Читать книгу Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander - Страница 15

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6. La cárcel

I

El día me despierta con un ruidoso alboroto. Todo es un incesante ir y venir. El estruendo de las aldabas y los estallidos de las puertas de hierro retumban por los corredores sin descanso. El ruido sordo de las pisadas en la celda de arriba es como un martillo que me golpease la cabeza con enloquecedora regularidad. Llegan a mis oídos los alaridos y los gritos de voces toscas.

—¡Celda número ooonce! ¡Al juzgado, enseguidaaa!

Un preso pasa apresuradamente por delante de mi puerta. Camina nervioso, su mirada trasluce un miedo expectante.

—¡Vamos, deprisa! ¡Al juzgado!

—Buena suerte, Jimmie.

El recluso esconde la cara enrojecida al pasar por delante de un grupo de visitantes congregados alrededor de un supervisor.

—¿Quién es ese hombre, oficial?

Una de las damas se adelanta con los impertinentes en la mano y lanza una mirada atrevida al preso. De repente da un paso atrás. Un hombre pasa por delante conducido por los guardias. Tiene un corte profundo en la cara, sangra, tiene la cabeza vendada. Los oficiales lo introducen a empujones en la celda. Cae con todo su peso en la cama. «¡No, no lo hagáis! ¡No, por Dios!». El pesado portazo con que se cierra la celda ahoga sus gritos.

Los visitantes se aglomeran en la puerta.

—¿Qué hizo? ¿No podría escaparse, oficial?

—No, señora. Está a buen recaudo.

La risa de la dama suena nítida y plateada. Se acerca a la reja y escudriña entusiasmada la oscuridad. Una sonrisa de emocionada seguridad ronda sus labios.

—¿Qué ha hecho, oficial?

—Robó ropa, señora.

Una decepción colmada de desprecio embarga el rostro de la dama: —¿Dónde está el asesino del que hablaban ayer los periódicos? Sí, hombre. El retratista de diarios que mató a aquella muchacha de una manera tan brutal.

—¡Ah sí! Jack Tarlin. Corredor de los asesinos. Por aquí, señoras.

II

El sol se aproxima al trocito de cielo azul que se ve desde mi celda en el ala oeste de la cárcel. Me pongo cerca de los barrotes para poder vislumbrar los rayos alentadores. Me rozan el rostro con sus tiernas y suaves caricias y siento que algo se derrite dentro de mí. Me aprieto contra los barrotes. Extraño el abrazo preciado, que me envuelva y vierta su suave bálsamo en mi alma doliente. Los últimos rayos se apagan y algo se desvanece en mi corazón con ellos... Pero las sombras se alargan y extienden su calma en las losas. El fragor se atenúa por momentos, los ruidos cesan. Oigo los chirridos de los goznes herrumbrosos, el clic de un cerrojo y todo queda en silencio y a oscuras.

*

El silencio es cada vez más lúgubre y opresivo. Me embarga un espanto misterioso. Está vivo. Tiene una respiración lenta y acompasada, como la de un monstruo. Se eleva y se hunde; se acerca y se aleja. Es la Miseria dormida. Ahora empuja la puerta con todo su peso. Oigo su respiración acelerada. ¡Oh, es el guardia! ¿Estoy en la celda destinada a los condenados a muerte? Su silueta se desdibuja en la penumbra, pero veo el blanco de sus ojos. Me miran fijamente, me observan y siguen. Siento su mirada sobre mí mientras camino nervioso por la celda. Apresuro los pasos inconscientemente, pero no puedo escapar al reflejo del acero. Se mofa de mí, me hace muecas. Baila ante mí; está aquí y allá, en todas partes. Ahora revolotea de arriba abajo, se duplica, se triplica. Centenares de ojos pavorosos me miran desde las oquedades de la pared. Me rodean por completo, me impiden el paso.

Entierro la cabeza en la almohada. Paso la noche en vela. La mirada terrible sigue puesta sobre mí, no deja de observarme, sus blancos ojos siguen todos mis movimientos.

III

La columna de presos pasa por delante de mi celda. Caminan de dos en dos y conversan en voz queda. Es una variopinta multitud venida de los cuatro confines de la tierra. El autóctono de la región oeste del estado, «el holandés de Pensilvania», de semblante impasible, pasa despacio, en silencio. El hijo de la Italia meridional, chaparro y de ojos negros, con una mirada despierta de desconfianza, camina con paso rápido y nervioso. El alto y esbelto español, moreno y de rasgos clásicos, mira a su alrededor con contenido desdén. Al pasar, todos miran furtivamente hacia mi celda. El último de la hilera es un joven negro, que camina solo. Me hace un gesto con la cabeza y me sonríe abiertamente, dejando ver unos dientes de blancura deslumbrante. El guardia cierra la marcha. Se detiene ante mi puerta y me cala con una mirada aguda, crítica y severa.

—Puede integrarse al grupo.

Abren la celda y me uno a la hilera. El negro está a mi lado. No pierde un instante antes de empezar a hablar conmigo. Está muy contento, me asegura, de que por fin me hayan permitido «integrarme». Es una vergüenza que me hayan privado de ejercicio durante cuatro días. Seguro que ahora «el perro nocharniego te deja en paz. No querían suicidios», me explica.

Las palabras brotan sin cesar de su boca. No parece que mi manifiesta renuencia a hablar con él le desconcierte ni un ápice. ¿Desea­ría un cigarro? Puedo fumar en la celda. Aquí se pueden comprar pitillos, si se tiene «guita» se puede comprar de todo excepto «trago». No hace más que hablar de los chismes de la prisión. Ese hombre alto es Jack Tinford, de Homestead —seguro que lo cuelgan—, les tiró dinamita a los Pinkertons. Aquel italiano bajito le acompañará: le rebanó el gaznate a su mujer. Ese holandesito está majara: estranguló a su hijo mientras dormía. En ese momento y sin que yo se lo pida, mi locuaz compañero me informa de que también él está pendiente de juicio. De todos modos, lo peor que le puede caer es homicidio imprudente. No pueden colgarle, y se ríe con regocijo. «Su» hombre no la «diñó» hasta pasados nueve días. Rechaza a la ligera mi comentario a propósito de la superstición de los nueve días. Está convencido de que no lo colgarán. «No pueden hacerlo», reitera, con una alegre sonrisa. De repente cambia de tema. «¿Y qué haces tú aquí? En esta galería sólo tenemos casos de asesinato. Tu hombre no la diñó.» Es evidente que no espera respuesta por mi parte y enseguida me garantiza que me irá bien. «Seguro que pensaron que estarías más seguro aquí. Pero no pueden colgarte, no pueden colgarte.» Se pone muy nervioso cuando empieza a contarme su caso. Lo desgrana en todos sus detalles. «Aquel negrata seguro que pensó que le tenía miedo. Bueno, ahora ya sabe que no», me dice riéndose entre dientes. «¡Ei!, chiquillo, nadie me asusta. Yo no le tengo miedo a nadie. “Vete al diablo, negro”, me dice. “Será mejor que dejes en paz a mi chica”. Y aquel negrata enorme empuñó la tajadera, estábamos en la cocina del hotel, sabes. “Suelta eso negrata”, le grito, y viene hacia mí. Y no me deja sacar a mi fiel hermanita» y se palpa el bolsillo elocuentemente. «Y le doy para el pelo al negro de malas pulgas. Le arreo un puñetazo en el estómago, sí señor, eso es lo que hago, y entonces suelta la tajadera y yo saco mi cuchillo, cinco dedos, más o menos, y le pincho así, con medio giro de muñeca, y se lo vuelvo a meter adentro.» Ilustra el ademán espantoso. «Ese mal negrata no me va a fastidiar nunca más, ni él ni nadie más. Pero no pueden colgarme, no señor, no pueden hacerlo, porque mi hombre la palmó al cabo de dos semanas. Estuve de suerte, tío. Sí, es lo que hay.» Una amplia sonrisa se adueña de su rostro, sus dientes rielan de blanco. De repente se pone serio. «¿No eres un huelguista, no? ¿No trabajas en la acería?», me pregunta absolutamente asombrado. «¿Para qué querías disparar a Frick?» No intenta disimular su incrédula impaciencia mientras aventuro una explicación. «Tienes miedo, ¿verdad? No te atreves a decirlo. Tienes toda la razón, Ahlick, ¿así te llamas, no? Pero tienes razón, sí señor, tienes razón. No se lo digas a nadie. La mayoría son unos sinvergüenzas, eso son, y no te perderán ojo. No lo olvides.»

Observo un movimiento extraño en la marcha de la columna. Veo que un preso deja su lugar. Echa una mirada nerviosa a su alrededor antes de desaparecer en el hueco de la puerta de una celda. La fila continúa su marcha y cuando paso por delante del escondrijo le oigo susurrar: «Quédate atrás, Aleck.» Me sorprende que se dirijan a mí con un tono tan familiar y aminoro el paso. El hombre está a mi lado.

—Mira, Berk. Será mejor que no te vean con ese negrata.

El sonido de mi nombre amputado me rechina en los oídos. Siento el impulso de enfrentarme a la mutilación. Los modales de este hombre sugieren falta de respeto y un insulto a mi dignidad

de revolucionario.

—¿Por qué? —le pregunto volviéndome hacia él.

Es bajo y fornido. Los labios delgados y la barbilla puntiaguda de su rostro alargado recuerdan a un zorro. Encuentra mis ojos con una mirada penetrante por encima de los cristales tintados de sus gafas. Tiene la voz ronca, su tono cómplice me resulta desagradable. No es bueno que un hombre blanco se deje ver con un «negrata», me informa. Me traerá problemas. Él mismo ha sido un hombre de Pittsburgh durante los últimos veinte años pero «nació y se crió» en el sur, en Atlanta. Ya no necesitan a los negros allá abajo, me asegura. Hay que enseñarles a no moverse de su sitio, aunque a fin de cuentas no sirven para nada. Debería haber escuchado su consejo, ya que muestra buena disposición hacia mí. Tengo que cuidar mi apariencia ante el tribunal. Mi inexperiencia resulta muy evidente, pero él «conoce los entresijos». No tengo que darles ni la más mínima ocasión de que digan algo contra mí. El juez tendrá en cuenta mi comportamiento en la cárcel para decidir mi condena. De hecho, él mismo espera «arreglárselas». Conoce a algunos de los jueces, en su mayoría, hombres buenos. Debería saberlo: contribuyó a que uno saliera elegido, votó tres veces por él en la última elección. Me guiña el ojo izquierdo y bromea arreándome con el codo. Tiene la esperanza de ir «ante ese juez». Con suerte, lo conseguirá, me asegura. Siempre había tenido bastante buena suerte. La última vez sólo le cayeron tres años, aunque casi había matado a «su» hombre. Pero fue en defensa propia. ¿Tengo tabaco de mascar? ¿No le doy a la hierba? Bueno, me resultará más fácil en la «trena». ¿Qué es la «trena»? Vaya, ¿que no lo sé? La prisión, desde luego. No tengo nada que temer. Frick no se va a morir. Pero, ¿por qué quise matar a aquel hombre? No soy de Pittsburgh, eso salta a la vista. ¿Por qué quise «meter las narices»? ¿Para ayudar a los huelguistas? Tengo que estar loco para hablar así. Pero si es que no tengo «tajada» en este asunto. ¿No venía yo de Nueva York? ¿Sí? Entonces por qué me iba a importar la huelga. Seguro que tengo alguna cuenta pendiente con Frick. ¿Hice negocios con él? ¿No? ¿Seguro? Entonces será que estoy totalmente desquiciado. No tiene sentido hablar. Pero su caso es distinto. Fue su socio en el negocio. Sabía que el canalla quería timarle y quedarse con todo el dinero. Discutieron. ¿Me había fijado en sus gafas oscuras? Bueno, sus ojos están mal. Sólo quería asustar al tipo. Pero el condenado la palmó. ¡Maldita la suerte! Además, su tercer delito. ¿Creo yo que el juez se apiadará de él? Pero si es que está medio ciego. ¿Cómo mató «a su hombre»? Bueno, fue un disparo accidental. No pretendía hacerlo...

