Читать книгу Margen de error - Berna González Harbour - Страница 10
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ОглавлениеYa era tarde cuando María y Martín pasaron de largo frente a la Jefatura Superior, ese lugar donde antes o después todos debían rendir cuentas. Asuntos Internos estaba ahí, con ilimitadas competencias en todas las comisarías de Madrid, y la consulta de Psicología Clínica en la que María había prestado en el pasado servicios que prefería olvidar, también. Mal iluminado, grande y demasiado solemne, el edificio destacaba sin gran encaje en un barrio fronterizo entre las casas bajas que se habían ido añadiendo de forma caótica a una zona de Madrid que un día fue rural, y las nuevas urbanizaciones con piscina que intentaban maquillar la zona con un toque de organización. No había sido intencionado, pero el camino entre la casa de madame García-Lotusse, en el entorno del barrio del Pilar, y la calle Ríos Rosas, que albergaba el único concesionario de Aston Martin de la ciudad, les había llevado por allí.
—¿Has conocido al nuevo jefe superior? —preguntó, imprecisa, María.
—Vino a saludarnos —respondió, parco, Martín.
—¿Todo bien?
—Claro. Todo bien.
Ni había ni querían la confianza necesaria entre jefa y subordinado para abordar estos asuntos, pero ambos sabían de qué estaban hablando, o de qué estaban callando.
—Y tú, ¿le has conocido ya? —se atrevió Martín.
—En su nuevo puesto, no.
Tras unas elecciones conflictivas habían rodado cabezas en todos los ministerios y, como era previsible, en la Policía también. Era lo habitual. Nuevo gobierno implicaba nuevos altos cargos. Pero el jefe superior que estrenaba Madrid no era solo otro mando eficaz con otras fidelidades. Los más veteranos conocían de primera mano su andadura. Y María Ruiz, en virtud de sus inicios, también.
—Pues le vamos a fastidiar.
—¿Cómo dices? —se sorprendió María.
—Al encargado. Me da que le vamos a fastidiar.
Martín había llegado ya al concesionario y señalaba al distinguido dependiente que estaba a punto de echar la persiana mientras él aparcaba junto a su puerta. Sin dudarlo, activó unos segundos todos los decibelios que puso a su alcance la sirena policial mientras le miraba fijamente bajo los neones rotatorios de su coche. El encargado, asustado, pegó un bote en la acera.
—Serás macarra —le riñó María—. Había olvidado lo peliculeros que sois.
—«¿Sois?».
—Los machos con uniforme, idiota. Os falta un poco de cerebro en lugar de tanta testosterona.
El hombre, abrigado ya para salir, se había parado en la puerta con el rostro ofendido. Otros viandantes también se habían vuelto al escuchar la estridente alarma policial. María se apresuró a alcanzarle.
—Disculpe a mi compañero. ¿Podemos hablar?
—Creía que hoy la policía se presentaba con mejores modales. ¿En qué les puedo ayudar?
—Pasemos adentro, si no le importa. Soy la comisaria Ruiz. ¿Y usted es...?
—Emilio Menéndez, desde 1978 representante de Jaguar y Aston Martin en Madrid. Adelante.
Los tres entraron. Cuatro modelos relucientes se hallaban situados en el interior del local con el morro apuntando a la salida. Aparentaban tener aún más ansias de calle que el veterano Menéndez. Grandes, sofisticados, vistosos, parecían estar vivos. Los viandantes que no se habían perdido la escena se acercaron para admirar su brillo desde fuera sin rastro de disimulo.
—Díganme. —Emilio Menéndez hablaba con la cabeza alta, intentando mostrar distinción una vez superado el susto. El chaquetón azul marino de Burberrys con los cuellos marrones alzados le ayudaba.
—Investigamos a un hombre que acababa de comprar un Aston Martin —arrancó María—. De color...
—Amarillo y descapotable —atajó el hombre, que ante la mirada sorprendida de los dos agentes, explicó—: Comprenderán que no vendemos uno todos los días.
