Читать книгу Margen de error - Berna González Harbour - Страница 8
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ОглавлениеEl barullo repentino de carpetas, sillas y abrigos en movimiento fue una broma al lado del ruido de los tacones afilados que empezaron a repicar con estruendo sobre la tarima mientras se aproximaban velozmente hacia el conferenciante. Un timbre había puesto fin a la charla en el Aula Magna, pero no a las preguntas que se avecinaban desde los brazos alzados por toda la sala y que empezaban ya a articularse en torno a la estrella del día en la Facultad de Periodismo.
—Tú dirás —le dijo al oído su anfitrión, mientras los estudiantes se empezaban a arremolinar en torno a él—. ¿Quieres que te los quite de encima?
El conferenciante le miró. Tenía los ojos grandes, avejentados y rodeados de arrugas bajo unas entradas pronunciadas, pero un chispazo de picardía había empezado a teñirlos de brillo. Dirigió su vista a los jóvenes que le rodeaban y comprobó lo que intuía: escotes, faldas, melenas y labios sinuosamente pintados confirmaban que allí había sobre todo veinteañeras, además de algún greñudo que le interesó bien poco.
—¿Tengo cara de que me sobren las admiradoras? —respondió en voz baja al profesor. Y volviéndose a la concurrencia, pletórico de satisfacción, añadió en alto—: Soy todo oídos.
—Incorregible —se dijo el anfitrión, mientras recogía todos sus papeles en una carpeta y sacudía la cabeza sin llegar a comprender—. Y con los años, peor.
Los años. La calva incipiente, el cuerpo cada vez más cerca de los sesenta que de los cincuenta y el rostro alargado por la barba entreverada de canas eran una realidad innegable, pero en este momento no parecían obstáculo alguno para que esas chicas se aproximaran a él con el rostro encendido por la ilusión de palpar a un sujeto tocado por algo tan cotizado como un fragmento de fama. Por mucho que esa popularidad pudiera morir tan fugazmente como había nacido.
—Luna, aquí, Luna, aquí —pugnaba una de las estudiantes que se abría paso entre las otras—. ¿Es cierto todo lo que cuenta el libro?
—¿Qué sabes del asesino? —decía otra.
—¿Vas a escribir otro libro?
—¿Estás ya investigando otro caso?
—¿Nos puedes dar algún consejo para ser como tú? —El greñudo no se quedó atrás.
Ninguna de esas preguntas suscitaba en él el menor indicio de que su respuesta les fuera a servir para algo realmente útil, pero su gesto de estudiada atención fue tan convincente que cuajó sin levantar sospechas entre el público entregado. Solo el profesor de periodismo, y sin embargo amigo, le dedicó una última mirada acusatoria mientras murmuraba: «¡Ay, Luna! Ahora famoso. Lo que nos faltaba».
El periodista más indomable y trasnochado del mapa había mordido el polvo durante la última oleada de despidos de El Diario. Pero su larga trayectoria, el prestigio que amasaba como la sombra invisible de la policía y —sobre todo— el eco repentino de un libro reciente, le habían arrastrado a varios platós de televisión. Algunos lectores le reconocían por la calle y sus antiguos jefes le volvían a adular, pero sus viejos amigos como Pascual Lafuente, profesor de la pomposa Teoría y Práctica de la Redacción Periodística, parte II, en la Facultad más inservible del mundo, no le pasaban ni una.
—Explícaselo, ¿cómo pueden llegar a ser como tú? —El retintín de Pascual no se le escapó al periodista, que no por contener la risa como la contenía iba a interrumpir la sesión que estaba recibiendo de masaje gratuito para un ego que había conocido demasiadas veces el infierno.
—Mira, chaval... —se arrancó, mientras las chicas más jóvenes se acodaban en torno a la mesa del conferenciante exponiendo una turgencia a la que ya estaba desacostumbrado Luna—. Lo importante...
—... ¿lo importante? —dijo una de ellas, con el bolígrafo listo para apuntar en su cuaderno y un escote que parecía querer alcanzar el ombligo. El móvil de Luna había empezado a sonar y él lo silenció.
—... lo importante es... —La sintonía irrumpió de nuevo, esta vez en su mano, pero los ojos de Luna siguieron fijos en la chica o más bien en sus más que profundas, pensó, abismales y atrayentes inquietudes.
—... ¿sí? —insistió el greñudo. Luna ni le miró.
