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5. El interrogatorio

I

El ruido metálico de las llaves se aleja y apaga, el ruido de pasos disminuye hasta desaparecer. Los agentes se han ido. Es un alivio estar solo. Las miradas insolentes y las preguntas estúpidas, las insinuaciones y las amenazas, ¡qué desagradable y tedioso resulta todo! Me domina una sensación de total indiferencia. Me tiendo en el banco de madera pegado a la pared y me duermo al instante.

Me despierto con una sensación de fatiga y de frío en el cuerpo. Todo está en silencio y a oscuras. ¿Es de noche? Palpo a ciegas, vacilante. Algo húmedo y pegajoso me roza la mejilla. Me aparto presa de un repentino temor. La celda huele a humedad y moho; el aire hediondo me da náuseas. Despacio, mi pie tienta el suelo al inclinarme hacia delante con todos mis sentidos vigilantes. Me agarro a los barrotes. El tacto del hierro me tranquiliza. Me quedo pegado a la puerta, con la boca en la estrecha abertura, me falta el aliento, respiro deprisa. Tengo calor, estoy transpirando. Mi garganta no puede estar más seca. No puedo tragar. «¡Agua! ¡Quiero agua!» La voz me asusta. ¿Soy yo quien acaba de hablar? Llega un ruido, se refuerza de galería en galería, y golpea la esquina de enfrente bajo el techo, ahora desciende penosamente, golpea en huecos lejanos, y cesa de repente.

—¡Eo! ¿Por qué te han metido?

La voz parece salir de todos los rincones del corredor a la vez. Pero me alivia. El aire ya no resulta tan asfixiante. Se respira mejor ahora. Empiezo a discernir el perfil de una hilera de celdas frente a la mía. En las puertas se distinguen formas oscuras. Los hombres que alcanzo a ver caminan inquietos como fieras enjauladas.

—¿Por qué te han metido? —oigo decir al lado—. ¿No puedes hablar, eh? Revoltoso, ya me lo figuro.

¿Por qué me han metido? ¡Ah, claro! Se trata de Frick. Bueno, no creo que permanezca aquí por mucho tiempo. Pronto me sacarán... me pondrán contra la pared, acaso una pared mohosa como ésta. Me vendarán los ojos, y entonces los soldados... No, me van a colgar. Bien, por fuerza estaré contento cuando me saquen de aquí. Tengo la boca tan seca. Me estoy asfixiando...

El recto hierro de los barrotes de la puerta se desvanece y se funde en una sola línea, se encaja transversalmente entre la parte superior de la puerta y el quicio. Parece un cadalso y hay un hombre que clava la barra en el suelo. La deja contra la pared con cuidado y recoge una pala. Ahora mete un pie en el agujero. ¡Es el carpintero! Él fue quien me golpeó la cabeza. Y además por la espalda, el cobarde. Si por lo menos supiera qué ha conseguido con ello. Él forma parte del pueblo: tenemos que ir con el pueblo, ilustrarlo. Ojalá mire hacia arriba... No sabe quiénes son sus verdaderos amigos. Parece un campesino ruso, con su espalda ancha. ¡Qué brazos tan peludos tiene! Bastaría con que mirase para arriba. Ahora hunde la barra en el suelo, está pegándole patadas al suelo. Cuando se dé la vuelta, lograré que me vea. ¡Ay, no ha mirado! Sigue con la mirada clavada en el suelo. Exactamente como un mujik. Ahora da unos pasos hacia atrás y juzga su obra con una mirada crítica. Parece satisfecho. La barra horizontal parece demasiado larga, desproporcionada. Espero que no se rompa. Recuerdo la impresión que tuve cuando mi hermano me mostró una ilustración en la que podía verse a un hombre colgado de la rama de un árbol. Bajo la imagen se leía: La ejecución de Stenka Razin. «¿No se rompió la rama?», pregunté. «No, Sasha», me respondió madre. «Stenka... entonces no debía pesar nada», y me sorprendió la extraña mirada que madre intercambió con Maxim. Pero me sonrió con tristeza y no me lo explicó. Entonces se volvió para mi hermano: «Maxim, no debes enseñarle estas ilustraciones a Sashenka. Es demasiado joven.» «No lo bastante joven, mamotchka, para saber que Stenka fue un gran hombre» «¿Qué?», gritó enfurecido padre, «Era un asesino, un vulgar alborotador». Pero madre y Maxim defendieron valientemente a Stenka, y yo estaba indignado con padre, que dio por terminada la discusión despóticamente: «¡Ni una palabra más! No quiero saber nada más de este campesino criminal». La insólita disparidad de opiniones me dejó perplejo. Cualquiera podría distinguir a un asesino de un hombre de bien. ¿Por qué no se ponían de acuerdo? Seguro que fue un hombre bueno, resolví a la postre. Madre no lloraría por un asesino ahorcado: vi cómo nos ocultaba sus lágrimas cuando miró la ilustración. Sí, Stenka Razin tenía que ser un hombre justo. Lloré aquella injusticia indescriptible hasta que me quedé dormido, no sin preguntarme cómo «les» iba a perdonar algún día la muerte del buen Stenka, y por qué aquella rama que parecía tan frágil no se rompió con su peso. El cadalso que me prepararán tal vez se rompa con el mío. Me colgarán como a un Stenka, y acaso un niño, algún día, vea la fotografía —y me llamarán asesino— y sólo unos pocos conocerán la verdad... y la imagen me mostrará colgando de... No, ¡no voy a permitir que me ahorquen!