—¿Qué nos puede decir de él?
—Nada especial —dijo sin ocultar su desdén—. Un hombre común.
—«¿Común?». ¿Qué quiere decir?
—Que hoy ya nada es como antes, eso quiero decir. Cualquier pelagatos se compra un descapotable sin apreciar lo que tiene entre manos —remachó en tono despectivo.
—¿Le importaría describirlo?
El hombre se anudó la bufanda de cachemira que le había quedado colgando y pareció buscar en silencio las palabras adecuadas, pero no dijo más. Se limitó a abrir un archivador que había en su mesa y a hojear los papeles de su interior. En el reino del motor de lujo, la información aún se guardaba en carpetas de cartón y goma.
—Mi padre quiere decir que era un hombre muy vulgar. —María y Martín se volvieron. Una joven alta y elegante, con un traje negro ceñido y una melena negra plenamente domesticada les había hablado desde atrás. Tenía el abrigo en el brazo y también parecía dispuesta a salir.
—¿Vulgar? —la animó a seguir María.
—Sí, pero con dinero.
—¿Les sorprendió? —continuó María.
—Tenemos por norma no sorprendernos de nada —volvió a hablar el padre.
—Lo tomaré como un sí.
—Digamos que no se trataba del tipo habitual o que solía ser habitual por aquí —aseguró la mujer, mientras señalaba un escenario que incluía a su propio padre—. Antes todo era previsible. Pero hoy nos hemos acostumbrado a ver famosos con la ropa y las joyas más despampanantes que simulan elegir un modelo, que se marchan con cualquier excusa y que sabemos que no volverán porque no tienen un duro; empresarios con chófer y asistente que firman talones sin fondos; nuevos ricos que dan una entrada pero que no pagan los plazos siguientes. Tal vez pensábamos que este señor encajaba en este perfil, pero no.
—¿Cómo pagó?
—Doscientos cinco mil novecientos euros exactos. En un solo plazo —respondió el padre, mientras tendía a María la ficha del cliente que al fin había hallado en su archivo.
Martín guiñó un ojo a María con la satisfacción en el rostro. Doscientos cinco mil novecientos euros era exactamente lo que él había dicho que costaba el bólido. Con la conciencia de un público que ahora incluía a esa mujer tan estupenda, siguió.
—Chasis de aluminio y magnesio, luces bixenón, motor de cuarenta y ocho válvulas, aceleración a cien kilómetros por hora en cuatro con seis segundos, máxima autonomía y transmisión de fibra de carbono. ¿Me equivoco? —Martín miraba fijamente a la mujer con aire de conquistador, y María a él con ganas de cometer un asesinato fulminante. El pavo real no perdía ocasión de exhibir sus plumas.
—En realidad, la autonomía fue lo único que le interesó —le cortó ella.
—«¿La autonomía?» —se decepcionó Martín.
—No cejó hasta confirmar que este modelo puede recorrer mil doscientos kilómetros sin repostar.
—Curioso —dijo María—. Muy curioso.
—¿Por? —preguntaron los tres.
—Porque trabajaba en Pétrole de France. —María leía la ficha del cliente—. Resulta curioso que un trabajador de la mayor red de gasolineras de Europa tenga reparos en parar a repostar. ¿Recuerdan algún detalle más?
—No —dijo el padre.
—Sí. Hay algo más. —Los tres miraron a su hija—. Su acompañante.
—¿No estaba solo?
—La primera vez, sí. Pero la segunda y última vino con una mujer, la señora o señorita... ¿cómo dijo que se llamaba?
—No la presentó. —El padre movía la cabeza de un lado a otro—. Ahora cualquiera se compra un coche sin educación.
—Disculpen a mi padre. Le gustan los modales —dijo la hija—. Y los apellidos.
—¿Qué aspecto tenía?
—Ni idea. Llevaba un abrigo largo de piel, un pañuelo en la cabeza y grandes gafas de sol. Soy incapaz de decirle nada más.
