Читать книгу Margen de error - Berna González Harbour - Страница 9
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ОглавлениеNunca debió de haber aceptado el encargo.
Pero un solo telefonazo bastó, un timbrazo que repicó cuando el sol empezaba a rendirse mientras él paseaba al perro por el parque, un atardecer de domingo, y contestó, despistado.
—¿Quién es?
—Soy Coral. ¿Puedes hablar?
—Claro que sí.
Podía haber sido una llamada más para hablar del fin de semana, del gato que tenían que colocar o de la moto que iban a vender. Podía haber sido como cuando le llamó para decirle que, al fin, estaba embarazada de cuatro meses y medio, que esta vez todo iba bien y que él iba a ser el padrino de su primer varón. «¿Varón?». «Sí, es niño». «Enhorabuena a los dos, joder».
Podía haber sido todo eso o cualquier otra tontería, cualquier receta, cualquier jersey olvidado, cualquier gol del Atleti digno de comentario. Pero no. El embarazo iba bien, sobre el gato estaba todo hablado, sobre la moto también, el Atleti había perdido y el máximo plan al que podían aspirar el siguiente fin de semana era comer palomitas en el sofá ante una película durante su descanso forzoso. Así que lo que Coral disparó junto a un montón de lágrimas y unos sollozos que no intentaba contener fue:
—Ayúdanos. Gabriel está mal. Muy mal.
La primera reacción fue de evasión. Cómo iba a ayudar él a Coral y Gabriel, que lo habían conseguido todo: el embarazo, el buen trabajo, el piso. Qué tipo de ayuda podía ofrecer a la pareja perfecta, o casi perfecta, que se había mantenido a flote mientras los demás colegas de la facultad se habían tenido que buscar la vida fuera. Quién era él para ayudarles.
Pero la voz de Coral fue infinitamente más real que la del conejo de Alicia cuando la criatura de Lewis Carroll se precipita en el vacío, por más que el mundo que se abriera paso en ambos casos pareciera igual de fantasmagórico. De modo que no tuvo más remedio que creer lo que estaba oyendo.
—Gabriel se ha metido en problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—No lo sé. Por eso te estoy pidiendo ayuda.
Ayuda policial, entonces. No le gustaba. Puede que los veteranos pusieran a funcionar la máquina de los enchufes para acelerar investigaciones en marcha cuando alguien tocaba la tecla adecuada, lo había visto desde el primer día. Puede que las cosas funcionaran siempre así. Pero él jamás había pedido un favor, jamás había actuado por interés personal y jamás nadie le había pedido hacerlo. Y eso tenía una consecuencia irrenunciable: la conciencia tranquila. No había nada interesado ni turbio en su expediente y de ahí que esta llamada amenazara con romper, también, la delgada línea de la ingenuidad.
—¿Dónde estáis?
—En La Paz.
—¿En el hospital?
—En Urgencias.
Y la comunicación se cortó. Se había imaginado que la siguiente visita urgente al hospital sería para asistir al nacimiento. Pero pensar que era Gabriel quien estaba allí ingresado, su amigo, su colega, y que podía tener serios problemas era mucho peor que una carrera perseguido por los naipes animados del País de las Maravillas.
Llegó a La Paz cuando ya anochecía, hacía frío, y encontró a Coral sentada en la sala de espera abarrotada, con la mirada fija en una baldosa mal recortada y con las manos caídas a ambos lados de su barriga prominente.
—¿Dónde está Gabriel? ¿Qué ha ocurrido?
—Intoxicación.
—¿Una mala...? —Iba a mencionar la comida, pero el drama dibujado en el rostro de Coral descartaba plenamente algo fortuito, parecía caber solo lo peor.
—Una mala sobredosis.
—¿Sobredosis? —Miró a su amiga con ojos de interrogación—. Me estás vacilando.
—Paracetamoles, aspirinas, se ha tragado todo lo que había en el botiquín, hasta mis hormonas de fertilidad. Cuando me he dado cuenta, sufría convulsiones en el suelo.
—Tiene que ser un error.
