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Tres

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Dominica apretó la frente contra el pasamanos del altar e intentó concentrase en Dios y no en la súbita aparición del conde. Completada la ceremonia, el abad besó su cayado y se lo colocó en las manos. Dominica pegó los labios al bastón de madera sin corteza erguido ante ella. A continuación el abad le entregó el salvoconducto, un pergamino con las palabras del obispo que la convertían en peregrina. Un hormigueo le recorrió los dedos al deslizarlo en la bolsa, junto a su propio pergamino y pluma. Más tarde, cuando nadie la viera, cotejaría la letra del copista con la suya.

Agachó la cabeza e intentó buscar la voz de Dios en su interior, pero le resultaba difícil abstraerse de la presencia del Salvador a su izquierda. Se preguntó si la estaría observando. Su cuerpo parecía tan sólido como el cayado que aferraba como si se tratara de una espada. Era una un hombre acostumbrado a valerse por sí mismo, sin necesidad de apoyarse en un cayado, ni en un amigo, ni siquiera en Dios.

Cerró con fuerza los ojos y volvió a concentrarse en el propósito de su viaje inminente.

«Por favor, Señor, dame una señal en el santuario para que sepa que estoy destinada a difundir tu palabra». Se sintió tentada de añadir «en la lengua vulgar», pero decidió no forzar aquel detalle de momento.

Abrió los ojos y miró de reojo a su derecha. Un criado secaba el sudor de la frente del conde. Diez años atrás, Dios se había cobrado la vida de su padre en vez de la suya. Dominica recordaba las semanas de luto que siguieron a la muerte del viejo conde. La hermana Marian se pasó días llorando. Pero Dios había salvado a su hijo, y seguramente había envido al Salvador para que volviera a protegerlo. Añadió una oración por el conde, quien merecía la ayuda de Dios y la suya.

El abad pronunció su último amén y los peregrinos se levantaron, apoyándose en sus cayados, y desfilaron junto al conde de camino a la puerta para darle las gracias por la comida. Cuando la hermana Marian se detuvo junto a él, el conde le agradeció su labor con el salterio de los Readington, el cual aferraba en su blanquecina y huesuda mano derecha.

La hermana Marian le apartó los ralos mechones rubios de su frente humedecida como si fuera un niño. Casi todos temían tocar al conde en aquel estado, y la palabra «leproso» circulaba de boca en boca por las manchas negras y rosadas que le cubrían la piel.

A Dominica también le temblaron un poco las piernas cuando le llegó el turno de arrodillarse ante él. Pero el conde había sido muy bueno con ella de niña, no como Richard.

—Recuerda… —le dijo él, llevándose un dedo a los labios—. Es un secreto.

Dominica asintió en silencio y miró a lord Richard, quien seguía hablando con la madre Juliana y el abad. El abad los había conminado a confesarse en el santuario. ¿Guardar un secreto conllevaría la misma penitencia que una mentira? Seguramente no. Una mentira constaba de palabras que la hacían real.

Siguió avanzando y su lugar lo ocupó El Salvador, que se arrodilló junto al conde y agarró el hombro del moribundo en un emotivo gesto. Sir Garren se daría prisa en llegar al santuario y conseguiría que santa Larina salvara al conde, pensó Dominica.

La hermana Marian y ella volvieron al altar para recibir la bendición final de la priora. Dominica quería oír algunas palabras de aliento que consolaran su alma hasta que volviera a casa, pero en vez de un beso de paz la priora le susurró una advertencia al oído.

—Recuerda, un solo contratiempo y no podrás volver con nosotras —dicho eso, le dio la espalda y le murmuró algo en latín a la hermana Marian.

Dominica se aferró a su cayado. Si no podía volver al priorato no tendría ningún otro sitio al que ir.

Tras recibir su bendición, la hermana Marian se apoyó en el cayado y estiró las dolientes rodillas. Solo tenía cuarenta años, pero el trabajo de copista había envejecido su cuerpo tanto como los cánticos habían mantenido su voz joven.

Dominica seguía temblando por las palabras de la madre Juliana, pero aun así le ofreció el brazo a Marian y juntas se dirigieron hacia la puerta. Las lágrimas le empañaban la vista y transformaban la imagen de los peregrinos en una nube borrosa en mitad del patio soleado. Dios no podía permitir que la priora se interpusiera entre Él y su humilde sierva.

Se detuvieron en el umbral y se secó rápidamente una lágrima que le resbalaba por la mejilla.

—¿Qué ocurre, chiquilla? —le preguntó la hermana Marian, dándole una palmadita en el brazo con sus rígidos dedos—. ¿Por qué lloras? ¿Has cambiado de opinión? ¿Quieres quedarte aquí?

Más que nada, pensó ella. Pero se obligó a sonreír y sacudió la cabeza. No tenía sentido preocupar a la bondadosa monja con unas palabras que solo iban dirigidas a ella.

