Читать книгу Margen de error - Berna González Harbour - Страница 11
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ОглавлениеEl manojo de llaves pesaba como si perteneciera a un viejo caserón pero no por su tamaño, sino por la cantidad de ejemplares apretados en un aro que no daba más de sí. Había al menos una docena de llaves de buzón, de taquillas, portales, cajones, armarios y tres más de puertas blindadas. Estaba de pie frente a la casa de su amigo, inquieto mientras trataba de elegir la apropiada, cuando una voz a su espalda lo sobresaltó.
—¿Quién es usted?
El llavero se le resbaló de las manos y cayó estrepitosamente sobre las baldosas, se volvió nervioso, y vio ante sí a una mujer, una señora baja y gruesa con mandil. La portera.
—¿Es usted policía?
—Un amigo —respondió al fin, sin mentir.
La señora le miró de arriba abajo, observó su chaqueta de cuero viejo y sus vaqueros desgastados y arrugó el ceño con desdén.
—¿Y se va a quedar ahí pasmado? —preguntó mientras señalaba el manojo de llaves en el suelo—. Tendrían que haber mandado a un policía, mejor.
Él tragó saliva, recogió en silencio el llavero y, en un absurdo intento de mostrar seguridad ante la portera escrutadora, eligió la llave que le pareció más apropiada para esta puerta blindada. Pero no abrió.
—¿La policía, por qué? —le preguntó.
—Primero los gritos, luego la ambulancia. Está claro que ahí dentro no ha sucedido precisamente un infarto.
—Y usted, ¿qué cree que pasó?
—Lo que yo crea se lo diré solo a la policía —dijo la señora mientras daba la vuelta y se alejaba cabizbaja con las piernas separadas.
—Espere —le tentó por un momento descubrirse, ella se volvió—. ¿Y si yo fuera policía?
—Con esa facha no me engaña —refunfuñó la señora mientras desaparecía por el pasillo—. ¡Policía! ¡Con esos agujeros en los pantalones!
Él quedó con las llaves en la mano y se miró los vaqueros. Era cierto que tenían algún desgarro de fábrica y los bajos desgastados pero, qué demonios, era domingo, estaba en su día libre. «Cotilla», se dijo. ¿Por qué se había empeñado esa señora en ver a un policía? Le había costado sobreponerse al susto y aguardar firme ante la puerta, intentando mostrar una familiaridad que ahora no sentía ante el piso de Gabriel y Coral. Le había incomodado presentarse como amigo y había sido incapaz de sonsacar a la portera como policía, estaba demasiado alterado. Todos sabían que no era un sabueso como los demás, que lo suyo no era el interrogatorio, la gente, las preguntas, sino zambullirse en los ordenadores, navegar entre sus tripas, echar las redes virtuales y husmear, buscar y tantear hasta encontrar pepitas de oro invisibles al resto. Pero es que, además, se sentía intranquilo, esto no era una misión oficial. Miró la llave elegida y, cuando al fin se cercioró de que había perdido de vista los pasos de la portera, abrió.
La puerta giró lenta y pesadamente sobre sus goznes. Nada a primera vista indicaba que allí hubiera ocurrido algo especial. El hall estaba ordenado, la casa, silenciosa, y solo una corriente que se generó al enlazar el paso del aire entre la puerta y alguna ventana abierta le asustó con un gran portazo. Buscó el interruptor de la luz. Por más veces que hubiera estado ahí dentro con sus amigos, pelando patatas para la cena o viendo algún partido en torno a unas cervezas heladas, sentía los nervios en guardia y una fea sensación de intrusión en una intimidad que le era ajena. Encendió. Un tazón de patatas fritas había quedado volcado en el suelo. Hacía frío y buscó la ventana abierta para frenar el torrente de aire gélido que había invadido el piso. Pero esa ventana no se hallaba en el salón.
Acudió al dormitorio principal. La cama estaba perezosamente hecha y sobre ella se amontonaban pequeñas prendas de bebé. Filas ordenadas de pijamas, chaquetas, faldones y bodies tan minúsculos que habrían servido para cualquier muñeca, pensó. Una de las pilas, la que agrupaba pequeñísimos pantalones de algodón, se había caído al suelo arrastrando su desorden hasta las suaves zapatillas de Coral. La ventana abierta tampoco se encontraba en esta habitación, pero acertó a ver el ordenador de su amigo en una mesa junto a la pared. También el portátil. Bien. Ese era su objetivo. Se había aproximado a él cuando un timbrazo le sobresaltó. Era el teléfono. No lo cogió.
Abrió el portátil, un Toshiba viejo y demasiado grande, pero infalible. Lo había hecho decenas, centenares, tal vez millares de veces, pero la rutina amasada como cazador de secretos escondidos entre dígitos no le bastaba para sentirse cómodo al inmiscuirse en los de su amigo. La pantalla se iluminó. Se hallaba solo, en casa de su amigo y había entrado con permiso. Técnicamente no había nada irreprochable, pero una muda punzada en el vientre le decía que aún estaba a tiempo de salir de allí, de cerrar la puerta, de decirle cualquier tontería a la portera y de no volver a pisar ese lugar.
