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CAPÍTULO OCHO

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Parecía que el apartamento de Bill había sido robado. Riley se congeló en la puerta por un momento, a punto de sacar su arma en caso de que el intruso todavía estuviera aquí.

Luego se relajó. Esas cosas esparcidas por todas partes eran envoltorios de comida y platos y vasos sucios. El lugar era un desastre, pero nada más estaba fuera de lugar.

Llamó el nombre de Bill.

No oyó ninguna respuesta.

Luego volvió a llamar.

Esta vez le pareció oír un gemido de un cuarto cercano.

Su corazón latió con fuerza de nuevo mientras se apresuró a la habitación de Bill. La habitación estaba en penumbra y las persianas estaban cerradas. Bill estaba tumbado en la cama, vestido con ropa arrugada y mirando el techo.

“Bill, ¿por qué no me respondiste cuando te llamé?”, le preguntó un tanto irritada.

“Sí lo hice”, le dijo a Riley en un susurro. “No me escuchaste. Deja de hacer tanto ruido”.

Riley vio una botella de whisky americano casi vacía sobre la mesita de noche. De repente entendió toda la escena. Se sentó en la cama junto a él.

“Pasé mala noche”, dijo Bill, tratando de forzar una sonrisa débil. “Sabes cómo es eso”.

“Sí, lo sé”, dijo Riley.

Después de todo, la desesperación la había llevado a sus propias borracheras y resacas posteriores.

Tocó su frente sudorosa, imaginando lo enfermo que debía sentirse.

“¿Cuál fue el desencadenante para que comenzaras a beber?”, le preguntó ella.

Bill gimió.

“Mis hijos”, dijo.

Luego se quedó en silencio. Riley tenía mucho tiempo sin ver a los dos hijos de Bill. Supuso que debían tener nueve y once años ahora.

“¿Qué pasó con ellos?”, preguntó Riley.

“Ellos vinieron a visitarme ayer. Fue terrible. Toda mi casa estaba vuelta un desastre, y yo estaba muy irritable y tenso. Estaban locos por irse a casa. Riley, fue horrible. Me porté muy mal. Si se repite otra visita como esa, Maggie no me dejará volverlos a ver. Está buscando cualquier excusa para sacarlos de mi vida para siempre”.

Bill hizo un ruido parecido a un sollozo. Pero no parecía tener la energía para llorar. Riley sospechaba que había llorado bastante por su cuenta.

Bill dijo: “Riley, si no soy bueno como padre, ¿para qué soy bueno entonces? Ya no soy buen agente. ¿Qué me queda?”.

Riley sintió una punzada de tristeza en su garganta.

“Bill, no digas eso”, dijo ella. “Eres un gran padre. Y eres un gran agente. Tal vez hoy no, pero sí los demás días del año”.

Bill negó con la cabeza.

“De seguro no me sentí como un padre ayer. Y sigo oyendo ese tiro. Sigo recordando haber entrado al edificio, haber visto a Lucy tumbada en el suelo sangrando”.

Riley sintió su propio cuerpo temblar un poco.

También lo recordaba muy bien.

Lucy había entrado a un edificio abandonado sin saber que estaba en peligro, solo para ser abatida por la bala de un francotirador momentos después. Bill le había disparado por error a un joven que había estado tratando de ayudarla. Para cuando Riley llegó allí, Lucy había usado su fuerza restante para matar al francotirador con múltiples disparos.

Lucy murió momentos después.

Fue una escena horrible.

Era la peor situación que había vivido en su carrera.

Ella dijo: “Yo llegué mucho después de ti”.

“Sí, pero no le disparaste a un chico inocente”.

“No fue tu culpa. Estaba oscuro. No tenías forma de saberlo. Además, ese chico está bien ahora”.

Bill negó con la cabeza. Levantó una mano temblorosa.

“Mírame. ¿Crees que pueda volver al trabajo así?”.

Riley estaba casi enfadada. Realmente tenía un aspecto terrible, ciertamente nada parecido al compañero astuto y valiente en el que había aprendido a confiar con su vida, ni al hombre guapo que le atrajo hace un tiempo. Y toda esta autocompasión no le sentaba bien.

Pero se recordó a sí misma severamente:

“Yo también pasé por esto. Yo sé lo que se siente”.

Y cuando pasó por eso, Bill siempre estuvo allí para ella.

A veces tuvo que ser duro con ella.

Supuso que él necesitaba un poco de eso en este momento.

“Te ves terrible”, dijo ella. “Pero tú mismo te llevaste a este punto, a estar en estas condiciones. Y eres el único que puede arreglarlo”.

Bill la miró a los ojos. Sentía que él le estaba prestando atención ahora.

“Siéntate”, le dijo ella. “Recomponte”.

Bill se sentó en el borde de la cama al lado de Riley.

“¿Ya te asignaron un terapeuta?”, le preguntó ella.

Bill asintió.

“¿Quién es?”, preguntó Riley.

“No importa”, dijo Bill.

“Claro que sí importa”, dijo Riley. “¿Quién es?”.

Bill no respondió. Pero Riley fue capaz de adivinar. El psiquiatra asignado de Bill era Leonard Ralston, mejor conocido por el público como “Dr. Leo”. Sintió una punzada de rabia. Pero no por Bill.

“Dios mío”, le dijo. “No me digas que el Dr. Leo. ¿De quién fue la idea? De Walder, te lo apuesto”.

“Como dije, no importa”.

Riley quería sacudirlo.

