frick se salvó y yo tengo que morir. ¡Cómo me miraba en el juzgado! Había odio en sus ojos, pero también miedo. Me volvió la cara, no podía mirarme de frente. Vi que se sentía culpable. Pero vive. No terminé con él. Fracasé, fracasé...

—Silencio por ahí, o te meto en el agujero.

La voz bronca me sobresalta. Seguro que estaba gimoteando. Mejor que me cubra la cabeza con la almohada. ¿Qué estaba pensando? Ya me acuerdo. Él está bien y yo estoy aquí. No supe terminar con él. Vive. No es que importe demasiado, desde luego. Mi acto ha resultado en la posibilidad de hacer propaganda. Ése era el primer objetivo. Pero quería matarle, y vive. También fracasé con mi discurso. Me embaucaron. Mantuvieron la fecha en secreto. Les asustaba que asistiesen mis amigos. El fiscal y el juez no dejaban de interrumpirme, era exasperante. Ni siquiera leí un tercio de mi declaración. Y todo el efecto se perdió. ¡Cómo traducía aquel hombre! Se sintió profundamente agraviado cuando le corregí la traducción. No sabía que era ciego. Le pedí que regresara, y tuve que sufrir la tortura renovada de sus alaridos. Casi me sentí contento cuando el juez me obligó a que cesara. ¡Ese juez! Actuó con tal indiferencia, como si el asunto no le afectase en absoluto. No podía ignorar que la condena significaba mi muerte. ¡Veintidós años! Como si fuera posible sobrevivir a semejante condena en este lugar terrible. Sí, él lo sabía. Habló de aplicarme un castigo ejemplar. ¡Viejo villano! Lleva toda la vida haciéndolo; aplicando castigos ejemplares a las víctimas sociales, a las víctimas de su propia clase, del capitalismo. La burla feroz: ¿Tiene algo que decir para que la condena no se le imponga? Y mientras tanto no me dejó continuar con mi declaración. «El tribunal ya ha tenido mucha paciencia con usted.» Estoy contento de haberle dicho que no esperaba justicia, y no la obtuve. Quizá hubiera tenido que escupirle al rostro el epíteto que me saltó a los labios. No, hice bien en refrenar mi ira. De lo contrario, se habrían alegrado de poder proclamar que los anarquistas eran unos criminales vulgares. Este tipo de cosas terminan por perjudicarnos ante el pueblo. Nosotros, ¿criminales? Nosotros, que siempre estamos dispuestos a entregar nuestras vidas por la libertad, ¿criminales? ¿Y ellos, nuestros acusadores? Infringen sus propias leyes; sabían que no era legal multiplicar los cargos contra mí. A partir de un solo acto pergeñaron seis acusaciones, como si los «delitos» menores no se incluyesen en el mayor, que el propio hecho requirió. Estaban sedientos de sangre. Legalmente no podían caerme más de siete años. Pero soy un anarquista. He atentado contra la vida de un gran magnate, el capitalismo se ha sentido atacado en su persona. Desde luego que sabía que iban a sacar partido de mi negativa a que me representasen legalmente. ¡Veintidós años! El juez impuso la máxima condena para cada cargo. Bien, no esperaba menos. A fin de cuentas da lo mismo. Voy a morir de todos modos.

Agarro la cuchara febrilmente. La punta estrecha sobre mi corazón. Pongo a prueba la resistencia de la carne. De un golpe fortísimo lograré meterla entre las costillas...

Uno, dos, tres... El bajo metálico y profundo se queda flotando en el silencio, resonante, persuasivo. Al instante todo se pone en movimiento: arriba, a los lados, todo bulle de vida. Los hombres bostezan y tosen, sillas y camas se trasladan ruidosamente, pies pesados pisan los suelos de piedra. Se oye a lo lejos un estruendo grave como de un trueno. Se acerca, cada vez se oye más fuerte. Oigo las órdenes cortantes de los oficiales, el consabido clic de las cerraduras, las puertas que se abren y se cierran. El estruendo se oye cada vez más cerca, llega más nítido. Con un gemido el pesado carrito del pan se detiene frente a mi celda. Un guardia abre la puerta. Su mirada se fija en mí, curiosa, llena de sospecha, mientras el machaca me da una pequeña rebanada de pan. Apenas tengo tiempo para retirar el brazo cuando la puerta ya se cierra a cal y canto.