El gong entona su bajo profundo y oscuro.

—¡Todos adentro!

La fila se rompe. Se oyen muchos portazos simultáneos y de nuevo estoy en la celda.

IV

En el interior de la celda, sobre el banco estrecho, hallo una escudilla de hojalata llena de una mezcla de color marrón oscuro. Es el menú del mediodía, pero el «almuerzo» no parece muy apetitoso: la escudilla está vieja y oxidada; el hedor de la sopa alimenta mis sospechas. La superficie grasienta, salpicada aquí y allá con motas de verdura, recuerda una charca de agua estancada cubierta de limo verde. El primer sorbo me da náuseas y resuelvo «almorzarme» los restos de mi desayuno: un pedazo de pan.

Camino de un lado para otro, inquieto por las conversaciones con los demás presos. ¿Por qué no pueden comprender los motivos que me llevaron a actuar? Su actitud condescendiente y de lástima me resulta exasperante. Mi tentativa de explicación les parece un esfuerzo inútil. Al no ser yo huelguista, la lucha no podía ni debía interesarme —ambos, negro y blanco, parecían coincidir en lo definitivo de su opinión—. Ambos rechazaron ver ningún significado en el propósito de mi acto —nada más allá del simple acto físico—. Habría estado bien que Frick muriese porque «era malo». Pero pensaban que había estado de «suerte» porque Frick no había muerto y de ahí que «ellos» no pudieran colgarme. Mi comentario acerca de que las consecuencias probables para mi bienestar no podían pesarse en la misma balanza que el bienestar del pueblo, lo recibieron con una sonrisa burlona, que delataba dudas sobre mi cordura. Desde luego, resulta un consuelo pensar que ninguno de los dos podría decirse que representa propiamente al pueblo. El negro es un tipo muy inferior de jornalero; y el otro es un burgués, está metido «en los negocios». No merece la pena. Además, me confesó que éste es su tercer delito. Es un delincuente común, y no un productor honrado. Pero aquel hombre alto —el obrero del acero de Homestead que el negro me señaló—, él seguro que me entiende: él forma parte del verdadero pueblo. Mi corazón palpita de admiración y entusiasmo cuando lo imagino en la lucha memorable de Homestead. Peleó contra los Pinkertons, los mirmidones del Capital. Acaso ayudó a dinamitar las lanchas y expulsar a los mercenarios de la ciudad. Es alto y de espaldas anchas. Tiene una expresión fuerte y resuelta. Su cuerpo es viril y poderoso. Pertenece al verdadero espíritu; es la encarnación del pueblo noble y grande: el gigante del Trabajo que ha crecido en toda su estatura y es consciente de su fuerza. Audaz, fuerte y orgulloso, superará todos los obstáculos, romperá sus cadenas y liberará a la humanidad.

V

A la mañana siguiente, durante la hora destinada al ejercicio, aguardo con el corazón en un puño la ocasión de conversar con el obrero del acero de Homestead. Le explicaré los motivos y el objetivo de mi intentona contra Frick. Él me comprenderá, él mismo iluminará a sus compañeros huelguistas. Sería muy importante que ellos comprendieran nítidamente mi acto y él es el hombre indicado para hacer este gran servicio a la humanidad. Él es el trabajador-rebelde, su heroísmo durante la lucha lo atestigua. Espero que el pueblo no permita que el enemigo lo cuelgue. Defendió los derechos de los trabajadores de Homestead, la causa de toda la clase obrera. No, el pueblo jamás permitirá semejante sacrificio. ¡Qué bien se desenvuelve! Erguido, con la cabeza bien alta, el semblante de la dignidad consciente y la fuerza...

—¡Celda nú-mero cin-coo!

El preso de gafas oscuras abandona la fila y se adelanta respondiendo a la llamada del guardia. Avanzo rápidamente por la galería y me detengo en el lugar vacante, al lado del obrero del acero.

—Una feliz oportunidad —me dirijo a él—. Sería para mí un gran placer comentarle algo importante. Usted es uno de los huelguistas de Homestead, ¿no es así?

—Jack Tinford —se presenta—. ¿Cómo se llama usted?

Mi respuesta le sobresalta visiblemente. —¿El hombre que disparó a Frick? —me pregunta.

Una gesto de profunda preocupación surca su cara. Su mirada se dirige a la puerta. A través de la alambrada veo acercarse a algunos visitantes desde la oficina del alcaide.

—Es mejor que no nos vean juntos —me dice, perdiendo la paciencia—. Póngase detrás de mí. Sólo entonces hablaremos.

Dolido por su actitud, aunque sin comprender cabalmente su sentido, me dejo rebasar lentamente. Su alta y ancha figura oculta mi cuerpo del todo. Me habla en monosílabos, de mala gana. Cuando le menciono Homestead, se vuelve más comunicativo, aunque me habla en voz baja, como si estuviera charlando con su vecino, el siciliano, que no entiende una palabra de inglés. Aguzo el oído para captar sus palabras. Los trabajadores del acero no hicieron más que defenderse de un invasor armado, le oigo decir. No están de huelga; Frick ha ordenado el cierre patronal porque quiere eliminar los sindicatos de las fábricas. Por eso rompió la baraja con la asociación y contrató a los malditos Pinkertons dos meses antes, cuando había paz. Tirotearon a muchos trabajadores desde las lanchas, antes de que los obreros de las fundiciones «fuesen a por ellos». Merecían arder vivos por sus asesinatos no provocados. Bien, los hombres «les dieron su merecido». Matamos a unos cuantos, otros se suicidaron en las lanchas en llamas, y los que quedaban se vieron obligados a rendirse como perros apaleados. Una gran victoria, seguro, si el cobarde del Sheriff no hubiese pedido al Gobernador que enviase la milicia a Homestead. Pero fue una victoria, desde luego, que los chicos aplastasen a trescientos Pinkertons armados. Sin embargo, él no tuvo nada que ver con la batalla. Estaba enfermo ese día. Pretenden que los Pinkertons declaren contra él para condenarle a muerte. Uno de los sabuesos ya ha hecho una declaración jurada de que le vio a él, Jack Tinford, arrojando dinamita a las lanchas, antes de que los Pinkertons atracasen. Pero no hay cuidado, no tiene miedo. Ningún jurado de Pittsburgh creerá a esos asesinos mentirosos. Aquel día estaba guardando cama en casa de su novia. La muchacha y su madre le servirán de coartada. Y el comité consultivo de la asociación también. Saben que no estaba en la orilla. Lo jurarán ante el tribunal, de todos modos...

Se interrumpe de golpe. Hay miedo en su rostro. Por un instante se queda ensimismado. Al cabo echa una mirada inquisitiva a su alrededor y me sonríe. Cuando doblamos la esquina del corredor, me susurra: —¡Qué pena que no lo matases! Algún malentendido en vuestros negocios, ¿eh? —añade, en voz alta.

Me pregunto si estaba hablando en serio. ¿O sólo estaba fingiendo? Mira de frente y no puedo ver la expresión de su rostro. Empiezo a desgranar la cuidadosa explicación que me había preparado:

—Jack, lo hice por ti, por tu gente...

Pierde la paciencia y me interrumpe enojado. Mejor será que no hable de ese modo ante el tribunal, me advierte. Si Frick muere finalmente, toda esa «cháchara» me costará el pescuezo. Y con ello sólo conseguiría perjudicar a los trabajadores del acero. No creen en el asesinato, respetan las leyes. Desde luego que tenían el derecho de defender sus hogares y sus familias frente a los invasores ilegales. Pero dieron la bienvenida a la milicia en Homestead. Mostraron respeto por las autoridades. Sin duda que Frick merece morir. Es un asesino. Pero los trabajadores del acero no quieren tener nada que ver con los anarquistas. ¿Por qué quise matarlo, de todos modos? No formaba parte de los hombres de Homestead. No tenían nada que ver conmigo. Sería mejor que no comentase nada sobre todo eso ante el tribunal o...

Suena el gong.

—¡Todos adentro!

VI

Paso la noche en vela. Los hechos del día me han conmovido en lo más profundo. Mi corazón está lleno de resentimiento y enojo hacia el huelguista de Homestead. Mi héroe de ayer, el héroe de la gloriosa lucha del pueblo... ¡qué deleznable ha resultado ser!, ¡qué ínfimo cobarde! No tiene ni la más mínima idea de la gran misión de su clase, ni se sabe ni se siente orgulloso del papel que ha jugado en la noble lucha. En el fondo, no es más que un niño grande y cobarde, aterrorizado ante el castigo que le deparará el mañana por sus diabluras. Un mezquino al que sólo le preocupa su propia seguridad, deseoso de recurrir a la mentira para escapar a su responsabilidad.

