Читать книгу Margen de error - Berna González Harbour - Страница 12

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Un llamativo reloj de pesados péndulos empezó a sonar cuando volvió a entrar en casa de Carla. Era oscuro, grande, de una madera caoba rojiza y pulida que le chocó, pero que encajaba plenamente con una decoración que parecía salida de la serie más rancia y cara del catálogo de El Corte Inglés. Las cadenas de las que colgaban los péndulos chirriaban al subir y bajar con más decibelios que el propio tañido. No sabía que ella se hubiera vuelto tan clásica.

—¿Han llamado? —preguntó cuando el reloj al fin terminó de dar las horas.

—No.

Los agentes de policía se asomaron a la puerta que él había dejado abierta y Luna optó por continuar andando, atravesar el salón y salir al jardín. Sacó un cigarrillo. Había llovido, el suelo estaba embarrado y las últimas flores del otoño se iban pudriendo en sus tiestos sobre una mesa de piedra. El humo de su cigarro se mezcló pronto con el vaho que exhalaba por el frío formando una nube de contrastes vaporosos a su alrededor. Pascual también le había seguido hasta ahí.

—¿Qué vas a hacer?

—Fumar.

—Quiero decir que qué plan tienes, joder.

—Y yo insisto: fumar.

—¿Vas a escribir?

—Ni de coña.

Se asomó fugazmente al interior de la casa y vio que los agentes seguían hablando con su amiga, de pie en la entrada. Por fortuna no les había hecho pasar. Había que sacarlos de ahí.

—Pascual.

—¿Qué pasa?

—Entra y acércame el teléfono.

—¿Estoy a tus órdenes? ¿Por qué no vas tú?

—Me conocen, joder.

Con cara de pocos amigos, Pascual entró a buscar el inalámbrico justo en el momento en que empezaba a sonar. Lo tenía ya en su mano y avanzaba hacia Luna cuando Carla se percató y corrió hacia el timbrazo. Los policías también.

—Dámelo, dámelo —se desesperó la madre mientras se lo intentaba arrebatar.

—Dámelo a mí. —La voz firme de Luna convenció a los dos. Carla entrecruzó las manos expectante mientras apretaba los labios y las mandíbulas, los ojos pendientes de él. Los policías cruzaron una mirada de intranquilidad. Luna era un gran sabueso, mejor aún que muchos de los uniformados, pero parecía claro que hoy no estaba de su lado—. Diga.

Cualquier intento de arrebatarle la escucha exclusiva de la voz de quien llamaba era inútil. El periodista les dio la espalda y se adentró en el jardín sin esquivar el barro. Carla, Pascual y los policías le siguieron entre charcos; los agentes no habían tenido tiempo de organizar la grabación. Luna escuchaba serio, los ojos apagados, y cuanto más se aproximaban los demás, más intentaba frenarles interponiendo su brazo alzado. Tardó largos segundos en responder y lo hizo con una simple afirmación.

—Sí.

Quien fuera el que estaba hablando tenía aún algo que añadir. Y Luna no dejaba escapar la menor expresividad mientras seguía escuchando.

—Sí —repitió—. Sí.

Y colgó.

Primero se espesó el silencio a su alrededor. La expectación era evidente en la mirada de todos.

—¿La tienen? —imploró Carla.

—Sí.

—¿Qué quieren?

—Nos lo dirán.

—¿Qué quiere decir «nos lo dirán»? —Los agentes insistieron.

—Me han confirmado que la tienen, han dicho que está bien y que nos darán las indicaciones necesarias a su debido tiempo, por el momento eso es todo —se esforzó Luna en explicar, con una repentina locuacidad que no se le escapó a Pascual.

—¿Acento? —preguntó un agente.

—Podría ser latino —dijo. Su excesiva disposición repentina también mosqueó a los policías.

—Ya. ¿Y algún detalle más?

—Ninguno.

Con cara de pocos amigos, los dos polis se fueron. Los agentes especializados en secuestros estaban al llegar y el protocolo se había puesto en marcha. Allá ellos con este Luna que, era evidente, callaba más de lo que contaba. Las luces policiales se alejaban cuando ella se plantó ante él, de nuevo imbuido en el silencio, le clavó en los ojos una mirada que no dejaba escapatoria y le preguntó:

—¿Qué querían?

—No lo han dicho. Es la verdad.

—Escupe, Luna.

—¿Eres consciente de que eres una juez?

—¿A qué te refieres? ¿Qué querían?

—No lo han dicho, pero...

—¿Pero?

—El acento...

—No eran latinos, ¿verdad?

—¿Tienes entre manos algún caso complicado?

—«¿Complicado?».

—Ya me entiendes.