—¿Quieres café? Levanta la taza.

Entre los estrechos barrotes me vierten la bebida en la taza abollada y herrumbrosa de estaño. El líquido humeante rebosa en la semi-oscuridad de la celda y me quema los pies desnudos. Con un grito de dolor suelto la taza. Parece que hay manchas de sangre en el suelo del corredor débilmente iluminado.

—¿Qué significa esto? —me grita el guardia.

—Ha sido sin querer.

—Quieres pasarte de listo, ¿no? Pues se te van a pasar las ganas. ¡Eh, Sam! —el oficial se dirige con un gesto al machaca—, el A7 sin cena, ¿me has oído?

—A sus órdenes, señor.

—También se queda sin café.

—Sí, señor.

El guardia me mira de arriba abajo con odio y desdén. La maldad se refleja en su rostro. Sin querer, doy un paso atrás en la celda. Su ojos recalan en mis pies desnudos.

—¿Es que no tienes zapatos?

—Sí.

—¿Sí? ¿Podrías decir «señor»? ¿Tienes zapatos?

—Sí.

—Póntelos, maldita sea.

Se pasa con la lengua una porción enorme de tabaco de mascar de una mejilla a otra. Un chorro marrón me salpica los pies con un silbido. «Maldita sea, póntelos.»

El traqueteo y los ruidos han cesado; los pasos se han alejado hasta desaparecer. Todo sigue a oscuras en el corredor. Sólo algunas sombras ocasionales pasan fugazmente, silenciosas, fantasmales.

II

—Adelante, ¡en marcha!

La larga columna de presos vestidos a rayas se asemeja a una serpiente ondulante con su cuerpo negro y gris que culebrea al avanzar, si bien parece que no se mueve un paso. Un millar de pies pisan el suelo de piedra a un ritmo constante, con acentos crecientes y decrecientes que se suceden a medida que las distintas divisiones, flanqueadas por oficiales, se aproximan y finalmente pasan frente a mi celda. Caras feroces, repugnantes en su impasible indiferencia o en su lascivia maligna. De vez en cuando, un cabeza bien formada, una mirada inteligente, o una expresión comprensiva, que no hace sino acentuar los rasgos de la columna a rayas: basta y siniestra, con la mirada culpable y traicionera de un animal acorralado y cazado sin piedad. Cabeza gacha, brazo derecho tendido, con la mano en

el hombro del preso que te precede en la fila, todos vestidos con el uniforme a rayas horizontales grises y negras... los hombres parecen engranajes sin voluntad en una máquina que oscila al dictado de los gritos de los espigados guardias que, con rostro vigilante y severo, flanquean la columna.

El latido acompasado pierde intensidad hasta desaparecer, con el golpe sordo de la última pisada, tras la puerta doble cerrada que conduce al patio del penal. Una mortaja de silencio cae sobre el bloque de celdas. Me siento completamente solo, abandonado y olvidado en el interior de esta altísima mole de piedra y acero. La quietud me oprime con un peso casi tangible. Estoy enterrado entre unas estrechas paredes, la piedra gigantesca me aprieta la cabeza y en los costados. No puedo respirar. El aire hediondo resulta sofocante. ¡No puedo vivir aquí, no puedo! No puedo sufrir esta agonía. ¡Veintidós años! Es toda una vida. No, es imposible. Tengo que morir. ¡Lo haré! ¡Ahora!