—No es poco lo que nos han dicho —agradeció María tendiéndoles su tarjeta—. Llámennos si recuerdan algo más. Y sepan que este hombre ha muerto en extrañas circunstancias.
—«¿Muerto?». —El encargado del concesionario no ocultó un gesto de altivez. Puede que tuvieran por norma no sorprenderse de nada, que se hubieran acostumbrado a cerrar los ojos ante clientes de dudosa procedencia que entregaban gruesos fajos de billetes para llevarse el último modelo o que incluso hubieran atendido requerimientos policiales ante sospechas de dinero negro en ocasiones. Puede que el mundo entero se hubiera vuelto loco. Pero un muerto... Entre las fichas de clientes que amasaba y rellenaba con pulcritud, esto no lo había escrito jamás. Y eran muchas las historias que coleccionaba en su archivo.
Sabía muy bien de qué se trataba. Unos desalmados te metían velozmente en un capó, te trasladaban a un garaje abandonado situado a no muchos kilómetros, y allí un par de bestias te zurraban si llorabas o intentabas escapar, te arrojaban un bocadillo seco de cuando en cuando y en dos, cuatro o quince días, a veces meses, todo lo que tardara la familia en aflojar lo acordado, volvías a ver el sol, aunque fuera desde una cuneta sin identificar y con llagas en las muñecas. Después venían las curas, las cicatrices, las visitas al psicólogo, las pesadillas, las secuelas. Lo había visto ya más veces de las deseadas, lo había escrito y hasta había mantenido contacto con algún empresario víctima de un secuestro exprés, quien, cosa rara, le supo encontrar la fibra sensible que —decían— también él tenía en algún lugar.
Había visto todo eso y también muchos tatuajes, dientes de oro y grandes medallas de la Virgen en los escasos culpables cazados, generalmente colombianos, también rumanos y españoles. Muertos de hambre o con el mono que hacían el trabajo sucio para mafias escondidas tras haber importado un delito antes desconocido en España. Lo había visto.
Pero lo que nunca había visto es que la persona arrojada a ese capó maloliente y oscuro fuera una niña, una pequeña de solo cinco años a la que los dientes de leche aún le otorgaban el aspecto de una vida incipiente sin amenazas destacables a la vista.
—Se la han llevado, Luna —le dijo al fin la voz entrecortada de su madre al llegar a Toledo—. Se han llevado a mi niña, a Carla.
Carla Giménez de la Vega, de cinco años, había salido del colegio sonriente con una mochila de Bob Esponja colgada a la espalda, el bocadillo que le había hecho su madre seguramente aplastado y sin terminar, sus dos trenzas aún impecables, y corría al encuentro de su cuidadora cuando un coche oscuro frenó a su lado y de él se bajó un hombre rubio, que la agarró como a una pluma y la lanzó a la parte de atrás. Otro hombre debía de estar al volante, pero nadie lo vio. Todo sucedió en décimas de segundo y a Gloria, peruana, apenas si le había dado tiempo de ver el asombro en su pequeño rostro. Una ambulancia había tenido que atenderla de un ataque de ansiedad, del que ahora convalecía atiborrada de pastillas hasta las orejas.
—¿Matrícula?
Presa de la angustia, Gloria no había sido capaz de distinguir nada y otros padres que recogían a sus hijos habían aportado datos insuficientes: «Y. Terminaba en Y griega», aseguró uno de ellos. «XYY», dijo una madre. «No, era XXY», según otra versión. XMY. XLY... Las combinaciones eran tantas como los testigos despistados. ¿Y los números? «Había un 8». «Había un 7». «Había dos 8». «No, solo había uno». «Era un 3». ¿Y el modelo? «Era negro». «Era azul oscuro». «Era gris». ¿Marca? Silencio. Nadie lo sabía.