Carla se quedó rígida y se echó hacia atrás. Desde hacía un par de semanas estaba estudiando el sumario sobre una de las bandas más crueles que habían pasado por sus manos. Dos gemelos albanokosovares que habían abierto en canal a un empresario endeudado se iban a sentar en el banquillo. La primera vista estaba programada en pocos días. Y la togada empezó a temblar.

—¿Qué te han dicho?

—Aún nada.

—Di la verdad.

—Es lo que no han dicho lo que mosquea. No han pedido nada de dinero.

—¿Y qué han pedido?

—Nada.

—Vete al infierno, Luna. Has entrado en mi casa, has cogido mi teléfono, mi hija está secuestrada. Dime de una condenada vez todo lo que te hayan dicho. —La juez gritó con tal firmeza que la lámpara de gruesas lágrimas de cristal empezó a tintinear al compás. Esa lámpara... ese reloj... esas cortinas... Luna se fijó en todo y no pudo evitar hacerse una pregunta fugaz: «¿Cuándo se había vuelto Carla tan pija, tan estirada?». Se volvió a concentrar.

—Tranquila, amiga, te he venido a ayudar. —La miró a los ojos e hizo una pausa para encender otro cigarrillo—. Han enumerado tres cosas. —Aspiró una calada mientras Carla y Pascual aguardaban impacientes—. Primero: que la niña, de momento, está bien. Que está, exactamente... dormida.

Carla se estremeció y miró a Luna con angustia. Sabía muy bien de qué se trataba, lo había visto en los sumarios: la víctima dormida no lloraba, no gritaba. Por ello utilizaban una anestesia de uso veterinario o un tranquilizante de farmacia en el mejor de los casos. «Joder, qué manazas habían anestesiado a su hija, qué dosis le habían puesto, quién iba a tener en cuenta su peso, su complexión flacucha...». Tomó aire y con un hilo de voz preguntó:

—¿Segundo?

—Que encontraremos un móvil limpio en la iglesia. —Luna hizo otra pausa, fumó otra calada y alejó el cigarrillo mientras contemplaba el fulgor escurridizo de su brasa.

—¿Y tercero?

—Que la policía no se meta en esto. —Se colocó el cigarro en la comisura de los labios y se permitió una mueca de sorna para completar—: Ni la policía, ni la prensa.

Los tres se quedaron en silencio. Las cenizas habían caído en la alfombra del salón, un ejemplar persa de los que no se compra con sueldo de juez, donde la vista de Luna tropezó también con la tierra de sus zapatos, de todos los zapatos, que habían formado un barrizal chocante en esta sala impoluta. El aire hippy y descuidado que siempre había rodeado a Carla sin duda se había quedado en otra era. Se asomó al jardín para arrojar su cigarrillo. El sonido de unas sirenas lejanas se aproximaba y volvió a entrar.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Carla. Las sirenas se habían callado y era obvio que sus dueños estaban ante su puerta.

—Hora de decidir: solos o con la policía. —Luna también dudaba. Ir solos, o simularlo, era imprescindible para que esa niña tuviera alguna, aunque fuera mínima, esperanza de sobrevivir. Contar con la policía era necesario para conseguir información. Los agentes ya estaban llamando al timbre—. ¿Qué dices?

—¿Qué dices tú? —Carla imploró. Los agentes aporreaban el aldabón.

—Tú, con la policía, eres una juez —decidió Luna—. Pero diles que me he ido sin decirte nada.

—¿Y tú?

—Me buscaré la vida.

—No me lo creo. ¿Tú, sin la policía? —intervino Pascual.

—Y sin la prensa. —No se cortó y les guiñó un ojo.

Sin más vacilación, salió de nuevo hacia el jardín, donde sabía que una vieja cancela oxidada lo llevaría hasta el callejón, la había usado muchas veces.

—Y tú, profesor de Periodismo —gritó a Pascual—. Sígueme.

Los dos alcanzaron el lateral sorteando mal que bien los charcos y ahí estaba la cancela, como recordaba. Afortunadamente, abierta. Aunque ya no oxidada. Una capa de pintura reciente la había dejado como nueva. Otra sorprendente novedad.

—Luna, ¿lo has contado todo? —preguntó Pascual.

Luna le miró y calló. No. No iba a asustar a sus amigos con todos los detalles. No, al menos, con ese maldito acento albanokosovar.

El goteo habría despistado a cualquiera a primera vista, pero la suma lenta y constante de muertes a lo largo del último año, aunque hubiera ocurrido en ciudades muy distantes, había empezado a aumentar hasta convertirse en la evidencia de un escándalo con un hilván común: Pétrole de France. Treinta personas sin más conexión que la empresa en la que trabajaban se habían ido quitando la vida, en silencio. Sin explicaciones. Todos habían dejado una carta de despedida y solo el trabajo de un anónimo activista que había tejido los hilos había levantado la liebre de un acoso brutal y colectivo que presuntamente había practicado la dirección de la empresa. Lo había escrito Luna.