Recojo la cuchara y me echo en la cama. Mis ojos vagan por el techo que la luz del corredor ilumina tenuemente: las paredes enjalbegadas, amarillentas por la humedad... los racimos de bichos alrededor de los agujeros de la pared, la mesita y la silla desvencijada, el suelo mugriento, lleno de manchas negras y grises... ¡Pero si es de piedra! Podré afilar la cuchara. Me agacho en un rincón con cautela. El estaño resbala en la superficie grasienta sin hacer ruido, fácilmente, hasta que la gruesa capa de mugre se desprende. Ahora raspo y raspo. Trato de amortiguar el ruido con la almohada. El metal se calienta en mi mano. Me corto el dedo con el extremo afilado. Unas gotas de sangre caen al suelo. La herida no es regular, pero la hoja está afilada. Me busco el corazón palpando con la mano. Rozo el lugar con el filo. Entre las costillas... aquí. Para cuando me encuentren ya estaré muerto... Si Frick hubiese muerto. Se podría haber hecho tanta propaganda... Maldito Most, ¡si no se hubiera vuelto contra mí! Echará por tierra todo el efecto del acto. No es más que cobardía. Pero ¿por qué estaría asustado? No pueden implicarle. Llevamos años distanciados. Podría acusarme pero le costaría demasiado demostrarlo. ¡El traidor! Lleva toda su vida preconizando la propaganda por el hecho y ahora repudia el primer Attentat en este país. ¡Podía haber generado una agitación enorme! Ahora reniega de mí, dice que no me conoce. ¡El infeliz! Me conocía de sobras y, además, confiaba en mí cuando preparamos la circular secreta en la redacción de Freiheit.14 Fue en William Street. Esperamos a que los demás cajistas terminasen; luego trabajamos hasta el amanecer. Tenía que servirme como recomendación; entonces proyectaba ir a Rusia. Sí, a Rusia. Quizá hubiese hecho algo importante allá. ¿Por qué no fui? ¿Qué pasó? Por extraño que parezca, ahora no puedo recordarlo. Pero América era más importante. Había revolucionarios de sobras en Rusia. Y ahora... ¡Oh! Ya no podré hacer nada más. Pronto estaré muerto. Me encontrarán frío —un charco de sangre bajo mi cuerpo—, el colchón estará rojo... no, será rojo oscuro, y la sangre empapará el jergón hasta atravesarlo... Me pregunto cuánta sangre tengo. Manará a borbotones de mi corazón... Tengo que golpear justo aquí, fuerte y rápido, no me dolerá mucho. Pero el filo es irregular, puede engancharse en la carne, o rasgarla. Dicen que la piel es dura. Tengo que apretar fuerte. ¿Tal vez resulte mejor dejarse caer contra la hoja? No, el estaño podría doblarse. Lo pondré cerca, así, y entonces un movimiento rápido, derecho al corazón. Es la manera más segura. Tengo que evitar herirme, sangraría despacio y tal vez me encontrasen vivo. No, no. Tengo que morir en el acto. Me encontrarán muerto... mi corazón... lo notarán, ya no latirá, la hoja todavía en su interior, llamarán al doctor: «Está muerto.» Y la noticia llegará a oídos de la Muchacha, Fedya, y los demás. Ella se pondrá triste, pero lo entenderá. Sí, estará contenta... ya no podrán torturarme aquí, ella sabrá que los he burlado, sí, ella... ¿Dónde estará ella ahora? ¿Qué piensa de todo esto? ¿También cree que he fracasado? ¿Y Fedya también lo piensa? Ojalá pudiera saber de ella, aunque sólo fuese una vez. Sería más fácil morir. Pero ella lo entenderá, ella...

—¡Sal de la cama! No conoces las normas, ¿eh? ¡Sal de ahí!

Me pongo de pie de un salto, mudo, horrorizado. La cuchara se desprende de mi mano relajada. Golpea el suelo, su perceptible tintineo resuena como una condena. Mi corazón está tranquilo cuando me enfrento al guardia. Hay algo asquerosamente familiar en este hombre alto, su boca dibuja una sonrisa burlona. ¡Es el oficial de esta mañana!