Sólo pensarlo resulta atroz. Es sacrílego, es un insulto a la santa causa, al pueblo. También a mí. La mentira es condenable, salvo cuando es en el interés de la causa. En la guerra de la humanidad contra sus enemigos valen todos los medios. En efecto, cuanto más repugnantes sean los medios, tanto más difícil será el reto para la nobleza y la devoción de uno. Todos los grandes revolucionarios lo han demostrado. No existe ejemplo más sobrecogedor en los anales del movimiento ruso que el de aquel nihilista sin parangón... ¿cómo se llamaba? Vaya, qué significativo que se me olvide ahora el nombre. Lo conocía perfectamente. Puso una bomba bajo el Palacio de Invierno, justo debajo del comedor del Zar. ¡Qué envilecimiento, qué terribles vejaciones tuvo que padecer en el papel del carpintero campesino, corto de entendederas y servil! ¡Cómo debió sufrir su espíritu altivo, durante meses y años... todo por el bien de su gran determinación. ¡Hombre maravilloso! Ser digno de tu camaradería... Pero este trabajador de Homestead, ¡qué pigmeo en comparación! Está embebido del solo pensamiento de salvar su pellejo de traidor. Un verdadero Judas, dispuesto a abjurar de su gente y de su causa, deseoso de mentir y negar su participación. ¡Qué orgulloso me sentiría yo en su lugar! ¡Haber bregado en las barricadas, como él hizo! Y luego morir por ello... ¡Ah!, ¿es que existe destino más glorioso para un hombre, para un hombre de verdad que servir incluso como la más humilde de las piedras en la construcción de una sociedad libre, o como la pilastra del puente por el que cruzará por fin el pueblo triunfante hacia la tierra prometida?

Una pilastra del puente... del most.10 ¡Qué nombre más significativo! ¡Cómo me impresionó la primera vez que lo oí! No, lo vi impreso, lo recuerdo con claridad. No había pasado mucho tiempo desde la muerte de mamá. Estaba soñando con el nuevo mundo, la tierra de la libertad. Leía ávidamente todas las «noticias americanas». Un día, en la pequeña biblioteca de Kovno... ¡con qué nitidez me llega el recuerdo! Puedo verme sentado en la biblioteca, enfrascado en la lectura de los periódicos. Tenía que familiarizarme con el país. ¿Qué es esto? «Anarquistas ahorcados en Chicago». Hay muchos nombres... uno es «Most». «¿Qué es un anarquista?», le susurro a un alumno que se sentaba cerca de mí. Es de San Petersburgo, seguro que lo sabe. «¡Chit! Lo mismo que los nihilistas.» «¿En la libre América?», me pregunté.

¡Qué poco sabía de América entonces! Un país libre, desde luego, que ahorca a sus hombres más nobles. Y la miseria, la explotación... es terrible. Tengo que comentar todo esto ante el tribunal, en mi defensa. No, defensa no... una palabra más adecuada. ¡Explicación! Sí, mi explicación. No necesito defenderme: no me considero culpable. ¿Qué quiso decir el alcaide? Estúpido para un cliente, comentó, cuando le dije que renunciaba a toda asistencia legal. Cree que soy un estúpido. Bueno, él es un burgués, no puede comprenderlo. Le diré que me deje en paz. Está con el enemigo. Los abogados, también. Todos están en el bando capitalista. No necesito abogados. No sabrían explicar mi caso. Tampoco hablaré con los reporteros. Un atajo de mentirosos, eso es lo que son estos perros de presa del capitalismo. Siempre nos calumnian. Y además son perros viejos. Redactaron columnas y más columnas de entrevistas con Most cuando éste fue a la prisión. Todo mentiras. Yo mismo le acompañé; no les dijo ni una palabra. Son nuestros peores enemigos. El alcaide me dijo que vendrán a verme mañana. No tengo nada que decirles. Seguro que tergiversan mis palabras, y así menoscaban el efecto de mi acto. Quedaría incompleto sin mi explicación. Tengo que prepararla con sumo cuidado. Seguro que el jurado no me comprenderá. Ellos también pertenecen a la clase capitalista. Pero tengo que aprovechar el juicio para hablar con el pueblo. No hay duda de que un Attentat contra Frick es de por sí una propaganda espléndida. Combina el valor del ejemplo con el efecto terrorista. Pero todo depende en gran medida de mi explicación. Me brinda una ocasión preciosa para una propagación más amplia de nuestras ideas. Los camaradas libres también se servirán de mi acto como propaganda. El pueblo nos malinterpreta. La prensa capitalista lo ha predispuesto contra nosotros. Tenemos que iluminarlos; ésa es nuestra gloriosa tarea. Trabajo muy difícil y lento, es cierto, pero aprenderán. Se les agotará la paciencia y entonces... el buen pueblo siempre ha sido demasiado amable con sus enemigos. Y valiente, incluso en el sufrimiento. Sí, muy valiente. No como aquel tipo, el trabajador del acero. Ese traidor es una vergüenza para Home­stead...

Deambulo inquieto por la celda. El Judas huelguista no merece vivir. Quizá lo mejor sería que lo colgasen. Su muerte contribuiría a abrir los ojos del pueblo ante el verdadero carácter de la justicia legal. Justicia legal... ¡qué farsa! ¡Si son términos que se excluyen mutuamente! Sí, seguro, lo mejor será que lo cuelguen. El Pinkerton testificará contra él. Vio cómo Jack lanzaba dinamita. Mejor que mejor. Tal vez haya otros que juren haberlo visto. El juez creerá a los Pinkertons. Sí, lo ahorcarán.

Pensarlo me serena un poco. Al menos, la causa del pueblo saldrá beneficiada en cierta medida. No hay que tener en cuenta al hombre en sí. Ha dejado de existir. Sus intereses son exclusivamente personales; ya no puede resultar beneficioso para el pueblo. Sólo su muerte puede contribuir a la causa. Será mejor para él que termine su carrera al servicio de la humanidad. Espero que en el patíbulo se comporte como un hombre. No debe permitir que el enemigo disfrute de su pavor y de su terror cobarde. En él verán el espíritu del pueblo. Desde luego que no lo merece. Pero tiene que morir como un trabajador rebelde, con una actitud valiente y desa­fiante. Tengo que comentárselo.

El bajo profundo del gong disipa mis ensoñaciones.

VII

Durante la soledad de la noche tengo una nítida sensación de libertad. La atmósfera diurna está sobrecargada de un fétido desasosiego, las horas están preñadas de terrores inminentes. Pero la noche resulta balsámica. Estoy solo por vez primera, lejos de cualquier mirada. «Han soltado al perro nocharniego.» ¡Qué brutalidad más refinada hay en esta atención constante a que el verdugo no se quede sin su presa! Sólo una precaución contra el suicidio, me dijo el alcaide. La ingenua estupidez de la insinuación me pareció una puñalada. ¡Un abismo insondable separaba nuestras actitudes mentales! Su cabeza no puede atisbar la imposibilidad de un suicidio antes de que explique al pueblo el motivo y el objetivo de mi acto. ¿Suicidio? ¡Como si mi objetivo fuese simplemente la muerte de Frick! Ese simple pensamiento resulta imposible, insultante. Me ultraja que hasta un burgués sea tan mezquino como para malinterpretar de este modo las aspiraciones de un revolucionario activo. Este reptil insignificante, Frick... ¡como si un simple hombre mereciera el esfuerzo de un terrorista! Apunté a la hidra de múltiples cabezas cuyo representante visible era Frick. El desarrollo de los acontecimientos en Homestead le había concedido una importancia provisional, había puesto de relieve a esta descarada hidra particular, por así decir. Eso bastaba para convertirlo en merecedor de la atención del revolucionario. Ante todo, como perfecta demostración; metería el miedo en el cuerpo de su clase. Son unos pusilánimes, les pesa la culpa en la conciencia... y la vida les es muy cara. Su puño asfixiante sobre los obreros se puede aflojar. Sólo por un momento, sin duda. Pero eso es precisamente

lo que se ganaría con el acto del Attentäter. El pueblo no podría menos que sentir la hondura de un amor que entregase su propia vida por su causa. Dar una vida joven, llena de salud y vitalidad, darlo todo, sin un pensamiento para uno mismo; entregarlo todo, por voluntad propia, colmado de alegría, mejor dicho, entusiasmado... ¿es que alguien podría dejar de comprender semejante amor?

Pero ésta es la primera acción terrorista en América. El pueblo quizá no consiga comprenderla cabalmente. Aun así, sabrán que un anarquista es el responsable de la acción. Les hablaré desde la sala del tribunal. Y mis camaradas libres no dejarán pasar la oportunidad de aclarar las cuestiones relacionadas. Un acto como éste no puede sino concitar la atención del mundo. El primer acto de sacrificio anarquista voluntario hará que los trabajadores reflexionen en profundidad. Quizá más todavía que con el martirio de Chicago. Éste último fue sobre todo un ejemplo de justicia capitalista. La tragedia de 1887, culminación de una conspiración plutocrática, carecía del elemento de auto-sacrificio voluntario anarquista en el interés del pueblo. En lo que respecta a esta cualidad distintiva, mi acto resulta fundacional. Acaso se revele como la primera vía de agua. El caldo de cultivo de la opresión está hirviendo. Nuestra responsabilidad, nuestra responsabilidad como anarquistas, consiste en educar a los obreros para su gran misión. Dejad que el mundo conozca el sufrimiento de Homestead. El trueno inesperado anuncia que tras el horizonte en calma se prepara la tormenta. El relámpago de la protesta social...

«¡Rápido, Ahlick! ¡Escóndelo!» Algo blanco pasa al vuelo entre los barrotes. Leo a toda prisa el recorte de prensa. ¡Glorioso! ¿Quién iba a decirlo? Un soldado de uno de los regimientos apostados en Homestead animó a sus compañeros a dar «tres vivas por el hombre que disparó a Frick.» Hermosas esperanzas embargan mi alma. ¡Qué ánimo más maravilloso en la milicia! Quizá los soldados confraternizarán con los huelguistas. No es en modo alguno un imposible; cosas parecidas han pasado antes. Después de todo, pertenecen al pueblo, son en su mayoría trabajadores. Sus intereses son idénticos a los de los huelguistas, y con toda seguridad odian a Frick, condenado universalmente por su brutalidad y su arrogancia. El soldado —¿cómo se llama? Iams, W.L. Iams— encarna el mejor sentir del regimiento. Los otros carecen tal vez de su coraje. No se atrevieron a responder a sus vítores, habida cuenta de la presencia del coronel. Pero sin duda comparten en su mayoría el sentir de Iams. Sería peligroso para el enemigo confiar en el décimo regimiento de Pensilvania. Y seguro que en los otros regimientos de Homestead habrá otros nobles Iams. No permitirán que se cumpla la amenaza del coronel de formarle consejo de guerra. Iams no es solamente un hombre de la milicia. Es un ciudadano, un nativo. Tiene todo el derecho a expresar su parecer sobre mi acción. Si la hubiera censurado, no le castigarían. ¿No puede entonces expresar un sentimiento favorable? No, no pueden castigarlo. Y seguro que es muy popular entre los demás soldados. Con qué valentía se comportó cuando el coronel rugió frente al regimiento y exigió saber quién había vitoreado al «asesino del señor Frick», tal y como se expresó el imbécil. Iams dio un paso al frente y reconoció su acto como un valiente. Podía haberse quedado callado, o negarlo. Pero resulta evidente que no es como el cobarde trabajador del acero. Incluso rechazó la invitación del coronel de pedir disculpas.

