Читать книгу Margen de error - Berna González Harbour - Страница 7

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Los abdominales sí estaban en su sitio. Los bíceps no habían recuperado el tono habitual, las piernas parecían más delgadas, los glúteos mejor ni mirarlos, eran casi inexistentes, pero los abdominales... al menos esos benditos músculos habían respondido con perruna lealtad a las tablas de recuperación que le había impuesto el médico.

—Treinta flexiones por la mañana. Treinta por la tarde. Y estiramientos generales a todas las horas del día.

María se colocó de perfil ante el espejo de la sala de rehabilitación, volvió a ponerse de frente y se levantó la camiseta ajustada lo suficiente para ver cómo tersaba su estómago con firmeza y sentir la gratificación de haber cumplido, al menos, con lo que estaba en su mano. Se sentía fuerte. Los tejidos afectados se habían recuperado, la cicatriz se había ido escondiendo entre sus costillas y su silueta era impecable. En la cabeza, el cabello que le habían rapado para vigilar sus hematomas había empezado a regresar lenta, pero decididamente, a sus posiciones. Hacía días que había pasado ya ese momento ilusionante, aunque cansino, en que todos los amigos se entregaban al impulso irresistible de acariciar con la mano la alfombrilla que le brotaba en el cuero cabelludo. Cierto que aún no le había crecido la habitual melena y que solo podía presumir de un corte a lo chico, pero —qué demonios— era un corte al fin y al cabo.

María se pasó la mano, ella también, por ese flequillo recién estrenado y, por más extraño que aún le resultara, no le disgustó lo que vio.

Solo el bazo, renqueante a pesar de la carga de antibióticos, vacunas, escáneres y costuras que había sufrido en este tiempo, mantenía su rebelión. Pero el bazo era invisible a los demás y por ello nada ni nadie iba a impedir que hoy María Ruiz, comisaria ansiosa por lucir de nuevo el uniforme, se desvistiera con ganas tras la sesión de flexiones, arrojara la ropa deportiva al interior de su mochila y se sumergiera en una ducha previa a su regreso irrenunciable. Al fin.

El pantalón negro planchado, el cinturón nuevo y la camisa blanca casi refractante con los emblemas de la Policía Nacional no iban a languidecer ni un día más en el perchero. María se abrochó cada botón sin una dosis más de parsimonia, se cerró la cremallera y tuvo que buscar otro agujero para que la hebilla se ajustara a un cuerpo algo más delgado que el que resultó herido hacía ya muchos meses, en el verano pasado, en una vieja imprenta abandonada en la que había logrado atrapar a un malhechor.

—Nos vamos a trabajar —se dijo, ya vestida, ante el espejo.

Y agarrando su mochila y las llaves de la moto y mientras dirigía una sonrisa convincente a su propia imagen, salió. Miró la hora, eran las diez. Todos sus hombres debían de estar ya en la comisaría.

Para ciertos policías hay siempre algo magnético en un cadáver hallado en un parque con un tiro en la cabeza, y el que hoy reunía a Esteban y sus agentes entre dos matorrales apelmazados del Retiro, recostado sobre el suelo en posición fetal, cubierto de moscas silenciosas que ya estaban haciendo su trabajo y con un incipiente rígor mortis que había congelado una expresión temerosa en lo que quedaba de rostro, podía aspirar a una buena puntuación en la particular lista de fiambres curiosos que acumulaba cada uno en su haber.

Esteban lo miró sin agacharse y alzó el brazo derecho para frenar con el gesto a los agentes que se agolpaban sobre él. Lo observó. La nariz era grande, las orejas también; los ojos habían muerto abiertos y aún traslucían un tono apagado y claro; la boca —o lo que quedaba de ella— dejaba ver unos dientes pequeños y algo sobresalientes, como los de un ratón. Estaba bien afeitado y la calva pulida y brillante había salido asombrosamente indemne del disparo. Debía rondar los cincuenta y vestía solamente camisa y pantalón, a pesar del frío que ya amorataba los labios a los paseantes de Madrid. Más grueso que delgado, sin exagerar.