Mi mano se cuela bajo la solapa de mi abrigo y me invade una profunda sensación de placer al comprobar que el cartucho de nitroglicerina está a salvo en el interior del forro. Me río del carpintero imaginario. ¡Preparativos inútiles! Ya me preparé yo para la hora. No, no me colgarán. Mi mano acaricia el tubo largo y estrecho. ¡Adelante! Preparad vuestras horcas. Vaya, el hombre se está poniendo el abrigo. ¿Ya ha terminado? Ahora se vuelve... Me mira a los ojos. ¡Pero si es Frick! ¿Está vivo?

Me arde el cerebro. Aprieto la cabeza contra los barrotes y gruño con fuerza. ¿Vivo? ¿He fracasado? ¿Fracasado?

II

Unos pasos pesados se acercan. El ruido metálico de las llaves se vuelve cada vez más nítido. Debo serenarme. No puedo permitir que estos ojos burlones y nada amistosos presencien mi desesperación. Podrían aplacar esta terrible incertidumbre, pero será mejor que aparente indiferencia.

¿Me apetecería «almorzar con el jefe»? Digo que no y pido un vaso de agua. Desde luego, pero el jefe quiere verme primero. Flanqueado por dos policías, avanzo por unos corredores sinuosos y finalmente subo a la oficina del jefe. Mi cabeza no para de urdir planes de fuga mientras observo cuidadosamente todo lo que me rodea. Estoy en una habitación enorme y bien amueblada. Las ventanas, cubiertas por pesados cortinajes, fueron construidas a una distancia inusualmente grande del suelo. Una reja de latón me separa del secreter donde trabaja concentrado en algunos papeles un hombre de mediana edad y aspecto claramente irlandés.

—Buenos días —me saluda cordialmente—. Tome asiento —dice, señalándome una silla en el interior de la reja—. Tengo entendido que ha pedido agua, ¿verdad?

—Sí.

—Unas pocas preguntas primero. Nada importante. Su historial, ¿sabe? Sólo una formalidad. Respóndame con franqueza y tendrá cuanto desee.

Su actitud resulta educada, casi amistosa.

—Ahora dígame señor Berkman, ¿cómo se llama usted? Me refiero a su verdadero nombre.

—Ése es mi nombre real.

—¿Significa eso que en la tarjeta que le hizo llegar al señor Frick venía su nombre real?

—Le di mi nombre real.

—¿Y es usted representante comercial de una agencia de trabajo de Nueva York?

—No.

—Eso es lo que decía su tarjeta.

—Lo escribí para poder entrevistarme con Frick.

—¿Y dio el nombre «Alexander Berkman» para lograrlo?

—No. Di mi nombre real. Pasase lo que pasase, no quería que nadie más fuese acusado.

—¿Es usted un huelguista de Homestead?

—No.

—¿Por qué atacó al señor Frick?

—Es un enemigo del pueblo.

—¿Tiene usted alguna cuenta pendiente con el señor Frick?

—No. Lo considero un enemigo del pueblo.