—... lo importante es... —La tercera vez que sonó el maldito móvil le hizo mirar la pantalla, su semblante perdió momentáneamente el brillo y volvió por un instante a su circunspección habitual, pero rechazó la llamada mientras trataba de concentrarse de nuevo en la... los estudiantes. ¿Dónde estaba aquella preciosidad del escote? Gran faena, se había recolocado fatalmente la espantosa palestina.
»Mirad. Os voy a decir lo verdaderamente importante. —Intentó recuperar el halo de agradable impostación que se había empezado a ir al carajo. El cambio no pasó desapercibido a Pascual, que empezó a recuperar su propio brillo en los ojos al ver a su amigo regresar de la tontería. Luna siguió—: Para ser buenos periodistas debéis empezar, en primer lugar, por volar esta Facultad.
—¿Volar la Facultad? —La joven del escote despegó el bolígrafo del cuaderno; no sabía si apuntar o no apuntar. Optó por preguntar—: ¿Y en segundo lugar?
—Y en segundo lugar, debéis conseguir fuentes capaces de...
¿Fuentes? La que le martilleaba en el móvil le acababa de enviar un mensaje corto, pero fulminante. La seriedad reconquistó su rostro, que recuperó súbitamente la gravedad en ojos y boca, devolviendo sus arrugas a la posición habitual.
—... capaces de joderte la mañana.
Pascual, alerta como una mascota fiel, comprendió rápidamente y agarró del brazo a su amigo, que intentaba ahora zafarse de los estudiantes y buscar la salida con la vista.
—Luna, no te vayas —dijo una chica.
—¿Fuentes... que te joden la mañana? ¡Explícanoslo mejor! —gritaba el greñudo, que había apuntado en su libreta palabras que no comprendía.
—Dinos si escribirás otro libro —decía otra.
—Danos un e-mail, un teléfono ¿dónde podemos localizarte? —Bien, la niña del escote volvía al ataque. Luna se permitió unos ojos de cordero degollado mientras ella le tendía algo escrito a toda prisa en un papelillo y Pascual tiraba de su brazo para acabar de sacarle de ahí. Lo pudo guardar.
El profesor logró arrancarle del aula y enseguida el revuelo de abrigos, voces, tacones y carpetas quedó atrás. Luna y Pascual se encontraban, al fin, en la explanada exterior, el periodista avanzando mientras ojeaba por encima de los coches aparcados en busca de un taxi. Sin suerte.
—¿Qué ocurre? —inquirió el profesor.
—Necesito un taxi.
—Yo te llevo, aquí está mi coche, pero dime qué ha ocurrido. —Pascual señaló su viejo Ibiza aparcado a pocos metros de él.
—¿Tienes el depósito lleno? —Luna no solía formular respuestas, sino preguntas.
—De sobra. —Pascual abrió las puertas—. Entra, pero dime: ¿qué pasa?
—Que si esta Facultad no te ha pulverizado del todo el cerebro y aún te queda un poco de instinto debes poner rumbo a Toledo.
—Por un momento creí que eras tú el del cerebro pulverizado. Temía que te perdieras para siempre en ese escote y fueras ya irrecuperable —dijo Pascual, mientras metía las primeras marchas.
—No lo evoques más, por Dios, que en algún lugar aún debo de tener un corazón deseando palpitar.
—¿Corazón? Me da que te estás confundiendo de órgano. En materia de corazones, el tuyo se activa solo ante las noticias. ¿Qué ocurre?
Pero ya se sabe, Luna nunca respondía a las preguntas. Tras acomodarse mejor en el asiento del copiloto, volvió a leer el sms que le había arrancado de la dulce mañana en la Facultad. Y mientras su amigo aceleraba ya en dirección a la autovía, buscó la opción deseada y la pulsó: «Llamar».
María y Martín no tenían prisa por abandonar el lugar, así que, sin mediar palabra alguna, ambos se miraron y entendieron: vistazo inmediato al bólido. No iban a irse de allí sin echar una ojeada a ese espectáculo disfrazado de metal, aunque no fuera más que un amasijo de chapa y diseño valioso especialmente para pijos y aspirantes, de modo que rodearon el edificio por el patio exterior y no les costó distinguirlo entre los coches del montón que había aparcados en batería. Lustroso, brioso y llamativo a más no poder con su color amarillo, el Aston Martin encajaba en este modesto aparcamiento como una mimosa en flor en el desierto del Neguev. O como un Aston Martin en manos del tal García.
—¿Cien mil? ¿Doscientos mil euros? ¿Cuánto le echas? —preguntó ella.