Todo había ocurrido tan rápido a la salida del colegio que la mayoría de los adultos solo se enteraron cuando Gloria comenzó a gritar desesperada. Y el rugido de las ruedas al acelerar y girar en la curva más próxima era el único recuerdo común entre la masa de padres y cuidadoras atónitos.
Luna sabía de qué se trataba. Por ello había saludado con desgana a los agentes arremolinados ante el colegio, había echado un vistazo, había hablado con algún testigo que le resumió la situación y ahora, discretamente, empezaba a retirarse del escenario del crimen.
—¿Qué pasa, Luna? —le gritó uno de los agentes—. ¿No nos acompañas en el caso?
—Ya lo sabes. Estoy prejubilado —respondió, sin apenas volverse ni detener su marcha.
—Prejubilado. Claro —musitó el agente para sí—. Y yo me chupo el dedo.
Luna no se detuvo. Les apreciaba, cómo no, después de décadas conocía a casi todos ellos. Pero había investigado los suficientes secuestros como para saber que, si estás al otro lado de la barrera, al lado de la familia, es mejor tenerles lejos.
—¿Les dejas plantados? ¿No crees que nos puedan ayudar? —le preguntó Pascual, que intentaba darle alcance.
—Esta vez no.
—Sin ellos no podremos, Luna.
Luna no contestó. Tras amasar la escasa información disponible, se daba prisa para regresar a la casa de su amiga, donde, si no le engañaba su olfato, el secuestrador debía de estar llamando ya.
—¿Querías impresionar a la chica? —rio María al salir. Sin dudarlo se había puesto al volante, mejor no dejar los mandos al impulsivo Martín.
—¿Se me notó mucho? —preguntó él, sonrojado—. Qué buena estaba, perdona...
—Había olvidado lo gañán que puedes llegar a ser.
María hablaba divertida. No era cierto que hubiera olvidado cómo era ninguno de sus hombres y menos Martín, un joven alegre, sin aristas, eficaz, un chico listo de Orcasitas y además amigo de Tomás, informático de la Tecnológica y único ser capaz de hacerle temblar el pulso. Pero era más previsible que un cubito de hielo en pleno verano. Le gustaban las chicas y le gustaban los coches, a ser posible todo bien dotado y bien mullido, así que ¿qué se podía esperar de él en un concesionario de lujo a la vista de una mujer estupenda?
—¿Gañán?
—Pues eso, demasiada testosterona y poco intelecto. ¿Me quieres decir qué es lo último que has leído además de informes sobre coches?
—Sí. Las noticias sobre Pétrole de France.
—¿Sobre Pétrole de France? —María se sorprendió.
—Sí. Sobre Pétrole de France. —Era mentira. No había leído nada ni por casualidad, pero había oído la radio esa mañana y resultaba que, por una vez, iba a colar.
—¿A qué te refieres?
—A la cadena de suicidios. ¿No te has enterado?
—Dispara.
—Decenas de trabajadores de Pétrole de France se han suicidado. Se ha abierto una investigación.
—¿Razón?
—No lo decían.
—«¿Decían?».
—Bueno, no lo escribían...
—Martín...
—Mira, compremos un periódico y lo verás —se arriesgó Martín. Al fin y al cabo, si lo habían dicho por la radio, era razonable pensar que la noticia estaba en el periódico.
Un quiosco surgió pronto a la derecha. María frenó, bajó y compró El Diario. Cómo se le había podido escapar. La última visita al médico, la hora del gimnasio, el regreso al trabajo, todo se había confabulado para que hoy no se hubiera informado. Craso error. Y ahí estaba. La noticia aparecía en primera plana: «La fiscalía investiga el suicidio en cadena de 30 trabajadores de Pétrole de France en España».
Y la firmaba un tal Luna.
Y era después de publicarse esto que se había matado Héctor García, exconserje de Pétrole de France.
María volvió al coche sin quitar la vista del periódico, con la emoción agolpándosele en el corazón. Había regresado, sí, y aquí ya nada era broma.
Hora de llamar a su amigo.