Ojalá lo hubiera hecho. Pero no lo hizo.
El teléfono volvió a sonar. Era estridente y no se amilanaba ante su indiferencia. Contó diez timbrazos. Respiró profundamente e intentó sumergirse de nuevo en el ordenador.
¿La clave?
Gabriel también era informático y, por tanto, otro desastre seguro. La clave no debía de andar muy lejos. Rebuscó en los cajones, miró alrededor, vació una caja de bolígrafos de la que solo cayeron restos deshilachados de viejas gomas. Nada. Entonces, levantó sin más el ordenador y ahí estaba: escrita en grande en un papel trabado entre la mesa y el cristal que la protegía: «corali». «Vaya, Gabriel tan previsible como todos los de su especialidad».
Empezó a teclear la contraseña, funcionó. Una bella imagen de Coral con gesto enamorado, con una mirada intensa cargada de complicidad, era el fondo elegido como salvapantallas. ¿En qué lío se había metido Gabriel? ¿Qué podía haberle llevado a traicionar esos ojos entregados, a huir de una vida en la que todo exudaba futuro, cariño, felicidad? Buscaba el icono del correo cuando el teléfono le volvió a sobresaltar. Intentó concentrarse y contar los diez timbrazos de rigor. Pero, tras agotarse los diez, el sonido siguió. Once, doce, trece... Tal vez se tratara de alguien que quería hablar desesperadamente con Gabriel y eso le interesó, alguien que no sabía lo que había ocurrido. Catorce, quince... Mejor no cogerlo. Nadie debía saber que él se encontraba ahí. Dieciséis, diecisiete... Se levantó, ¿dónde demonios estaba el aparato? Al menos tal vez podría ver el origen de la llamada. Dieciocho, diecinueve. Entró en la habitación preparada para el bebé. La ventana abierta estaba ahí y el teléfono inalámbrico, tirado sobre la cuna aún embalada, también. Veinte, veintiuno. Número desconocido. ¿Y si contestaba? ¿Y si quien llamaba le daba una pista sobre lo ocurrido? No tenía por qué identificarse. Descolgó.
—¿Quién es?
El silencio que llegaba desde el otro lado del hilo solo fue roto por nuevas ráfagas de viento. El aire se había revuelto en esta noche otoñal de Madrid.
—¿Quién es? —repitió.
La persona que llamaba esperaba callada, sin decidirse a hablar ni a colgar. Él volvió a preguntar:
—¿Quién llama?
Más silencio. Mientras aguardaba, se asomó a la ventana abierta. Estaba en el cuarto y último piso y, por ello, aunque la habitación diera a un viejo y oscuro patio interior, alcanzaba una vista de lujo a un cielo rabiosamente estrellado. Algunas nubes sueltas desfilaban velozmente empujadas por el viento pero ninguna lograba tapar la luminosidad de la luna creciente. Sintió el aire frío en su rostro sin afeitar.
—¿Quién eres?
La voz le sorprendió cuando casi había olvidado el silencioso teléfono que sostenía en la mano. Miró de nuevo al patio. No había nadie.
—Dime quién eres.
Era una voz grave, algo ronca, inquisitorial, ni siquiera estaba seguro de que fuera de mujer, aunque eso es lo que le pareció.
—¿Quién eres? —repitió la voz.
—¿Quién eres tú? —Tomás no tenía miedo, pero la adrenalina habría pulverizado cualquier marcador.
De nuevo se produjo un silencio. Tenía una voz muy castigada para ser de mujer, pero también una tonalidad muy femenina para tratarse de un hombre. Debía de ser una mujer, pero necesitaba escuchar más.
—¿Quién llama? —repitió.
Tras unos breves segundos de silencio, su interlocutor colgó. Recordó los temores de Coral, celosa de una tal Irene. Irene Lotusse. Era imposible, Gabriel había cambiado y solo estaba pendiente de Coral, pero por qué habría de colgar esa persona si no hubiera una razón para esconderse, por qué estaba controlando el piso. Tal vez iba a ser cierto que Gabriel había vuelto a las andadas y que tenía un lío.