“Es un loco”, le dijo ella. “Sabes eso más que nadie. Cree en la hipnosis, recuerdos recuperados, en todo tipo de basura desacreditada. ¿No recuerdas el año pasado, cuando convenció a un hombre inocente que era culpable de asesinato? A Walder le gusta el Dr. Leo porque ha escrito libros y ha estado en la televisión”.

“No voy a dejar que se meta en mi cabeza”, dijo Bill. “No voy a dejar que me hipnotice”.

Riley estaba tratando de mantener su voz bajo control.

“Ese no es el punto. Necesitas a alguien que te sea de ayuda”.

“¿Cómo quién?”, preguntó Bill.

Riley no tuvo que pensarlo mucho.

“Te prepararé un poco de café”, le dijo. “Cuando regrese, quiero que estés de pie y listo para salir de este lugar”.

En su camino a la cocina de Bill, Riley miró su reloj. No tenía mucho tiempo. Tenía que actuar con rapidez.

Sacó su teléfono celular y marcó el número personal de Mike Nevins, un psiquiatra forense en DC que trabajaba para el FBI de vez en cuando. Riley lo consideraba un amigo cercano, y la había ayudado a superar sus propias crisis en el pasado, incluyendo un terrible caso de trastorno de estrés postraumático.

Cuando el teléfono de Mike comenzó a sonar, colocó su teléfono celular en altavoz, lo colocó sobre el mostrador de la cocina y comenzó a preparar café en la cafetera de Bill. Se sintió aliviada cuando Mike contestó el teléfono.

“¡Riley! ¡Es bueno saber de ti! ¿Cómo están las cosas? ¿Cómo está esa creciente familia tuya?”.

El sonido de la voz de Mike era refrescante, y casi podía ver al hombre bien vestido y su expresión agradable. Deseaba poder hablar bien con él para ponerse al día, pero no había tiempo para eso.

“Estoy bien, Mike. Pero estoy apurada. Tengo que montarme en un avión. Necesito un favor”.

“Dime”, dijo Mike.

“Mi compañero, Bill Jeffreys, está pasando por un momento difícil después de nuestro último caso”.

Oía verdadera preocupación en la voz de Mike.

“Sí, me enteré de lo que sucedió. Qué terrible lo de la muerte de su joven protegida. ¿Es cierto que tu compañero fue puesto de licencia? ¿Algo relacionado con haberle disparado a la persona equivocada?”.

“Así es. Él necesita tu ayuda. Y la necesita de inmediato. Él está bebiendo, Mike. Nunca lo había visto tan mal”.

Hubo un breve silencio.

“No creo entender”, dijo Mike. “¿No ha sido asignado a un terapeuta?”.

“Sí, pero no lo está ayudando en nada”.

Ahora Mike sonaba reservado.

“No sé, Riley. Me incomoda aceptar pacientes que ya están bajo el cuidado de otra persona”.

Riley sintió una punzada de preocupación. No tenía tiempo para lidiar con la ética de Mike.

“Mike, lo asignaron al Dr. Leo”.

Hubo otro momento de silencio.

“Apuesto a que eso será suficiente”, pensó Riley. Sabía perfectamente bien que Mike odiaba al terapeuta-celebridad con todo su corazón.

Finalmente Mike dijo: “¿Cuándo puede venir?”.

“¿Qué estás haciendo en este momento?”.

“Estoy en mi oficina. Estaré ocupado por unas horas, pero estaré disponible más tarde”.

“Estupendo. Irá para allá luego. Pero por favor llámame si nunca llega”.

“Eso haré”.

A lo que finalizaron la llamada, el café estaba comenzando a gotear en la jarra. Riley sirvió una taza y se dirigió de nuevo a la habitación de Bill. Ya no estaba allí. Pero la puerta del baño contiguo estaba cerrada, y Riley oía la maquinilla de afeitar eléctrica de Bill al otro lado.

Riley tocó la puerta.

“Pasa, estoy vestido”, dijo Bill.

Riley abrió la puerta y vio que Bill se estaba afeitando. Colocó el café en el borde del lavabo.

“Te hice una cita con Mike Nevins”, dijo.

“¿Para cuándo?”.

“Ahora mismo. Puedes irte ya, para cuando llegues estará desocupado. Te enviaré la dirección de su oficina por mensaje de texto. Tengo que irme”.

Bill se veía sorprendido. Por supuesto, Riley no le había dicho nada acerca de estar apurada.

“Tengo un caso en Iowa”, explicó Riley. “El avión me está esperando en este momento. No dejes plantado a Mike Nevins. Me enteraré si lo haces, y te las verás conmigo”.

Bill se quejó, pero luego dijo: “Está bien, yo voy”.

Riley se volvió para irse. Entonces pensó en algo que no estaba segura de que debería sacar a relucir.

Finalmente dijo: “Bill, Shane Hatcher sigue prófugo. Hay agentes vigilando mi casa. Pero recibí un mensaje amenazante de él, y nadie lo sabe excepto tú. No creo que atacaría a mi familia, pero tampoco estoy cien por ciento segura. Me pregunto si tal vez...”.

Bill asintió.

“Yo estaré pendiente”, le dijo él. “Necesito hacer algo útil”.

Riley le dio un abrazo y salió del apartamento.

Mientras caminaba hacia su auto, miró su reloj de nuevo.

Si no se topaba con tráfico, llegaría a la pista de aterrizaje justo a tiempo.

Ahora tenía que empezar a pensar en su nuevo caso, pero no estaba particularmente preocupada por eso. Este probablemente no le tomaría mucho tiempo.

Después de todo, ¿qué tanto esfuerzo y tiempo podría tomar un caso de un único asesinato en un pueblo pequeño?

Una Vez Perdido

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