—¡Vaya con el listillo! Dame la cuchara.

El incidente con el café me pasa fugazmente por la cabeza. Mi ser se llena de asco y odio hacia este guardia. Dudo por un instante. Tengo que esconder la cuchara. No puedo permitirme perderla, no a manos de este bruto.

—¡Aquí, capitán!

Me sacan de la celda. El espigado guardia examina la cuchara hasta el más mínimo detalle. Una sonrisa malévola se adueña de su rostro.

—Vea, capitán. Afilada como una hoja de afeitar. Debes estar bastante desesperado, ¿no?

—Llévelo al director, Fellings.

III

En la rotonda que comunica los bloques de celdas norte y sur encuentro al director frente a un pupitre para escribir de pie. Sus facciones son angulosas y huesudas, tiene los hombros ligeramente caídos, y su rostro es como un enjambre de arrugas minúsculas que se dirían cosidas en un pergamino amarillento. La nariz aguileña se destaca por encima de unos labios delgados y prietos. Me observa con una mirada acerada, fría y poco amistosa.

—¿Quién es?

La voz queda y casi femenina acentúa el rostro y la figura cadavéricos. El contraste es asombroso.

—A7.

—¿De qué se le acusa, oficial?

—Dos faltas, señor McPane. Estar acostado en la cama e intentar suicidarse.

Una sonrisa satisfecha y satánica se adueña lentamente del rostro arrugado del director. Los dedos largos y pesados de su mano derecha se mueven compulsivamente, como si estuvieran tamborileando rígidamente un tablero imaginario.

—Sí, mmm, mmm, sí... A7, dos faltas. Mmm, mmm. ¿Cómo intentó, mmm, suicidarse?

—Con esta cuchara, señor McPane. Está tan afilada como una cuchilla.

—Sí, mmm..., sí. Quiere morir. No tenemos en esta institución, mmm..., ninguna falta como intentar suicidarse. Una cuchara afilada, mmm..., una falta grave. Lo estudiaré después. Por infringir las reglas, mmm..., estar acostado fuera de horas, mmm..., tres días. Llévelo abajo, oficial. Seguro que allí, mmm..., templa los ánimos.

Estoy mareado y exhausto. Me invade una sensación de completa indiferencia. Apenas me doy cuenta de que unos guardias me bajan por corredores oscuros, empinados tramos de escaleras, me medio desnudan y finalmente me meten a empujones en un vacío negro. Me siento desfallecido, la cabeza me da vueltas. Me tambaleo y caigo sobre las losas del calabozo.

*

La luz invade la celda. Me duelen los ojos. Alguien se inclina sobre mí.

—Un poco de fiebre. Mejor llévenlo de vuelta a la celda.

—Mmm..., doctor, está sancionado.

—Es arriesgado, señor McPane.

—Bien, aplacemos el castigo, entonces. Mmm..., llévenlo a la celda, oficiales.

—Levántate.

Mis piernas están paralizadas. No quieren moverse. Me levantan y me cargan escaleras arriba, a través de galerías y corredores, y luego me tiran en la cama.