¡Valiente muchacho! Está hecho de la pasta perfecta de un revolucionario. Un hombre como éste no tiene por qué pertenecer a la milicia. Debería saber con qué propósito fue concebida: una herramienta del capitalismo en la esclavización de la clase obrera. A fin de cuentas, saldrá beneficiado si le forman un consejo de guerra. Le iluminará. Tengo que seguir el caso. Tal vez el negro me dé más recortes. Fue muy generoso por su parte comprometerse con este acto de amistad. El alcaide ha prohibido expresamente que me pasen periódicos, aunque a los otros presos se les permite comprarlos. Me discrimina con todos los medios a su alcance. Un completo analfabeto: ni siquiera puede pronunciar la palabra «anarquista». Ayer me dijo: «Los anacristas no son buenos. De todos modos, ¿qué pretenden?». Le contesté enojado: «Primero dice que no son buenos, luego pregunta qué pretenden.» Se puso rojo. «En realidad, no estoy familiarizado con el asunto» ¡Menudo imbécil! Ni el más mínimo sentido de justicia... condenar sin comprender. Creo que está colaborando con los detectives. ¿Por qué insiste en que me declare culpable? Le he repetido una y otra vez que, aunque no niego el acto, soy inocente. El estúpido se carcajeó. «Mejor se declara culpable, saldrá mejor parado. Lo hizo, pues mejor declárese culpable.» En vano me esforcé en explicárselo: «No creo en sus leyes, no reconozco la autoridad de sus tribunales. Moralmente soy inocente.» Una insoportable sonrisa de condescendiente sabiduría no dejaba de revolotear por sus labios: «Declárese culpable. Hágame caso. Declárese culpable.»

Instintivamente siento una presencia en la puerta. Los ojos pequeños y maliciosos del alcaide me inspeccionan atentamente a través de los barrotes. Siento que es un enemigo. Bien, si quiere el recorte, lo tendrá. Pero ninguna tortura me arrancará una confesión que incrimine al negro. El nombre de Rajmetov me pasa fugazmente por la cabeza. Tengo que ser fiel a su recuerdo.

—Hay un caballero en mi oficina que desea verle —me informa el alcaide.

—¿De quién se trata?

—Un amigo suyo de Pittsburgh.

—No conozco a nadie en Pittsburgh. No me apetece ver a ese hombre.

La melindrosa insistencia del alcaide suscita mis recelos. ¿Por qué debería tener tanto interés en que vea a un desconocido? Las visitas son privilegios, según me han dicho. Declino el privilegio. Pero el alcaide insiste. Rehúso. Finalmente ordena que salga de la celda. Dos guardias me guían por el pasillo. Me sitúan a la cabeza de una fila de doce hombres. Cuentan seis en voz alta y me asignan el séptimo lugar. Veo que soy el único hombre en la fila que lleva gafas. El alcaide entra desde una oficina interior acompañado de tres visitantes. Caminan hasta el final de la fila examinado cada rostro. Luego regresan sin dejar de mirarnos fijamente. Uno de los desconocidos hace un gesto como si se dispusiera a poner la mano en el hombro del preso que queda a mi izquierda. El director se apresura a llamar a un lado a los visitantes. Conversan entre susurros, caminan hacia el principio de la fila y pasan lentamente de vuelta, hasta que se paran a mi lado. El desconocido alto me pone familiarmente la mano en el hombro y exclama:

—¿No me reconoce, señor Berkman? Nos vimos en la quinta avenida, justo enfrente del edificio de telégrafos.11

—Es la primera vez que le veo en mi vida.

—¡Oh, sí! Seguro que se acuerda de que le hablé...

—No, no lo hizo —le interrumpo, agotada ya mi paciencia.

—Lleváoslo —ordena el alcaide.

Protesto contra el pérfido procedimiento. «Una identificación positiva», afirma el alcaide. El detective me había visto «en compañía de dos amigos, inspeccionando las oficinas del señor Frick.» Niego airadamente esta afirmación falsa y le responsabilizo de instigar un complot para implicar a mis camaradas. Se pone lívido de rabia, y ordena que me priven de la hora de ejercicio esa tarde.

Ahora, el papel del alcaide en el complot policial me parece obvio. Le he visto el plumero. Pese a ser un ignorante, el contacto con los métodos policiales le ha permitido desarrollar cierta astucia: la vil malicia del zorro que persigue a su presa. La sonrisa bondadosa esconde un poso de malignidad, el grosero engreimiento que se vanagloria en el abuso satisfecho de su posición sobre seres humanos desdichados.

La nueva apreciación de su carácter me aclara algunos incidentes que hasta entonces me habían desconcertado. Retienen mi correo en la oficina, estoy seguro. No es posible que mis camaradas de Nueva York me hayan descuidado durante tanto tiempo; ya ha pasado una semana desde que me arrestaron. Por precaución debida, no podían ponerse en contacto conmigo inmediatamente. Pero bastaría con dos o tres días para pergeñar una Deckadresse.12 Y sin embargo no he recibido ni una línea suya. Es evidente que me retienen el correo.

Estas reflexiones despiertan en mí un odio implacable hacia el alcaide. Su infamia me llena de rabia. La advertencia del negro sobre el inquilino de la celda adquiere un nuevo sentido. No me cabe duda de que el hombre es un espía, y resulta obvio que ha sido el alcaide quien ha dado la orden. Incidentes nimios, insignificantes en sí mismos, se convierten en pruebas incuestionables de mis sospechas, que alcanzan la categoría de convicción cuando repaso algunas circunstancias relativas a mi vecino. Ciertas cuestiones que me parecían tonterías, advertidas por simple curiosidad, ahora las veo a la luz del papel del alcaide como detective voluntario. Enviaron al joven negro al calabozo porque me previno contra el espía de la celda de al lado. Pero a este último nunca lo denuncian, aunque se pase todo el día hablando y criticando. Una situación especialmente privilegiada la suya, como es obvio. Y el alcaide también está en negocios con la policía. Estoy convencido de que las cartas que me dio ayer fueron responsabilidad suya. El matasellos era de Homestead, y el remitente un presunto huelguista. Quieren volar las fundiciones, rezaba la carta; necesitamos unas cuantas bombas. Tenía que enviarles las direcciones de mis amigos, los cuales saben fabricar explosivos efectivos. ¡Qué trampa tan burda! Una de la cartas pretendía involucrar en mi acto a uno de los líderes de la huelga. En otra, se mencionaba a John Most. Bien, no me cogerán con semejante basura. Pero no debo bajar la guardia. Será mejor que renuncie a recibir correo. De todos modos, retienen las cartas de mis amigos. Sí, rechazaré todo el correo.

Me veo rodeado de enemigos, confesos y secretos. No hay nadie aquí a quien pueda llamar amigo, salvo el negro, que sé que no me desea ningún mal. Espero que me dé más recortes... tal vez haya en ellos noticias de mis camaradas. Intentaré «encontrarme» con él durante la hora de ejercicio de mañana... ¡Ay! ¡Están repartiendo unos sermones! Mañana es domingo... ¡no habrá ejercicio!

VIII

El día del Señor se honra privando a los presos del almuerzo. Una ración escasa de pan y una taza de hojalata llena de un café negruzco y sin azúcar constituyen el desayuno. La cena sería una repetición del menú matutino si no fuera porque el café parece más claro y la taza de hojalata más herrumbrosa. Cierro los ojos y me obligo a engullir un trago. Sabe como un aguachirle graso, con un leve saborcillo a pan quemado.

El ejercicio también se deroga en el día del Señor. Un silencio ininterrumpido y lúgubre reina en el ambiente. Por la tarde, oigo el chirrido de la puerta interior. Se oye un frufrú de vestidos: las buenas señoras de los sermones están tomando asiento. Se entreabren, en un ángulo de quince grados, las puertas del corredor de los asesinos. Los presos permanecen en sus celdas, con los guardias emplazados en los accesos de la galería.

Todo queda en calma. Puedo oír el latido de mi corazón en el silencio opresivo. Una sombra apenas visible cruza el suelo sombrío; ahora oscila sobre los barrotes. Oigo los pasos apagados de unos pies calzados de fieltro. Sigilosamente el carcelero rebasa mi celda como un misterio alado que ensombreciera de arriba abajo un alma desdichada. Atisbo el destello del revólver que asoma por su bolsillo.

De repente, resuenan en el corredor las dulces notas de un violín. Unas voces femeninas entonan la melodía: «Más cerca de ti, Dios mío, más cerca de ti.» La intensidad se extiende paulatinamente; sube, aumenta su resonancia al contacto con el suelo de la galería, y su eco llega hasta mi celda, «Más cerca de ti, más cerca de ti.»

El sonido cesa. Una profunda voz masculina dice: «Recemos». Su metálica aspereza suena como una orden. Los guardianes agachan la cabeza. Sus labios mascullan al dictado de la voz invisible: «Padre nuestro que estás en los cielos, nuestro pan cotidiano dánosle hoy ... y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores...»

«¡Y un cuerno!», grita alguien desde la galería superior. Una risita nerviosa se extiende por las celdas. Los guardias suben en tropel por las escaleras. El alboroto aumenta. «¡Orden!», gritos y rechiflas ahogan la voz del alcaide. Las puertas se abren y cierran violentamente. El repicar del hierro es atronador. De repente, todo queda en calma: los guardias han llegado a las galerías. Sólo se oye un ruido de pasos presurosos.

No encuentran al infractor. El gong toca la hora de la cena. Los presos aguardan en las puertas con la taza en la mano, prestos a recibir el café.

—¡Los hijos de puta se han quedado sin cena! ¡Sin cena! —clama el alcaide.

¡Bendito Sabbath!

Atrancan las puertas de las celdas y nos quedamos encerrados toda la noche.

IX

Camino inquieto por la celda. ¡Frick no ha muerto! Se ha recuperado prácticamente del todo. Dispongo de información segura: el preso «ciego» me dio el recorte durante la hora de ejercicio. «Eres un pésimo tirador», bromeó.

