Читать книгу El truhan y la doncella - Blythe Gifford - Страница 13
Nueve
ОглавлениеPara Garren sí que había un mañana. Mientras Dios le arrebataba a sus seres queridos, entre un pasado amargo y un futuro vacío, le concedía vivir un presente eterno. Aspiró profundamente el olor del amanecer y se preguntó de qué manera podría aprovecharlo al máximo.
Dominica lo evitaba, y él lamentaba haberla asustado. Su única intención había sido abrirle los ojos al mundo real, pero ella insistía testarudamente en que él era un mensajero de Dios y se defendía con las palabras del réprobo Agustín. Garren no era ningún académico, pero conocía las historias sobre aquel sujeto que había sucumbido a las pasiones mundanas antes de convertirse al Cristianismo.
Las mismas pasiones que Dominica empezaba a sentir. Garren lo había notado en su voz ahogada y su pulso acelerado. Sí, definitivamente sentía la tentación y le aterrorizaba esa grieta en su muro de inocencia.
Pero la grieta también afectaba a su confianza, y Garren necesitaba que confiase en él, no ya como mensajero de Dios, sino como hombre. Por tanto lo mejor sería no presionarla, pensó mientras la miraba por encima del hombro. Dominica caminaba obedientemente junto a Roucoud, montado por la hermana Marian. Junto a ellas marchaban los hermanos Miller, discutiendo entre ellos. Garren suspiró. Cuando accedió a guiar al grupo solo pensaba en comida, refugio y seguridad. Aquello bastaba para los soldados, pero no para los peregrinos, a pesar de las severas restricciones que imponía la iglesia contra las comodidades del viaje. Al cabo de tres noches todos necesitaban un techo bajo el que dormir y una comida caliente. Tal vez las comodidades de Exeter calmaran los ánimos de los hermanos Miller, ofrecieran algo de intimidad a la insaciable pareja y permitieran a la hermana Marian recuperar las fuerzas.
Si el monasterio no disponía de camas para los peregrinos, tendría que correr él con los gastos de hospedaje, a menos que pidieran limosna. La comida y el alojamiento en una posada costarían bastante más que la paga de un día, y a él nadie le había pagado. El único dinero que tenía era el de William.
Pero no importaba lo inútil que fuese aquella peregrinación. Él se lo había prometido a William y le pagaría todo lo que gastara. A través de Dominica si fuera necesario.
Al pensar en ella lo recorrió un fuerte estremecimiento. Dominica, tan valiente y temeraria… Cuando la vio atrapada entre el espino y la pareja medio desnuda sintió ganas de poseerla además de salvarla. La idea de hacerlo nunca le había parecido especialmente desagradable. Tan solo las consecuencias.
Debía proceder despacio y con cautela. Tenían muchos días por delante. Lo mejor sería dejar que fuera ella la que acudiera a él. Y lo haría, sin duda.
El sol aún no había alcanzado su cénit cuando llegaron a Exeter. Era la fiesta del Corpus Christi y las calles estaban llenas de carretas y de gente que no trabajaba aquel día. Todos se movían de carreta en carreta, cada una un escenario improvisado para que un gremio específico representara su propia versión de las historias divinas.
El ambiente festivo y alegre insufló nuevas energías en el grupo. Antes de permitir que se desperdigaran, Garren les dio instrucciones muy estrictas para que se reunieran delante de la catedral al caer la noche.
Jackin y Gillian fueron los primeros en esfumarse. Los hermanos Miller se fueron a buscar una taberna y Ralf se abstrajo a su mundo privado. La viuda y el médico se fueron a presenciar los juegos y espectáculos, que él le contó a ella en su oído bueno. Simon pidió permiso para montar a Roucoud y Garren se lo concedió. El caballo necesitaba un poco de ejercicio. Tan solo quedaron la hermana Marian y Dominica.
«Deja que venga a ti», se recordó Garren, y fingió interés en un carro con una bandera de un gran pez. A su alrededor se congregó rápidamente una multitud para la siguiente actuación.