Pero por muy sugerente que fuera su aspecto en este otoño anodino sin grandes casos entre manos, algo estropeaba el escenario falsamente prometedor: y es que el propio sujeto sostenía entre sus brazos la escopeta que le apuntaba, con el índice en el gatillo y el cañón introducido en esa boca de la que sobresalían esos mencionados dientes de ratón.

—Lo tiene todo, menos lo importante —se dijo Esteban, para su bigote.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Martín, un joven sin sombra de escepticismo aún—. ¿Qué es lo importante para usted?

—El misterio.

El hombre había muerto —o eso al menos parecía— aferrado a la escopeta que le había quitado la vida como quien se agarra a un gran amor. Su mano derecha la rodeaba por fuera hasta hacer pasar el índice por el gatillo. La izquierda envolvía a la derecha en posición protectora, cariñosa; era improbable que alguien la hubiera colocado de forma tan perfecta. O era precisamente de esa perfección de lo que cabía sospechar. El tiro había penetrado por la boca, destrozando buena parte de la mandíbula, y había salido por la coronilla, justo por el último reducto que la mata de pelo había mantenido a salvo de la calva galopante.

—¿Documentación? —pidió Esteban a los agentes que habían llegado antes que él.

—No tiene nada.

—Pues llamad a la Científica y ocupaos de todo lo demás —zanjó Esteban, que mirando a Martín continuó—: Tú y yo nos vamos. Aquí no hay nada más que hacer.

—Pero señor... —farfulló Martín.

—Es un vulgar suicidio, chaval. Otro gilipollas que quiere joder al mundo, a su novia o a la madre que le parió —dijo Esteban, que ya emprendía el camino de salida—. Tenemos mejores cosas que hacer.

—¿No cree que si fuera un suicidio tendría documentación, una carta, una explicación? —Martín intentaba darle alcance sin quitar la vista del cadáver.

—Me importa un comino su explicación. Se ocupará la Científica. Y la Judicial.

Y ambos se alejaron a paso rápido mientras Martín volvía de vez en cuando la vista hacia atrás. Ráfagas de viento comenzaban a agitar la cinta que sellaba el cordón policial, que se desató y salió volando hasta engancharse con fuerza en las ramas más cercanas. El viento se encabritó y cientos de hojas se desprendieron del árbol enrabietado para caer sobre el círculo que formaban los uniformados en torno al cadáver.

«Si esto no tiene misterio —se dijo Martín mientras contemplaba la inquietante lluvia de hojas doradas sobre el cuerpo sin vida que yacía en la hierba fría—, yo no me llamo Martín». Y acelerando más rápido que el propio viento, corrió hasta alcanzar a su superior.

«Menos mal que la comisaria debe de estar a punto de volver», se dijo también.

—¿Ahora os ocupáis de los suicidios? ¿Tan bajo habéis caído?

Esteban y Martín apenas se estaban desabrochando el chaquetón y recolocando el pelo azotado por el viento cuando escucharon esa voz que quería ser firme, rutinaria y seca, pero que irrumpía tras meses de ausencia dolorosa como la campanada vibrante que pone fin a una clase eterna y aburrida. Y es que cuando un policía, por más que fuera un jefe, resultaba herido durante la investigación de un caso, se podía cortar con un cuchillo el aire tenso y grave que permanecía entre sus compañeros. La comisaria Ruiz no solo había sabido dar caza al asesino de dos menores previamente abusados, sino que además lo había hecho en solitario, adentrándose valiente en su terreno, sin miedo a un hombre de una fortaleza solo comparable a su frialdad sin límites.

Por fortuna hoy el asesino se pudría en una celda a la espera de juicio, pero ella había tardado muchos meses en recuperarse de heridas demasiado graves. Sospechaban que estaba al llegar, pero escuchar su voz de repente, rompiendo el silencio que se había impuesto en el despacho desde el pasado julio, forzando ese tono duro con que —lo sabían— ella ocultaba siempre su naturaleza más dulce, suponía ahora un aldabonazo de felicidad. El contraste entre ese cráneo reventado que habían dejado en el Retiro y este rostro limpio, inteligente, claro, aún más atractivo con el pelo corto y las facciones todavía más pronunciadas por la delgadez, era una buena excusa para saltarse los protocolos jerárquicos.

