Читать книгу Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander - Страница 13
Оглавление4. El Attentat
La puerta del despacho privado de Frick, a la izquierda de la recepción, se abre cuando aparece un encargado de color y puedo vislumbrar fugazmente, tras la mesa, una figura fornida de barba negra al fondo de la habitación.
—El señor Frick está ocupado. No puede recibirle ahora, señor —dice el negro, antes de devolverme la tarjeta de visita.
Cojo la cartulina, la devuelvo a mi maletín, y salgo despacio de la recepción. Pero enseguida vuelvo sobre mis pasos y paso por la puerta que separa los oficinistas de las visitas. Apartando al sorprendido guardia, entro en la oficina de la izquierda y me encuentro de bruces con Frick.
Por un instante la luz del día, que entra a raudales por las ventanas, me deslumbra. Distingo dos hombres en el extremo opuesto de la larga mesa.
«Fr...», empiezo. La mirada de terror en su rostro me deja sin palabras. Es el pavor ante la presencia consciente de la muerte. «Lo entiende», se me ocurre de repente. Con un gesto rápido, saco el revólver. Mientras alzo el arma, veo cómo Frick se agarra del brazo de la silla con ambas manos e intenta ponerse de pie. Apunto a su cabeza. «Tal vez lleva un chaleco antibalas», pienso. Con una mirada de terror, aparta la cabeza, mientras aprieto el gatillo. Hay un fogonazo y la estancia de altos techos retumba como si se hubiera disparado un cañón. Oigo un grito agudo y desgarrador y veo a Frick de rodillas, su cabeza apoyada en el brazo de la silla. Me siento tranquilo y en mis cabales, estoy concentrado en cada movimiento del hombre. Yace con la cabeza hundida bajo la enorme butaca, en silencio, inmóvil. «¿Muerto?», me pregunto. Debo cerciorarme. Nos separan unos ocho metros. Doy unos pasos en su dirección, cuando de repente el otro hombre, cuya presencia casi había olvidado, se abalanza sobre mí. Intento desembarazarme de él. Parece delgado y bajo. No querría herirlo; no tengo nada contra él. De repente oigo un grito: «¡Asesino! ¡Auxilio!». Mi corazón deja de latir cuando descubro que Frick está gritando. «¿Está vivo?», me pregunto. Me quito de encima al desconocido y disparo contra la silueta que se arrastra. El hombre me golpea la mano, ¡he fallado! Forcejeamos, peleamos por toda la habitación. Intento tirarlo al suelo, pero al descubrir un resquicio entre su brazo y su cuerpo, ajusto el revólver contra su costado y apunto a Frick, que está encogido detrás de la silla. Aprieto el gatillo. Se oye un clic, ¡pero no se produce ninguna explosión! Agarro al desconocido por el cuello, pero no logro liberarme, y de repente algo muy pesado me golpea la nuca. Unos dolorosos pinchazos me asaetan los ojos. Me desplomo, apenas soy consciente de que el arma se me cae de las manos.
«¿Dónde está el martillo? ¡Dale, carpintero!». Una confusión de voces resuena en mis oídos. Pese al dolor lucho por levantarme. Siento encima de mí el peso de muchos cuerpos. Ahora... ¡la voz de Frick! ¿No está muerto? Me arrastro en dirección al origen del sonido, arrastrando conmigo el forcejeo de mis rivales. Tengo que sacar la daga de mi bolsillo... ¡Ya la tengo! Ataco las piernas del hombre que está cerca de la ventana con la daga, una y otra vez. Oigo que Frick grita de dolor —hay mucho ruido de pasos y gritos—, me tiran de los brazos, me los retuercen, antes de que me levanten a peso del suelo.
Policías, oficinistas, empleados con el mono de trabajo, me rodean. Un policía me tira del pelo para levantarme la cabeza, y me veo en los ojos de Frick. Está frente a mí, apoyado en varios hombres. Su rostro es de un gris ceniciento, la negra barba está salpicada de rojo, y la sangre mana de su cuello. Por un instante, una extraña sensación, acaso de culpa, hace mella en mí. Pero enseguida me rebelo contra ese sentimiento, tan indigno de un revolucionario. Le miro directamente a los ojos con odio desafiante.
—Señor Frick, ¿identifica a este hombre como su agresor?
Frick asiente mostrando gran debilidad.
A ambos lados de la calle se atestan gentes alborotadas. Un hombre joven, vestido de paisano, que acompaña a los policías, me pregunta, no sin cierta cordialidad:
—¿Está herido? Está sangrando.
Me paso la mano por la cara. No siento ningún dolor, pero tengo una extraña sensación en los ojos.
—He perdido las gafas —comento, sin querer.
—Estará de suerte, condenado, si no pierde la cabeza —replica un agente.