La hermana Marian y Dominica se susurraron algo entre ellas, y cuando Dominica se acercó a Garren este le dedicó una sonrisa de deliberada sorpresa.
—La hermana Marian dice que me quede con vos a ver el espectáculo mientras ella va al monasterio a pedir alojamiento. Siempre que os parezca bien…
—Claro. Nada podría complacerme más —un alivio mucho mayor del que esperaba lo invadió por completo.
La hermana Marian hizo un gesto vacilante con la mano y echó a andar con el perro en dirección a St. Nicholas.
Vieron como una inmensa ballena, movida por tres pescaderos, se tragaba a un desventurado Jonás. Dominica se rio tanto como el resto y parecía disfrutar con todas las imágenes, sonidos y olores.
—¿Nunca habías visto la representación teatral de un milagro? —le preguntó Garren.
—En el priorato celebramos el Corpus de una forma bastante diferente… —respondió ella con una ancha sonrisa.
Garren pensó en una congregación de monjas cantándole al Señor, aisladas y protegidas del mundo profano por los gruesos muros del convento.
—¿Cómo acabaste allí? —quiso saber. Intuía que la historia de Dominica diferiría sensiblemente de lo que había contado la priora.
—Dios me dejó allí.
—¿Dios en persona? —repitió él, maravillado ante aquella convicción absoluta de que el Todopoderoso controlase personalmente su vida.
—Dios lo controla todo —aseveró ella con un brillo de entusiasmo en los ojos—. Me dejó en la puerta como una ofrenda de manzanas —hinchó los carrillos y abrió los brazos en círculos—. ¿A qué parezco una manzana?
El desconcierto debió de ponerle cara de tonto, porque ella se echó a reír con una risa feliz y despreocupada. Garren sintió un deseo casi irrefrenable de tocarla, abrazarla y besarle su pequeña y graciosa nariz.
Calma, se ordenó a sí mismo.
—¿Una manzana? No, más bien una ciruela.
Dominica se dobló por la cintura de tanto reír, aunque sus risas fueron ahogadas por los aplausos del público al término de la función. Garren le puso la mano en la espalda y la condujo por las atestadas calles. Compró dos pasteles de carne en un puesto ambulante, los sostuvo fuera del alcance de un ganso agresivo y se tragó el suyo en dos bocados. Dominica lo mordisqueó delicadamente por la corteza.
—¿No te gusta?
—No comemos mucha carne en el priorato. No estoy acostumbrada al sabor.
El ganso le picoteó la capa, graznando furiosamente. Garren lo espantó y Dominica se tragó rápidamente casi todo el pastel, pero el ganso contraatacó y ella dejó caer el último bocado. El ave lo atrapó con el pico y se alejó triunfalmente, dejando una lluvia de plumas blancas a su paso.
Dominica agarró una pluma del suelo.
—Se parecen mucho a las plumas de santa Larina, ¿verdad?
Él asintió, sintiendo el peso del relicario en el cuello y en la mente. Tenía que confiar en que Dominica nunca advirtiera hasta qué punto eran iguales esas plumas.
—Es sorprendente el parecido entre las plumas de un ganso y las de una santa —comentó despreocupadamente.
—A veces es muy poco lo que nos separa de ser todo lo buenos que deberíamos ser —dijo ella—. Eso debería enseñarnos a tener compasión de los pecadores.
«Como yo», pensó Garren. Por desgracia, sabía que no habría perdón para el pecado que iba a cometer.
Más tarde se encontraron ante la imponente catedral de Exeter, un nuevo monumento a la ambición del obispo. El edificio aún estaba en construcción y los andamios cubrían la fachada. Las herramientas de los albañiles y picapedreros yacían abandonadas al término de la jornada. Junto a la puerta se agolpaban las estatuas de santos, algunas acabadas y otras a medio brotar de la piedra. Sobre el arco, un vasto agujero aguardaba la vidriera de colores.