—Doscientos cinco mil novecientos euros para ser exactos —afinó Martín—. Ni uno más ni uno menos.
—¿Qué pasa? ¿Eres agente de ventas en tus ratos libres?
—Este coche es la portada del último número de Tu coche y tú.
—¿Tu coche y tú...? Veo que en cuestión de lecturas, no hemos evolucionado mucho...
Martín se sonrojó. La comisaria siempre les animaba a leer y a estar informados, no dudaba en preguntarles de vez en cuando por las noticias o los libros que tenían entre manos y ahora caía en la cuenta de que su ausencia también se había sentido en este terreno. Los últimos libros que se había propuesto leer yacían polvorientos bajo el mando de la wii en la mesilla del salón y, a decir verdad, solo las revistas de tunning se habían salvado del erial mental.
—Tocado, jefa. —Se intentó recuperar—. Pero a cambio te adelanto que el finado no tenía mucha imaginación, que digamos. Este modelo es exactamente el mismo que el de los anuncios de la promoción. Hasta el color y los extras son iguales.
El Aston Martin sobresalía indiscreto entre los modelos polvorientos que le rodeaban e irradiaba un brillo poderoso que la luz apagada del otoño madrileño no lograba mitigar. Ambos observaron que, a pesar de dormir en el exterior, la superficie del coche estaba asombrosamente limpia, sin rastro del polvo que se había posado en todos los demás, y que hasta los faros devolvían los rayos bajos del sol más refulgentes aún.
—Bonito juguete, ¿verdad?
Los dos se volvieron. Un grandullón, el portero de la finca, les había hablado. Estaba apoyado en un rastrillo y embutido en un mono azul que, o bien se le había encogido, o bien había vivido tiempos de holgura mayor.
—Soberbio —respondió Martín.
—Y recién estrenado —se jactó el portero, ufano.
—Usted sabrá decirme cómo puede estar tan reluciente si pasa la noche en el exterior —dejó caer María.
—El dueño le saca brillo de la mañana a la noche. Creo que hoy es el único día en que aún no ha venido con el trapo.
—Natural... —arrancó Martín. María le hizo una señal con la mano, quería marcar el ritmo.
—¿No le ha visto hoy?
—Salió temprano, yo estaba metiendo los contenedores cuando me crucé con él y le vi salir.
—¿Notó algo raro?
—¿Raro? Si fuera raro que me hagan la puñeta, lo celebraría. Pero no. Todos me tienen que andar fastidiando todo el santo día. No hay forma de que se aprendan los horarios de la basura y el muy jodido tuvo que echar la suya temprano, cuando yo acababa de meter los contenedores... Lo verán en los carteles de la finca: la basura se tira a partir de las siete de la tarde. Pues no. Tuvo que salir el señorito de madrugada y tirar la condenada basura para que se pudra todo el día en el contenedor recién lavado... Una pillada en toda regla. Pero el tío ni se inmutó. Eso es lo único raro que he visto hoy, y, como le digo, ni siquiera eso es raro.
El hombre tenía garbo y sobre todo carrete, era evidente que acumulaba años de indiferencia vecinal a sus esmerados horarios de basura y, sobre todo, sabiduría labrada. María continuó.
—¿Iba solo?
—Como siempre, sí.
—¿Le saludó?
—Creo que sí.
—¿Llevaba algo? ¿Alguna bolsa? ¿Alguna mochila?
—Creo que llevaba su bolsa de cazador. Pensé que iba a cazar.
—¿No es extraño salir a cazar un miércoles?
—El señor se acaba de jubilar. Por eso no me extrañó.
—¿Jubilar? ¿Con cincuenta y dos años?
—Prejubilar, creo yo. Pero ¿ha ocurrido algo? —El portero volvió la vista al coche y su rostro se iluminó como una bombilla. Acercó la cara a la de María y habló en tono misterioso—. ¿Acaso han venido por el coche? Siempre pensé que era raro que este hombre se comprara este cochazo. Hay algo raro, ¿verdad? —Y con la sonrisa abriéndose paso entre la comisura de los labios y mientras bajaba el tono de voz, preguntó—: ¿Es ilegal? ¿No será un coche robado?
María se sonrió para sus adentros, este hombre no podía ocultar la alegría que le producía la idea de que sus sospechas fueran ciertas. Era un malpensado a punto de acertar, al menos por una vez en la vida. «Debo de haber estado más aburrida de lo que creía si me estoy divirtiendo con esta tontería», pensó. Hasta Martín la miraba extrañado.