María devoró el artículo en su despacho con más apetito que el sándwich reseco de la máquina. Activista. ¿Activista de qué? La palabra le había sorprendido. Los datos recabados por ese denunciante empezaban a resquebrajar el buen estado de ánimo con que había vuelto a su trabajo, pero no por eso iba a dejarlo. Algunos habían muerto ahorcados, otros de un... Intentó pasar por alto los detalles de las muertes mientras trataba de masticar un trozo de jamón con queso que desafiaba su glándula salivar... pero siguió: de un tiro. Tragó el bocado. Otros más habían fallecido por una sobredosis de fármacos... El trozo de jamón logró abrirse paso por su garganta como un testarudo nódulo ahora decidido a taponar su esófago. Las cuentas eran contundentes: tres muertos por disparo, seis arrojados al vacío, quince intoxicados por pastillas y seis fallecidos por gas. María percibió el repugnante descenso del bolo digestivo por su interior y apartó de sí el resto del sándwich cuando empezó a sentir un calambre en el estómago. No le convenía pasar el día sin comer, lo sabía, ni tampoco el estrés, no estaba aún plenamente recuperada. Y el desayuno debía de haber llegado ya a los pies. Pero tras alejar indefectiblemente el sándwich, volvió a zambullirse en la lectura.

Todos ellos habían sido degradados de sus cargos, apartados de sus compañeros y ninguneados —decía el activista, R. T—. Formaba parte de una estrategia sistemática de la empresa para reducir la nómina a base de supuestas bajas voluntarias.

«R. T.».

María anotó las iniciales. Un activista. No había querido dar la cara, aunque sí la información.

Era un buen sitio por donde empezar.

¿Y qué decía la empresa?

Que había iniciado una investigación.

Tenía que llamar. Hacía semanas que no hablaba con Luna, enfadada por el libro en el que él se había permitido destripar su último caso y adornarlo con las pocas tonterías que le había sonsacado. ¿Quién era él para...?

«¿Que quién es él? Pues quién va a ser. Ni más ni menos que Luna», le habían dicho sus amigos mientras reían divertidos sin compartir su enfado.

Aquel libro la había convertido en una especie de heroína policial, dispuesta a regresar de la propia muerte para acuchillar a un asesino y no dejarle escapar. Y pocas cosas la ponían tan furiosa como el hambre de los medios por explotar las noticias con nombre de mujer, por sacarle punta a la cuestión «de género». «Eres un modelo de mujer», «Tu ejemplo animará a otras mujeres», le decían. «Concédenos una entrevista para reflejar tu vida». Eso la reventaba, y muy especialmente porque fuera Luna quien la había metido en ese lío.

«Activista». «R. T», volvió a leer. No tenía más remedio.

Sacó el móvil, buscó a Luna y se decidió. Pulsó llamar. Era hora de cobrar la deuda que él le había prometido que iba a pagarle con creces.

Pero fue extraño. No hizo falta casi ningún timbrazo para que Luna, siempre tan de hacerse de rogar, respondiera. Y extraño también fue lo que dijo.

—Canta.

—¿Cómo?

—¿Quién eres?

—Soy María.

—No puedo, María, ahora no.

Y colgó. ¿Será posible? ¿Ella al fin dispuesta a hablar con él y Luna en plan huidizo? Sin dudarlo demasiado, eligió el móvil de Esteban y llamó.

—¿Comisaria?

—No me has dicho nada de la ola de suicidios en Pétrole de France. ¿Qué sabes de ello?

—Lo que cuenta hoy el periódico.

—¿No te mosquea?

—Nada.

—¿Treinta muertos en una empresa no te parece un buen asunto para investigar?

—Ni hablar.

—Explícate.

—Mire, comisaria, ya lo he analizado: la tasa de suicidios en España es de tres por cada diez mil habitantes en un año. Las cuentas salen.

—¿Por?

—Porque Pétrole de France tiene cien mil empleados aquí. Normal que se suiciden treinta en un año. Entra en la norma.

Esteban y sus protocolos, sus normas.

—Esteban.

—¿Comisaria?

—¿Sabes dónde trabajaba tu muerto de hoy, el hombre del Retiro?

—¿El suicida?

—El suicida.

—¿Dónde?

—En Pétrole de France. Era un conserje de Pétrole de France.

—Descanse en paz.

—Esteban.

—Qué.

—El muerto de hoy descuadra tu estadística. ¿Te das cuenta? Ahora son treinta y uno, los muertos, más que la media. Ya no te cuadra.

—Es el margen de error.