—¡María, guapa! —Martín corrió a abrazarla. A sus veintitantos años tenía aún muchas carencias, pero la pasión no era precisamente una de ellas. La apretó largos segundos entre sus brazos musculosos sin la más mínima compasión y la sintió incluso más menuda de lo que la recordaba.

—Comisaria... —Esteban se cuadró en posición de firmes; eran ya cincuenta y muchos años en la chepa.

—Esteban... —reprendió María tras librarse del abrazo de Martín—. Ven aquí, hombre.

María le abrazó mientras su número dos le daba palmadas secas en la espalda, al más puro estilo hombruno. Un leve rictus de emoción apenas fue perceptible bajo su bigote recortado. Martín y María se intercambiaron una sonrisa inevitable mientras se cruzaban sus miradas.

—Que no soy un general, Esteban...

Otros agentes y funcionarios se habían asomado alegres al reencuentro. Todos la habían visitado antes o después durante el largo mes que pasó ingresada, pero ninguno la había visto en las últimas semanas tan recuperada, tan fuerte, tan guapa. Habían programado recibirla a lo grande, con una buena bienvenida y una fiesta en la cafetería, donde los camareros también preguntaban diariamente por ella, pero una vez más Ruiz les había despistado y se les había adelantado. Martín cruzó una mirada con la secretaria y ambos se entendieron sin palabras. Los dos abandonaron discretamente el despacho rumbo a la cafetería. María se encerró con Esteban.

—¿Y bien? ¿Un otoño tranquilo?

—Todo en orden, comisaria.

—¿Qué tenemos?

—Camellos de poca monta, algo de violencia de género, algún secuestro exprés más de la cuenta... El movimiento de los «indignantes» es el que nos ha traído de cabeza.

—¿Los «indignantes»?

—Los indignados, comisaria, que a veces son «indignantes».

—Esteban...

—Ha habido que calmar mucho a los chicos para que se contuvieran en los peores momentos. Pero al fin les hemos desalojado sin broncas.

—Buen trabajo, Esteban; lo he seguido. ¿Qué pasa con los secuestros exprés?

—La crisis, supongo.

—¿Cuántos tenemos?

—Ese es el problema; no lo sabemos.

—¿Qué tienes?

—Qué tendré.

—¿A qué te refieres?

—Que en breve tendré más detalles.

Era el mismo Esteban, siempre con su hablar lacónico, siempre reservándose la información. De nuevo el culebrón de Esteban, ese que había que sacarle por capítulos y con sacacorchos.

—Háblame de ese suicidio.

—Un tiro en propia meta —abrevió el número dos.

—¿Con qué arma?

—Una escopeta.

—¿Con licencia?

—La Científica está en ello.

—¿No venís de allí? ¿No habéis averiguado nada más?

—En caso de suicidio se encarga la Judicial, comisaria. Y la Científica. Lo dice el protocolo.

Y el mismo protocolo, el otro gran amigo de Esteban.

En ese momento un gigantesco ramo de flores irrumpió en el despacho. Martín avanzaba tras él sosteniéndolo a duras penas.

—Pero Martín... —María enrojeció como las rosas que ya tenía en las manos.

—Bienvenida, comisaria, ahora sí.

—Pero ¿cómo...? —Apenas podía superar el bochorno—. ¿Cómo te has gastado tanto?

—Luego me invitas a una caña en el bar y asunto arreglado. Hoy no te escapas.

—Si tengo que...

—A las nueve. Me lo debes —dijo señalando las flores.

María las miró y se rindió. Por mucho que lo hubiera intentado evitar, era obvio que en el bar iba a hacer algo más que pagar una caña a Martín. Los chicos debían de estar tramando una de las buenas. Y cuando pensaba en los chicos, estaba pensando exactamente en todos y cada uno de ellos. Una punzada de emoción le agitó las entrañas, incluido el bazo, que también lo celebró levemente, a su manera. «Reacción fibrosa», lo llamaba el médico.

—Solo una caña, Martín —mintió—. Y dime una cosa. ¿Cuál es tu impresión acerca del suicida del Retiro?

—Que para ser un suicida, es un poco extraño que no dejara una carta de despedida.

—¿Sabemos quién es?

—Tampoco llevaba documentación.