Regresó al ordenador y abrió el correo. El ADSL se hallaba desconectado y debía buscarlo. Mientras volvía al salón, probable lugar del enchufe, algo le llamó la atención desde la puerta del fondo. Una sombra en movimiento le había llegado desde el baño. Se aproximó lentamente. No podía permitir que esto se complicara, si es que no se había complicado ya bastante. Se asomó al cuarto y sintió un latigazo lento y doloroso en el pecho. Inspiró. El lavabo estaba lleno de frascos de medicinas, cajas abiertas con todos los blister destripados, vacíos. Pero eso no era todo. Un vaso se había roto al caer. Y restos de sangre ensuciaban el lavabo y salpicaban el piso reluciente y blanco. ¿Por qué la sangre? Encontró una cuchilla de afeitar en el suelo. Su amigo también se había intentado cortar. Y Coral no se lo había dicho. La puerta del pequeño armario situado sobre el lavabo se movía zarandeada por la corriente y el espejo se encargaba de multiplicar los reflejos de esas sombras, esa sangre, ese escenario tenebroso propio de un drama cuya naturaleza se le escapaba por completo.
De repente, un golpe seco cerró de un portazo la puerta del baño y estuvo a punto de sajarle las manos que había apoyado en el marco. Instintivamente se había echado atrás a tiempo. El aire se había revuelto en un impulso repentino y tardó pocos segundos en darse cuenta de que alguien había entrado en el piso. Podía quedarse quieto e inquirir al recién llegado con aparente naturalidad sin meterse en problemas, pero miró a un lado, miró al otro y de un impulso se decidió por la habitación del bebé. Respiró hondo. El grueso plástico que cubría la cuna formaba ondulaciones demasiado ruidosas al ritmo de la corriente generada, hasta que, de pronto, la puerta de la calle se cerró. El sonido del plástico, para su propio alivio, cesó.
—¿A qué hora ocurrió? —Una voz de hombre sonaba desde la entrada, parecía familiar.
Aguzó el oído pero no alcanzaba a escuchar el susurro que le respondía en bajo. La del hombre le había puesto en máxima alerta. El corazón, desbocado. «¿Acaso no era...?».
—¿Y quién dice que ha entrado aquí?
De nuevo una voz imposible de escuchar. La del hombre, sin embargo, llegaba hasta sus oídos con una nitidez mucho mayor de la que hubiera deseado. Sobre todo cuando, alzando el volumen, preguntó:
—¿Hay alguien ahí?
Era obvio que había alguien en el piso, puesto que la luz estaba encendida y la portera misma le había visto entrar, pero instintivamente contrajo los músculos, cortó su respiración e intentó no dar señales de vida camuflado en la habitación oscura que la claridad de la noche iluminaba para su desgracia. Entonces distinguió la voz de la portera, que se aproximaba mientras su corazón latía más deprisa.
—Venga aquí, agente, venga aquí. Debe de encontrarse aquí.
Se tapó la boca, le iban a pillar. «No pasa nada, no pasa nada —se repetía—. Solo estás en casa de un amigo».
—Acérquese. —La señora alcanzó la puerta del dormitorio principal, donde la pantalla del ordenador encendida era la mejor evidencia de que había alguien enredando. Él la podía ya distinguir desde su cuarto apagado.
—No tengo orden judicial, señora. Si tiene sospechas, debe poner una denuncia.
Empezó a respirar más aliviado. El rigor del protocolo policial le iba a salvar, menos mal que había agentes que aún cumplían. El pecho subía y bajaba cuando escuchó de nuevo a la portera.
—¿Ve usted? Y el ordenador está encendido.
—Le digo que no tengo orden judicial, ni siquiera debería estar aquí. Cuénteme qué sospecha usted. —El policía no se había movido de la entrada.
La portera echó un vistazo rápido al pasillo y al fin reculó. Tomás se mantuvo en tensión.
—He visto muchas cosas raras aquí —refunfuñó la mujer mientras se alejaba hacia la entrada.
—¿Y exactamente, qué ha visto? —acertó a escuchar aún. Convencido de que se marchaban, se encaminó hacia el pasillo. La portera había arrancado a hablar y perdía su discurso.
—... pastillas... —Apenas podía distinguir lo que decían, se aproximó aún más a la esquina del salón—:... el muchacho... —Estaban ya cerrando la puerta cuando otras palabras sueltas alcanzaron tenuemente sus oídos desde los labios de la portera—:... desgracia... coche... persecución.
No pudo escuchar más. La puerta se había cerrado tras los pasos de la portera y el policía, y él respiró aliviado. ¿El muchacho? ¿Persecución? ¿Alguien había perseguido a Gabriel con un coche? ¿Había entendido bien? Regresó al dormitorio principal, cerró de un manotazo el portátil, lo cogió, apagó todas las luces y cuando iba a salir, recordó la ventana abierta en la habitación del bebé. Se aproximó a ella. Camuflado en la oscuridad del piso ya no le preocupó asomarse para confirmar su temor: la portera y dos policías demasiado familiares para él salían al exterior. Se echó hacia atrás, no le gustaba este asunto, él jamás había tenido nada que esconder. Dirigió un último vistazo a la luna, que en ese momento se vio cubierta por un nubarrón más lento y abigarrado y, tras cerrar definitivamente la ventana, se largó.