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Introducción.

En defensa de un magnicidio frustrado

No nos lamentemos.

Si hubo que esperar más de medio siglo a que un editor no alemán se decidiera a publicar la obra cumbre de Max Stirner, El Único y su Propiedad, justo es que dejemos de patalear ante la escasez de textos relevantes en nuestro idioma y celebremos con entusiasmo el advenimiento de cada nueva traducción capaz de revitalizar las neuronas del más postrado.

Memorias de un anarquista en prisión, por ejemplo.

Alexander Berkman (1870 -1936) parece irremisiblemente condenado a figurar en la historia del anarquismo por su efímera asociación a un hecho que se resolvió en menos de un minuto, un 23 de julio de 1892, en las oficinas de la Carnegie Steel Company, en Pittsburgh.

Un disparo de revólver, cuatro cuchilladas en la misma dirección, y una condena de veintidós años de cárcel (resumida en catorce) es casi todo lo que sabemos de Berkman, a menos que dispongamos de una biblioteca más o menos bien pertrechada con aquel tipo de literatura propensa a ser decomisada por los grises hace tan sólo cuatro décadas.

Para otros, Berkman es aquel señor de aspecto cuasicómico (del género marxista-grouchista, podríamos decir) que aparece en algunas fotografías al lado de su incombustible cómplice y concubina, Emma Goldman, conocida en su tiempo como la mujer más peligrosa del mundo en el país de la libertad, las oportunidades y la pena de muerte.

Por supuesto, Alexander Berkman es mucho más que esto, y en tiempos recientes algunos historiadores se han ocupado de rectificar tal descuido, explicándonos toda la actividad posterior a su larga estancia en la cárcel en forma de escritos (libros, revistas y panfletos), campañas contra la intervención de Estados Unidos en la primera guerra mundial (por las cuales fue nuevamente encarcelado y finalmente deportado), labores de defensa de anarquistas encarcelados injustamente, o su compromiso en la fundación del Ferrer Center en Nueva York. Y su suicidio, con Berkman viejo, cansado y enfermo, pocas semanas antes de empezar la guerra en España.

Hablemos ahora de la propaganda por el hecho, de aquella estrategia anarquista proclamada en el congreso de Londres en 1881 por Kropotkin, Malatesta, Brousse et al. que preconizaba la revuelta permanente mediante la palabra, el escrito, el puñal, el fusil, la dinamita... todo cuanto sea ilegal nos sirve.

Sabemos que tan poética formulación desató a lo largo de varias décadas una furiosa campaña regicida y dinamitera en todos los

países civilizados, haciendo notorios los nombres de Ravachol, Henry, Vaillant, Luccheni, Czolgosz o Bresci, entre otros, cuyos actos individuales de venganza política poco tuvieron que ver con los preceptos originales, que en realidad abogaban por la insurrección colectiva o, cuando menos, defendían acciones encaminadas a despertar la conciencia popular como paso previo a la revolución social.

Pocos anarquistas de acción interpretaron con propiedad la consigna, pero ninguno la entendió tan bien como Berkman, cuyo Attentat no sólo apuntaba a librar al mundo de un explotador sin escrúpulos que había contratado una tropa de sabuesos para romper una huelga (saldada con un recuento de diez cadáveres), sino especialmente a atizar la llama de la sublevación entre una población trabajadora humillada y hambrienta mediante un magnicidio justo y reivindicable.

Berkman sabía bien que, en el mejor de los casos, no iba a ser él quien recogiera los frutos de su obra. El plan incluía defender su hazaña ante el tribunal y ser enviado ad patres a la manera de los anarquistas de Chicago o los nihilistas de San Petersburgo. El mejor fertilizante para la semilla de la revolución siempre ha sido la sangre de los mártires.

Dejo a Berkman el relato de los hechos y los motivos por los que fracasó en su empresa, pero merecen ser contados algunos de los entresijos de la conspiración, que por razones obvias no podían divulgarse en 1912, y hubo que esperar a que Emma Goldman publicara sus memorias (Viviendo mi vida, 1931), donde deja claro que ella no sólo estaba al tanto de los planes de Berkman, sino que colaboró en todo momento, y si no fueron juntos a perpetrar la ejecución del atentado fue porque el primero insistió en ser la única víctima, además de Frick y, a ser posible, el insalubre estado de cosas que aquél representaba.

El primer contacto de Berkman con la propaganda ocurrió a los once años, cuando el artefacto explosivo que canceló el zarismo por unas horas tras desmembrar literalmente a Alejandro II, rompió también los cristales de la escuela de San Petersburgo donde el futuro revolucionario se hallaba en aquel mismo momento. Quizás fuera ésta la inspiración para que la subversiva pareja decidiera primero pergeñar dos bombas (una para el ensayo general, la otra para el acto de propaganda), siguiendo las instrucciones del folleto de Johann Most, The Science of Revolutionary Warfare, un recetario completo de métodos expeditivos para la liquidación social repleto de consejos para revolucionarios (manejo y manufactura de todo tipo de explosivos, materiales incendiarios, venenos y vete tú a saber qué) y amenazas a los capitalistas. Por alguna razón, el prototipo no funcionó y Berkman viajó a Pittsburgh sin más equipaje que un cú­mulo de buenas intenciones, a la espera de financiación para el proyecto magnicida. Tras varios fracasos en esta dirección (los socios capitalistas revolucionarios debían escasear, en aquella época), Emma decidió —tal como cuenta ella misma— hacer la calle por la causa, pero tampoco triunfó ahí, y los pocos dólares que pudo enviar a su camarada sólo compraron un revólver defectuoso cuyo percutor marró la segunda bala, salvando —posiblemente— la vida de Frick. Cabe pensar que si Goldman hubiera tenido más aptitudes para el oficio más antiguo del mundo, Frick no lo habría contado, pero Berkman tampoco, y esto habría sido una lástima.

La condena de Berkman significó el principio de la carrera política de Goldman, que viajó por todo el mapa de Estados Unidos defendiendo el acto revolucionario de su cómplice a la vez que protestaba por tan desmesurada condena (una semana después, Frick volvía a estar en su oficina para seguir explotando obreros), que habría sido de pocos años de no haber estado aquella bala imbuída de las doctrinas de Bakunin. Una de sus primeras actuaciones fue asistir, armada con un látigo, a una conferencia de Most —con quien había tenido algún tipo de relación sentimental en el pasado—, para recriminarle que tras haber estado predicando la bondad de la dinamita durante más de una década como único remedio para la salud de los obreros, se calmara justo a tiempo para desaprobar el acto de Berkman (en lo cual muchos historiadores han querido ver un signo de resentimiento o celos). Llegada la ocasión, Emma se levantó interpelando a Most sobre su extraña postura, y al no recibir una respuesta satisfactoria, disciplinó a su antiguo mentor con dos adustos correazos que provocaron la expulsión inmediata de la espontánea, tanto de la sala como del círculo de amigos de Most.

En cuanto a Berkman, salió de la cárcel con las mismas ideas que tenía antes de entrar, sólo que ahora más desarrolladas. De los medios propuestos por la propaganda para la revuelta permanente ya había ensayado con el puñal, el fusil y la dinamita, pero aún quedaban la palabra y el escrito, armas que esgrimió con el mismo coraje y mucha más eficacia durante el resto de su vida.

Si alguna vez existió un anarquista impecable, un ácrata como Dios manda, éste fue Berkman.

Marc Viaplana

Memorias de un anarquista en prisión

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