La decepción es tan patética que me duele como una astilla en el corazón. La siento con la intensidad de una catástrofe. Mi encarcelamiento, las vejaciones de la vida carcelaria, el futuro, todo ello queda a merced de la amarga ola que me embarga al saber que he fracasado. Amargos pensamientos se agolpan en mi cabeza, no puedo dejar de acusarme por haber fallado. ¡Fracasé! ¡Fracasé!... Las cosas podían haber salido mejor, si hubiera ido a la casa de Frick. De hecho, ésa era mi primera intención. Pero la casa en el East End estaba bien vigilada. Además, no tenía tiempo que perder; esa misma mañana los periódicos habían anunciado que Frick tenía previsto viajar a Nueva York. Estaba resuelto a no dejarlo escapar. Decidí actuar de una vez por todas. Fue principalmente su cobardía lo que le salvó, se escondió bajo el sillón. ¡Fingió que estaba muerto! Y ahora el vampiro sigue vivo... ¿Y Homestead? ¿Cómo se verá afectada la situación allí? Si Frick hubiese encontrado la muerte, Carnegie se habría afanado en llegar a un acuerdo con los huelguistas. Este astuto escocés sólo se sirvió de Frick para destruir al odiado sindicato. De hecho, él no se dejó ver, no se le debía imputar responsabilidad alguna. Al autor de la Democracia triunfante no le gustan las críticas negativas. Con la eliminación de Frick, Carnegie tendría que haber cargado con la responsabilidad de la situación en Homestead. Para salvaguardar su imagen de amigo de los trabajadores, no le hubiera quedado más remedio que dar por concluida la lucha sanguinaria. Semejante desarrollo de los acontecimientos hubiera abierto las puertas de par en par a la propaganda anarquista. Aunque algunos puedan condenarlo, mi acto habría abierto los ojos de los trabajadores ante la situación real y los efectos de la muerte de Frick. Pero su restablecimiento...

Y aun así, ¿quién sabe? Tal vez tenga los mismos efectos. En realidad, la huelga estaba prácticamente perdida cuando los trabajadores del acero permitieron que la milicia tomase el control de Homestead. Ello brindó a la Compañía la oportunidad de llenar las fundiciones de esquiroles. Pero aunque sea al precio de perder la huelga, nuestra propaganda es la principal prioridad. Los trabajadores de Homestead no son más que una pequeñísima porción de

la clase trabajadora americana. Aunque su lucha sea importante, la causa del pueblo entero es superlativa. Y su verdadera causa es el anarquismo. Todas los demás asuntos confluyen en él, sólo el anarquismo podrá resolver el problema del trabajo. Ninguna otra cuestión merece ser considerada. El sufrimiento de los individuos, el de las grandes masas, incluso, resulta inevitable bajo las reglas del capitalismo. La pobreza y el desamparo no pueden sino ir en aumento; es inevitable. Un revolucionario no debe permitir que un simple sentimentalismo le influya. Sangramos por el pueblo, sufrimos por el pueblo, pero conocemos las verdaderas causas de su desdicha. Nuestra civilización entera, siendo como es falsa hasta el tuétano, tiene que ser destruida, para que pueda renacer. Sólo con la abolición de la explotación se logrará que el trabajo sea justo. Sólo el anarquismo puede salvar el mundo.

Estos pensamientos consiguen aliviarme un poco. Mi fracaso en la consecución del resultado deseado me apena hasta exasperarme y me siento hondamente humillado. Pero nadie debe acompañarme en el sufrimiento. Bien mirado, el resultado material de mi acto no puede emborronar su valor propagandístico, y éste último es siempre la consideración suprema. El objetivo principal de mi Attentat consistía en concitar la atención sobre nuestras injusticias sociales, suscitar un interés decisivo por el sufrimiento del pueblo con un acto de sacrificio, estimular el debate en lo que hace a la causa y el objetivo del acto y presentar así, ante el mundo, las enseñanzas del anarquismo. La situación en Homestead ofrecía el momento social psicológico oportuno. ¿Qué importan las consecuencias personales para Frick, los resultados meramente físicos de mi Attentat? Se daban las condiciones necesarias para la propaganda: el acto se ha consumado.

En cuanto a mí, desde luego que mi decepción es amarga. Quería morir por la causa. Pero ahora me mandarán a la cárcel y me enterrarán vivo.

Sin querer, mi mano se acerca a la solapa de mi abrigo y recuerdo entonces, de repente, la terrible pérdida. Agónicamente, revivo la escena en la comisaría de policía, el tercer día de mi arresto... Unas toscas manos me sujetan los brazos, y me obligan a sentarme en una silla. Mi cabeza sufre un violento impulso hacia atrás y me veo de bruces frente al comisario. Me agarra del cuello.

—¡Abre la boca, condenado! ¡Ábrela!

Todo da vueltas a mi alrededor, el escritorio rodea la estancia, los ojos inyectados de sangre del comisario me miran desde el suelo, sus pies están suspendidos en el aire, y todo da vueltas y más vueltas...

—Ahora, doctor, ¡rápido!

Siento un agudo pinchazo en la lengua, me agarran las mandíbulas como con unas tenazas, y consiguen abrirme la boca.

—¿Qué te parece esto?

El comisario está de pie frente a mí. Tiene en la mano la cáp­sula de dinamita.

—¿Qué es esto? —me pregunta, soltando una maldición.

—Una golosina —le respondo, desafiante.

X

Estas dos últimas semanas han resultado muy angustiosas. Sigo sin noticias de mis camaradas. El alcaide ya no me entrega más correo; es evidente que considera que mi última negativa fue definitiva. Pero ahora me permiten comprar periódicos, tal vez venga en ellos algo sobre mis amigos. Si pudiera saber qué propaganda se está haciendo con mi acto y qué ha sido de Fedya y la Muchacha. Anhelo saber cómo les va. Pero mi interés no es otro que el del revolucionario. Están tan lejos... no me cuento entre los vivos. Fuera todo parece seguir igual, como si nada hubiese sucedido. Frick está bastante bien de salud, de vuelta al trabajo, según informa la prensa. Nada más de importancia. Parece que la policía ha abandonado las pesquisas. Qué ridículo ha hecho el jefe al secuestrar a mi amigo Mollock, el panadero de Nueva York. Qué descaro el de las autoridades al atraer con un señuelo a un trabajador desprevenido al otro lado de la frontera del estado para arrestarlo como cómplice mío. Me figuro que es el único anarquista que el estúpido comisario pudo encontrar. Mi amigo negro me informó la semana pasada del secuestro. Pero no temí por él; sabía que el «panadero silencioso» no soltaría prenda. No podrían arrancarle ni una sola palabra. Cuando el juez lo puso en libertad sin cargos, el comisario quedó en una posición muy ridícula. Ahora está sediento de venganza y es más que probable que esté buscando una víctima más cerca de casa, en Allegheny. Pero si los camaradas guardan silencio, todo irá bien, ya que me cuidé mucho de no dejar ninguna pista. Les dije que mi destino era Chicago, donde esperaba afianzarme. Puedo confiar en Bauer y Nold. Pero aquel hombre, E., que vivía en la misma casa con Nold, no me pareció de fiar. Tenía un aspecto culpable que me escamó. No podía confiar en él, desde luego, y ahora me temo que pueda comprometerlos. Me pregunto por qué tienen un trato amistoso. Es probable que ni siquiera sea un camarada. Los anarquistas de Allegheny no deberían tener ningún trato con él. Nada bueno nos espera si nos asociamos con gentes de mentalidad burguesa.

Un guardia interrumpe mis meditaciones y me informar de que «me esperan en la oficina». Hay una carta para mí, pero los gastos de envío están pendientes de pago, ¿pagaré?

«Será una trampa», se me pasa por la cabeza, mientras sigo al supervisor. Tengo que insistir en mi negativa a aceptar cartas falsas.

—¿Más cartas de Homestead? —le espeto al alcaide.

Reprime una sonrisa fugazmente.

—No, el matasellos es de Brooklyn, Nueva York.

Echo un vistazo al sobre. Por la letra se diría que la ha escrito una mujer, pero la caligrafía es más pequeña que la de la Muchacha. Anhelo saber de ella. La carta viene de Brooklin, ¡tal vez sea una Deck­adresse!

—Acepto la carta, alcaide.

—Bien. La abrirá aquí.

—Entonces no la quiero.

El alcaide me retiene cuando ya empezaba a salir de la oficina.

—Llévese la carta. Pero tiene que devolvérmela en diez minutos. Puede irse.

Me apresuro hacia la celda. Si la carta contiene algo importante, tendré que destruirla: no le debo ninguna obligación al enemigo. Cuando con mano temblorosa abro el sobre, de su interior cae como una hoja un billete de dólar. Echo un vistazo a la firma, pero no reconozco el nombre. Paso de una palabra a otra inquieto. Un partidario desconocido me manda sus saludos de parte de la humanidad. «No soy anarquista», leo, «pero le deseo lo mejor. Vaya mi simpatía, sin embargo, para el hombre, y no para el acto. No puedo justificar su tentativa. La vida, especialmente la humana, es sagrada. Nadie tiene el derecho de arrancar lo que no puede dar.»

Paso una mala noche. Mi mente forcejea con la cuestión que me ha sido planteada de un modo tan imprevisto. ¿Es que alguien, comprendiendo mis motivos, puede poner en tela de juicio la justificación del Attentat? Al margen de las consideraciones legales, ¿se puede cuestionar la moralidad del acto? La justicia y la ley no se pueden confundir, son opuestas. La ley es inmoral, es el resultado de la conjura de soberanos y sacerdotes contra el pueblo para mantenerlo sojuzgado. Respetar la ley significa transigir, cuando no participar directamente, con esta conjura. El revolucionario es el verdadero hombre moral; los intereses de la humanidad son supremos para él, hacerlos progresar, su único objetivo en la vida. El gobierno, con sus leyes, es el enemigo común. Todas las armas se justifican en la noble lucha del pueblo contra esta terrible maldición. ¡La ley! Es el crimen superlativo de todos los tiempos. El sendero del hombre está anegado por la sangre vertida en su avance. ¿Puede la abominable criminal dictar justicia? ¿Se puede esperar del revolucionario que respete semejante farsa? Ello significaría la perpetuación de la esclavitud humana.

No, el revolucionario no tiene ningún deber para con la moralidad capitalista. Es el soldado de la humanidad. Consagró su vida a la magna lucha del pueblo. Es una guerra enconada. El ánimo del revolucionario no puede encogerse ante los servicios que esta guerra le impone. ¡Sí, incluso si el deber es la muerte! Alegre y gozoso moriría mil veces para aproximar el triunfo de la libertad. Su vida pertenece al pueblo. No tiene ningún derecho a vivir o disfrutar mientras perdure el sufrimiento de otros hombres.