—Pues a la espera de recibir más detalles sobre los secuestros —y dedicó un guiño desafiante a Esteban, ya malhumorado—, no me parece un mal caso por donde empezar. Le echaremos un vistazo.

Martín bajó la vista para reprimir la sonrisa mientras miraba de reojo a Esteban. El segundo debía de estar rabiando. Y él se sintió en su salsa. No solo era una alegría vivir el regreso de María y su soplo de aire fresco. Con ella, todos corrían el irresistible riesgo de que su trabajo fuera cada segundo del día un poco más trepidante.

—Mi hijo no se ha matado.

La sentencia sonó en el hueco de la escalera antes de que María Ruiz y Martín Blasco tuvieran tiempo de ver la cara de quien la pronunciaba. Una señora más erguida que alta había abierto la puerta del tercero B con decisión, sin darles tiempo siquiera a encender la luz tras salir del ascensor, mientras trataban aún de adaptar la vista a una oscuridad que les impedía atinar con el interruptor y, menos aún, situarse frente a las letras de cada viejo apartamento.

—Les digo que no se ha matado —insistió.

—¿Podemos pasar?

Los dos policías se miraron mientras la seguían hacia el interior. No era ese precisamente el tipo de testimonio que esperaban de una señora que había avisado a primera hora de la desaparición de Héctor García, su hijo —«cincuenta y dos años, algo grueso, calvo, incapaz de irse como se ha ido, sin despedirse»—, y que, según los agentes de guardia, había emitido un grito seco y desgarrado al saber que el cuerpo hallado en el Retiro encajaba como un guante con su descripción. Aquella desesperación se había esfumado y lo que tenían enfrente, ahora ya sentados en el salón, se parecía más bien a un témpano de hielo.

—Buenos días, señora. ¿Desea que le mostremos las fotos del cuerpo hallado en el Retiro para que pueda confirmar su identidad o prefiere que lo haga otro familiar? —María fue delicada, sabía que la primera fase suele ser la negación.

La señora no se inmutó. Delgada, espigada, con el cabello gris teñido de un halo violeta y un conjunto negro correcto, la cabeza alta y los labios levemente temblorosos, dirigió primero a María una mirada cargada de distancia. Luego se volvió hacia Martín y tampoco se entretuvo en lo que vio. Se levantó con decisión y se encaminó hacia el pasillo mientras murmuraba en tono bajo, pero claro:

—Fotos. Fotos. No necesito más fotos de mi hijo.

María la siguió, extrañada, con la mirada y se percató de que padecía un ligero cojeo que no desfiguraba su silueta esbelta. Esta mujer le recordaba a alguien. Mientras la esperaban, echó un vistazo al salón. Los muebles eran clásicos y sobrios, con un viejo aire colonial. En las baldas de la pared más amplia había montones de adornos y una única mecedora dispuesta en un rincón luminoso que indicaba: 1) soledad habitual, y 2) pésimo gusto, ninguna inquietud cultural. María se sintió bien. Puede que el caso fuera una tontería a punto de concluir, pero sentirse de nuevo activa, investigar, deducir, entablar contacto con el género humano de esa forma tan vertiginosa e instintiva que el trabajo policial le permitía, le estaba desentumeciendo los sentidos adormecidos durante demasiados meses. Y eso era estimulante. Volvió la vista a la pared opuesta cuando algo le hizo regresar a la atiborrada estantería de cristal. Un pequeño cuadro inclinado en su interior, apoyado en el vidrio de la puerta, le había llamado la atención. Lo reconoció enseguida.

—Tengo todas las fotos que una madre necesita.

La señora había regresado y les tendía un álbum con el forro desgastado. Se esforzaba por mantenerse entera y fría. La comisaria lo cogió.

—Mírenlas.

María lo abrió lentamente sobre la mesa de centro. Las hojas cuadradas de cartón contenían fotos en blanco y negro de su hijo haciendo la primera comunión, posando con un salmón recién pescado, montando en bicicleta y, más adelante, ya en color, en viajes, celebraciones navideñas y en algún evento del trabajo. Y siempre, siempre, con un gesto inalterable de paciencia infinita, incluso hastío.