Pero no era un error. El primer lavado de estómago no había sido suficiente para limpiar el organismo de Gabriel, que iba a necesitar más tratamientos de choque con carbón activado para volver a algo parecido a la vida. Aún yacía sin color rodeado de goteros bajo una vigilancia intensiva. Coral lloraba mientras su amigo la intentaba consolar, incrédulo.
—No es posible. ¿Me estás diciendo que Gabriel se ha intentado matar?
—¿Crees que yo lo puedo comprender mejor que tú? —Coral se deshizo en lágrimas, entre temblores, abrazando su barriga de vez en cuando, e intentando apartar la melena de su rostro mojado.
—Vayamos fuera, andemos un poco.
Ninguno de los dos sintió el frío en los jardines exteriores de La Paz, donde un par de filipinas ofrecía latas y bocadillos a los familiares condenados a pasar allí las horas y algún médico fumaba un cigarrillo antes de volver a Urgencias. Las torres del Real Madrid, los nuevos rascacielos que habían cambiado el perfil de la ciudad desafiando la crisis y cualquier amago de vértigo, les hacían parecer pequeños, diminutos, mientras caminaban a sus pies, pero de eso ellos tampoco se daban cuenta.
Gabriel Rey, informático joven, marido un tanto caradura, pero enamorado, buen amigo, a punto de ser padre y con una carrera asegurada, había intentado matarse. No tenía sentido. Un poco viva-la-virgen sí era, creerse un guaperas y ejercer de tal podía ser su mayor defecto, pero era buena gente, en fin.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé.
—Parecíais felices. ¿No lo sois?
—Creía que sí.
—¿Os habíais peleado?
—No.
—¿Algún lío en el trabajo?
—Nada, que yo sepa.
—Cuéntame qué ocurrió.
—Comimos en casa de mis padres, como todos los domingos. Habíamos vuelto y yo estaba mirando la ropa nueva que me han dado para el bebé cuando me di cuenta de que me faltaba algo y bajé al coche a buscarlo. Él veía la tele. Cuando regresé... —Coral rompió a llorar otra vez.
—¿Qué pasó?
—La tele estaba apagada. Seguí ordenando las cosas. Quería enseñarle los pijamas, los petos, las toallas... un montón de ropa para el niño. Le llamé y no contestaba. No le di importancia. Pero le seguí llamando. El piso es pequeño, ya sabes. Si no le veía, solo podía estar en el baño. Entré allí. Se había caído al suelo, primero pensé que era un simple accidente, entonces vi los frascos vacíos a sus pies... Si no me hubiera ido...
—No es culpa tuya, Coral. —La abrazó con sus brazos grandes, bien formados en su cuerpo equilibrado, inclinándose para contenerla entera, a ella y a su bebé, su propio ahijado.
Coral se había decantado pronto por Gabriel en la Facultad. Lista, guapa, alegre, todos los amigos habían merodeado a su alrededor por aquellos años de estudios, juergas y viajes, cuando le robaban los apuntes porque ella tenía la mejor letra, se tomaban mutuamente la lección hasta el amanecer en el piso que compartían y vivían los exámenes del otro como los suyos propios.
Gabriel y Coral tardaron en declararse, pero no porque lo suyo no estuviera claro, al menos para todos los demás. Desde primer curso hubo más que chispas entre ellos, pero él estaba demasiado ocupado ligando con todo lo que se moviera y ella se trabajó a fondo sus defensas. Le mantuvo lejos. Tuvo que llegar segundo, y tercero, y cuarto, y una gigantesca encerrona para que ambos se encontraran frente a frente mientras los demás simulaban gripes, viajes, deserciones, cualquier excusa para dejarles solos una calurosa tarde de junio, después de los exámenes finales y antes de huir en desbandada hacia sus vacaciones respectivas.
—¿No celebramos una fiesta de despedida? —había preguntado ella.
—Todos tienen compromisos —había respondido Gabriel, que al fin se había decidido a sentar cabeza—. Este año estamos solos.