¡Cuántas veces lo discutimos Fedya y yo! Él era un poco proclive al sibaritismo, no se había emancipado por completo de las inclinaciones de su juventud burguesa. Un día, en Nueva York, no lo olvidaré nunca, cuando nuestro círculo empezaba a publicar el primer periódico anarquista judío de Estados Unidos, llegamos a las manos. Nosotros, los amigos más íntimos, sí, llegamos a las manos. Nadie lo hubiese creído. Solían llamarnos los gemelos. Si un día aparecía solo, de inmediato me preguntaban inquietos: «¿Qué ha pasado? ¿Está enfermo tu compadre?» Fue tan insólito, cada uno era la sombra del otro. Pero un día le golpeé. Había ultrajado mis sentimientos más sagrados: ¡gastarse veinte céntimos en una comida! No se trataba simplemente de un gesto extravagante, era incuestionablemente un crimen, inconcebible en un revolucionario. No pude perdonarle en meses. Incluso ahora, dos años después, todavía le guardo rencor en cierto modo. ¿Qué derecho tenía un revolucionario a semejante capricho? El movimiento precisaba ayuda, cada céntimo era precioso. ¡Gastarse veinte céntimos en una comida! Había traicionado la causa. Cierto era que aquella fue su primera comida en dos días y estábamos recortando los gastos de alojamiento durmiendo en el parque. Asimismo, había trabajado duro para ganarse aquel dinero. Pero debería haber sabido que no tenía ningún derecho sobre sus ingresos mientras el movimiento padeciese aquella acuciante necesidad de fondos. Sus justificaciones no hicieron sino empeorar las cosas en grado sumo: aquella semana había ganado diez dólares, entregó siete al erario del periódico, necesitaba tres para sus gastos personales, tenía además los zapatos rotos. No podía tolerar aquellas palabras. No hacían más que poner de manifiesto sus veleidades burguesas. Un verdadero revolucionario no podía considerar siquiera un instante las comodidades personales. Se trataba del movimiento, de sus necesidades por encima de todo. Cada centavo que gastábamos en nosotros mismos era otro tanto sustraído a la Causa. Cierto es que el revolucionario tiene que vivir. Pero cualquier lujo es un crimen; peor aún, una debilidad. Se podía sobrevivir con cinco centavos diarios. ¡Veinte centavos por una sola comida! Increíble. Era un robo.

¡Pobre Gemelo! Se sentía profundamente apenado, pero sabía que yo no hacía otra cosa que ser justo. El revolucionario no tiene ningún derecho personal sobre nada. Todo cuanto tiene y gana pertenece a la Causa. Todo, incluidos sus afectos, especialmente éstos, pertenece a la Causa. No debe sentirse demasiado apegado a nada. Debe ponerse en guardia frente a los grandes amores y las pasiones. El pueblo debería ser su único amor verdadero, su pasión suprema. Los sentimientos simplemente humanos son indignos del auténtico revolucionario; vive por la humanidad y siempre tiene que estar preparado para atender su llamada. El soldado de la revolución no debe trocar el campo de batalla por los cantos de sirena del amor. Semejante debilidad entraña un gran peligro. A menudo el tirano de Rusia ha intentado cazar a su presa con el señuelo de una bella mujer. Nuestros camaradas son lo bastante cautos como para no relacionarse con ninguna mujer que no haya dado pruebas de su carácter revolucionario. Sí, no basta con un interés meramente pasivo por la causa. El amor puede transformarla en una Dalila que despoje al revolucionario de su fuerza. Éste sólo puede relacionarse con una mujer consagrada a la participación activa. Su perfecta camaradería resultará en una fuente de inspiración mutua que redoblará sus fuerzas. Iguales, rigurosamente solidarios, servirán la causa del pueblo con una eficacia sin parangón. Numerosas mujeres rusas lo atestiguan: Sophia Perovskaya, Vera Figner, Zassulitch y otras muchas mártires heroicas que fueron torturadas en las casamatas de la fortaleza de Schlüsselburg y enterradas vivas en la fortaleza de Pedro y Pablo. ¡Qué devoción, qué firmeza! Eran ellas perfectas camaradas, a menudo más fuertes que los hombres. Valientes y nobles mujeres que abarrotan prisiones y fuertes, y emprenden una vida llena de fatigas...

La estepa siberiana se alza frente a mí. Su vasta extensión titila bajo los rayos del sol y ciega la vista con un resplandor níveo. La infinita monotonía extenúa la mirada y anonada el cerebro. Infunde en el corazón el frío glacial de la muerte y oprime el alma con el pavor a la locura. En vano buscan los ojos refugio del monstruo blanco que estrecha su abrazo paulatinamente y amenaza con engullirte en sus profundidades heladas... Allí, a lo lejos, donde el blanco y el azul se encuentran, una marcada línea carmesí tiñe la superficie. Serpentea a lo largo del seno virginal, es cada vez más roja e intensa, y asciende por la montaña como un lazo oscuro, se enrosca y entreteje en su ascenso cada vez más doliente, para desaparecer ahora en la hondonada, y reaparecer de nuevo en las alturas. Contempladlos, un hombre y una mujer cogidos de la mano, con las cabezas gachas, cargando sobre sus espaldas una pesada cruz, ascendiendo penosamente, y otros más tras de ellos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos extenuados por la pesada carga, renqueando a través del lúgubre desierto, entre la muerte y el silencio absoluto, si no fuera por el lastimero traqueteo de las cadenas...

—¡Fuera! ¡Hora de ejercicio!

Camino por la galería como en un sueño. La voz de mi compañero de ejercicios apenas si llega a mis oídos. No entiendo qué está diciendo. ¿Sabe de los nihilistas?, me pregunto.

—Billy, ¿has leído algo sobre los nihilistas?

—Claro, Berk. La última vez que fui a la pocilga de ahí abajo, un compañero me prestó un libro. Era un tipo estupendo. Veamos, repíteme cómo se llamaban.

—Nihilistas.

—Sí, claro. Sobre unos nihiristas. El libro se llama Ivan Strodjoff.

—¿Cómo dices?

—Algo parecido. Ivan Strodjoff o Strogoff.

—¡Ah! Te refieres a Iván Strogoff, ¿no?

—Eso es. Qué nombres más divertidos tienen los extranjeros. Un servidor necesita una boca de hierro colado para poder decirlo todos los días. Pero la historia era estupenda, desde luego. Sobre un patriota ruso, o algo así. El tío era sensacional, te lo digo yo. Se enteró de un complot para asesinar al rey. Querían matarlo los tipos ésos... ¿cómo los llamaste?

—¿Nihilistas?

—Eso es. El complot nihilista, ¿sabes? Bueno, querían matar a don importante y a todos los demás, para poner de rey a uno de los suyos. ¿Lo ves? Tipos zorrunos, seguro. Pero Iván era demasiado para ellos. Hace de detective. Se mete en todos los fregados, y un tipo le quema los ojos. Pero es un valiente. No me acuerdo de cómo termina todo, pero...

—Conozco la historia. Es basura. No cuenta la verdad sobre...

—¡Ah! ¡Al diablo con el libro! Dime, Berk, ¿crees que me van a colgar? ¿No crees que el juez se apiadará de un ciego? Mira mis ojos. Estoy casi ciego, te lo juro por Dios. ¿No van a colgar a un ciego, no?

La súplica lastimera me llega al corazón, y le garantizo que no colgarán a un ciego. Sus ojos se ponen brillantes, la esperanza ilumina su rostro.

Me pregunto por qué ama tanto a la vida. ¿Qué valor tiene sin un propósito elevado, sin la inspiración de los ideales revolucionarios? Es pequeño y cobarde, miente para salvar el pescuezo. Desde luego que no le pasa nada malo en los ojos. ¿Pero por qué debería yo mentir por él?

Este momento de flaqueza me remuerde la conciencia. No debo permitir que un insensato sentimentalismo me influya: es indigno de un revolucionario.

—Billy —le digo con cierta aspereza— muchos inocentes han muerto en la horca. Los nihilistas, por ejemplo...

—¡Ah! Al diablo con ellos. ¿Qué me importan los demás? Lo que quiero saber es si me colgarán a mí.

—Quizá lo hagan —respondo molesto ante la profanación de mis ideales. Un gesto de terror domina su rostro. Sus ojos se clavan en mí, abre los labios: —Sí —continúo—, es posible que te ahorquen. Muchos inocentes han padecido el mismo destino. Además, no creo que seas inocente, ni ciego tampoco. No necesitas esas gafas. A tus ojos no les pasa nada. Compréndeme bien, Billy, no quiero que te cuelguen. No creo en la horca. Pero tengo que decirte la verdad, y será mejor que te prepares para lo peor.

El gesto de terror en su rostro se desvanece paso a paso. La rabia tiñe sus mejillas con puntos de rojo intenso.

—¡Estás loco! Además, ¿para qué voy a hablar contigo? Eres un condenado anarquista. Y yo soy un buen católico, ¡que te quede claro! No siempre he hecho el bien. Pero el buen padre me confesó la semana pasada. No soy un maldito asesino como tú, ¿te enteras? Fue un accidente. Estoy casi ciego, y este es un país cristiano, gracias a Dios. ¡Ni se te ocurra volver a hablar conmigo!

XI

Los días y las semanas se suceden con una monotonía cansina, que sólo interrumpe mi ansiedad ante el juicio inminente. Forma parte de su crueldad deliberada no permitirme saber en qué fecha exacta se va a celebrar. «Prepárese. Pueden llamarle en cualquier momento», dijo el alcaide. Pero las sombras se alargan, los días pasan, y mi nombre sigue sin aparecer en el calendario del tribunal. ¿Por qué esta tortura? Dejadme terminar con esto. Casi he cumplido mi misión... me explicaré ante el tribunal y mi vida habrá tocado a su fin. Jamás tendré una nueva oportunidad de trabajar para la Causa. Puedo por lo tanto abandonar el mundo. Debería morir satisfecho, salvo por el fracaso parcial de mis planes. La amargura de la decepción sigue royéndome las entrañas. Pero, ¿por qué? El resultado físico de mi acto no puede menoscabar su valor propagandístico. ¿Por qué, entonces, estos reproches? Debería estar por encima de ellos. Pero las puyas de los oficiales y los presos me hieren. «¿Mal tirador, no?» No pueden ni soñar cómo se me clava su irreflexiva estocada. Sonrío y finjo indiferencia, mientras mi corazón sangra. ¿Por qué deberían, a mí, el revolucionario, afectarme estos comentarios? Es debilidad. Están tan por debajo de mí; viven en la ciénaga de sus mezquinos intereses personales... no pueden comprenderlo. Y sin embargo el croar de las ranas acaso alcance el nido del águila y perturbe la paz de las alturas.

El «machaca» pasa por la galería. Anda despacio mientras sacude el polvo de las rejas antes de llegar a mi puerta. Con su látigo de siete colas la golpea levemente. Se apoya contra la cara exterior de la pared y se agacha. Finge limpiar el umbral de la puerta. Veo un gesto rápido de su mano, y un rollo blanco pasa entre los barrotes inferiores y cae a mis pies. «Una pila», susurra.

