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VII Ciudad de México, junio de 1908

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El hombre que lo aguardaba en la celda no correspondía en lo absoluto con el monstruo que durante veinte años creció en su cabeza. Enjuto, calvo y aquejado de un constante temblor, como si fuera presa de un frío interno, Francisco Guerrero era un anciano decrépito incapaz de asustar a un niño. Sólo conservaba la mirada profunda, los ojos de pupilas como carbones, que daban la impresión de conducir a un túnel sin fondo. Eso Eugenio lo recordaba muy bien de su encuentro anterior cara a cara, durante el juicio de 1890. Ahora, al comenzar a conversar con él, se desconcertó aún más: la voz del Chalequero era de marcado tono infantil, quebradiza, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Por un instante dudó en utilizar la pequeña daga que introdujo en una de sus botas. Los guardias que lo condujeron a la celda lo revisaron superficialmente, pues el permiso para ver al preso lo había expedido el inspector Roumagnac. Sin embargo, no debía dejarse engañar por aquella apariencia de fragilidad: el Chalequero había vuelto a matar, y lo volvería a hacer si recuperara la libertad. Ya en una ocasión se había librado de la muerte. ¿Cómo lo consiguió? Para Eugenio, al igual que para muchos de sus colegas, era un misterio. Tras el juicio de 1890, Francisco Guerrero fue condenado a la pena capital, pero el Señor Presidente lo indultó y cambió la sentencia por una reclusión de veinte años en San Juan de Ulúa. ¿Qué llevó al Dictador a tomar semejante decisión? Tal vez nunca lo sabría. El mal tomaba caminos misteriosos. Por lo mismo, Eugenio no podía permitir que el Chalequero eludiera nuevamente su destino, aún a costa de su propia libertad.

–¿Me recuerdas? –fue lo primero que le preguntó.

El Chalequero le lanzó una rápida mirada. Después se concentró en sus uñas mugrientas.

–No te conozco –respondió.

Eugenio sintió que la sangre le hervía. Aquel vejestorio no lo recordaba; en cambio, Eugenio había pensado en él cada día de los últimos veinte años.

–¿Te dice algo el nombre de Murcia Gallardo?

En esta ocasión, el anciano ni siquiera lo volteó a ver.

–Hay tantas mujeres…

Eugenio se dejó llevar por el odio acumulado y deslizó su mano al interior de la bota.

–¿Sabes algo? No eres el único Ángel de la Muerte. Habem…

–Yo no maté a nadie –el Chalequero lo interrumpió.

La frase desconcertó a Eugenio. Intrigado, retiró su mano de la bota.

–¿Cómo?

–Escribe eso en tu periódico. Agarraron al hombre equivocado –la voz le tembló–. Soy inocente. Pregúntales a mi mujer y a mis hijas…

Tras el breve momento de confusión, Eugenio comprendió: el Chalequero tenía miedo de morir. Matarlo ahora sólo acortaría su tormento. Decidió que, contra ese infeliz, no había que empuñar el cuchillo sino la pluma. Como reporter terminaría de hundirlo.

Eugenio suspiró, aliviado. No era necesario que se convirtiera en asesino.

Carne de ataúd

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