Читать книгу Margen de error - Berna González Harbour - Страница 13
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Оглавление—¿Ocupado?
—Sí.
—¿Ni un minuto para mí?
—¿Qué quieres?
—Todo.
—...
—Lo quiero todo.
—Dame un minuto.
—Voy yendo. ¿Me lo darás?
—Te lo daré.
—Prepárate.
Tragó saliva con dificultad mientras volvía a leer el cruce de mensajes de correo. «Lo quiero todo». «Te lo daré». Se llevó las manos a la cara y elevó la vista del ordenador para respirar hondo, se levantó a dar unos pasos por su apartamento y, tras agotar el escaso espacio que compartía con su perro, se apoyó en el aparador. Su vista se topó con la foto de su promoción, colocada con torpeza ante unos libros, un instante de expectación feliz ante el futuro que se abría tras la graduación. Todos se veían llenos de vigor, pero Gabriel y Coral se miraban además con un embeleso del que los demás se mofaban o que, dicho de otra manera, envidiaban. «Serás cabrón». Volvió a la pantalla del ordenador y releyó el extracto. «¿Ni un minuto para mí?». «Voy yendo». Aquello no ofrecía dudas, ni muchas ni muy complejas, Gabriel había vuelto a las andadas. Como otro diálogo que ambos habían mantenido el viernes anterior:
«¿¡¡¡Hoy!!!?», se sorprendía él.
«Ahora», respondía ella sin rodeos.
«Voy».
«Date prisa».
«¿Dónde siempre?».
«Sí».
«Nos van a pillar», alertaba él.
«Dependerá de tu habilidad».
Se frotó otra vez los ojos y la cara, se pasó las manos por el pelo corto. Miró el reloj. Eran las cinco y debía ir a trabajar en un par de horas más. Había pasado la noche analizando el ordenador de su amigo y recuperar los correos le había entretenido hasta la madrugada. Desde su casa no había detectado gran actividad, pero pronto accedió a la ruta del correo del trabajo y tras repasar horas y horas de spam y de asuntos aparentemente irrelevantes, de informes aburridos y controles protocolarios sobre sistemas informáticos, había dado con ese par de diálogos inquietantes.
Se tumbó en el sofá encogiendo su alargado cuerpo, se tapó los ojos con el codo con la intención de descansar sin dormir, no iba a apagar la luz. Ni siquiera se quitó los vaqueros raídos y la camiseta con la que esa misma tarde había ido a pasear, qué lejos quedaba eso ya.
«Lo quiero todo».
¿De dónde había surgido esa voz?
«Lo quiero todo».
Era una invitación explícita al deseo irrefrenable. O una orden. Intentó situarse desde otro punto de vista. Era posible que el mensaje expresara una orden laboral. ¿Puede una compañera o jefa pedir un informe, pedir un resultado en ese tono? Repasó de nuevo las palabras. «Ahora». Su amigo no tenía jefes, él mismo era el jefe del Departamento Informático y —que él recordara— respondía directamente ante un comité de dirección.
Irene Lotusse. ¿Quién era Irene Lotusse? Se encogió y se arrebujó en el sofá mientras se tapaba con su propia cazadora de cuero intentando no perder el hilo de sus pensamientos. Debía de ser un fenómeno, esa mujer, para haber trastocado a Gabriel cuando más feliz parecía con Coral.
«Hay una compañera que le ha frito a llamadas con el móvil todo el fin de semana», había dicho Coral. ¿Quién era Irene Lotusse?
El intercambio de mensajes entre ambos se perdía en el registro al que había accedido, un corte limpio de un mes, pero se había intensificado en los últimos días, cuando la prisa, la ansiedad y hasta la angustia parecían haberse impuesto entre ellos.
«Pero ya». «Voy». «Donde siempre». Los mensajes, que al principio habían sido fríos y solo profesionales —«Necesito tales datos», «Te los paso»— se habían vuelto apresurados, personales, cortos. Y ella siempre firmaba simplemente «I». El remite oficial no añadía muchos datos más:
Irene Lotusse
Directora del Departamento de Empleo y Desarrollo Laboral
No parecía que el «Departamento de Empleo y Desarrollo Laboral» requiriera per se los servicios tan apremiantes del director de Informática.
«Donde siempre».
Rebobinó.
«Nos van a pillar».
Rebobinó más.
Él mismo se había intercambiado mensajes similares. Resultaba divertido, excitante, verse encerrado en un despacho o en un ascensor y besar a escondidas a la belleza amada y cargada de riesgos, cruzarse luego en un pasillo y sentir una vibración en el estómago invisible a los demás, intercambiarse después mensajes de ansiedad. Pero él no estaba casado. Su amigo les había engañado a fondo. Acaso la vida con Coral se había complicado de forma imperceptible para los demás. Pero de ahí a recorrer la distancia entre unos cuernos y un suicidio iba un mundo. Recordó a su amigo ingresado, luego la voz ronca y enigmática que le había inquirido cuando descolgó el teléfono en su piso y, sin desearlo, imaginó a una mujer alta, imponente, de caderas firmes, con una larga melena negra cayendo incontrolable sobre las transparencias de encajes ajustados a su piel. Con unos labios finos repasados con un rouge tan francés...
«Estás enfermo». Se incorporó de un golpe mientras apagaba la deriva acalorada de su imaginación soñolienta. Cómo iba Gabriel... Apagó también la luz, debía dormir un rato pero no lograba conciliar el sueño. ¿Qué iba a hacer? ¿Se lo iba a contar a Coral, con la misma crudeza con que lo había descubierto, dejándola aún más destrozada en su estado?
¿O debía arriesgar más, investigar antes de dar un paso en falso? No quería usar su condición de policía, la sola idea le embargaba de una zozobra incómoda, nueva, que pugnaba por evitar. Pero al día siguiente era lunes y, con suerte, podría escaparse al mediodía, iría sin uniforme, usaría el tiempo libre. La empresa de Gabriel no estaba lejos, buscaría a esa mujer, Irene Lotusse, Departamento de Empleo. Esa idea también le llenó de zozobra, una diferente y más incómoda aún.
Pero qué demonios. El maldito día siguiente estaba ya colándose por las rendijas de la persiana y la noche había pasado en vela. Cerró los ojos, se cubrió la cara con la cazadora y al fin se durmió.
En el sueño también se abrió paso una mujer de piernas largas, hombros desnudos y mirada torva que abría sus labios sinuosos para pronunciar de forma imperiosa y lenta cuatro palabras, tres en realidad: «Mejor déjalo. Déjalo estar».