Me siento muy débil. Quizá me ha llegado la hora. Sería para bien. ¡Pero no tengo ningún arma! Se han llevado la cuchara. No hay nada en la celda que pueda utilizar. Podría golpearme la cabeza contra estos barrotes de hierro. Pero, ¡ay, es una muerte tan horrible! Se me partiría el cráneo, y el cerebro se desparramaría... Pero los barrotes son lisos. ¿Se me rompería el cráneo de un solo golpe? Me temo que sólo obtendría una fisura, y para entonces estaría demasiado débil como para intentarlo de nuevo. Ojalá tuviese un revólver. Es la manera más fácil y rápida. Siempre pensé que preferiría esta muerte, un disparo. El cañón cerca de la sien, imposible fallar. Algunos lo han hecho frente al espejo. Pero yo no tengo espejo. Tampoco tengo un revólver... En la boca también resulta mortal... Aquel estudiante de Moscú —se llamaba Russov, sí, Iván Russov— se disparó en la boca. Desde luego que fue una estupidez matarse por una mujer, pero admiré su valentía. Con qué tranquilidad había llevado a término todos los preparativos; hasta dejó una nota indicando que su reloj de oro debería entregársele a la casera, porque, según escribió, tras atravesar su cerebro la bala podía estropear la pared. ¡Hermoso! Así ocurrió realmente. Vi la bala incrustada en la pared, cerca del sofá. E Iván yacía tan tranquilo y lleno de paz que pensé que estaba dormido. Le había visto dormido muchas veces en el estudio de mi hermano, después de nuestras lecciones. ¡Era un tutor magnífico! Me gustó desde el primer momento, cuando madre me lo presentó: «Sasha, Ivan Nikolaievitch será tu profesor de latín durante las vacaciones.» Me dolió la mano todo el día. La había estrechado con tanta fuerza, como una tenaza. Pero estaba contento por no haber gritado. Le admiraba por ello, creía que con un apretón de manos como ése por fuerza se tenía que ser muy fuerte y viril. Madre se rió cuando se lo conté. También le dolía la mano, dijo. Hermana se puso un poco colorada. «Muy enérgico», comentó. Y Maxim estaba tan contento porque su compinche y colega hubiese causado una impresión favorable. «¿Qué te dije?», exclamó, jubiloso. «Iván Nikolaievitch molodetz.15 Piénsalo, sólo tiene veinte años. Se licencia el año que viene. El alumno más joven desde la crea­ción de la universidad. Molodetz.» Maxim tenía los ojos tan rojos cuando regresó a casa con la bala. Dijo que la conservaría durante toda su vida: la había extraído con sus propias manos de la pared de la habitación de Ivan Nikolaievitch. Durante el almuerzo abrió la cajita, desenvolvió el algodón, y me mostró la bala. Hermana se puso histérica y madre le llamó bestia. «Por una mujer, una mujer que no lo merecía», gimió hermana. Pensé que era estúpido quitarse la vida por una mujer. Me sentía un poco defraudado. Ivan Nikolaievitch tendría que haber sido más valiente. Todos decían que era muy guapa, la beldad indiscutida de Kovno. Era alta y majestuosa, pero me parecía que caminaba un poco envarada. Parecía afectada y artificiosa. Madre me dijo que era demasiado joven para hablar de estas cosas. Qué sorpresa se hubiese llevado de haber sabido que estaba enamorado de Nadya, la amiga de mi hermana. Y también había besado a la criada. Querida Rosita... recuerdo que me amenazó con decírselo a madre. Estaba tan asustado, que no quise cenar con ellos. Mamá envió a la criada a llamarme, pero decliné ir hasta que Rosa me prometió que no se lo diría a nadie... La dulce muchacha, con aquellas mejillas rojas como una manzana. ¡Qué agradable era! Pero la diablilla no supo guardar el secreto. Habló con Tatanya, la cocinera de nuestro vecino, el profesor de latín del Gymnasium. A la mañana siguiente me tomó el pelo a propósito de la muchacha del servicio. Ante toda la clase, además. Deseé que la tierra se abriese y me engullera. Estaba tan avergonzado.