—¿De dónde viene?

—De la celda de la comisaría.

—Venga, señor Berkman, puede ser franco conmigo. No tengo nada contra usted. Le daré una celda bonita y confortable. La otra...

—Peor que una prisión rusa —le interrumpo enojado.

—¿Cuántos años de condena cumplió?

—¿Dónde?

—En la prisión rusa.

—Nunca antes había pisado una celda.

—Por favor, señor Berkman, dígame la verdad.

Le hace un gesto al agente que se encuentra detrás de mi silla. Corren las cortinas de las ventanas y me veo expuesto al resplandor cegador del día. Mi mirada busca el reloj de la pared. El horario está cerca del cinco. El calendario del escritorio indica el sábado, 23 de julio. ¿Han pasado sólo tres horas desde que me arrestaron? El tiempo pasaba tan despacio en la celda...

—Puede ser franco conmigo —dice el interrogador—. Sé sobre usted mucho más de lo que se imagina. Tenemos a su amigo Rak-metov.

Apenas consigo reprimir la sonrisa ante la estupidez de este intento de trampa. En el registro del hotel donde pasé la primera noche en Pittsburgh, firmé con el nombre de «Rajmetov», el heroico protagonista de la célebre novela de Chernishevski.

—Sí, tenemos a su amigo, y lo sabemos todo sobre usted.

—Entonces, ¿por qué me preguntan?

—No intente pasarse de listo. Responda a mis preguntas, ¿me oye?

Su actitud ha cambiado de repente. Su tono es amenazador.

—Ahora, respóndame. ¿Dónde vive?

—Déme un poco de agua. No puedo hablar con la boca seca.

—Por supuesto, faltaría más —responde, persuasivamente—. Podrá beber. ¿Qué prefiere, whisky o cerveza?

—Nunca bebo whisky, y cerveza muy de vez en cuando. Quiero agua.

—Muy bien, la tendrá en cuanto terminemos. No nos haga perder el tiempo. ¿Quiénes son sus amigos?

—Déme algo de beber.

—Cuanto antes terminemos, antes podrá beber. Además, tengo preparada una bonita celda para usted. Quiero que seamos amigos, señor Berkman. Tráteme bien, y cuidaré de usted. Ahora, dígame, ¿dónde se alojó en Pittsburgh?

—No tengo nada más que decirle.

—Respóndame o le haré...

Su cara está lívida de ira. Salta de la silla con los puños cerrados, pero consigue controlarse en un instante y me dice con una sonrisa tranquilizadora:

—Venga, sea sensato, señor Berkman. Parece un hombre inteligente. ¿Por qué no habla con sensatez?

—¿Qué desea saber?

—¿Quién le acompañó a la oficina del señor Frick?

Harto de la comedia, me levanto con estas palabras.

—Vine a Pittsburgh solo. Me alojé en el hotel Merchant’s, frente a las cocheras de la Baltimore y Ohio. Firmé en el libro del hotel con el nombre de Rajmetov. Es un nombre ficticio. Mi nombre real es Alexander Berkman. Fui solo a la oficina de Frick. No tuve cómplices. No tengo nada más que decirle.

—Estupendo, muy bien. Vuelva a sentarse, señor Berkman. No tenemos ninguna prisa. Tome asiento. Tanto puede estar aquí como en la celda; aquí es más agradable. Pero dispondré que le preparen otra celda. Sólo dígame, ¿dónde vive en Nueva York?

—Le he dicho todo lo que tenía que decirle.

—Venga, no sea tozudo. ¿Quiénes son sus amigos?

—No diré ni una palabra más.

—¡Al diablo!, tendrá tiempo de pensarlo mejor. Oficiales, llévenselo. La misma celda.

Durante los tres días siguientes, la escena se repite con nuevos interrogadores mañana y tarde. Me sonsacan y me amenazan, alternan zalamerías y ataques de furia. No me inmuto. Aun así, siguen sin dejarme beber y la sed empeora con la comida salada que me dan. Me consume, me tortura y me quema las tripas a lo largo de las noches en vela sobre el duro banco de madera. El aire hediondo de la celda resulta asfixiante. El silencio de la tumba me atormenta; mi alma se halla en una agonía de incertidumbre.

Memorias de un anarquista en prisión

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