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CAPÍTULO CINCO

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A George Tully no le gustaba cómo se veía un cierto pedazo de tierra por el camino. No sabía exactamente por qué.

“Nada de qué preocuparse”, se dijo a sí mismo. La luz de la mañana probablemente solo le estaba jugando una mala pasada.

Respiró aire fresco profundamente. Luego se inclinó y cogió un puñado de tierra suelta. Como siempre, se sentía suave y lujosa. También olía bien, rica en nutrientes de las últimas cosechas de maíz.

“La gran tierra de Iowa”, pensó mientras la tierra se deslizaba entre sus dedos.

Estas tierras habían estado en la familia de George durante años, por lo que había conocido estas tierras finas toda su vida. Sin embargo, nunca se cansó de ellas, y su orgullo de cultivar las tierras más ricas del mundo nunca menguó.

Levantó la mirada a los campos que se extendían tan lejos que no los alcanzaba ver todos. La tierra había sido cultivada durante un par de días. Estaba lista y en espera de granos de maíz púrpura cubiertos con insecticida que serían colocados donde pronto aparecería cada nuevo tallo de maíz.

No había sembrado antes debido al clima. Por supuesto, nunca había una forma de estar seguro de que una helada no llegaría a estas alturas del año y arruinaría la cosecha. Recordó en ese momento una tormenta de nieve monstruosa de abril que ocurrió en los años 70 que tomó a su padre por sorpresa. Pero a lo que George sintió un soplo de aire caliente y vio unas nubes altas en el cielo, se sintió muy seguro de que todo saldría bien.

“Hoy es el día”, pensó.

Mientras George estaba allí mirando, su ayudante Duke Russo llegó conduciendo un tractor que arrastraba una sembradora de doce metros de largo detrás de él. La sembradora sembraría dieciséis filas a la vez, a setenta y seis centímetros de distancia, un grano a la vez, depositaría abono sobre cada uno, cubriría la semilla y seguiría adelante.

Los hijos de George, Roland y Jasper, habían estado de pie en el campo a la espera de la llegada del tractor, y se dirigían hacia él mientras retumbaba a lo largo de un lado del campo. George sonrió. Duke y los muchachos hacían un buen equipo. No había necesidad de que George se quedara para la siembra. Saludó a los tres hombres con la mano y luego se volvió para regresar a su camioneta.

Pero ese parche extraño de tierra cerca de la carretera le llamó la atención de nuevo. ¿Qué estaba mal? ¿El arado cincel había pasado por alto ese parche? No lo creía posible.

Tal vez una marmota había estado cavando allí.

Pero a lo que se acercó al lugar, vio que ninguna marmota había hecho esto. No había ninguna abertura, y el suelo había sido aplanado.

Parecía que algo había sido enterrado allí.

George gruñó por lo bajo. Algunos vándalos y bromistas a veces le causaban problemas. Hace un par de años, algunos niños del pueblo cercano de Angier robaron un tractor y lo usaron para derribar un cobertizo. Más recientemente, otros habían pintado obscenidades con spray sobre las cercas y paredes e incluso su ganado.

Era exasperante, e hiriente.

George no tenía idea de por qué los niños se esforzaban tanto por darle problemas. Nunca les había hecho ningún daño. Había reportado los incidentes a Joe Sinard, el jefe de policía de Angier, pero nunca se hizo nada al respecto.

“¿Ahora qué hicieron estos bastardos?”, dijo en voz alta, tocando el suelo con el pie.

Supuso que debía averiguarlo. Lo que estaba enterrado aquí podría destruir su equipo.

Se volvió hacia su tripulación y agitó una mano para que Duke detuviera el tractor. Cuando él apagó el motor, George les gritó a sus hijos:

“Jasper, Roland, tráiganme la pala que está en el asiento del tractor”.

“¿Qué pasa, papá?”, respondió Jasper.

“No sé. Solo hazlo”.

Un momento más tarde, Duke y los chicos estaban caminando hacia él. Jasper le entregó una pala a su padre.

Mientras el grupo observaba con curiosidad, George empezó a meter la pala en el suelo. Mientras lo hacía, un olor extraño y agrio se encontró con sus fosas nasales.

Sintió una oleada de temor instintivo.

“¿Qué demonios hay aquí?”, pensó.

Sacó bastante tierra con la pala hasta que chocó con algo sólido, pero suave.

Cavó con más cuidado, tratando de destapar lo que fuera. Pronto algo pálido apareció a la vista.

A George le tomó unos minutos entender lo que era.

“¡Dios mío!”, exclamó, con el estómago revuelto de horror.

Era una mano, la mano de una mujer joven.

Una Vez Perdido

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