Qué lejos queda todo. A siglos de distancia. Me pregunto qué habrá sido de ella. ¿Dónde estará Rosa ahora? Pero si tiene que estar aquí, en América. Casi me había olvidado, me topé con ella en Nueva York. Fue toda una sorpresa. Estaba en la entrada de la pensión donde me alojaba. Sólo llevaba unos meses en el país. Pasó una joven señorita. Me miró, dio media vuelta y empezó a subir los peldaños. «¿No me conoce, señor Berkman? ¿De verdad que no me reconoce?» Debe ser un error, pensé. Nunca antes había visto a aquella joven elegante y preciosa. Me invitó a pasar al vestíbulo. «No se lo digas a nadie de por aquí. Soy Rosa. ¿No te acuerdas? Pero si era la criada de tu madre.» Se sonrojó muchísimo. Aquellas mejillas rojas... ¡vaya si era Rosa! Recordé el beso robado. «¿Me atrevería ahora?», me pregunté, al reparar de repente en mi ropa raída. Parecía que la fortuna le había sonreído. ¡Cómo habían cambiado nuestras posiciones! Parecía toda una barishnya,16 como mi hermana. «¿Está tu madre aquí?», preguntó. «¿Madre?, madre murió justo antes de que me viniera.» La miré con aprensión. Se acordaba de aquella escena terrible cuando madre la pegó. «No lo sabía», tenía la voz ronca, las lágrimas brillaron en sus ojos. Querida muchacha, su corazón siempre se mostraba generoso. Debería haberle pedido disculpas por los insultos de Madre. Nos miramos avergonzados. Entonces me tendió una mano enguantada. Muy grande, pensé. Roja también, es más que probable. «Adiós, Gospodin17 Berkman», dijo. «Pronto nos veremos. Por favor no le diga a este gente quién soy.» Experimentaba un sentimiento de culpa y pena. Gospodin Berkman, de algún modo recordaba el servil barinya18 con el que los empleados domésticos solían dirigirse a mi madre. Pese a todas sus galas, Rosa no lo había superado. Demasiado incorporado, pobrecita. No ha conseguido emanciparse. Nunca la vi en nuestros mítines; no cabe duda de que es conservadora. Era tan ignorante, ni siquiera sabía leer. Tal vez haya aprendido en este país. Podrá leer sobre mí y saber cómo he muerto... ¡Ay! No tengo la cuchara. ¿Qué debo hacer? No puedo seguir viviendo. No podría soportar esta tortura. Quizá si me hubieran caído siete años, habría intentado cumplir la condena. Pero de todos modos no podría. Quizá podría vivir aquí un año o dos. Pero veintidós, ¡veintidós años! ¿Con qué fin? Nadie puede sobrevivir aquí tanto tiempo. Es terrible, ¡veintidós años! Maldita sea su justicia, no hacen más que hablar de la ley. Pero legalmente no tenían que haberme caído más de siete años. ¡Legalmente! Como si a ellos les preocupase la «legalidad». Querían darme un castigo ejemplar. Desde luego que lo sabía de antemano; pero si fueran siete años... tal vez podría haberlo aguantado, lo intentaría. Pero veintidós, es una vida entera. Diecisiete años no lo mejoraría. A aquel hombre, Jamestown, le cayeron diecisiete. Estaba en la celda de al lado. No parecía un salteador de caminos, era tan bajito y enclenque. Debe estar aquí ahora. Tiene que ser estúpido si piensa aguantar aquí diecisiete años. En este infierno, menudo imbécil. Debería haberse suicidado hace tiempo. Lo vinieron a buscar antes de mi juicio, de esto hará ya tres semanas. Tiempo suficiente, ¿por qué no ha hecho nada? De todos modos, pronto morirá aquí. Mejor será que se suicide. Un hombre fuerte tal vez aguante cinco años, aunque lo dudo. Acaso un hombre muy fuerte sí pueda. Yo no podría, no, sé que no podría, como mucho resistiría dos o tres años. Lo hemos hablado muchas veces, Fedya, la Muchacha y yo. Entonces me hacía una idea muy peculiar de la cárcel: me imaginaba sentado en el suelo, en un agujero negro horripilante, encadenado de pies y manos a la pared; y los gusanos se arrastrarían por mi piel, y lentamente me devorarían la cara y los ojos, y yo, tan indefenso, encadenado a la pared... La Muchacha y Fedya tenían ideas parecidas. Ella decía que podría soportar la vida de la prisión unas pocas semanas. Yo un año, pensaba, pero no estaba seguro. Me imaginaba intentando apartar los gusanos de mis pies. A los bichos les llevaría ese tiempo comerse toda mi carne, hasta llegar al corazón, eso sería mortal... Y los bichos de aquí, esos chinches marrones y gordos, seguro que son como aquellos gusanos, tan despiadados y voraces. Quizá también haya gusanos aquí. Seguro que los hay en los calabozos; tengo una herida en el pie. No recuerdo cómo me la he hecho. Estaba inconsciente en ese agujero oscuro... era justo como mi antigua idea de la prisión. No creo que pudiese vivir allí ni una semana: era pavoroso. Aquí se está un poco mejor, pero nunca hay luz en la celda, siempre está entre tinieblas. Y es tan pequeña y angosta, sin ventanas, húmeda, y el olor tan nauseabundo a todas horas. Las paredes están mojadas y limosas, además están manchadas de sangre. ¡Malditos chinches! Son asquerosos. No estoy mucho mejor que en el agujero negro, encadenado de pies y manos a la pared. Sólo una pizca mejor, no tengo las manos encadenadas. Quizá pudiera vivir aquí unos años, no más de tres, o incluso tal vez cinco. Pero la brutalidad de los oficiales. No, no lo podré soportar. ¡Quiero morir! De todos modos, moriré pronto aquí: me matarán. Pero no daré esa satisfacción al enemigo, no les permitiré que digan que me están torturando en la prisión o que me dieron muerte. No, prefiero matarme. Sí, matarme. Tendré que matarme... con la cabeza contra los barrotes, no, ahora no. De noche, cuando reine la oscuridad... a esa hora no podrán salvarme. Será una muerte terrible, pero tengo que hacerlo... Si por lo menos tuviera noticias de «ellos», de Nueva York, de la Muchacha y de Fedya, sería más fácil morir entonces... ¿Qué estarán haciendo ahora? ¿Están haciendo propaganda con el acto? Deben estar esperando noticias de mi suicidio. Saben que no puedo vivir aquí por mucho tiempo. Acaso se pregunten por qué no me suicidé inmediatamente después del juicio. Pero no pude. Pensé que me llevarían del tribunal a mi celda en la cárcel. Eso es lo que suelen hacer con los presos condenados. Lo había preparado todo para colgarme aquella misma noche, pero debieron sospechar algo. Me trajeron aquí directamente desde la sala de vistas. Tal vez ahora estuviese muerto...

