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CAPÍTULO DOS

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Cassie observaba la tienda vacía y se sintió aplastada por la decepción. Sabía que tenía que irse, alejarse en la noche húmeda y oscura y emprender el largo viaje de vuelta hacia su auto, pero no se decidía a marcharse.

Era como si darse la vuelta ahora significara darse por vencida para siempre, y cuando lo pensaba así sentía los pies enraizados en el lugar. No podía quitarse de encima la certeza de que aún debía haber algo que de alguna forma la condujera a Jacqui.

Miró a su alrededor y vio que una de las tiendas cercanas aún estaba abierta. Parecía ser una pequeña cafetería y restaurante. Quizás alguien allí supiera quién era el dueño o dueña de Cartoleria y a dónde se había ido.

Cassie se dirigió al pequeño restaurante, aliviada de encontrar un refugio de las rachas de lluvia. En el interior había un aroma delicioso a café y pan, lo que le recordó que hoy no había comido. Había una enorme máquina de capuchinos cromada en un lugar destacado sobre el mostrador de madera.

Adentro había espacio solo para cuatro mesas y estaban todas ocupadas. Pero había un asiento vacío en la barra, así que se sentó allí.

El camarero, que parecía estresado, se apresuró a atenderla.

Cosa prendi? —le preguntó.

Cassie adivinó que quería tomarle su pedido.

–Lo siento, no hablo italiano —se disculpó, con la esperanza de que entendiera—. ¿Sabes quién era el dueño de la tienda de al lado?

El joven se encogió de hombros, confundido.

–¿Puedo ofrecerle comida? —le preguntó en un inglés entrecortado.

Cassie se dio cuenta de que la barrera del lenguaje había terminado con su interrogatorio y rápidamente examinó el menú garabateado en el pizarrón negro de la pared del fondo.

–Un café, por favor. Y un panini.

Despegó unos billetes de su disminuida reserva en la cartera. Los precios en Milán eran aún más altos de lo que esperaba, pero se hacía tarde y estaba muerta de hambre.

–¿Eres americana? —le preguntó el hombre que estaba sentado al lado de ella.

Impresionada, Cassie asintió.

–Sí.

–Mi nombre es Vadim —se presentó él.

No sonaba como un italiano, pero su oído para los acentos no era tan bueno como el de él. Supuso que debería ser de algún lugar de Europa del Este, o quizás incluso Rusia.

–Soy Cassie Vale —respondió ella.

Parecía ser unos años mayor que ella, por lo que tendría cerca de treinta, y estaba vestido con una chaqueta de cuero y jeans. En frente de él tenía una copa de vino tinto a la mitad.

–¿Estás aquí de vacaciones? ¿O trabajando, o estudiando? —le preguntó.

–En realidad, viajé hasta aquí para encontrar a alguien.

La confesión era dolorosa ahora que Cassie temía que nunca la encontraría.

Las gruesas cejas del hombre se juntaron y fruncieron.

–¿Qué quieres decir con encontrar? ¿Encontrar a alguien en particular?

–Sí. Mi hermana.

–Lo dices como si estuviera perdida —dijo él.

–Lo está. Seguí una pista con la esperanza de que me ayudara a encontrarla. Hace un tiempo llamó a una amiga en Estados Unidos y rastreamos el número.

–¿Así que rastreaste la llamada y llegaste hasta aquí? Eso es trabajo de detective —dijo Vadim con admiración mientras el camarero deslizaba su café por el mostrador.

–No, fui demasiado lenta. Verás, ella llamó dos veces para hablar conmigo. El primer número no funcionó. Recién la semana pasada me di cuenta de que la otra llamada podía ser desde otro número.

Vadim asintió con comprensión.

–Y ahora Cartoleria está cerrada —dijo Cassie.

–¿La tienda de al lado?

–Sí. Desde ahí había llamado. Tengo la esperanza de descubrir quién era el propietario.

Él frunció el entrecejo.

–Sé que Cartoleria es una cadena de tiendas. Hay más en otros lugares de Milán. Es un cibercafé y vende bolígrafos, lápices, esas cosas.

–Artículos de oficina —sugirió Cassie.

–Sí, eso es. Quizás si te comunicas con otra tienda, ellos te puedan ayudar a encontrar al encargado de esta.

El camarero regresó y colocó un plato enfrente de ella, y Cassie empezó a comer, hambrienta.

–¿Viajaste hasta aquí sola? —le preguntó Vadim.

–Sí, vine aquí sola, con la esperanza de encontrar a Jacqui.

–¿Por qué eres tú la que la está buscando, y ella no te está buscando también a ti?

–Tuvimos una infancia difícil —le contó—. Mi madre murió cuando era joven y mi padre no pudo arreglárselas sin ella. Se volvió muy irascible, como si quisiera destrozar la vida de todos.

Vadim asintió con comprensión.