Otro espectáculo dio comienzo delante de la catedral, y a Dominica casi se le salieron los ojos de las órbitas al ver a un hombre haciendo de Dios. Ataviado con una túnica blanca, una peluca rubia y una máscara dorada, se sostenía precariamente sobre unos zancos escondidos bajo la túnica. A sus pies, un demonio con cuernos libraba una encarnizada batalla por el alma de un acobardado pecador.
—Eso no aparece en la Biblia —le dijo a Garren, tirándole de la manga.
—Claro que sí —no supo por qué se molestaba en discutir. Había abandonado la iglesia porque el Dios al que adoraban le parecía menos auténtico que el hombre que iba sobre los zancos.
Dios inmovilizó al diablo en el suelo y le golpeó el trasero acolchado con una pala de mango largo ante los rugidos del público.
—Dos peniques por el Diablo —gritó un remero borracho.
—¡No! —exclamó Dominica—. No aparece en la Biblia.
Garren observó a la multitud y esperó que ninguno de ellos la oyera blasfemar.
—¿Qué quieres decir con que no aparece en la Biblia?
Ella lo miró fijamente a los ojos y se inclinó para susurrarle al oído.
—La he leído.
El susurro aturdió de tal manera a Garren que durante unos segundos no oyó las risas a su alrededor ni fue capaz de pronunciar palabra. Tenía constancia de que Dominica sabía leer y escribir. El callo en su dedo así lo atestiguaba. Pero la Biblia estaba escrita en latín. Solo los elegidos por la iglesia podían leerla e interpretarla. Las monjas tal vez la hubieran criado, pero no había razón para que le enseñaran latín a una pobre huérfana.
—¿Lees latín?
—Sí —respondió ella—. Y también lo escribo.
Garren reconoció la confianza que hacía falta para pronunciar aquella confesión en voz alta. Le puso la mano en la espalda y la apartó de la enardecida multitud para llevarla al interior de la catedral, donde nadie salvo Dios podría oír su sacrilegio.
La nave occidental, en construcción, doblaría el tamaño del templo. Las columnas se erguían a cielo abierto, como un bosque de árboles pelados elevándose hacia el cielo.
—Aquí dentro cabrían el castillo, el priorato y la aldea… —dijo Dominica, mirando hacia arriba—. Es realmente la casa de Dios.
Para Garren era más bien una especie de gigantesco mausoleo para un obispo muerto que una obra a la gloria de Dios. El sepulcro del difunto obispo estaba a la izquierda del altar. ¿Quién era capaz de despilfarrar la fortuna de una vida en un homenaje póstumo?
Pero cuando los últimos rayos de sol entraron por el agujero del frontispicio e iluminaron a Dominica como si fuera un ángel terrenal, Garren se sorprendió deseando ser creyente otra vez.
La agarró con delicadeza de los dedos y la llevó bajo el arco de una mampara de madera que aislaba el coro en el centro de la iglesia. Le frotó el callo del dedo corazón y se sentó junto a ella.
—Y ahora cuéntamelo todo, Nica —le dijo, aunque no estaba seguro de querer oír la verdad.
—¿Es otra prueba? —preguntó ella con el ceño fruncido.
«Sí», pensó él. «Una prueba que no puedo fallar».
—La única respuesta válida es la verdad.
La ceja semiarqueada de Dominica parecía un ave dispuesta a emprender el vuelo.
—Bueno… ya sabéis que los Readington han apoyado el trabajo del priorato.
—Sí —la posesión más preciada de William, la cual había llevado durante la campaña en Francia, era el salterio de su padre, elaborado por las monjas del priorato.
—La hermana Marian es la responsable de copiar los textos y del coro. Siempre me tuvo un afecto especial y me dejaba sentarme en sus rodillas mientras copiaba. Me enseñó a escribir con la tinta sobrante y los restos de pergamino —se rio y miró por encima del hombro cuando el eco resonó en el suelo de piedra—. Creo que decidió que yo nunca sería cantora.
Garren sonrió. Él no tenía paciencia ni talento para la escritura, pero admiraba el trabajo de los copistas y escribanos.
—Me encanta el olor de la tinta, el tacto de la pluma, la forma en que se revela la gloria de Dios cuando se completa una página… A eso quiero dedicar mi vida —su rostro brillaba de regocijo sin necesidad de recibir la luz del sol.