«¡Cena! ¿Café? Levanta la taza», grita el machaca al otro lado de la puerta. De repente, susurra: «Agárralo, ¡rápido!». Me lanza un objeto largo y oscuro entre los barrotes de la celda, que cae a los pies de la cama. El tipo se ha ido. Recojo el paquete, que está bien envuelto en papel de estraza. ¿Qué puede ser? La envoltura exterior esconde un recubrimiento doble de papel de periódico: sale a la luz un objeto blanco. ¡Una toalla! Hay algo redondo y duro dentro... es un pedazo de jabón. Una sensación de gratitud me invade el corazón, mientras me pregunto quién debe ser el donante. Es bueno saber que al menos hay un ser aquí con un espíritu amistoso. Tal vez sea alguien que conocí en la cárcel. Pero, ¿cómo se procuró estas cosas? ¿Están permitidas? La toalla tiene un tacto agradable y suave; es un consuelo comparada con el duro colchón de paja. Aquí todo es duro y basto: la lengua, los guardias... Me paso la toalla por la cara, me alivia un poco. Debería lavarme, siento cierta pesadez en la cabeza, no me lavo desde que vine. ¿Cuándo llegué? Veamos, ¿qué día es hoy? No lo sé, no puedo pensar. Pero mi juicio... fue el lunes, diecinueve de septiembre. Me trajeron por la tarde, no, al anochecer. Y aquel guardia que me asustó con la linterna de ojo de pez. ¿Fue anoche? No, tiene que haber sido antes. ¿Estoy aquí sólo desde ayer? Pero si parece que llevo mucho más tiempo. ¿Puede ser martes?, ¿sólo martes? Le preguntaré al machaca la próxima vez que pase. También descubriré quién me ha enviado la toalla. Tal vez logre que me dé un poco de agua fría, o tal vez haya por aquí...