–Jacqui era mayor que yo, y un día simplemente se marchó. Creo que ya no podía soportarlo. La furia, los gritos, los vidrios rotos en el suelo casi todas las mañanas. Él tuvo muchas novias y era habitual que hubiese extraños en la casa.

Se asomó un oscuro recuerdo de ella, debajo de la cama a altas horas de la noche, escuchando pasos pesados que subían la escalera y alguien que tanteaba su puerta. Jacqui la había salvado. Había gritado tan fuerte que los vecinos habían venido corriendo, y el hombre había bajado las escaleras a hurtadillas. Cassie recordó el terror que había sentido al escuchar el ruido en la puerta del dormitorio. Jacqui había sido su protectora hasta que huyó.

–Después de que ella se marchó yo me mudé, y luego desalojaron a mi padre y tuvo que buscar otro alojamiento. Yo conseguí un teléfono nuevo. Él consiguió un teléfono nuevo. No había forma de que ella pudiera contactarse con nosotros. Ahora creo que está intentando contactarse. Pero está asustada, y no sé por qué. Quizás piensa que estoy enojada porque ella se marchó.

Vadim sacudió la cabeza.

–¿Así que estás sola en el mundo?

Cassie asintió, sintiendo tristeza una vez más.

–¿Puedo invitarte con una copa de vino?

Cassie sacudió la cabeza.

–Muchas gracias, pero tengo que conducir.

Su auto estaba a cuarenta minutos a pie. Desde allí, ella no sabía a dónde ir. No había hecho planes para su alojamiento. Había esperado llegar más temprano, y que la tienda la diera pistas del paradero de Jacqui, y entonces podría dar el siguiente paso en su búsqueda. Ahora había oscurecido, y no tenía idea de en dónde podía encontrar una posada o un hostel a buen precio. Se dio cuenta que podía terminar durmiendo en su auto, en el aparcamiento de concreto.

–¿Tienes alojamiento para esta noche? —le preguntó Vadim, como si le hubiese leído la mente.

Cassie sacudió la cabeza.

–Aún debo solucionar eso.

–Hay un alojamiento para mochileros cerca de aquí. Una pensione, como dicen aquí en Italia. Puede que te resulte conveniente. Paso por allí de camino a casa; puedo mostrarte en dónde es.

Cassie sonrió con indecisión, preocupada por el precio y también porque su equipaje aún estaba en su auto. Aún así, un alojamiento cercano parecía más tentador que el largo camino hacia el aparcamiento. Incluso había una posibilidad de que Jacqui se haya alojado en esos albergues, en cuyo caso al menos debía ir a verlos.

Terminó su café y las últimas migas del panini mientras Vadim hacía lo mismo con el vino y enviaba mensajes en su teléfono.

–Ven conmigo. Por aquí

Afuera aún llovía, pero Vadim abrió un enorme paraguas y Cassie caminó a su lado, agradecida por la protección. Claramente con prisa, él marchaba adelante por lo que ella tuvo que apresurarse para ir a su ritmo. Le complacía que no perdiesen el tiempo, pero al mismo tiempo se preguntaba si esta pensión estaba fuera de su camino y si se estaba desviando para poder ayudarla.

Atisbó a los edificios alrededor mientras pasaban, para darse una idea de donde estaban. Nombres de restaurantes, tiendas y negocios brillaban y destellaban en la llovizna; el idioma desconocido hacía que Cassie sintiera como si sus sentidos estuviesen saturados.

Cruzaron la calle y ella notó que el tráfico había disminuido. Aunque no había revisado la hora por un buen rato, pensaba que serían bien pasadas las siete de la tarde. Estaba exhausta y se preguntaba qué tan lejos estaba el alojamiento para mochileros, y qué haría si no había lugar.

El cartel a la derecha era de un supermercado, estaba segura. A la izquierda, quizás era de un entretenimiento de algún tipo. El cartel de neón destellaba brillantemente. No era la zona roja, si es que eso existía en Milán, pero tampoco estaba demasiado lejos.

De pronto, se dio cuenta que habían caminado demasiado lejos, demasiado rápido, y en silencio.

Deberían haber caminado más de un kilómetro, más de lo que cualquier persona razonable consideraría cercano.

Fue entonces que empezó a recordar.

En el primer cruce, había mirado a la izquierda. Distraída y con la lluvia en los ojos no había asimilado el letrero que había visto. No era grande y destellante, sino una cartel más modesto con letras negras y fondo blanco.

Pensione.

Esa era la palabra que Vadim había utilizado. Era “alojamiento para mochileros” en italiano, o en todo caso un equivalente.

–¿Por qué vas más despacio? —le preguntó él, y ahora su voz era cortante.

Más adelante, Cassie vio que centelleaban unos focos delanteros. Había una camioneta blanca estacionada del otro lado de la calle. Parecía que Vadim se dirigía directamente hacia ella.

Él estiró el brazo y, en un instante lleno de terror, Cassie se dio cuenta de que él había detectado su vacilación y la iba a sujetar del brazo.

Casi Muerta

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