Recojo la nota con indolencia. No conozco a nadie en la cárcel, seguro que se trata de un desgraciado que pide cigarrillos. Al colocar el rollo de papel entre las páginas del periódico descubro sorprendido que está escrito en alemán. ¿De quién puede ser? Busco la firma. ¿Carl Nold? No es posible, ¡es una trampa! No, pero la letra no podría confundirla: la caligrafía minúscula y nítida es de Nold, sin duda. ¿Pero cómo consiguió hacerme llegar la nota? La sangre bate con fuerza en mi cabeza mientras me precipito sobre el texto escrito a lápiz: Bauer y él están detenidos; están en la cárcel, acusados de conspiración para asesinar a Frick; los detectives juran que los vieron en mi compañía, frente a las oficinas de Frick. Leo

que han contratado a un abogado. ¿Me interesa contar con sus servicios? Es posible que no tenga dinero, y no debería esperar que me envíen nada de Nueva York, porque Most —¿pero es posible?— ha condenado el acto...

El gong anuncia la hora de ejercicio. Camino con dificultad hasta la galería. Me siento febril, mis pies se arrastran penosamente, y me desmorono contra la barandilla.

«¿Estás mal, Ahlick?», tiene que ser la voz del negro. Tengo la garganta seca, mis labios no quieren moverse. Apenas si veo cómo se acerca el guardia. Me conduce hasta la celda y baja la litera. «Puede echarse.» Oigo el clic de la cerradura. Estoy solo.

La columna de presos pasa de arriba abajo una y otra vez. Los pasos acompasados me atormentan la cabeza como si fueran martillazos. ¿Cuándo pararán? Me duele muchísimo la cabeza... Es una suerte no tener que andar. Fue un detalle que el negro llamase al guardia. Me sentía tan mal. ¿De qué se trataba? ¡Ah!, la nota. ¿Dónde está?

Me consterna pensar que podía haberla perdido. Recojo el periódico del suelo de inmediato. Con manos temblorosas paso las páginas. ¡Ah!, está aquí. Si no llego a encontrarla, me pregunto vagamente, ¿habría sido todo una fantasía?

Ver el papel arrugado me llena de horror. ¡Nold y Bauer están aquí! Quizá si actúan con discreción, todo salga bien. Ellos son inocentes, pueden demostrarlo. Pero Most... ¿cómo es posible? Desde luego no le pareció bien que empezase a frecuentar a los autonomistas. ¿Pero es que eso cambia en algo las cosas? ¡A estas alturas! ¡Qué importan las preferencias personales a un revolucionario, a un Most, el héroe de mis primeros años en América, el nombre que despertó mi alma en aquella minúscula biblioteca de Kovno, Most, el puente de la libertad! Mi profesor, el autor de Kriegswissenschaft,

el revolucionario ideal, ¿él me condena?, ¿repudia la propaganda por el hecho?

¡Es increíble! No puedo creerlo. Seguro que la Muchacha no tardará en escribirme sobre todo esto. Esperaré hasta saber algo de ella. Pero, entonces, Nold, que también es un gran admirador de Most, no diría nada que lo denigrase sin estar plenamente convencido de que es cierto. Aun así, resulta casi inconcebible. ¿Cómo explicar un cambio semejante en Most? Abjurar de todo su pasado, de su glorioso pasado. Siempre se mostró tan orgulloso de su historia, de su revolucionarismo extremo. Semejante apostasía debe esconder algún motivo terrible. No tiene parangón en los anales del anarquismo. ¿Pero qué puede ser? ¡Con qué audacia actuó durante la tragedia de Haymarket Square! Recomendó públicamente el uso de la violencia para castigar la conspiración capitalista. Debe haberse percatado del peligro que entrañaba el discurso por el que más tarde sería confinado en la isla de Blackwell. Recuerdo su aire desafiante de camino al penal. ¡Cuánto admiré su temple mientras lo acompañaba en el último trayecto! Apenas ha pasado un año desde entonces, y sólo lleva unos meses en la calle. Quizá... ¿es posible? ¿Un cobarde? ¿La experiencia de la prisión tiene algo que ver con su actitud actual? Pero si es terrible siquiera pensarlo. Most... ¿un cobarde? Él, Most, que consagró toda su vida a la Causa y renunció a su escaño en el Reichstag a causa de su honestidad insobornable, estuvo en primera línea durante toda su vida, se enfrentó al albur y el peligro, él... ¿un cobarde? Sin embargo es imposible que haya trocado de golpe las opiniones de toda una vida. ¿Qué puede haberle impulsado a condenar mi acto? ¿Aversión personal? No, seguro que se trata de la mezquina envidia. Su confianza en mí, como revolucionario, no conocía límites. ¿O acaso no envió una circular para ayudarme en mis planes relativos a Rusia? Ello atestiguaba una fe absoluta. No se puede cambiar de opinión tan deprisa. Además, todo esto no puede guardar ninguna relación con su repulsa de un acto terrorista. No veo ninguna explicación, salvo el miedo —¿es posible?— a las consecuencias personales. Temor a que él también sea hecho responsable, tal vez. No se puede excluir dicha posibilidad, seguro. El enemigo le odia a muerte, y daría la bienvenida a la oportunidad de ahorcarlo, incluso conspiraría con tal de poder hacerlo. Pero ése es el precio que se paga por el amor de la humanidad. Cualquier revolucionario está expuesto a ese peligro. Especialmente Most; toda su carrera ha sido un duelo contra la tiranía. Pero nunca antes se había visto influido por consideraciones semejantes. ¿Acaso no está dispuesto a asumir la responsabilidad de su propaganda terrorista, la obra de toda una vida? ¿Por qué le ha asaltado el miedo de repente?

Mi alma se mortifica en la agonía de la duda. La desesperación me embarga el corazón mientras, titubeando, empiezo a admitir para mí la probable verdad. Pero no puede ser, Nold ha cometido un error. Quizá la carta sea una trampa, tal vez no la escribió Carl. Pero conozco muy bien su letra. La carta es suya, ¡es suya! Quizá me llegue otra carta mañana. La Muchacha... la única persona en quien puedo confiar. Ella me sacará de dudas.

Siento pesadez en la cabeza. Me meto con dificultad en la cama. Tal vez mañana... una carta...

XII

—Tus compinches están aquí. ¿Quieres verlos? —pregunta el alcaide.

—¿Qué compinches?

—Tus socios, Bauer y Nold.

—Querrá decir mis camaradas. No tengo socios.

—Es lo mismo. ¿Quiere verlos? Sus abogados están aquí.

—Sí, los veré.

Por supuesto, en cuanto a mí respecta, no necesito defensa. Llevaré yo solo mi propio caso y explicaré mi acto. Pero me alegra ver a mis camaradas. Me pregunto cómo les habrá sentado su arresto... tal vez les da por echarme la culpa. Además, ¿qué opinión tienen de mi hecho? ¿Respaldarán a Most?

Tengo todos los sentidos despiertos mientras el guardia me guía hacia el vestíbulo. Cerca de la pared, sentados a una mesita, veo a Nold y Bauer. Dos hombres les acompañan; me imagino que son sus abogados. Todas las miradas se dirigen hacia mí, curiosas, inquisitivas. Nold se me acerca. Su actitud trasluce cierto nerviosismo, en sus ojos de un profundo color marrón se aprecia una intensa seriedad. Me da la mano. La presión es íntima, afectuosa, como si tratase de comunicar a mi corazón una confianza sin límites. Por un instante, me embarga un torrente de gratitud: anhelo abrazarlo. Pero unos ojos curiosos se abren hasta mí. Miro a Bauer. Hay una alegre sonrisa en su bondadoso rostro rubicundo. El guardia acerca una silla a la mesa y se apoya contra la reja. Su presencia es una traba: informará al alcaide de cuanto se haya dicho.

Me presentan a los abogados. El contraste en su aspecto indica una vida entera entregada a las disputas legales. El más joven, evidentemente recién salido de la universidad, es rápido, despierto y conversador. Tiene un aire expectante e inquieto, con una mirada de astucia semítica en un rostro largo y estrecho. Se extiende sobre el generoso consentimiento de su distinguido colega a hacerse cargo de mi caso. Su actitud hacia el abogado mayor es profundamente respetuosa, casi reverencial. Éste último parece aburrido, y no habla.

—¿Querría decir algo, coronel? —propone el joven abogado.

—No.

Suelta el monosílabo con brusquedad, repentinamente. Su colega parece avergonzado, como un colegial a quien descubren haciendo alguna travesura.

—Usted... ¿señor Berkman? —pregunta este último.

Les agradezco el interés por mi caso. Pero no necesito defensa, explico, ya que no me considero culpable. Estrictamente, sólo me preocupa poder pronunciarme en público ante el tribunal. Si me representa un abogado, no tendré la oportunidad de hacerlo. De hecho, es absolutamente vital que pueda aclarar al pueblo el objetivo de mi acto, las circunstancias...

La pesada respiración de al lado me distrae. Le echo una mirada al coronel. Sus ojos están cerrados, de su boca entreabierta mana la respiración pausada del sueño profundo. Un atisbo de consternación surca el gesto del joven abogado. Se incorpora con una sonrisa de disculpa.

—Está fatigado, coronel. El ambiente está muy viciado.

—Vayámonos —contesta el coronel.

Regreso deprimido a la celda. El viejo abogado... ¡qué poco le interesaron mis explicaciones! ¡Se quedó dormido! Pero si es una cuestión de vida o muerte, ¡está en juego el bienestar del mundo! Estaba tan contento de poder elucidar mis motivos a unos americanos inteligentes... ¡y se quedó dormido! También el joven abogado resulta repugnante, con sus aires de pena complaciente hacia alguien que «tendría un necio como cliente», tal y como describió mi decisión de llevar mi propio caso. Es posible que lo juzgue como un decisión suicida. Tal vez lo sea, en lo tocante a las consecuencias. Pero la duración de la condena no me importa un ápice: de todos modos moriré pronto. Mi explicación es lo único que importa ahora. ¡Y ese hombre se quedó dormido! Es posible que me considere un criminal. Pero ¿qué puedo esperar de un abogado cuando ni siquiera un trabajador del acero pudo comprender mi acto? Tampoco Most...

El nombre me hace recordar las cartas que el guardia me entregó durante la entrevista. Son tres, ¡y una me la envía la Muchacha! ¡Por fin! ¿Por qué no me escribió antes? Seguro que han retenido la carta en la oficina. Sí, el matasellos es de la semana pasada. Seguro que me contará algo de Most... pero, ¿de qué servirá? Ya no me cabe duda, lo pude ver perfectamente en los ojos de Nold. Estaba en lo cierto. Pero antes tengo que leer lo que me escribe...