Era lógico que no tuviera pensamiento de casarse. Solo una monja podía pasarse la vida copiando textos sagrados.
Dominica agachó la cabeza, acercándola a él, y Garren olió la fragancia a violetas de sus cabellos.
—Copié una parte de La ciudad de Dios, de san Agustín. Y también una página de Mateo que tenemos en nuestra biblioteca, con las mayúsculas en rojo y dorado. La hermana Marian hizo el diseño con escayola, pero yo apliqué el pan de oro y le saqué brillo.
Hablaba de su talento con una pizca de orgullo, pero no tanto como para pecar de soberbia.
—¿Qué parte de Mateo? —le preguntó Garren, más interesado en el movimiento de sus labios que en los versículos de la Biblia.
—«Pide y recibirás; busca y encontrarás, llama y se te abrirá». Os lo enseñaré para que podáis leerlo y veáis qué buen trabajo hice.
Era el turno para que él también se confesara.
—En el monasterio les dejaba el latín a otros.
Ella sonrió.
—Por eso quiero copiar la Biblia a la lengua vulgar.
—¿Al inglés?
Un escalofrío lo recorrió mientras ella asentía con vehemencia. Él no sabía leer en inglés mejor de lo que sabía en latín, es decir, prácticamente nada. Pero una Biblia traducida pertenecería al pueblo, no solo a la Iglesia.
Se preguntó qué pensaría William de todo eso.
—¿Lo sabe la priora?
—No lo aprueba.
Lógico, pensó él. Semejante herejía amenazaría la existencia del priorato. Y por eso la madre Juliana estaba dispuesta a arriesgar el alma inmortal de Dominica.
—Las hermanas se saben las Escrituras de memoria y las recitan en misa, pero yo quiero hacerlas comprensibles y asequibles a todo el mundo. ¿Crees…? —cerró los ojos un momento—. ¿Creéis que está mal?
Los ojos le ardían con un fervor que le recordó a Garren la primera vez que la vio. Hasta ese momento había pensado en ella como si fuera un pajarillo encerrado en la jaula de la Iglesia, pero empezaba a ver que quizá no fuese tan buena idea liberarla de su confinamiento. Si la dejaba salir al mundo real, tal vez destruyera todo lo que era importante para ella.
—Creo que si lo que quieres es traducir las Escrituras al inglés, deberías hacerlo.
—Sois un mensajero de Dios muy extraño…. La hermana Marian dice que no debo hablar de ello. ¿Me ayudaréis?
—¿Cómo podría ayudarte?
—Diciéndole a la priora que lo que hago está bien. A vos os escuchará, puesto que estáis más cerca de Dios.
Garren se quedó sin saber qué decir.
—Quizá debamos dejarlo en manos de santa Larina.
Dominica esbozó una radiante sonrisa de fe.
—Por eso hago la peregrinación. Sé que Larina me ayudará. Dios no puede condenarme por difundir su mensaje.
Garren sintió una dolorosa punzada en el pecho por la ingenuidad de Dominica. Estaba convencida de que tenía a Dios de su parte y que con su mensaje podría cambiar el mundo.
Le puso la mano en su cálida y suave mejilla.
—Eres más piadosa de lo que nunca podré ser. Un dios que te condene no merece ser adorado.
Pero el Dios que él conocía no merecía más adoración que el albañil disfrazado con la barba postiza. Al final de aquel viaje, cuando Dominica descubriera adónde la había conducido su fe, se vería sumida en la misma amarga soledad que él. Ningún Dios merecía tal sacrificio.
Al mirar sus intensos ojos azules, llenos de confianza y devoción, sintió el loco deseo de proteger la llama de su fe contra el frío viento terrenal.
Y en ese momento se dio cuenta de que no podía culpar a Dios de sus propios pecados.
Richard sostuvo la naranja tachonada de clavos pegada a la nariz mientras entraba en la alcoba de William para su visita de rigor. En aquella ocasión le preguntaría por el mensaje. Era una pregunta que llevaba carcomiéndole las entrañas durante varios días.