—Mire —María observó las letras cosidas en el bolsillo del buzo con el nombre del portero—, mire, Evaristo. No ha habido ningún robo que sepamos. Lo que ha ocurrido es que el señor García ha muerto.
—¿Muerto? —El portero se echó ahora hacia atrás, asustado.
—Muerto.
—Pero ¿cómo? Yo mismo le vi esta mañana... ¿Cómo ha podido suceder?
—Eso es confidencial.
—¿Y la señora? ¡Dios santo! La señora estará destrozada. —El portero dirigió la vista arriba, hacia sus ventanas—. Pobre señora Lotusse.
—¿Lotusse? ¿No es García?
—García era el apellido del marido, que murió. Ahora prefiere el de soltera. ¡Así que muerto, el señorito Héctor muerto! Ya sabía yo que había algo raro en todo esto. —El hombre recuperó su mirada de perspicacia.
—¿En esto?
—Ese coche... algo no cuadraba aquí.
—¿Por qué?
—Mire, señorita...
—Comisaria, si no le importa. Comisaria Ruiz —puntualizó María mientras Martín la miraba con la sonrisa a punto. La jefa solía ponerse como una hidra cuando alguien la llamaba «señorita», pero no era el caso de hoy. Aún estaba baja de reflejos.
—Mire, comisaria Ruiz. Dígame usted qué pinta un vulgar conserje con un cochazo como este, como si fuera Julio Iglesias. Por muy prejubilado que esté.
—¿Conserje?
—Conserje. De una gran compañía pero, al fin y al cabo, conserje como un menda. Aquí hay gato encerrado, fijo.
—¿Y si le digo que él mismo se mató?
—¿Él?
—Él.
—Entonces no hay gato encerrado, hay un mamut, al menos.
«Gato encerrado». Era la segunda vez que oían la expresión. La primera fue en boca de la señora García, que ahora resultaba ser «Lotusse». Y la otra, en la de este portero afanoso al que un vecino acababa de llamar desde el portal.
—Les dejo, señori... —María empezó a torcer la mirada—, comisaria. Si necesitan cualquier cosa, aquí estoy, pero háganme caso, como que me llamo Evaristo: aquí hay ga...
—... gato encerrado. Sí.
—Ya le digo.
Y con el gesto circunspecto que provoca una muerte no demasiado sentida, pero acaecida en un entorno cercano, y sin ocultar la satisfacción que le había dado su protagonismo inesperado, se dirigió al fin hacia la portería mientras movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba: «Si ya decía yo...».
Martín miró a su jefa.
—¿Y ahora?
—Vamos a probar tus dotes.
—¿Mis dotes? ¿A cuáles de ellas te refieres? —bromeó mientras estiraba los hombros y ensanchaba los pectorales.
—A las de lector de revistas, bobo. Llévame al concesionario. Veamos cómo un conserje se ha podido comprar este cochazo.
Martín relajó los músculos y sonrió.
—¡Me encanta que hayas vuelto, Ruiz!
Y dejando atrás el flamante coche ahora abandonado a su suerte, mientras se iban, María alzó la vista en dirección a la ventana de los García-Lotusse. La silueta de la señora se podía recortar tras el cristal como la de la muchacha en ese cuadro de Dalí, pero ahora María cayó en la cuenta del recuerdo que le provocaba también. Tan delgada, tan erguida, con su ropa negra y cabello gris violáceo, la que se asomaba era idéntica a un personaje de un cuento que había leído mil veces a sus sobrinos: la distinguida amiga del elefante Babar. ¿Cómo se llamaba? «La Vieja Dama». Era idéntica a la Vieja Dama. Siempre le había gustado ese personaje, tan enigmático, tan sabio, tan francés.
Mejor no pensar en las orejas de su hijo. Mejor no. El simpático Babar jamás se habría comprado un Aston Martin.
—¿No puedes acelerar más? ¿No enseñáis en la Facultad a salir corriendo tras una noticia?
—Digamos que sobre todo enseñamos a conseguir la información. La que ahora me falta a mí. ¿Me vas a decir qué ha ocurrido?
—¿Para la Teoría o para la Práctica de la Redacción? ¿Para qué fase de tu asignatura la necesitas, profesor?
—Vete al infierno.
—A este paso no llegamos ni al purgatorio. ¿No ves que tienes cuatro carriles para adelantar?