—Pues claro que quiero quedarme aquí. Por eso tengo que irme. Para no tener que volver a marcharme.

—El mundo es muy grande. Pueden ocurrir muchas cosas.

—Y yo tengo intención de escribirlas para poder recordarlas a mi regreso —le dio un golpecito a la bolsa donde llevaba el pergamino y la pluma.

—Eso lo dices ahora —una sombra de tristeza oscureció los ojos de Marian—. A lo mejor no quieres regresar.

—Conozco hasta el último ladrillo de la capilla y cada hoja del jardín. Este es mi sitio.

La hermana Marian parpadeó para protegerse del sol y ajustó la capa en los hombros de Dominica. La hermana Barbara había cosido la áspera lana gris con afecto y premura, ya que a Dominica se le daba mejor la escritura que la costura. En cuanto a la hermana Marian, afirmaba que la capa que había llevado de peregrinación cinco años antes estaba perfectamente y no necesitaba otra.

—¿Alguna vez has echado de menos tener madre, Nica?

Dominica sonrió al oír el cariñoso diminutivo que le habían puesto de niña. Su nombre completo era demasiado largo y complicado para una lengua infantil.

—He tenido muchas madres. Tú, la hermana Barbara, la hermana Catherine, la hermana Margaret… —puso la mano sobre la de Marian, quien negó sonriente con la cabeza.

—Y ninguna de nosotras ha conseguido que dejes de morderte las uñas —la sonrisa se esfumó de su rostro—. ¿Has echado de menos tener un padre?

—¿Cómo puedo echar de menos algo que nunca he tenido? Además, ya tengo a nuestro Padre Celestial, y le he prometido encomendarme en cuerpo y alma a la difusión de su mensaje sagrado —levantó el rostro hacia el cielo y cerró los ojos para que los cálidos rayos de sol borraran las palabras de la priora—. Sé lo que Dios espera de mí. La fe no admite ninguna duda.

Marian meneó la cabeza.

—Hasta los más fieles vacilan de vez en cuando. La fe consiste en seguir adelante a pesar de las dudas.

La fe podía ser peligrosa, le había dicho El Salvador. Volvió a mirar el interior de la capilla, donde él seguía arrodillado y aferrando la mano del conde. Sus anchos hombros proyectaban una sombra protectora sobre el cuerpo demacrado.

Fides facit fidem, recitó en silencio. «La fe hace la fe».

Garren apretó la mano fría y húmeda de William, como si pudiera insuflarle parte de su fuerza para devolverle la salud. La piel se le caía a trozos. El cuerpo se disolvía para dejar libre su alma.

—Entregaré tu mensaje sin preguntar por qué, y volveré con una pluma aunque sea un pecado —le prometió, mirando por encima del hombro. Richard seguía hablando con el abad y la priora les susurraba algo a la chica y a la monja—. Pero no finjas ante esas personas que soy una especie de profeta.

Una débil sonrisa asomó a los labios de William. Aquella mañana no parecía sufrir tanto.

—Puede que estés más cerca de Dios de lo que crees, amigo mío.

—Sabes tan bien como yo que si Dios escuchase mis oraciones serías tú quien hiciera esta peregrinación —simuló echarse un pulso con él, y lógicamente lo venció sin el menor esfuerzo—. Cuando vuelva, nos echaremos un pulso de verdad para jugarnos mis honorarios de palmero.

—Creía que lo tuyo eran los dados.

—No pienso arriesgar mis ganancias en un juego de azar.

—Los honorarios no son nada comparado con lo que has tenido que dejar de lado por mí.

—Y una peregrinación no es nada comparado con lo que hiciste por mí —repuso Garren con toda sinceridad.

Las pocas fuerzas que habían levantado a William de la cama habían vuelto a abandonarlo.

—Como no te des prisa, no estaré aquí para discutir contigo cuando vuelvas.

—Más te vale seguir vivo —le dijo Garren entre dientes—. Querrás ver con tus propios ojos la pluma auténtica que voy a traerte.

William sacudió la cabeza y masculló algo contra la blasfemia, pero Garren no lo escuchó. Le debía a William mucho más de lo que le debía a Dios.

«Haré lo que tenga que hacer para llegar al santuario y volver a tiempo para volver a verlo».

Podía sentir cómo Dios se reía de aquel juramento.

Un suave crujido a sus espaldas anunciaba la llegada de la priora.

—Es estupendo veros fuera de vuestros aposentos, lord Readington… Nuestras oraciones han sido escuchadas.

A Garren no le extrañó que la priora rezara fervientemente por la recuperación del conde. El dinero de los Readington aseguraba el sustento del priorato, y Richard no era tan generoso como su hermano.

—Gracias a vos por sus oraciones, priora —respondió William, y señaló con la cabeza a Dominica, que se alejaba hacia la puerta junto a la monja—. ¿Dominica también va a hacer la peregrinación?