—Me gusta: «Margen de error». Es uno de mis territorios favoritos.

—Usted dirá. ¿Qué quiere que haga?

—Solo aclárame una cosa. ¿Qué sabes de Luna?

—¿Por? —La pregunta fue fulminante, pareció hacerla antes de que ella hubiera terminado de formular la suya y María se dio cuenta de que la ansiedad, extrañamente, había hecho saltar a Esteban como un lince.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—Nada bueno. ¿Por qué pregunta por Luna?

—Me ha colgado. ¿Qué ocurre?

—Lo que le digo: nada bueno.

—Acláramelo.

—Nada, nada.

—Esteban. Acláramelo —ordenó. Se hizo el silencio. Era un leal número dos, Esteban, pero tendía a contar lo justo, a estirar al máximo su famoso culebrón. Y ella solía tomárselo como un juego. Pero ahora, no—. He dicho que me lo aclares.

—Han secuestrado a una niña en Toledo, comisaria.

—¿Y cuándo esperabas contármelo?

—Cuando acabara de hacerme preguntas.

Era imposible, el culebrón continuaba.

—¿Y bien? ¿Qué relación tiene Luna con esto?

—Aún no lo sé.

—¿Pero?

—Se le ha visto por el lugar.

—¿Vuelve el periodista de sucesos?

—Me temo que no.

—¿Y entonces?

—Luna estaba con la madre de la criatura, es una juez.

—¿Y?

—Se ha ido de allí prácticamente huyendo de la policía.

—¿Y tú sospechas...?

—Esa juez es una vieja amiga de Luna. Mucho me temo...

—¿Qué?

—Que se va a encargar de la negociación.

—Joder.

Por qué demonios había contestado al teléfono. Estaba plantado ante el altar de la iglesia sin saber por dónde buscar cuando el sonido de su propio móvil le había sobresaltado y confundido. «Canta», había dicho. Cómo demonios se había equivocado así. Y había sido ni más ni menos que con la comisaria Ruiz.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Pascual.

—Me he confundido, eso es todo— se repuso Luna—. ¿Dónde coño habrán dejado el teléfono?

Echó un vistazo al retablo, era improbable que esos salvajes se hubieran molestado en camuflarlo siguiendo alguna pauta inteligible o simbólica. Albanokosovares. «Si ni siquiera son cristianos —pensó—. Unos infieles». Observó el atril, las escalinatas con alfombra roja. Localizarlo en esa maraña de bancos, estatuas y más parafernalia iba a resultar imposible, era cuestión de esperar. De pronto, se fijó en el confesionario y le pareció percibir un movimiento de cortina, sin dudarlo se encaminó hacia allí. Observó el reclinatorio vacío a un lado, también el otro, y obviando los preámbulos, descorrió la tela de un solo movimiento rápido.

—Alabado sea Dios. —Un sacerdote se encogió en su asiento, era mayor y estaba asustado.

—Buscamos un móvil —dijo Luna.

—No se asuste, padre, la vida de una niña está en juego —añadió Pascual.

Luna le fulminó con la mirada, no había que dar detalles. Pero tampoco había tiempo que perder. Un sonido estridente comenzó a sonar dentro del confesionario, el sacerdote se llevó una mano al corazón, asustado, y Luna y Pascual dirigieron la vista a su asiento.

—Yo no sabía... —musitaba el cura, atemorizado.

—Tranquilo —dijo Pascual mientras Luna atrapaba el móvil y se dirigía a grandes zancadas hacia el exterior—. ¿Ha visto quién lo ha dejado aquí?

—¿Cómo? —El sacerdote seguía sumido en el susto.

—Déjelo.

Y Pascual salió una vez más detrás de Luna. El rostro de su amigo estaba lívido cuando le alcanzó en la escalinata de la iglesia y lo vio sentarse sobre la piedra fría mientras escuchaba la voz al otro lado del móvil. Aún no había colgado cuando el viejo sacerdote se asomó también al exterior y les tendió algo en la mano.

—Miren. También había esto en el confesionario. ¿Les sirve de algo?

Lo contemplaron. Algo pequeño y lánguido colgaba inerte de su mano. Se aproximaron más, Luna aún al teléfono. Aquel objeto tenía un adorno, una figura infantil. Lo observaron bien. Era una trenza. Los cabellos aún brillaban compactos en un extremo, recogidos en un coletero de Winnie the Poo, y se deshilachaban en el otro, donde una mano nada cuidadosa había dado un tajo rápido y desigual. Luna lo agarró y se lo llevó al interior de su chaquetón.

—¿Me quieren explicar de qué se trata? —preguntó tembloroso el cura.

Luna le miró con cierta compasión. Pero no. No se lo iba a explicar.

Margen de error

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