El rostro de William era una máscara cadavérica de ojos hundidos y piel blanca y cuarteada. El pelo se le caía a jirones, sus manos se asemejaban a unas garras huesudas, tal y como el italiano había prometido, y ni siquiera el popurrí podía vencer el hedor de un cuerpo descarnado en imparable putrefacción.
Se estremeció de asco. Niccolo se lo había advertido, pero el proceso estaba alargándose más de lo que pensaba. Tendría que lavar las sábanas en agua de rosas antes de mudarse a aquella alcoba.
—¿Cómo te encuentras hoy?
—No estés tan impaciente por verme muerto, hermano.
—Solo quiero que acabe tu agonía.
—Para convertirte en heredero…
Richard se volvió hacia la ventana en busca de aire fresco. En el prado, los campesinos segaban el heno con sus grandes guadañas y los rostros empapados de sudor. La hija del minero, con el escote abierto para airear sus generosos pechos, le llevaba cerveza a su marido. Al igual que su madre, no había llegado intacta al matrimonio. Tal vez Richard la hiciera llamar aquella noche…
—Hace muy buen tiempo, William. Nuestros peregrinos deben de estar llegando a Exeter con tu mensaje.
William cerró los ojos.
—¿Qué escribiste en ese mensaje, William?
—Nada importante.
—Qué curioso… Eso mismo dijo el mercenario.
—No es un mercenario.
Siempre estaba defendiendo a ese hombre que ni siquiera era de su sangre. Era él, Richard, quien compartía la semilla de su padre, no aquel caballero sin nombre y sin hogar.
—Lucha por dinero, incluso hace la peregrinación por dinero… ¿Cómo lo llamarías? —se mofó—. ¿Salvador, tal vez?
—Lo llamo hermano. Más hermano que tú.
Richard oyó la voz de su padre en las palabras de William. «¿Por qué no te pareces más a tu hermano?».
—¿De qué más va a salvarte? ¿De mí?
—Es tarde para eso.
Richard apretó los dientes. De modo que William lo sabía…
—¿Quieres saber lo que dice el mensaje? —le preguntó William, mirándolo con un brillo maniaco en los ojos—. Te lo diré —se incorporó hasta apoyarse en los codos y Richard retrocedió hacia la puerta, temeroso de que fuera a desarrollar una fuerza antinatural—. Le dice al sacerdote del santuario que si yo muero será obra tuya y que habrá que colgarte para que Dios te envíe al infierno.
Richard se desplomó contra la puerta. Debería habérselo imaginado. Tendría que haber detenido al grupo de peregrinos antes de que se alejaran del castillo. Si aquel mensaje llegaba al santuario sus planes no habrían servido para nada.
—Tú y tu italiano… —continuó William—. Creías que no lo descubriría…
—¿Lo sabe Garren?
—¿No basta con que lo sepa Dios?
—No lo sabe —murmuró Richard, más para sí mismo. No tenía sentido hablar ya con su hermano—. Si Garren lo supiera, ya me habría matado. Y esa panda de idiotas cree que es una especie de santo… Me habrían colgado si él se lo hubiera dicho —se puso a caminar por la alcoba, pensando a toda velocidad—. Pero tú no puedes ni sostener una cuchara… No fuiste tú quien escribió el mensaje. Alguien lo hizo por ti… ¿Quién fue?
William soltó una carcajada agónica.
Richard lo agarró por los hombros y lo zarandeó hasta golpearle la cabeza en la almohada, provocando un ruido sordo como el de un saco de grano dejado caer al suelo.
—¿Quién escribió el mensaje?
William puso los ojos en blanco. Richard lo soltó y se apartó del hedor de las sábanas. Una punzada de remordimiento aguijoneaba su alivio.
—La chica… Fue la chica, naturalmente. Dominica —le sonrió al saco de huesos que había sido su medio hermano. La situación exigía un cambio de planes—. No es tu sentencia de muerte la que has firmado, hermano. Es la suya.