Garren se sorprendió al oírlo, pues no sabía que William conociera a la chica.

—Me suplicó que la dejara ir, milord. Habrá que ver adónde la conduce Dios, siendo esta la primera vez que sale al mundo.

Garren miró disgustado a la priora, pero ella evitó su mirada. No era Dios quien estaba dictando el futuro de la joven.

—¿Quién es esa muchacha, William?

La priora le lanzó una torva mirada. Los ojos de William habían perdido su brillo, pero aún les quedaba un destello de humor.

—Has conocido a más mujeres que la mayoría, Garren. No me digas que no te habías fijado en esta rubia moza de ojos azules.

—Parece que tú sí que te has fijado en ella —replicó Garren.

Vio como la monja le ajustaba a la joven la capa sobre los hombros en la puerta de la capilla. El sol arrancaba destellos dorados de sus cabellos, pero William se equivocaba. Su pelo no era rubio. Se asemejaba al color de la cerveza a la luz del fuego.

—Mi familia es responsable del priorato y de todas las almas que allí moran.

Un escalofrío recorrió la espalda de Garren. ¿Y si William tenía un interés personal en la chica? No, imposible. Lo más probable era que William muriese antes de que ellos volvieran de la peregrinación, por lo que nunca conocería el destino de la joven. Aquella idea, sin embargo, no lo consoló en absoluto.

—William…

—Bueno, milord —lo interrumpió la priora—, como veo que se ha recuperado lo suficiente para abandonar sus aposentos, le diré que quería pedir audiencia para…

—Eres un insensato, hermano —exclamó Richard, dejando solo al abad y apartando a la priora con el brazo—. Este esfuerzo ha sido demasiado para ti. ¡Niccolo, ven aquí!

El italiano surgió de las sombras y Garren se preguntó cuánto tiempo llevaría allí escondido. Niccolo había sido abandonado por uno de los prestamistas lombardos, cuyo dinero había permitido al rey pagar a los mercenarios que luchaban en Francia. Richard le había ofrecido una cámara en el castillo y nadie sabía a ciencia cierta lo que hacía allí. Garren sospechaba que practicaba alquimia. Un loco tratando de convertir el plomo en oro.

Richard afirmaba que Niccolo estaba buscando el elixir que curase la enfermedad de William. Era curioso cuántas enfermedades podía curar el oro…

Niccolo mantuvo la cabeza agachada, ocultando su expresión.

—Sí, lord Richard.

—No debería haber abandonado sus aposentos en su estado —dijo Richard—. Creo que necesita otra de tus pócimas curativas.

Niccolo batió las palmas y los dos criados se adelantaron para levantar la litera.

—Date prisa en volver, Garren —le pidió William mientras se lo llevaban.

—Adiós, hermano —se despidió Garren en voz baja, preguntándose si volvería a verlo vivo.

Richard echó a andar tras los criados y Garren se giró hacia la priora.

—No me habíais dicho que el conde conocía personalmente a Dominica —era la primera vez que pronunciaba su nombre en voz alta, y descubrió que le gustaba.

Las mejillas de la priora se pusieron coloradas junto al blanco griñón.

—Esa chica no está hecha para llevar el hábito. Tenemos un acuerdo. Haz honor a tu palabra.

—¿Honor? Una extraña palabra para lo que pedís, priora.

La mirada de la priora se desvió hacia Richard.

—Los caminos del Señor son inescrutables.

—Parecéis empeñada en culpar a Dios por todos los pecados del hombre, y yo debo asumir mi propia responsabilidad.

—Hazlo. Espero que la suma sea suficiente.

—Lo es —se sintió indigno al aceptar aquel pago, pero ningún pecado podría ser peor de lo que había hecho a sueldo del rey. Volvió a preguntarse de dónde sacaría la priora el dinero y por qué aquella misión era tan importante. Otro misterio divino, sin duda.

De repente se sintió impaciente por emprender el viaje, por respirar el polvo del camino e incluso por cumplir la promesa que le había hecho a William. Hizo una reverencia y, sin decir palabra, salió de la capilla.

—Ahí está —exclamó Dominica al verlo.

El resto de peregrinos lo miraron.

—¿Es él?

—¿Ese es el hombre?

Todos los rostros lo miraban expectantes, como un rebaño de ovejas todas iguales.

Dominica asintió.

—Necesitamos un jefe —dijo un joven con el pelo rizado. A su lado, una mujer lo agarraba de la mano—. Y debería ser El Salvador.

Todos callaron, esperando que Garren dijera algo. Era lógico que fuesen tan devotos. Al fin y al cabo, eran peregrinos.

—Sí —afirmó Garren—. Estoy seguro de que Nuestro Señor Jesucristo conducirá sabiamente nuestros pasos.

—No —respondió el joven—. Me refiero al Salvador. A vos.

El truhan y la doncella

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