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PRÓLOGO

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Katy Philbin se reía mientras bajaba cuidadosamente por las escaleras.

“¡Deja de reírte!”, se dijo a sí misma.

¿Qué era tan cómico, de todos modos?

¿Por qué estaba riéndose como una niñita, no como la chica de diecisiete años de edad que realmente era?

Quería más que nada en el mundo actuar como una adulta seria.

Después de todo, él la estaba tratando como una adulta. Había estado hablándole como si fuera un adulta durante toda la noche, haciéndola sentirse especial y respetada.

Incluso la había llamado Katherine en lugar de Katy.

Le gustaba mucho cuando la llamaba Katherine.

También le gustaron los tragos para adultos que le preparó toda la noche, que según él se llamaban “Mai Tais”, tan dulces que apenas pudo probar el alcohol.

Y ahora ni siquiera recordaba cuántos se había tomado.

¿Estaba borracha?

“¡Eso sería horrible!”, pensó.

¿Qué pensaría de ella si ni siquiera podía aguantar unos cuantos tragos helados y dulces?

Y ahora se sentía muy mareada.

¿Qué pasaría si se caía por las escaleras?

Miró sus pies, preguntándose por qué no se movían como deberían. ¿Y por qué la luz estaba tan tenue aquí?

Para su vergüenza, ni siquiera recordaba exactamente por qué estaba aquí en este tramo de escaleras de madera que cada vez parecían más largas.

“¿Adónde vamos?”, preguntó.

Sus palabras no salieron bien, pero al menos había logrado dejar de reírse.

“Te lo dije”, le dijo él en respuesta. “Quiero mostrarte algo”.

Miró a su alrededor para encontrarlo. Estaba en algún lugar al final de las escaleras, pero ella no podía verlo. Solo había una lámpara en una esquina que no alumbraba mucho.

Pero esa luz fue suficiente para recordarle dónde estaba.

“Ah, sí”, murmuró. “En tu sótano”.

“¿Estás bien?”.

“Sí”, dijo, tratando de convencerse de que era verdad. “Ya bajo”.

Obligó a un pie a llegar al siguiente escalón.

Ella lo oyó decir: “Vamos, Katy. Lo que prometí mostrarte está aquí”.

En ese momento entró en cuenta...

“Me llamó Katy”.

Se sintió extrañamente decepcionada, ya que había pasado toda la noche llamándola Katherine.

“Estaré ahí en un minuto”, dijo.

Cada vez le estaba costando más pronunciar bien las palabras.

Y, por alguna razón, eso le pareció muy cómico.

Lo oyó reírse.

“¿Estás pasándola bien, Katy?”, le preguntó en una voz agradable, una voz en la que había confiado por muchos años.

“Demasiado bien”, dijo, riéndose de nuevo.

“Me alegra”.

Pero ahora el mundo parecía estar dando vueltas a su alrededor. Se sentó en las escaleras con cuidado, agarrándose de la barandilla.

El hombre volvió a hablar en una voz menos paciente.

“Date prisa, chica. No voy a quedarme aquí esperándote toda la noche”.

Katy se puso de pie, luchando por despejar su mente. No le gustaba el tono de su voz. Pero entendía su impaciencia. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no podía bajar estas escaleras?

Le estaba resultando cada vez más difícil centrarse en dónde estaba y lo que estaba haciendo.

Perdió su agarre sobre la barandilla y se dejó caer sobre el escalón.

Se preguntó de nuevo cuántos tragos se había tomado.

Entonces recordó.

“Dos”.

¡Solo dos!

Pero no había bebido nada desde aquella noche horrible...

No hasta hoy… pero de todos modos solo fueron dos tragos.

Por un momento no pudo respirar.

“¿Está volviendo a suceder?”.

Se dijo a sí misma que debía dejarse de tonterías.

Ella estaba sana y salva aquí con un hombre en el que confiaba.

Y ella estaba haciendo el ridículo, y eso era lo último que quería, sobre todo con él, cuando la había tratado tan bien y le había servido todos esos tragos y...

Y ahora todo estaba borroso y oscuro.

Y sentía náuseas.

“No me siento bien”, dijo.

Él no respondió, y ella no podía verlo.

No podía ver nada.

“Creo que... creo que debería irme a casa”, dijo.

El hombre siguió callado.

Subió las manos a ciegas, tanteando en el aire.

“Ayúdame... ayúdame a levantarme de las escaleras. Ayúdame a subir”.

Ella oyó sus pasos acercándose a ella.

“Él me va a ayudar”, pensó.

Entonces, ¿por qué esa sensación de malestar se estaba intensificando con cada segundo?

“Llévame a casa”, le dijo. “¿Podrías hacer eso por mí? ¿Por favor?”.

Sus pasos se detuvieron.

Podía sentir su presencia justo en frente de ella, aunque no podía verlo.

Pero ¿por qué no le decía nada?

¿Por qué no estaba haciendo nada para ayudarla?

Entonces entendió qué era esa sensación de náuseas.

Miedo.

Se armó de la última gota de valor que le quedaba, extendió la mano y agarró la barandilla, y se puso de pie.

“Tengo que irme”, pensó. Pero fue incapaz de decir las palabras en voz alta.

Entonces Katy sintió un fuerte golpe en la cabeza.

Y luego no sintió nada en absoluto.

Una Vez Perdido

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