Pascual miró por un instante a Luna sin responder. Este clavó la vista al frente. El intento del periodista de averiguar algo más había sido en vano y el misterioso sms que les había hecho salir zumbando seguía atesorado en su mano sin que él se dignara a abrir la boca. No lograba buena cobertura en los interminables túneles de la M-40 y, cuando las rayas del móvil marcaban al fin plena disponibilidad, el teléfono de su fuente estaba ocupado. El coche de Pascual dejaba velozmente atrás las torres de pisos del suroeste de Madrid.
—La última vez que vimos cuatro carriles perdí varios puntos del carné, ¿recuerdas? Y entonces al menos me habías contado de qué se trataba.
—El puñetero carné... Si lo sé, cojo un taxi.
Luna hacía tiempo que había perdido el suyo. Ni todos sus amigos de la policía puestos en fila india, uno tras otro, habrían bastado para borrar el expediente abierto cuando a alguien le dio por sumar los cuatro puntos que se dejó por saltarse un semáforo en la Castellana (rumbo a un robo con pistola), dos por pisar el acelerador más de la cuenta en la Nacional 1 (un incendio sospechoso no logró ser atenuante), otros cuatro por saltarse un paso de cebra mientras cruzaban un par de ancianos (ETA acababa de declarar el alto el fuego; nadie entendió la emergencia que había en el periódico) y el resto por saltarse un alto policial, con el agravante de que casi atropelló a uno de los agentes, que esa tarde quiso hacerse el héroe (otro robo). Mejor no mencionar el semáforo aquel de Serrano que se cerró demasiado pronto mientras intentaba impresionar a una becaria con su Audi nuevo, mejor no.
—¿Quieres que te eche una mano? —le había dicho entonces su mejor contacto en la policía.
—Tú verás.
—Pues métete esto en la cabeza: mi ayuda será que te quiten el carné.
—No me jodas.
—Has estado a punto de atropellar a uno de mis hombres, Luna.
—Pero no lo he hecho.
—Le has rozado.
—Tú lo has dicho: «Le he rozado».
—Matarás a alguien la próxima vez.
—¿Y el robo con butrón del que os avisé ese día? ¿Recuerdas la cara del tipo cuando salió con su pasta y se encontró de frente con la tuya y tu pistola?
—Lo recuerdo.
—¿Y eso no merece rozar a un gilipollas recién salido de la academia que cree más importante parar a un periodista que perseguir a un ladrón?
—No, Luna. No lo merece.
Así que Luna no solo había perdido el carné, sino el propio crédito entre sus amigos policías, al menos como conductor. Desde entonces algunas veces bajaba al garaje, se sentaba en su Audi 4 y se quedaba largos ratos al volante, pensando. Un día llegó a hojear el programa que le enviaron para recuperar el carné previa asistencia a unas clases de rehabilitación, pero el folleto acabó arrugado y lanzado hacia el punto más lejano de que fue capaz su nula puntería. En realidad, el coche se había convertido en un buen lugar donde tomarse un whisky de cuando en cuando, mientras le rondaba un buen caso por la cabeza y quería reflexionar sin cobertura.
Y por eso hoy estaba aquí, de copiloto, azuzando a más no poder a su amigo Pascual.
—Estás a tiempo —soltó el profesor.
—¿A tiempo de qué?
—¿No querías un taxi? Aún me puedo desviar en Mercamadrid y ahí te pillas un taxi.
Más silencio.
—Al menos el taxista no te preguntará por qué estamos yendo a Toledo —insistió Pascual.
Luna se atusó la barba y el cabello, se echó hacia atrás y apoyó el brazo en el hueco de la ventanilla mientras observaba el inmenso complejo de Mercamadrid quedarse atrás.
—Han secuestrado a una niña, Pascual. No sé más.
—¿Una niña? —El profesor sintió un latigazo y dirigió una mirada preocupada a Luna, pero mantuvo firme el volante.
—Una niña.
—Dime qué niña.
Luna permaneció en silencio. Cruzó los brazos mientras intentaba fijar la vista en algún punto del horizonte cambiante.
—Dime qué niña —repitió Pascual.
Luna le miró esta vez desde la profundidad de sus ojos los suficientes segundos como para que el profesor desviara un momento la vista de la carretera y se cruzara con ellos fugazmente.
—¿En Toledo? ¿Es Carla?
Luna asintió con el gesto y volvió a posar la mirada en el paisaje. Pascual, ahora sí, pisó a fondo el acelerador.