Mis ojos se están acostumbrando a las tinieblas de la celda. Distingo objetos con bastante claridad. Hay una mesita de madera y una vieja silla; en el rincón más alejado, casi oculto por la cama, está el retrete; cerca de éste, en el centro de la pared que está enfrente de la puerta, hay un pequeño grifo colocado sobre una pila circular estrecha. El agua es tibia y turbia, pero refresca. Reconforta secarse con la toalla. La sangre estimulada fluye por mis venas con un hormigueo agradable. De repente, siento un pinchazo en la cara semejante al de una aguja. Hay un alfiler en la toalla. Al extraerlo, algo blanco cae al suelo. ¡Una nota! Atento al más mínimo rumor de pasos, me zambullo en la lectura del texto escrito a lápiz:

Asegúrate de romper esto en cuanto lo hayas leído, es de un amigo. Vamos a fugarnos y puedes venir con nosotros, sabemos que eres trigo limpio. Acuéstate y mantén tus lámparas encendidas por la noche, ten cuidado con los maderos y los fuelles, son peores que los guripas. Los hay a montones en la pocilga y no les sueltes ni una palabra. Basta por ahora, te veremos mañana. Un amigo de verdad.

Leo la nota detenidamente, una y otra vez. El extraño lenguaje me desconcierta. Apenas puedo figurarme su sentido: es evidente que planean fugarse. El corazón me late con todas sus fuerzas al contemplar esta posibilidad. Si pudiera escaparme... ¡Entonces no tendría que morir! ¿Por qué no lo habré pensado antes? ¡Sería algo maravilloso! Desde luego que pondrían el país patas arriba para encontrarme. Tendría que esconderme. ¿Pero qué importa? Estaría en libertad. ¡Y qué efecto más formidable tendría! Sería una gran propaganda: la gente se interesaría mucho más, y yo... yo dispondría de nuevas oportunidades.

Una asomo de duda ensombrece mis pensamientos jubilosos y me abruma de desesperación. ¡Quizá sea una trampa! No sé quién escribió la nota. ¿En qué lugar quedaría mi fama de hábil conspirador si me dejo embaucar tan fácilmente? Pero, ¿por qué querrían tenderme una trampa?, y ¿quién? ¿Algún guardia? ¿Con qué objetivo? Pero son tan miserables y brutales. El oficial espigado, el director lo llamó Fellings, parece tenerme verdadera antipatía. Acaso sea este su trabajo, meterme en problemas. ¿Podría rebajarse realmente a semejante atropello? Estas cosas ocurren, en Rusia se solían hacer. El sinvergüenza parece un provocateur. No, hoy no logrará cazarme. Tengo que leer la nota de nuevo. Contiene tantas expresiones que no entiendo. Debería mantener mis «lámparas encendidas». ¿Qué lámparas? En la celda no hay ninguna, ¿dónde debo conseguirlas? ¿Y qué «maderos» tengo que vigilar? Y los «fuelles», aquí no tengo chimenea. ¿Para qué los necesitaría? Tal vez se puedan emplear como arma. No, seguro que se refiere a otra cosa. La nota dice que nos veremos mañana. Su aspecto me dirá si puedo confiar en él. Sí, sí, eso es lo mejor que puedo hacer. Esperaré hasta mañana. ¡Cuánto deseo que llegue el día de mañana!

14. Publicación anarquista fundada en Londres en 1879 y transplantada a Nueva York en 1882, después de que su director y fundador, John Most, emigrase a Estados Unidos tras haber cumplido un año y medio de prisión en Londres por haber celebrado en sus páginas el asesinato del zar Alejandro II.

15. Chico listo y valiente

16.. Damisela

17. Señor

18. .Señora.

Memorias de un anarquista en prisión

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