Y siempre, también, con esa nariz grande, esas orejas abiertas y —en las escasas veces en que sonreía— esos dientes sobresalientes que Martín había descrito y que, con una mirada, confirmó a María como los que yacían en la hierba desabrida del Retiro.

—Es él —sentenció el agente.

María se ocupó de observarla en ese instante; le sorprendió su reacción aparentemente fría, su semblante inalterable mientras parecía aguardar tan solo a que terminaran de ver el álbum para devolverlo al orden de la casa. ¿A quién le recordaba esta señora? Su figura espigada y el cabello violáceo recogido en un moño, su chaqueta sobre los hombros y amarrada solo por el primer botón le resultaban familiares. «No parece este un hogar especialmente feliz —pensó—, pero si se trata de un suicidio, no habrá nada más que hacer». Su particular lectura de la situación podía indicar una desmotivación brutal ante una madre posesiva que sigue guardando las fotos del hijo adulto como si fuera una criatura, pero nada de eso, pensó, estaba escrito en el Código Penal. Y aún era demasiado pronto para llegar a conclusión alguna.

Siguió pasando las hojas y de pronto se detuvo ante una demasiado elocuente: el finado posaba con ropa de cazador pisando con la bota contundente del pie izquierdo un ciervo muerto. Tenía una escopeta cruzada al pecho.

—¿Cazaba? —inquirió María.

—Cazaba —respondió la señora.

—¿Es esta la escopeta hallada?

—Idéntica —respondió Martín.

María volvió a mirar fijamente a la señora. Esteban tenía razón, no había caso. Solo tenían que convencerla de que fuera a hacerse cargo del cadáver. Pero por pura amabilidad, o tal vez porque estaba deseando desengrasar el aburrido instinto, siguió:

—¿Estaba su hijo deprimido?

—No.

—¿Parecía triste, tenía problemas, cree que algo pudo provocar en él el deseo de acabar con su vida?

—No.

No iban a sacar nada más de ahí, la señora parecía impermeable a su interés.

—Señora...

—García.

—Señora García. Me temo que estas fotos confirman que el hombre que se ha matado en el Retiro es su hijo.

—Le digo que no.

Todavía la negación. Posiblemente debían buscar a algún otro familiar a algún amigo, a alguien que se hiciera cargo de esta mujer más terca que desesperada.

—Señora García... esta escopeta, este hombre... sé que es difícil de aceptar, pero... no hay duda de que se trata de su hijo.

—Cierto.

Al fin.

—Es mi hijo.

—¿Pero...?

—Le aseguro que él no se ha matado.

La señora esta vez ni los miró. Se levantó, recuperó el álbum y con un pañuelo que sacó de un bolsillo comenzó a repasar su superficie, después su interior. Lo hacía con tranquilidad, repitiendo seguramente un movimiento ya reflejo. Cuando terminó, se volvió hacia ellos y, más que preguntar, sentenció:

—Ustedes no tienen hijos. —Pronunció «us-te-des» lentamente, separando cada sílaba, y María notó esta vez un leve acento singular, la «j» de «hijos» había sonado extraña. La anciana miró de arriba abajo a la comisaria con aires de decepción, como si en un cuerpo tan delgado no pudiera caber la concepción. Dirigió entonces la vista a Martín, su gesto fue de nuevo despectivo—. No. Es obvio que no tienen hijos.

María lo percibió otra vez: «ob-vio», «hi-hos». Todas las consonantes sonaban ahora vidriosas; detrás de su aparente firmeza la señora bajaba la guardia y un leve acento extranjero, antes oculto, afloraba sin control. García. ¿Apellido del marido? Podía ser francesa. Ella siguió.

—Cuando tienes un hijo toda tu percepción cambia, sabes mucho más de lo que él te pueda explicar. —«Hi-ho», «peg-sep-sion»... todas las sílabas salían ahora como golpes entrecortados de un discurso, sin embargo, decidido. La señora podía estar abatida, desequilibrada y ser una maleducada, pero sabía adónde quería llegar. Y continuó—. Lo miras y conoces su estado de ánimo. Y les puedo asegurar que mi hijo quizás esté muerto, pero no se ha matado.

—Me temo que él sostenía esa escopeta de la foto —se atrevió Martín—. Lo he visto con mis propios ojos.