¡En cada frase se respira su devoción por la causa! Es la auténtica revolucionaria rusa. Su carta rezuma el disgusto por la actitud de Most y sus lugartenientes en los círculos anarquistas alemanes y judíos, pero también me trasmite palabras de admiración y apoyo en el confinamiento. Menciona las dificultades económicas por las que está pasando la pequeña comuna formada por Fedya, ella y un par de camaradas más, y concluye con el comentario de que, por fortuna, no necesito dinero para mi defensa o los abogados.

¡Muchacha tenaz! Ella y Fedya son, a la postre, los únicos revolucionarios auténticos que conozco en nuestras filas. Todos los demás tienen alguna flaqueza. No podría confiar en ellos. Los camaradas alemanes... son pesados, flemáticos, carecen del entusiasmo de Rusia. Me pregunto cómo lograron siquiera alumbrar alguien como Reinsdorf. Bueno, él es una excepción. Nada cabe esperarse del movimiento alemán, excepción hecha tal vez de los autonomistas. Pero no son más que un puñado, del todo insignificante, que sobrevive gracias a la disputa entre Most y Peukert. También este último, y la vida entera de su círculo, tienen como principal objetivo su rehabilitación personal. No me extraña, desde luego. Se cometió una terrible injusticia con él.13 Es reseñable que las acusaciones falsas no terminasen relegándolo a la oscuridad. Se advierte una gran perseverancia, diría más, una audacia moral en absoluto menospreciable en su supervivencia en el seno del movimiento. Eso fue precisamente lo que suscitó mi interés por él. La explicación de Most, llena de amargas invectivas, traslucía una aversión personal. ¡Causé una gran sensación en la primera conferencia anarquista judía al exigir que se investigarán las imputaciones contra Peukert! No se pudieron sustanciar las acusaciones en absoluto. Pero los acólitos de Most no se convencieron, cegados como estaban por la ultrajante elocuencia de Most. Y ahora... ahora... le seguirán de nuevo, a ciegas. De buen seguro no osarán manifestarse abiertamente contra mi acto, no los camaradas judíos, al menos. Después de todo, el fuego de Rusia todavía arde en sus corazones. Pero la actitud de Most hacia mí les influirá: empañará su entusiasmo, y así afectará a la propaganda. La responsabilidad de suscitar agitación a partir de mi acto recaerá con todo su peso sobre los hombros de la Muchacha. Será como un soldado solo en el campo de batalla. Lo dará todo de sí, estoy seguro. Pero estará sola. Fedya también me será leal. ¿Pero qué puede hacer él? No es un orador. No lo es él ni nadie más en el círculo de la comuna. ¿Y Most? Tuvimos todos un trato tan íntimo... Es su maldita envidia, y también su cobardía. Sí, sobre todo la cobardía... porque ahora ya no tiene motivos para estar celoso de mí. Acaba de salir de la cárcel... seguro que le dio un ataque de terror. ¡El alfeñique! Minimizará los efectos de mi acto, tal vez logre incluso atajar su influencia propagandística... Ahora estoy solo, si no fuera por la Muchacha, lo estaría del todo. Siempre ha sido así. ¿Acaso no lo estuvo «él», mi bienamado y «desconocido» Grinevitzky? ¿Acaso no estuvo aislado y fue despreciado por sus camaradas? Pero su bomba... cómo tronó su bomba...

Entonces no era más que un niño. Veamos... fue en 1881. Tenía unos once años. La clase se estaba reuniendo tras el receso del mediodía. Justo acababa de tomar asiento, cuando el profesor me llamó. Su largo puntero perfilaba como una bailarina una imaginativa silueta sobre el mapa gigantesco de Rusia.

—¿Qué provincia es ésta? —me preguntó.

—Astracán.

—Mencione sus principales productos.

¿Productos? el nombre de Chernishevsky cruzó mi mente. Estaba en Astracán, eso es lo que le había oído comentar a Maxim con mamá durante la cena.

—Nihilistas —le espeté.

Se oyeron algunas risas ahogadas, otros niños se rieron abiertamente. El maestro se puso lívido. Golpeó el suelo violentamente con el puntero, astillando el extremo afilado. De repente, se oyó un estruendo. Uno... dos... Los cristales de las ventanas cayeron sobre los pupitres con un pavoroso estrépito, el suelo tembló bajo nuestros pies. Se hizo el silencio en la clase. Lívido, el profesor dio un paso hacia la ventana, pero enseguida dio media vuelta y salió de la clase a toda prisa. Los alumnos le seguimos a la carrera. Me asombró la atmósfera de miedo y sospecha que se había adueñado de las calles. En casa, todos hablaban en voz baja. Padre miraba a madre con severidad, lleno de reproche, y Maxim nunca había estado tan callado, aunque tenía una expresión radiante y en su mirada se apreciaba un brillo insólito. Por la noche, los dos solos en la habitación, se precipitó hasta mi cama, se arrodilló, y me abrazó y besó, lloraba y me besaba. Aquel frenesí me asustó. «¿Qué ocurre, Maximotchka?», musité, con dulzura. Echó a correr por la habitación, besándome y murmurando: «¡Gloriosa victoria! ¡Victoria!»

Entre sollozos y haciéndome jurar que guardaría el secreto, me susurró unas palabras pavorosas, llenas de misterio: «La voluntad del pueblo... Depuesto el tirano... Rusia libre...»

XIII

Durante la noche me embarga la sensación de soledad. La vida queda tan lejos, tan atroz resulta su lejanía... siento que me ha abandonado en este desierto de silencio. El remoto resoplido de las máquinas de vapor, el chirrido de las sirenas en el río... agravan mi soledad. Y sin embargo me parece tan próxima esta vida monstruosa, enorme, palpitante de vitalidad, entregada a sus trabajos acostumbrados. ¡Cómo pude permitir que me arrojaran a esta oscuridad! Como una chispa que las llamas y el humo escupieran del horno para entregarla a las tinieblas de la noche...

¡El monstruo! Sus ojos son implacables, vigilan cada puerta a la vida. Acechan cada aproximación, no sea que regrese a la vida, y conmigo los demás presos. Pobres desventurados, ¡cómo aumenta su impaciencia y nerviosismo a medida que se acerca el día del juicio! En sus ojos se adivina una mirada atormentada, en sus rostros demacrados se observa la inquietud. Caminan con debilidad, inseguros, consumidos por los largos días de espera. Sólo Negrito, el joven de color, conserva la alegría. Pero a menudo echo de menos la amplia sonrisa en su rostro bondadoso. Estoy seguro de que sus ojos estaban empañados cuando los tres italianos regresaron del tribunal esta mañana. Los condenaron a muerte. Joe, un chaval de dieciocho años, regresó a la celda con paso firme. Su hermano Pasquale pasó por delante de nosotros con la cara escondida entre las manos, llorando en silencio. Pero el viejo, el padre... mientras pasaba por el corredor lo vimos detenerse de golpe. Por un instante pareció perder el equilibrio, luego se cayó hacia delante, su cabeza se golpeó contra la barandilla y su cuerpo cayó inánime al suelo. Los guardias lo llevaron a rastras escaleras arriba sujetándolo por los brazos, sus piernas batían la piedra con un ruido sordo, el fresco carmesí se extendía por el pelo cano, un sopor vidrioso se adueñaba de sus ojos. De repente se puso en pie. Levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y gritó con la voz rota, angustiado:

—¡Oh, Santa María! Sio innocente, inno...

El guardia empuñó la porra. El viejo se tambaleó y cayó.

—¡Preparados! ¡Al corredor de la muerte! —gritó el alcaide.

—¡In-no-cente, corredor de la muerte! —retumbó el eco burlón bajo el techo.

El viejo me quita el sueño estos días. Oigo el grito agonizante, su negra desesperación me hiela el tuétano. La hora de ejercicio se ha vuelto insufrible. Los presos me desesperan: todos están obsesionados con sus casos. La monotonía amortiguada de la rutina carcelaria se vuelve cada vez más insoportable. La crueldad y la brutalidad constantes resultan desgarradoras. Ojalá se hubiera acabado todo. La incertidumbre sobre el día de mi juicio es una tortura sin tregua. Llevo ya casi dos meses esperando. Tengo preparado el discurso que leeré ante el tribunal. Podría morir ahora, pero eliminarían mi explicación, logrando así que el pueblo no conociese mi objetivo y mi propósito. Se lo debo a la causa —y a los verdaderos camaradas—, no puedo abandonar la escena hasta que se celebre el juicio. Nada más me une a la vida. Con el discurso, mis oportunidades de hacer propaganda se habrán agotado. La muerte, el suicidio, es la única conclusión lógica y posible. Sí, sé que es obvio. Con que sólo conociera el día de mi juicio... ése será mi último día. El pobre viejo italiano... él y sus hijos al menos saben cuándo morirán. Cuentan cada día, cada hora les aproxima al final. Los ahorcarán aquí, en el patio de la cárcel. Acaso dieron muerte porque no les quedaba otro remedio, acaso mataron llevados por la pasión. El sheriff, sin embargo, los asesinará a sangre fría. ¡La ley de la paz y el orden!

A mí no me colgarán... y sin embargo me siento como si estuviera muerto. Mi vida ha tocado a su fin, sólo queda cumplir con el último rito. Y luego... bueno, seguro que encuentro una manera. Cuando haya terminado el juicio, me devolverán a la celda. La cuchara es de latón: la afilaré contra el suelo de piedra, muy silenciosamente, de noche...

—¡Número seis, al tribunal! ¡Número seis!

¿El celador ha llamado al número seis? ¿Quién hay en la celda seis? ¡Pero si es mi celda! Siento un sudor frío deslizándose por mi espalda. Mi corazón late con furia, me tiemblan las manos cuando me lanzo a por el periódico. Paso las páginas nervioso. Tiene que haber un error: mi nombre no aparece todavía en la columna donde viene el calendario de juicios. La lista se publica los lunes... ¡pero si éste es el periódico del sábado... ayer tuvimos servicio religioso, hoy tiene que ser lunes. ¡Oh, qué desastre! Hoy no me dieron el periódico, y es lunes... sí, es lunes...

La sombra cae a través de mi puerta. Oigo el clic de la cerradura.

—¡Dése prisa, al tribunal!

10. Puente en ruso.

11. El edificio donde se encontraban las oficinas de la Carnegie Company.

12. Una dirección de correo falsa para ocultar la identidad del remitente.

13. Joseph Peukert, líder de los autonomistas y rival de John Most. Fue acusado al parecer injustamente de traicionar a su camarada John Neve en Bélgica en 1885. Éste último pasó diez años en distintas prisiones alemanas.

Memorias de un anarquista en prisión

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