Las arcadas de William lo acompañaron mientras se alejaba por el pasillo. Aún estaba vivo. Lástima, pero él tenía otras preocupaciones más acuciantes. Debía preparar el equipaje y asegurarse de que Niccolo supiera qué hacer en su ausencia.
—¡Niccolo! —gritó con una voz tan temblorosa como los dedos de William.
El italiano apareció inmediatamente en una puerta, como si hubiese estado esperando la llamada.
—¿Señor?
Aquel hombre siempre conseguía ponerle nervioso. Había algo en sus ojos que lo inquietaba. Tal vez tuviera que librarse de él cuando acabara el trabajo, aunque si realmente podía convertir el plomo en oro quizá mereciera la pena tenerlo a su servicio.
—Haz que ensillen inmediatamente al más veloz de mis caballos. Quiero salir antes del mediodía.
Las órdenes deberían haberse dado a un paje, pero Niccolo se dirigió sin rechistar a las cuadras.
Los peregrinos se habían marchado tres días antes, pero al galope tendido podría alcanzarlos antes de que llegaran al santuario. Y si se llevaba tan solo a una pequeña guardia consigo…
No, no podía perseguirlos y matarlos. Tendría que viajar como peregrino. En solitario. Ya encontraría la forma de hacerlo allí. Con uno de los venenos de Niccolo, tal vez.
—¡Lombardo! —volvió a llamar a Niccolo, quien se detuvo a mitad de la escalera—. Consígueme algo de belladona. Y búscame también una de esas capas grises y una cruz.
—¿De peregrino, señor?
—Sí, estúpido —se echó a reír y le arrojó la naranja al italiano—. Voy a ir de peregrinación.
El plan era perfecto. En un viaje ocurrían muchos accidentes. El mercenario y la chica podían morir en el camino y subir directamente al Cielo.
Sería una lástima por la chica…
La priora se levantó de la silla y observó en silencio a sir Richard, ataviado como un peregrino, arrodillado ante ella. Jamás visitaba el priorato y nunca atendía las peticiones de la priora salvo ofrecerle un pacto con el Diablo. ¿La acusaría de haber faltado a su palabra tan pronto? ¿No confiaba en que hubiera cumplido con su parte? Empezaba a echar de menos a Dominica…
—Bendígame, priora. Voy a peregrinar al santuario de santa Larina.
—¿Qué os empuja a hacer esta peregrinación, sir Richard?
—Se ha producido un desagradable incidente… Mi hermano, en su delirio cercano a la muerte, está convencido de que he intentado envenenarlo.
A la priora se le revolvió el estómago.
—¿Por qué iba a pensar tal cosa?
—Porque Garren lleva un mensaje al sacerdote del santuario diciéndole eso mismo. Lo escribió mi hermano, o mejor dicho, hizo que Dominica lo escribiera por él.
La madre Juliana sabía muy bien que el conde de Readington no sufría alucinaciones. No solo había puesto en peligro el alma de Dominica… También la había condenado a muerte.
—No son más que los desvaríos de un moribundo —continuó Richard—, pero no puedo permitir que haya ningún malentendido. ¿No estáis de acuerdo?
Ella se tocó la frente, el pecho y los hombros para protegerse contra la maldad de aquel hombre. «Perdóname, Señor. Perdona mi arrogancia por creer que podía tratar con el Diablo en cosas sin importancia».
—Bendecidme, priora —volvió a pedirle Richard, agachando la cabeza—. Me dispongo a impedir que se cometa una grave injusticia.
—¿No preferís esperar al prior? —tardarían un día, por lo menos, en hacerle llegar el mensaje. Y otro día hasta que se presentara en el priorato. Quizá aquel retraso pudiera salvar al grupo—. Él debe entregaros los testimoniales oficiales.
Richard la miró, sin levantar la cabeza, con unos ojos fríos y calculadores.
—No es necesario, priora. Vos estáis lo bastante cerca de Dios para bendecirme.
La madre Juliana le pasó la mano sobre la cabeza y murmuró unas palabras en latín:
—Que Dios me perdone.