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V Ciudad de México, junio de 1908

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Eugenio se encontraba en la oficina de Rafael Reyes Spíndola, director de El Imparcial. El jefe lo había mandado llamar: estaba feliz con las notas del Chalequero, que aumentaron considerablemente las ventas del periódico. Lo recibió con un abrazo, le pidió que se sentara y le ofreció un poco de coñac.

Eugenio permaneció con la copa en la mano, sin atreverse a darle un trago ni a ponerlo sobre el escritorio del patrón.

–Siempre hago la broma de que mi periódico es para cocineras –dijo Reyes Spíndola, mientras se reclinaba en la silla y pasaba las manos por detrás de la cabeza–, pero tú me estás echando a perder el chiste. Con estas exclusivas, ahora sí parecemos un diario de verdad, como los de Estados Unidos.

–Sólo hago mi trabajo –Eugenio no era modesto, pero le aterraba la posibilidad de que el jefe sospechara que él tenía un vínculo personal con esa historia.

–Qué va. Si hasta pareces detective, carajo. La policía debería pagarte una recompensa o al menos darte una medalla. Gracias a ti, ahora ese lépero está tras las rejas.

–La conexión era evidente. Lo que ocurre es que la policía cada vez tiene más trabajo…

–Y nosotros más lectores –interrumpió el jefe–. Bendita sea la sangre. A nadie le gusta, la queremos lo más lejos posible de nuestro vecindario, pero cómo nos entretiene leer lo que le pasa al peladaje. ¿Quién lo hubiera dicho? El futuro del periodismo se encuentra en el crimen. Los privilegiados leen las desgracias del populacho desde la comodidad de su hogar. ¿No es el negocio perfecto?

Eugenio pensó en las palabras que Madame Guillot le dijo la otra noche en su casa y sólo entonces se animó a beber el coñac.

–Incluso he pensado –dijo el jefe– que deberías empezar a firmar tus notas. Te lo mereces.

–No es necesario. Todos somos El Imparcial –Eugenio se arrepintió al instante de aquella frase. De hecho, comenzaba a crecer en él un rechazo al diario en el que trabajaba.

–Como quieras. Pero pídeme algo, estoy dispuesto a complacerte…

Eugenio vio una oportunidad y no la desperdició.

–Quiero entrevistar al Chalequero. Usted tiene los contactos…

Reyes Spíndola se enderezó y depositó los codos sobre el escritorio.

–Tienes ambición, Casasola. Me agradas. Déjame ver qué puedo hacer…

Eugenio dejó la copa vacía sobre el escritorio y salió de la oficina. La euforia provocada por el alcohol reafirmó los planes que se ordenaban al instante en su cabeza. Cuando estuviera frente al asesino, no iría armado precisamente con preguntas.

Carne de ataúd

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