La señora suspiró con aire de finita paciencia. Su moño seguía erguido; era una mujer elegante y en algún lugar cabía imaginar que poseía una dulzura oculta. María reparó de nuevo fugazmente en el cuadro de la estantería que se asemejaba a su dueña, pero ¿a quién más le recordaba? Madame García continuó:

—Está bien. Me dejaré de rollos —«go-llos»— y se lo diré de otra manera. Son ustedes tan jóvenes —«ho-ve-nes»—. Síganme.

Los dos se levantaron asombrados y la siguieron hasta el pequeño balcón.

—A ver si entienden este otro lenguaje —«len-gua-he»—. ¿Ven ustedes ese descapotable que está ahí aparcado?

Quedaron demasiado sorprendidos como para asentir. Un Aston Martin de lujo y de un color amarillo rabioso llamaba poderosamente la atención desde la acera.

—Lo estrenó hace una semana. —Esta vez había hablado sin acento; la señora había recuperado la soltura inicial y eran ellos los que ahora se habían quedado sin habla—. ¿Lo entienden ahora?

La miraron sin saber bien qué decir.

—Díganme ¿lo han entendido ahora? ¿Creen que alguien que se acaba de comprar este coche puede querer matarse? Aquí hay gato encerrado —«en-ce-ga-do».

María y Martín se quedaron callados compartiendo la misma pregunta sin mediar una palabra. «¿Cuánto podía costar ese modelo?». La mirada que ambos intercambiaron, las cejas levantadas, venía cargada de ceros, tal vez cinco ceros detrás de un uno o un dos. Y esa no era precisamente una casa de lujo. Un apartamento cuidado y decoroso, pero al fin y al cabo modesto en el norte de Madrid.

—Y eso no es todo. Estaba a punto de cumplir su viejo sueño. —La voz se le quebró en ese punto y la humedad fue visible en unos ojos que habían permanecido secos. Se sumió en el silencio. Llegaron las lágrimas. María aguardó largos segundos antes de retomar el hilo.

—¿Y cuál era su sueño?

Pero el llanto había invadido a la mujer, que ya no podía escuchar. La señora García cruzó los brazos sobre el pecho para abrazarse a sí misma, se aferró a la chaqueta que colgaba de sus hombros y, con el mismo pañuelo con que había repasado el álbum, se enjugó las lágrimas. Su esbeltez se vino bruscamente abajo.

—Él no se ha matado, él no estaba deprimido.

—¿Y qué cree usted que pasó? —intentó Martín.

—Mi hijo no se ha matado.

En ese instante sonó un timbrazo y unos pasos decididos confirmaron la llegada de algún familiar, al fin. Una mujer elegante, de figura alta y delgada, llaves en mano, se apresuró a acercarse a la señora.

—He venido en cuanto me he enterado. ¿Qué hace aquí la policía? —preguntó con sequedad mientras María la observaba. Su ropa sofisticada chocaba con el aire más popular que dominaba la casa. Su rostro era fino y pálido y un mechón de pelo cano le daba un contraste atractivo a su cabello negro. Volviéndose a ellos, insistió—: ¿Qué quieren ustedes de mi madre?

La llegada de la hermana del finado era, en sí, buena noticia, pero la mirada que les lanzó mientras ayudaba a su madre a reclinarse en la mecedora fue bien clara. Martín amagó con abrir la boca cuando vio el gesto inconfundible de su jefa. Hora de retirada. Él la interrogó con los brazos y la vista, pero María fue tajante.

—No se preocupe. Las dejamos a solas —se despidió, y dirigiéndose a la recién llegada y tendiéndole una tarjeta, añadió—: Aquí tiene mi número de móvil. Puede llamarme cuando quiera.

Y echando un último vistazo al balcón, a las dos señoras y a la estantería abarrotada de toros y campanillas, reparó de nuevo en el pequeño lienzo acodado en su interior. Era inconfundible, sí. Se trataba de Muchacha en la ventana, de Dalí. Ella misma tenía una copia en un rincón de su casa. Y no pudo evitar pensar en la soledad de mujer que desprendía esa imagen, una soledad que le resultaba plenamente familiar.

Aunque también le recordaba a alguien más.

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