Excusas. Todos se refugiaron muertos de risa en el piso de los amigos de Económicas, justo al otro lado de la calle, sin olvidar antes dejar las cortinas y persianas abiertas. Aunque no hacía demasiada falta. El calor de junio era un seguro para la visión en las casas céntricas de Madrid, donde el asfalto acumulaba de día las altas temperaturas que después administraba por la noche.
Pero aquella vez, mucho antes de lo que esperaban, tuvieron que dejar de mirar. Bastaron un par de cervezas para que esa fiesta con dos invitados se convirtiera en algo explosivo al otro lado de la calle y para que Gabriel Rey, por si acaso aún hacía falta, bajara las persianas. Ellos y toda la colección de amigos de Económicas siguieron con su particular fiesta de despedida hasta el amanecer en la casa de enfrente mientras Gabriel y Coral, en el viejo piso de estudiantes, sentaban las bases de una nueva etapa.
—¿Me vas a ayudar, Tomás?
—Dime qué quieres que haga.
—Indagar en su ordenador. Quiero saberlo todo.
—Debes llamar a la policía.
—La policía eres tú.
Los dos siguieron caminando en silencio por los jardines de La Paz, aunque ella debía parar de cuando en cuando para respirar mejor mientras se llevaba las manos a los costados. Él sabía lo que dicta el procedimiento: cualquier revisión de ordenadores requiere una denuncia y una orden judicial, lo sabía. Salvo que...
—¿Gabriel trabaja desde casa? ¿Tiene ordenador en el piso?
—Un cacharro viejo que se cuelga cada dos por tres.
—¿Conectado a la red?
—Digamos que sí.
—¿Seguro que no prefieres que me quede aquí con él? Tú debes ir a descansar.
—Él está ahí tirado como un vegetal. —Coral volvió a reprimir el llanto—. Cualquiera puede quedarse con él, pero solo tú eres capaz de investigar.
—¿Y qué esperas encontrar?
Coral se calló, la furia y el dolor contraían sus facciones a un tiempo, él insistió:
—Dime qué esperas encontrar.
—Todo iba bien, pero...
—¿Pero?
—Pensé que eran obsesiones mías...
—¿El qué?
—Cuando estás embarazada, toda mujer que se halle alrededor te hace sospechar.
—Gabriel no sería capaz, Coral. Hoy en día, no.
—¿Y acaso era capaz de entrar así en La Paz? Ya no hay nada que podamos dar por seguro.
—Dime qué sospechas.
—Había una compañera que no le dejaba en paz. Este fin de semana le frio a llamadas por el móvil, lo puedes ver aquí. —Coral le tendió el teléfono de Gabriel—. Él decía que eran llamadas de trabajo, ahora lo dudo.
Móviles y ordenadores. Era todo lo que él necesitaba para ponerse a trabajar. Cierto que no había orden judicial pero... se trataba de un amigo con problemas. No tenía por qué pasar nada por echar un simple vistazo. Ni tampoco tenía por qué enterarse nadie.
—¿Cómo se llama la chica?
—Irene.
—¿Irene qué más?
—Irene... ahora recuerdo, es un apellido imposible de olvidar. Lotusse.
—¿Lotusse?
—Sí. Irene Lotusse. Francesa o padre francés, debe de ser.
Extranjera, además. Más complicado aún. Coral se sentó agitada mientras unas voces la llamaban desde lejos. Sus padres llegaban. Él guardó el teléfono de Gabriel en el bolsillo.
—Necesitaré la llave de tu piso también.
—Aquí está.
—Coral, mi niña, ¿qué ha pasado? —La madre abrazaba a su hija y el padre a las dos. El lloro comenzó otra vez.
—La dejo en sus manos —se despidió él—. Convénzanla para que se vaya a descansar.
—Tranquilo, muchacho, nos vamos a organizar —dijo el padre.
Y agarrando en una mano las llaves de sus amigos, y en la otra las suyas propias, se fue. No iba a ser legal investigar a una francesa y ni siquiera a un amigo, pero la inocencia, como un frágil velo, había caído.