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II Ciudad de México, junio de 1888

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–Súbete.

Murcia era una mujer robusta. Eugenio no dudaba que pudiera cargarlo en su espalda y llevarlo a través de aquel muladar. Pero no iba a permitirlo. Por más que le gustaran sus zapatos nuevos, con los que caminaba orgulloso por los pasillos de El Nacional, se consideraba un caballero.

–Ándale, chamaco –insistió Murcia–. Si también te voy a cobrar la cargada…

Dentro de Las Tres Piedras, la pulquería a la que su amigo Julio Ruelas lo había llevado con el objetivo de desquintarlo, comenzaba a armarse una trifulca. Julio tenía rato que se había marchado con otra prostituta a la que apodaban la Bayoneta, dejando a Eugenio a merced de esa mujer impetuosa y alegre, cuyas enormes tetas se bamboleaban con cada una de sus risotadas. Eugenio sentía por ella una mezcla de miedo y deseo; le gustaban su piel morena, sus anchas caderas, pero a la vez le intimidaba: era alta y desinhibida. ¿Qué haría una vez que tuviera aquel vasto cuerpo desnudo a su disposición? Se le ocurrían varias ideas; sin embargo, le aterrorizaba que, llegado el momento, se paralizara y no supiera por dónde empezar. Murcia estaba feliz de tener un cliente distinguido, limpio, en lugar de los léperos apestosos y desdentados que solían pagar –a veces– por sus servicios.

Varias mesas se volcaron, algunas sillas volaron y una jarra de pulque estalló cerca de la puerta. Esa fue la señal que condenó a los flamantes zapatos de Eugenio.

–Vámonos –dijo, tomándola de un brazo–. Esto debe ser parejo: si te ensucias tú, también me ensucio yo.

–Ay, chamaco, acabas de mencionar el secreto de una buena cogida –dijo Murcia, con una sonrisa de dientes amarillos, como de mazorca–: a la hora de la hora es mejor empuercarse.

Juntos se adentraron en el lodazal; avanzaron por las zanjas oscuras, mientras el griterío en Las Tres Piedras iba quedando atrás. Eugenio había visto brillar varios cuchillos en la penumbra de la pulquería. Se alegraba de que se alejaran de ahí.

Minutos después llegaron al jacal de Murcia. Ella encendió una lámpara de petróleo que inundó el aire con su pestilencia. A partir de ese momento, Eugenio no podría evitar relacionar dicho olor con el sexo; durante los próximos años, cuando alguien utilizara una lámpara similar, él experimentaría una incómoda erección. Cuando llegara la luz eléctrica a la ciudad, él sería uno de los más aliviados.

Eugenio no maldijo el aire pegajoso e irrespirable. Al contrario, agradeció que aquella luz macilenta le permitiera contemplar el exuberante cuerpo de Murcia: sus pezones grandes y prietos, la tupida mata de vello púbico. Ella lo desnudó; le estrujó la verga y los huevos con sus manos callosas. En cuanto lo sintió listo, lo acostó bocarriba y se montó a horcajadas.

–Así aguantarás más –le dijo al oído. Después le chupó el lóbulo.

Eugenio sintió que algo se derramaba, pero no era él. Algo caliente, viscoso. Murcia se llevó una mano al coño y luego metió los dedos en la boca de Eugenio.

–Pruébame –dijo, entre crecientes gemidos.

Aquella sería otra de las cosas que Eugenio jamás olvidaría. No tanto el sabor que experimentó en aquel momento, profundo e intenso, que se extendió desde el paladar hasta su cerebro como una marejada; sino la sensación del día siguiente: cuando despertó, y flotaba en las sensaciones recién vividas, en el olor del coño de Murcia, impregnado en su bigote. Paraba la trompa y aspiraba, sintiendo ese aroma en sus entrañas. Eugenio supo que amaba a esa mujer, a esa prostituta a la que acaba de conocer, y que no importaban las diferencias: nada podría separarla de su lado.

Nada.

Murcia comenzó a mover las caderas con mayor frenesí; Eugenio sintió cómo las nalgas de ella golpeaban contra sus huevos y no pudo más: eyaculó entre una explosión de carcajadas. No las de él, sino las de Murcia. De momento se desconcertó, sintiéndose humillado. Después aprendería que así se venía Murcia, que aquella mujer reventaba en risas en todo momento, incluso durante sus orgasmos.

Se acurrucaron en el lecho, sudorosos y agotados, experimentando aún la embriaguez del pulque; el olor del petróleo intensificaba el de sus propios cuerpos. En la penumbra del jacal, abrazado a Murcia, Eugenio se preguntó si aquella felicidad podía durar para siempre.

La respuesta llegó pronto. En la única ventana del jacal, centelleando a la luz de la luna, vio unos ojos como de animal.

Alguien los estaba observando.

Al día siguiente, mientras comían los frijoles con chile y tortillas que Murcia sirvió para el desayuno, Eugenio intentó manifestar su preocupación. No sabía cómo hacerlo sin parecer entrometido, así que guardó silencio durante algunos minutos. Fue hasta que Murcia rompió el hielo que él se atrevió a hablar del tema.

–Desembucha –dijo Murcia, con la boca llena de frijoles–. ¿O qué, no estuvo bueno el arrimón de anoche?

Eugenio sacó su pañuelo y se limpió la boca.

–La primera vez que coges –se adelantó Murcia– te quedas espantado. Después te acostumbras –le dio un codazo y agregó, con expresión pícara–: Y hasta le agarras el gusto.

–Ayer estuvo magnífico. Pero cuando terminamos, sucedió algo extraño: alguien nos espiaba por la ventana. Me preocupa que sea algún cliente celoso. O tu novio, tal vez…

–No seas tarugo. Yo no tengo novio. Por aquí está lleno de mirones.

–Te voy a regalar unas cortinas. Y una navaja.

–Sé cuidarme sola.

Murcia se levantó. Se abrió la blusa y sus tetas asomaron, rotundas. Los pezones apuntaban hacia la boca de Eugenio, quien abrió la boca instintivamente.

–Ya casi me tengo que ir –dijo Murcia–. Pero tenemos tiempo de aventarnos otra.

Alzó a Eugenio del cuello de la camisa.

–Me gustas, chamaco. Esta no te la voy a cobrar.

Carne de ataúd

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