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Guadalajara, marzo de 1855

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El Rastro parecía el escenario de una masacre. Había charcos de sangre en el piso, salpicaduras en las paredes, vísceras apiladas en montones. El joven Francisco se acercó al lugar donde las reses colgaban bocabajo de ganchos. Estaba acostumbrado a ese olor a muerte: visitaba seguido a su padre en el trabajo. Era un olor que una vez que entraba por la nariz era muy difícil que saliera; duraba varios días y lo impregnaba todo: la ropa, la casa, incluso los pensamientos. A veces, Francisco sentía que miraba en rojo, y que el agua que bebía tenía el mismo color de la sangre.

Caminó por el suelo pegajoso, sin importarle que sus huaraches se ensuciaran con la porquería. Llegó hasta donde su padre lo esperaba, con un enorme cuchillo en la mano. Sabía lo que tenía que hacer. Y aunque ya lo había hecho en numerosas ocasiones, seguía experimentando la misma mezcla de asco y emoción de la primera vez.

Tomó el cuchillo y rajó el pecho del animal, justo a la altura del corazón. Su padre estaba listo con un vaso y recibió el líquido. De inmediato se lo pasó a Francisco, quien bebió el contenido de un trago. La sangre estaba espesa, caliente. Cuando terminó contuvo las arcadas, y luego se pasó la lengua por las comisuras de los labios.

Su padre le dio un coscorrón.

–Lárguese.

Su aliento olía a pulque fermentado. Francisco esperaba con ansia el día en que su padre se lo diera a probar. Estaba seguro de que, además de la sangre, esa bebida lo transformaría en un hombre viril. Por algo tenía la consistencia de los mecos. Había visto a hombres que, tras beber pulque, apuñalaban a otros con saña.

Regresó a su casa espantando a las gallinas que se encontraba en el camino. Fue directo a la letrina y, paladeando los restos de sangre en sus encías, se masturbó dilatadamente.

Satisfecho, se acostó en el petate a dormir. Y soñó: tenía muchas mujeres que vivían para complacerlo. Algunas aceptaban de muy buena gana. A las que se ponían remilgosas, las obligaba. A veces con pura fuerza, otras con el cuchillo. Ellas se espantaban y eso lo excitaba más.

Despertó. Como siempre, se puso triste. Aún no tenía el arrojo ni para someter a sus primas, como había hecho su padre, que se casó con una pariente. Miró el chaleco que colgaba de un clavo, luego sus huaraches pringosos. Tal vez debería empezar a vestirme mejor, pensó.

Y trabajar. Podría hacer zapatos.

Pagaré por mujeres.

Francisco se puso el chaleco de su padre, se miró en el trozo de espejo que colgaba sobre el aguamanil y dijo en voz alta:

–Después les cobraré lo que me deban.

Carne de ataúd

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